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martes, 9 de noviembre de 2010

BUSCAD AL SEÑOR MIENTRAS PUEDA SER HALLADO

Por José Belaunde M.

Un Comentario de Isaías 55:6-9
Como expliqué en mi artículo anterior sobre este cap de Isaías, estoy usando mi propia versión.

6. “Buscad al Señor mientras pueda ser hallado, llamadle mientras esté cerca.” (c.f. Sal 32:6) (Nota 1)
La lógica nos diría que debemos buscar al Señor en todo tiempo, sin pausa. ¿Cómo entonces dice el profeta que lo busquemos cuando puede ser hallado, cuando está cerca? ¿Cuándo no puede ser hallado, cuándo no está cerca, si la palabra da a entender que Él está más cerca de nosotros que nuestro propio aliento? (Sal 139:4).

Eclesiastés dice que hay un tiempo de buscar y un tiempo de perder (Ecl 3:6a). ¿Acaso quiere decir que hay un tiempo de perder contacto con Dios? El mismo Isaías dice, algunos capítulos más adelante, que las iniquidades del pueblo hicieron que Dios oculte su rostro “para no oír” (Is 59:2). Eso quiere decir que Dios se aparta de nosotros cuando nuestros pecados colman la medida de su paciencia.

Hay pues en verdad un tiempo en que el Señor puede no ser hallado. Entonces inútil será que clamemos y lo busquemos porque no querrá oír nuestra voz. Inútil será que clamemos en busca de ayuda cuando le hemos ofendido, porque cerrará sus oídos a nuestra voz, como le ocurrió más de una vez al pueblo de Israel. Pero también es verdad que nunca clamaremos en vano para reconocer nuestros pecados y arrepentirnos, si lo hacemos de todo corazón.

Hay ocasiones en que pareciera que Dios cierra sus oídos porque Él considera conveniente que experimentemos las consecuencias de nuestros desvaríos, porque sólo entonces escarmentamos y valoramos la cercanía de Dios. Proverbios describe esas ocasiones en que Dios paga al hombre con la misma moneda con que lo hemos tratado: “Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis; cuando viniere como una destrucción lo que teméis, y vuestra calamidad llegare como un torbellino… Entonces me llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y no me hallarán. Por cuanto aborrecieron la sabiduría, y no escogieron el temor de Jehová, ni quisieron mi consejo, y menospreciaron toda reprensión mía, comerán del fruto de su camino, y serán hastiados de sus propios consejos.” (Pr 1:24-31).

Para decir verdad no es tanto Dios quien se aleja de nosotros, como nosotros quienes nos alejamos de Él. Entonces, en efecto, no podrá ser hallado por nuestra culpa, no por deseo suyo, ya que Él dice en otro lugar que apenas abrimos la boca, Él ya sabe lo que queremos decirle. (Sal 139:4).

Jesús dijo una vez a los judíos: “Me buscaréis y no me hallaréis.” (Jn 7:24). Él vino a la tierra para buscar a los suyos, pero ellos lo rechazaron y hasta lo mataron. Entonces Él dijo que se iría a un lugar donde ellos, los que lo rechazaron y asesinaron, no podrían ir (Jn 8:21).

De nosotros depende pues que se deje hallar, pese a que su deseo es tener siempre comunión con nosotros. Pero si lo ofendemos, si contristamos su Santo Espíritu, difícilmente podremos hallarlo para tener comunión con Él, aunque lo busquemos.

La intimidad con Jesús debe ser cultivada diariamente. Si la descuidamos, nos enfriamos y nos será difícil renovar o recuperar la intimidad perdida. Él se aleja de nosotros porque nosotros nos alejamos de Él. Pero Santiago dice: “Acercaos al Señor, y Él se acercará a vosotros.” (St 4:8). Si nos hemos alejado de Él, arrepintámonos de nuestra tibieza, pidámosle perdón y busquémoslo nuevamente con ansias renovadas, y Él se dejará hallar como si nunca hubiese cerrado los oídos a nuestra voz. Notemos que, según Jeremías, hay una correspondencia semejante entre el buscar y el hallar, pero él agrega un motivo para que al buscar siga el hallar: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón.” (Jr 29:13) Si el hombre no busca a Dios con toda su alma sino tibiamente, corre peligro de no hallarlo. Pero si lo hace sinceramente, de cierto lo encontrará.

7. “Deje el impío sus caminos y el hombre inicuo sus pensamientos y vuélvase al Señor que tendrá de él misericordia, y a nuestro Dios que es rico en perdonar.”
El profeta hace una invocación apremiante al pecador para que abandone su mala vida y deje de hacer el mal (como se hace en otros lugares del Antiguo Testamento: Is 1:16; Sal 34:14; 37:27), porque, a la corta o a la larga, él será la principal víctima de sus propias maldades.

Este versículo es la continuación natural del versículo precedente. Después de haber exhortado a todos a buscar a Dios, Isaías hace un llamado a todos al arrepentimiento, porque así como Dios se deja hallar de todo el que lo busca sinceramente, de igual manera Él no deja de perdonar al que se arrepiente de todo corazón. ¿Y quién no tiene necesidad de arrepentirse si todos, de una manera u otra, le hemos fallado? Podría pensarse que este llamado al arrepentimiento está dirigido sólo a los que viven alejados de Dios, a los que le han dado la espalda, y viven sumidos en una vida pecaminosa. Pero no está dirigida sólo a ellos –aunque a ellos lo está en primer lugar- sino también a quienes se proponen servirle. Porque aun éstos están llenos de debilidades y no son perfectos, e incluso, a veces se dejan llevar por la hipocresía. (2)

En este versículo se enuncian los dos aspectos, o pasos, de la conversión. El primero es dejar, abandonar el pecado; el segundo es volverse a Dios. El primero estaría incompleto sin el segundo, porque sin la ayuda de Dios sería imposible perseverar en el buen camino, y muy pronto se recaería en pecado.

Notemos la doble estructura binaria de este versículo que contiene un doble paralelismo sinónimo (Se da esta forma de paralelismo cuando la segunda frase reitera en otros términos lo que dice la primera). “Deje el impío sus caminos y el hombre inicuo sus pensamientos”, es el primer estico, que expresa la misma idea con palabras diferentes. (3) “Y vuélvase al Señor que tendrá de él misericordia, y a nuestro Dios que es rico en perdonar” es el segundo par que expresa también una misma idea dos veces, pero con palabras distintas.

En el segundo par se expresa el motivo por el cual el hombre puede siempre volverse al Señor confiando en que será escuchado, y éste no es otro sino que Dios está siempre dispuesto a perdonar, porque su naturaleza es amor. Pablo escribió: “Donde abundó el pecado, sobreabundó mucho más la gracia.” (Rm 5:20)

El primer par habla de los caminos del hombre que se aleja de Dios, es decir, de su conducta, la cual está determinada por sus pensamientos, porque el comportamiento de una persona es consecuencia de lo que piensa. Hay una correlación íntima entre lo que pensamos y lo que hacemos. Nadie hace -salvo por excepción- lo contrario de lo que piensa, sino que su conducta sigue la dirección que sus pensamientos le señalan.

Es cierto en contraparte, que en cierta medida nuestra conducta influye también en nuestros pensamientos, porque una vez tomada cierta dirección equivocada, tratamos de justificarla con argumentos que aplaquen nuestra conciencia. Pero la influencia mayor es la primera.

Para el segundo par –el llamado al arrepentimiento- se da una razón poderosa: la misericordia se inclina al perdón. El que es rico en misericordia lo será también en perdones, porque la misericordia lo inclina a eso. El hombre cruel, déspota e implacable, en cambio, es rico en castigar y avaro en perdonar; cultiva sus rencores como si fueran un tesoro, y no sueña sino en vengarse. Pero la naturaleza de Dios es distinta. ¿A cuál de los dos debemos nosotros imitar? Jesús dijo que deberíamos perdonar setenta veces siete, es decir, siempre, para que seamos perfectos como nuestro Padre Celestial, el cual nunca deja de perdonar y ama aún al que lo ofende. ¿Podemos nosotros hacer eso? ¿Amar al que nos injuria? Solamente haciéndolo podremos asemejarnos a Él y ser dignos hijos suyos (Mt 5:44-48).

8. “Porque mis pensamientos no son (como) vuestros pensamientos, y mis caminos no son (como) vuestros caminos, dice el Señor.” (4)
Este versículo y el siguiente expresan de una manera muy gráfica el abismo que separa al hombre de Dios, cuán diferentes son el uno y el otro. (5)

Esta diferencia se aplica en primer lugar al hecho de que contrariamente al hombre que es rencoroso y vengativo, Dios es misericordioso y perdonador. Ésta no es la única diferencia, pero es quizá la más importante para el hombre en términos prácticos: Dios no se cansa de perdonar y siempre está dispuesto a hacerlo con tal de que el hombre se vuelva a Él sinceramente. Ésta es la realidad de Dios. Él dijo de sí mismo que era “tardo para la ira y grande en misericordia”. (Ex 32:6). Dios perdona al hombre porque lo ama ya que es su criatura, y es consciente de todas sus falencias y debilidades. Él está siempre dispuesto a inclinarse amorosamente al hombre que le pide su ayuda, o que le pide perdón.

Pero no sólo en ese sentido son los pensamientos de Dios y sus maneras de obrar diferentes a las del hombre, sino en muchísimos otros más. La mayor diferencia se deriva del hecho de que Él es eterno, esto es, está fuera del tiempo y, por tanto, su perspectiva es totalmente otra; mientras que el hombre vive en el tiempo; su vida física es temporal y es, por tanto, limitadísimo en comparación.

Dios es omnisciente, lo sabe todo. El hombre es por esencia ignorante y tiene que luchar, como lo ha hecho a través de los siglos, para ampliar sus escasos conocimientos, y ¡cuán limitados son todavía!

Dios conoce todo del hombre; el hombre sólo conoce de Dios lo que Él mismo le ha revelado.

El hombre ignora los secretos más profundos de la naturaleza y de la vida, pero ellos son transparentes para Dios porque Él las ha creado. Por eso es que el hombre debe inclinarse en reverencia delante de Dios para adorarlo, porque él no es nada comparado con Dios: “¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo del hombre para que lo visites?” (Sal 8:4)

Pero cuanto más reconozca el hombre su bajeza y su nulidad, más dispuesto estará Dios a levantarlo y bendecirlo. ¡Reconoce pues, oh mortal, que tus caminos, tus maneras de obrar, tus pensamientos y afectos, son muy distintos de los de Dios, y pídele que Él te llene de los suyos, y te haga comprender misterios que tú nunca soñaste y que tu mente no podría alcanzar!

9. “Porque cuanto son altos los cielos sobre la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más altos que vuestros pensamientos.”
Este versículo compara la altura del cielo con la distancia que separa a los caminos y pensamientos divinos de los caminos y pensamientos humanos; la forma cómo Dios obra, de la manera cómo actúa el hombre. Resumiendo: Los caminos y pensamientos de Dios son celestiales; los caminos y pensamientos del hombre son terrenales. La distancia inconmensurable que separa el cielo de la tierra nos da una idea de la distancia que separa los pensamientos de Dios de los pensamientos del hombre, y por qué los pensamientos de Dios son incomprensibles para el ser humano. El salmo 139 lo expresa bellamente: “Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; alto es, no lo puedo comprender.” (Sal 139:6)

Usando la misma figura podríamos decir que Dios ve el panorama humano desde arriba, de muy alto; y su mirada abarca todo el universo, a la vez que el más minúsculo detalle, (como un “zoom” que de las dimensiones astronómicas pasara instantáneamente a las microscópicas); mientras que la mirada del hombre es limitada, y sólo ve el exterior de las cosas y de las personas; no ve lo que ocurre detrás de las paredes, ni en el interior del alma humana.

El hombre estudia e investiga para saber; Dios conoce todo al instante, porque nada de la realidad le escapa. El escaso conocimiento que tiene el hombre de la realidad física es el resultado de mucho esfuerzo acumulado durante generaciones; Dios lo sabe todo sin esfuerzo alguno, sin haber estudiado, porque lo penetra todo y porque todo lo que existe ha sido creado, diseñado por Él.

Por eso dice el salmo ya citado: “Mi embrión vieron tus ojos y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que luego fueron formadas.” (Sal 139:16). La mirada de Dios abarca simultáneamente el pasado, el presente y el porvenir, y aún las cosas más escondidas de la naturaleza. Ve el engendrar, el crecer de la criatura en el vientre, y el nacer humano; y sabe todo lo que hará cada persona en los años de vida que le conceda, si bien ese conocer suyo de antemano no limita la libertad del hombre.

Notas: 1. Curiosamente según el comentarista judío del medioevo, David Kimchi, el verdadero sentido de este verso es: “Buscad al Señor porque puede ser hallado; llamadle porque está cerca. Arrepentíos antes de que muráis porque después de la muerte ya no hay arrepentimiento del alma.” (Citado por Adam Clarke)
2. A.B. Simpson –el fundador de la Alianza Cristiana- escribe al respecto con acierto que mientras la sociedad humana busca personas que tengan buenas referencias, y que puedan demostrar su solvencia económica, Jesús busca a la gente que no tiene buenas referencias, ni goza de crédito ante el mundo. Por eso le reprocharon los escribas y fariseos: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos.” (Lc 15:2). Pero Él ya lo había dicho: “No he venido a buscar a justos sino a pecadores al arrepentimiento.” (Lc 5:32).
3. Sin embargo, Isaías hace una diferencia entre el impío y el inicuo. El primero actúa mal; el segundo tiene propósitos malos. No basta que uno abandone su mala conducta; es necesario que renuncie a toda mala intención. De nada le serviría que deje lo primero si conserva lo segundo, pues Dios ve su corazón, y sus propósitos perversos terminarían por influir en sus actos.
4. En el original hebreo el orden de las palabras está invertido siguiendo una estructura jiástica ABBA: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos.”
5. Desde esta perspectiva hay dos clases de religiones en el mundo: la que Dios revela al hombre, la única verdadera; y las que el hombre se inventa, que pueden ser muchas, y todas falsas.

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jueves, 23 de septiembre de 2010

¡AH VOSOTROS, LOS SEDIENTOS!

Por José Belaunde M.
Un Comentario de Isaías 55:1-5
Yo prefiero usar como texto la versión que confeccioné yo mismo años atrás para memorizar este capítulo, la cual difiere ligeramente de la versión Reina Valera 60.
1. “¡Ah vosotros, los sedientos! Venid a las aguas, y los que no tenéis dinero, venid comprad y comed sin dinero y sin precios, vino y leche.” (Nota1)
“A vosotros los sedientos” ¿Quiénes son los sedientos? La sed, cuando se está privado de agua durante largo tiempo, según cuentan los que la han padecido, es una de las torturas mayores que pueda sufrir el ser humano. El organismo entero clama por el elemento que, según la biología, constituye la mayor parte del peso del organismo humano y sin el cual no puede funcionar. Antes se muere uno de sed que de hambre.
Siendo el Cercano Oriente una región en gran parte desértica, y donde el agua escasea, es natural que el profeta use la sed como metáfora para expresar una aspiración o necesidad espiritual. Porque aquí él no habla de una sed física, sino que ésta es usada como símbolo de una sed de otro orden, más profunda. (2)
Jesús dijo: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia” (Mt 5:6), es decir, lo que aspiran intensamente a una vida y conducta diferentes, a una vida de rectitud, que es lo que la palabra griega dikaosuné, quiere decir propiamente.
El llamado es dirigido a todas los hombres y mujeres sin distinción, sean judíos o gentiles, cuya sed no puede ser satisfecha por las comodidades y deleites del mundo porque han hallado que, a la postre, los mayores placeres “son vanidad de vanidades y aflicción de espíritu.” (Ecl 1:14)
Hay personas que tienen una necesidad profundamente sentida de reconocimiento, porque todos los ignoran; o de amor, porque nunca lo recibieron; o de conocimiento, porque su inteligencia lo reclama; o de libertad, porque viven encadenados a los vicios, etc., etc. ¡Tantas necesidades humanas reales insatisfechas! A todos ellos Dios se dirige por medio del profeta: “Venid a las aguas”; venid a la “fuente del agua de la vida” (Ap 21:6), en donde todos esos vacíos, todas esas carencias, todas esas necesidades insatisfechas pueden ser colmadas.
El agua representa aquí aquello que satisface toda necesidad real, sea la que fuere. ¿Por qué el agua? Porque el agua es precisamente esa sustancia, ese elemento que vivifica lo que se está muriendo, que devuelve su lozanía a lo que se marchita. Echad un poco de agua en una maceta, donde una flor o una planta languidece, y enseguida revive y se endereza; regad agua en una tierra árida, y pronto se cubre de verde. El agua en verdad da vida. Por eso es que Jesús la emplea como símbolo del Espíritu Santo, y de la vida que Él infunde: “De su interior correrán ríos de agua viva”, es decir, del interior de la persona que está llena de Él surgirá un agua no estancada sino fresca (Jn 7:38).
¿Dónde está esa fuente de agua viva que satisface todas las sedes? “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” dijo Jesús (Jn 7:37). A la samaritana, que había ido a buscar agua al pozo de Jacob para llenar su cántaro, le hizo ver la diferencia entre el agua que calma la sed momentáneamente, y un agua diferente que calma una sed de otro orden, de modo que quien la beba no vuelva a tener sed jamás (Jn 4:14). ¿Qué cosa puede ser esa agua que calma toda sed sino Él mismo?
El salmista expresó muy bien la sed de Dios que siente el alma humana: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo”. (Sal 42:1)
Más que de toda otra cosa el alma humana tiene sed de su Creador, de Aquel que es el origen y soporte de su existencia. Todas las otras cosas con las que el hombre satisface sus diversas hambres no lo llenan realmente. Por eso pregunta el profeta enseguida: “¿Por qué gastáis dinero en lo que no es pan y vuestro trabajo en lo que no sacia?” ¿Es decir, en aquellas cosas que no pueden calmar su hambre interna? Pero lo pregunta también porque el acceso a esas aguas que él ofrece es gratuito; no sólo no se tiene que pagar por ellas, sino que, aunque se quisiera, no se podrían comprar con dinero, ni con ningún bien material. Más bien, los bienes materiales y las riquezas son un obstáculo para acceder a ellas, porque distraen nuestra atención. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dijo Jesús, porque amaréis a uno y aborreceréis al otro, y viceversa. (Mt 6:24).
Entre los bienes materiales y los espirituales hay una guerra permanente. De ahí también que Jesús le dijera al joven rico que quería seguirlo: “Vende todo lo que tienes” (Mr 10:21). Sólo podemos poseerlos sin que sean un obstáculo, como dice Pablo, teniéndolos como si no los poseyéramos, es decir, desasido nuestro corazón de ellos (1Cor 7:30c); en otras palabras, con desprendimiento.
Pero no sólo es agua lo que Dios gratuita y generosamente nos ofrece, sino también vino y leche. ¿Qué es el vino en un sentido espiritual? La sabiduría, según Proverbios, ofrece a todos los que lo quieran, el vino que ha mezclado (Pr 9:5). También dice Efesios: “No os embriaguéis con vino sino sed llenos del Espíritu Santo” (Ef 5:18.). El vino simboliza a la vez a la sabiduría que viene de Dios, y al Espíritu Santo con la abundancia de todos sus dones. ¿Y la leche? San Pedro nos anima a desear “como niños recién nacidos la leche espiritual no adulterada” de la palabra de Dios. (1P 2:2). La leche es el puro elixir materno del conocimiento divino con que se alimenta a los párvulos espirituales (1 Cor 3:2), y que se digiere y asimila sin dificultad, nutriendo todo su ser.
2. “¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia? Escuchadme y comeréis cosa buena y se deleitará vuestra alma con manjares suculentos.”
Aquí se yuxtaponen el alimento material y el alimento espiritual. El alimento material que nutre el cuerpo debe ser comprado con dinero, esto es, con el fruto del trabajo; pero ése no es el pan del alma que sacia el hambre más verdadero y profundo de quien aspira a cosas superiores.
Jesús dijo, citando Dt 8:3:“No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. (Mt 4:4). He ahí el pan verdadero: la palabra de Dios que alimenta el espíritu y sacia el alma. La palabra de Dios Padre, que está consignada en el Antiguo Testamento, y la palabra de Dios Hijo, que está registrada en los evangelios.
Esa palabra se come escuchándola, y se reparte gratuitamente a todos los entendidos que quieran oírla. No hay que gastar dinero para oírla; basta escucharla atentamente y azuzar el oído para alimentarse de ella.
Esa palabra ofrece manjares suculentos (3) para el espíritu que desea alimentarse con el trigo que sacia su más profundo anhelo, esto es, conocer íntimamente a Dios. Él se revela a sí mismo en su palabra, y su Espíritu está dispuesto a iluminar el entendimiento de todos los que se le acerquen con la intención recta y pura de saber más de Él y conocerlo.
Pero esta frase de Isaías amonesta también a los que, urgidos por su curiosidad espiritual, y “teniendo comezón de oír” (2Tm 4:3), van en busca de falsos maestros y de vanas enseñanzas, gastando su dinero neciamente y pagando lo que ellos les cobran, porque no las ofrecen gratis. Los que venden ese falso pan descarrían a mucha gente y les hacen sufrir mucho por ese motivo, mientras ellos se enriquecen con el dinero de los incautos. Pero Jesús dijo: “De gracia recibisteis, dad de gracia.” (Mateo 10:8).
Las palabras vacías con que se alimentan los necios no salen de la boca de Dios sino de la boca del maligno. Sus voceros adoptan maneras sutiles y ofrecen una sabiduría engañosamente oculta que halaga la vanidad de los que se dejan seducir por ellos, haciéndoles creer que sólo los iniciados la pueden entender. ¡Ah necios! ¡Cómo se lamentarán el día que caiga el velo de sus ojos! Comieron un pan engañoso que después se volvió cascajo en su boca. (Pr 22:17).
3. “Inclinad vuestro oído y venid a mí; escuchadme y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros un pacto eterno, el de las misericordias firmes hechas a David.”
La expresión “inclinar el oído” significa prestar atención a lo que se dice, escuchar atentamente, y se encuentra con frecuencia en el libro de Proverbios (4:20; 5:1). A través del profeta Dios invita a sus fieles a venir a escuchar lo que Él tiene que decirles. No es un llamado vano, ocioso, sino uno que está unido a una oferta preciosa: Mis palabras harán que vuestra alma viva, que cobre nuevo ánimo y se goce.
Esa oferta supone que los invitados a escucharla están privados de la verdad, y están abatidos y desanimados. Eso es lo que ocurre con frecuencia cuando no se proporciona una guía segura a los pueblos: “mi pueblo perece por falta de conocimiento” (Os 4:6). Pero Proverbios dice también: “La palabra a su tiempo ¡qué buena es!” (15:23).
Las palabras tienen el poder de desanimar o de revivir: “Hay palabras que son como golpes de espada, pero la lengua de los sabios es medicina”. (Pr 12:18).
Las palabras que el profeta ofrece transmitir tienen esta virtud medicinal de hacer revivir el ánimo de los que están desconcertados y abatidos. Esta promesa recuerda las palabras que profiere Isaías en otro capítulo, y que Jesús hace suyas: “El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me envió Jehová a predicar buenas nuevas a los abatidos”. (Is 61:1). En uno u otro caso es el mismo Verbo divino que hace uso de la palabra para reanimar y dar vida.
Pero hay una promesa aún más trascendente. Dios ofrece como recompensa a los que le escuchen atentamente hacer con ellos un pacto eterno. Sabemos que las relaciones de Dios con el pueblo escogido estaban regidas por pactos, esto es, por acuerdos solemnes, inviolables. ¿Qué pacto es este que ahora promete? Es un pacto nuevo, no hecho antes, que reemplazaría al antiguo, -aunque ya había hecho Dios entretanto con David un pacto imperecedero: que no faltaría un descendiente suyo sobre el trono de Israel, el cual permanecería eternamente (2Sam 7:16). Ese pacto se cumplió con la venida del Mesías, que vino a reinar, aunque su reino no fuera de este mundo (Jn 18:36). Él es Rey de reyes y Señor de señores, y está ahora sentado a la diestra de su Padre, y ha de venir nuevamente en la nubes para hacer visible a los hombres su reinado (Mt 26:64).
Pero las misericordias firmes hechas a David apuntan al final de la vida del Ungido prometido, que aunque sería sacrificado en la cruz por los pecados de los hombres, no vería corrupción, porque resucitaría sin dar tiempo a que los gusanos se apoderaran de su cuerpo en la tumba.
Pablo recuerda esa promesa hecha por Isaías cuando predicaba en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, recordando lo que profetiza un salmo acerca del Mesías: “No permitirás que tu santo vea corrupción”. (Hechos 13:33-35; Sal 16:10). Antes que él, Pedro mencionó esta misma profecía en Pentecostés, anunciando al pueblo que se había congregado frente a la casa donde estaban los apóstoles, que Jesús había resucitado (Hch 2:24-32) y no estaba muerto como ellos creían.
El pacto eterno que Isaías promete es pues el “nuevo pacto” anunciado por Jeremías 31, el pacto de la redención en Jesús, el descendiente de David que habría de reinar para siempre, el cual, aunque muriera en el cumplimiento de su misión expiatoria, resucitaría para no volver a morir. Ese pacto incluye también para nosotros la promesa de la resurrección final de los muertos.
4. “He aquí, yo lo di por testigo a los pueblos, por jefe y por maestro a las naciones.”
Lo primero que llama la atención en este versículo es la frase: “yo lo dí”. El que habla es Dios Padre, de quien en otro lugar se dice que “de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito…” (Jn 3:16). El Padre dio a su Hijo unigénito a la humanidad como mediador de nuestra salvación.
Este versículo de Isaías habla en primer lugar del rey David, a quien Dios ungió para que fuera rey, no sólo de Israel sino también de los pueblos que él conquistó y sujetó a su trono. Él fue no solamente un soberano amado por su pueblo y temido por sus enemigos, sino que además, por la devoción que le tenía a Dios, y por los muchos salmos que compuso en alabanza suya, fue testigo del poder y de la misericordia del Creador.
Pero más allá del soberano político, este versículo habla de Aquel que había de venir después para dar testimonio de la verdad (Jn 18:37), y de las obras y palabras de su Padre (Jn 14:10; 18:37), y que había de ser, además, verdadero Jefe y Maestro a los pueblos. Lo primero, porque reinaría a la diestra de la majestad de Dios para siempre; y lo segundo, por las invalorables enseñanzas que nos dejaría, y que sus discípulos recogerían en los evangelios.
Jesús, hijo de David e hijo de Dios, es pues el personaje exaltado al que esta profecía apunta. Nótese que el original hebreo dice: “Yo le di por príncipe y comandante a los pueblos”, palabras que expresan bien la noción del líder soberano que el profeta tiene en mente.
5. “He aquí que llamarás a pueblos que no conoces y pueblos que no te conocen correrán a ti, por amor del Señor y del Santo de Israel que te ha honrado.”
Esta profecía habla del Hijo de David que habría de venir y que, una vez muerto en la cruz y exaltado a la diestra del Padre, vería cómo, en virtud de la predicación de su Evangelio, una multitud de pueblos que Él en vida no conoció, y que nunca antes habían oído hablar de Él, vendrían corriendo a Él para encontrar la salvación que anhelaban, como se dice en otro lugar: “Fui buscado por los que no preguntaban por mí; fui hallado por los que no me buscaban” (Is 65:1).
Eso se refiere a todas las multitudes de los pueblos de la tierra, a todos aquellos que, sedientos de verdad, de amor, de consuelo y de esperanza, que vendrían a buscar a Jesús, según profetiza un salmo: “Pídeme y yo te daré por herencia las naciones.” (Sal 2:8a). Jesús es el puerto al cual aspiran amarrar su barca todos aquellos cuya existencia está siendo azotada por los oleajes de la vida, y que están en peligro de ahogarse. Todos ellos encuentran en Jesús la ribera segura en donde pueden echar sus anclas para descansar y ser restaurados.
Notemos que el profeta no dice “vendrán a ti”, sino “correrán a ti”, porque ese verbo describe la celeridad con que los que oyeron predicar el evangelio en Pentecostés creyeron en Jesús y pidieron ser bautizados. (Hechos habla de tres mil, el primer día, y de cinco mil, después, Hch 2:42 y 4:4) Una vez proclamado el Evangelio la iglesia tuvo en los primeros siglos un crecimiento explosivo que asombra a los historiadores, y no ha dejado de tenerlo desde entonces dondequiera que el Evangelio es proclamado en toda su pureza, transformando la vida de pueblos y naciones.
Un abismo en verdad separa la mentalidad de los pueblos cristianos de aquellos en donde el Evangelio ha sido poco difundido. El conocimiento de Cristo, aunque sea imperfecto, cambia la mentalidad de la gente y la vuelve más humana, más compasiva.
No está demás recordar que el concepto de la dignidad humana y de los derechos inherentes de la persona, es una noción cristiana, aunque hoy, en tiempos de apostasía, se pretenda ignorarlo. Es en los países cristianos, y en virtud del Evangelio, en donde surgió la civilización occidental, con razón llamada cristiana, la más avanzada de todas las civilizaciones que han florecido sobre la tierra.
Franz Delitzsch dice que los versículos 4 y 5 están en relación de tipo y antitipo. Es decir, que lo que se prefigura en el v. 4, se realiza en el v. 5. David fue testigo a las naciones no sólo por su papel de conquistador de pueblos, gracias al poder con que Dios lo ungió, sino también por el poder de la poesía de los salmos brotados de su pluma que cantan a Dios. Lo que él proclamó en el himno de acción de gracias que elevó al Señor en una ocasión en que fue librado de sus enemigos, se ha cumplido realmente a través de los siglos en que sus salmos se han cantado y leído: “Yo te confesaré entre las naciones, oh Jehová, y cantaré a tu nombre”. (2Sm 22:50; Sal 18:49, véase también el Sal 57:9).
Pero David dijo también proféticamente en ese cántico de acción de gracias: “Pueblos que no conocía me sirvieron” (Sal 18:43b), lo cual se cumplió cuando él sojuzgó a las naciones vecinas de Israel. Pero esa profecía se ha cumplido en muchísima mayor medida con Jesús, pues hoy puede decirse que del conocimiento de Jesucristo ha sido llenada casi toda la tierra (Is 11:9), y está siendo llenada por completo en nuestros días, como le prometió el Padre a su Hijo: “(Pídeme y yo te daré) por posesión tuya todos los confines de la tierra.” (Sal 2:8b).
Notas: 1. “El agua –dice el comentarista medieval judío, David Kimchi- es una metáfora de la Torá (ley) y de la sabiduría; así como el mundo no puede subsistir sin agua, tampoco puede subsistir sin sabiduría. La Torá es también comparado con el vino y la leche: con el vino porque regocija el corazón, como está escrito: “Los estatutos del Señor son rectos, regocijan el corazón.” (Sal 19:8). Es comparada también con la leche, porque la leche es la subsistencia del niño; así también las palabras de la ley son alimento para el alma que camina en la enseñanza divina y crece bajo la misma.”
2. Según una interpretación frecuente también valiosa, lo que el profeta ofrece aquí es la salvación en Cristo –de la que ha venido hablando en los caps. 53 y 54- a los que están privados de ella. El profeta es un evangelista lleno de compasión por las almas, que es conciente de la situación desesperada en que se encuentran los que carecen de las bendiciones obtenidas por el Siervo de Jehová (Is 53:5). El llamado que hace Isaías es comparado con el que hace Jesús: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré.” (Mt 11:28) Sin embargo, sin descartar la validez de esa interpretación, hay que reconocer que el mensaje del profeta es dirigido en primer lugar a sus contemporáneos deportados y a sus necesidades espirituales.
3. La grasa de los carneros era para los israelitas el más suculento de los manjares.
Consideraciones adicionales: En Babilonia, centro del comercio mundial entonces –dice un comentarista del pasado- el pueblo judío exiliado, antes pastoril y agrícola, adquirió hábitos mercantiles. Era natural que lo hicieran porque ahí no podían poseer grandes extensiones de terreno ni ganado, tal como les ocurrió más tarde en la Europa medieval, en la que, como les estaban proscritas muchas profesiones y oficios, se dedicaron a la banca. Siguiendo el consejo de Jeremías, los exiliados en Babilonia compraron casas y huertas; se casaron y engendraron hijos; encontraron esposas para sus hijos, y esposos para sus hijas (Jr 29:4-7), y llegaron a sentirse como ciudadanos en esa su segunda patria, de cuya prosperidad dependían. Pero las cosas buenas que encontraron en esa tierra extranjera no podían llenarlos plenamente, porque extrañaban su patria verdadera (Sal 137:1-6), tal como nosotros, aunque seamos prósperos en esta vida, no podemos olvidar que nuestra verdadera patria es el cielo (Flp 3:20), y que las cosas que se ven son pasajeras, pero las invisibles son eternas (2Cor 4:18).
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