LA VIDA Y LA PALABRA
Por
José Belaunde M.
LA PATERNIDAD DE DIOS
Según
la doctrina cristiana Dios es uno y, a la vez, trino: un solo Dios en tres
personas (hupóstasis en griego), Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dios
es Padre, en primer lugar, de su Hijo unigénito, el Verbo (la Palabra), que estaba con
Él desde el principio (Jn 1:2); y es Padre del pueblo escogido, de Israel, a
quien Él llama hijo; Padre también de todos aquellos a quienes ha dado la
potestad de ser hechos hijos de Dios, esto es, a todos “los que creen en su nombre…los cuales no son engendrados de sangre ni
de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” (Jn 1:12,13),
es decir, de los cristianos.
Ellos
son hijos porque han recibido el espíritu de adopción “el cual clama ¡Abba, Padre!” (Gal 4:6). Y lo han recibido por
haber creído, “pues todos sois hijos de
Dios, por la fe en Cristo Jesús.” (Gal 3.26).
Vamos
a examinar brevemente, es decir, sin pretender ser exhaustivos, lo que las
Escrituras dicen acerca de la paternidad de Dios.
En
primer lugar, aunque el Génesis no lo llame explícitamente Padre del género
humano, es obvio que Dios es Padre del hombre, pues es su Creador, como dice el
primer relato de la creación: “Hagamos al
hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza.” (Gn 1:26).
Notemos
que Dios había creado previamente a todos los seres vivientes que pueblan la
tierra, pero no los creó a su imagen y semejanza. Eso estaba reservado para el
ser humano.
Adán
a su vez, a la edad de 130 años, engendra un hijo a su imagen y semejanza, a
quien pone el nombre de Set (Gn 5:3). En la genealogía de Jesús que trae Lucas
al inicio de su evangelio (Lc 3:23-38) el linaje de los ascendientes de Jesús
se remonta hasta Dios. El último verso de la genealogía dice así: “Hijo de Enós, hijo de Set, hijo de Adán,
hijo de Dios.”
La
imagen y semejanza de Dios conforme a la cual fue creado el ser humano
significa que él tiene inteligencia y voluntad para actuar libremente, y un
espíritu inmortal. Dios le dio además la potestad de señorear sobre todo lo que
contiene la tierra (Gn 1:26). Esto es, creó la tierra para el hombre, tan gran
amor le tenía.
Cuando
Dios le dio a Moisés el encargo de ir donde el faraón de Egipto a decirle que
dejara salir a su pueblo, al que mantenía esclavo, Él le manda decir: “Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi
primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva…” (Ex
4:22,23).
Es
de notar que Dios no escogió como pueblo propio a uno de los pueblos diversos
que ya existían en la tierra, como hubiera podido, sino que hizo surgir un
pueblo nuevo de un hombre ya anciano, y de una mujer estéril, a quien dio el
privilegio de concebir y tener un hijo, conforme a la promesa que les había
hecho (Gn 18:10-14). Dios suscitó a ese pueblo nuevo para que de él naciera el
Redentor del género humano.
A
lo largo de su peregrinaje por el desierto Dios se comporta con Israel como un
padre con su hijo: “Y en el desierto has
visto cómo Jehová tu Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo
el camino que habéis andado hasta llegar a este lugar.” (Dt 1:31).
Cuando
el pueblo llega a la frontera de la tierra prometida y está a punto de
conquistarla, Dios le dice por medio de Moisés: “Hijos sois de Jehová vuestro Dios; no os sajaréis, ni os raparéis a
causa de muerto (es decir, no incurriréis en las prácticas supersticiosas
de los pueblos paganos que habitan esa tierra). Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para
que le seas un pueblo único de entre todos los pueblos que están en la tierra.”
(Dt 14:1,2)
Pero
el pueblo ingrato no se comporta como Dios esperaba, y Él se lo reprocha: “¿Así pagáis a Jehová, pueblo loco e
ignorante? ¿No es Él tu Padre que te creó? Él te hizo y te estableció.” (Dt
32:6)
Dios
como Padre se siente justamente ofendido por la forma cómo el pueblo que Él ha
creado con tanto amor le es infiel, rindiendo culto a otros dioses pese a que se
lo había prohibido.
Pero
Dios es Padre no solamente del pueblo escogido; lo es también del hombre que elige
para que lo gobierne después de David, a Salomón, su hijo: “Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo. Y si él hiciere mal, yo
le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijos de hombres, pero mi
misericordia no se apartará de él…”. (2Sm 7:14,15).
Y
como Salomón efectivamente, llegado a la cúspide de su gloria y de su poder, se
apartó de Dios para adorar a los dioses de las muchas mujeres extranjeras que
tuvo, su reinado al final estuvo plagado de dificultades. Y muerto él, las
tribus del norte se rebelaron contra su hijo Roboam y formaron un reino aparte
bajo Jeroboam, el cual arteramente enseñó al pueblo a adorar a los baales. (1R
12). Pese a algunos reyes piadosos, como Ezequías y Josías, Judá no tardó en
seguir su mal ejemplo.
Cuando
el pueblo escogido le da la espalda a Dios
y rinde culto a falsos dioses, Dios los abandona en manos de sus
enemigos. Primero vinieron los asirios que dispersaron a las diez tribus del
norte; después los babilonios que se llevaron cautivo a Judá. Entonces,
arrepentidos, volvieron su mirada a su Padre Dios, quejándose: “Ahora pues, Jehová tú eres nuestro padre;
nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos todos
nosotros. No te enojes sobremanera Jehová, ni tengas perpetua memoria de la
iniquidad. (Is 64:8,9).
Dios
se compadece de ellos, y luego de 70 años de exilio, trae de vuelta a su tierra
a un remanente. Pero el pueblo ha aprendido la lección. Nunca más adorará a
dioses ajenos. Después de que Esdras leyera en Jerusalén la ley de Dios al
pueblo conmovido (Nh 8), y de que confesara los pecados del pueblo (Nh 9), el
pueblo hace pacto solemne con Dios de guardar la ley (Nh 9:38-10:1-39).
Dios,
dice la Escritura, es “Padre de huérfanos
y defensor de viudas.” (Sal 68:5), es decir, de todos aquellos que no
tienen quien los defienda ni saque la cara por ellos. Si tú te encuentras en
esa condición, es bueno que sepas que no estás desvalido ante el mundo, que no
estás indefenso. Tú tienes un Padre todopoderoso que está dispuesto a
socorrerte y a defenderte de tus enemigos.
Por
el mismo motivo dice también otro salmo: “Como
el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen.” (Sal
103:13). Tú ya sabes en quién puedes confiar.
Pero
nadie ha enseñado con más claridad acerca de la paternidad de Dios que Jesús, que
nos enseñó dirigirnos a Él diciendo: “Padre
nuestro que estás en los cielos…” (Mt 6:9).
Jesús
nos exhorta a parecernos a nuestro Padre, para que seamos dignos hijos suyos: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los
que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y orad por los que os
ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los
cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre
justos e injustos.” (Mt 5:44,45).
Él
nos exhorta también a perdonar a nuestros deudores, así como Él perdona
nuestras deudas: “Porque si perdonáis a
los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre
celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre
os perdonará vuestras ofensas,” (Mt 6:14,15). Ésta es la base de nuestra
esperanza, que si bien nosotros le fallamos a Dios muchas veces, Él está
siempre dispuesto a perdonarnos si nuestro arrepentimiento es sincero.
Hablando
acerca de la oración Jesús pregunta: “¿Qué
hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si
le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos,
sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en
los cielos dará buenas cosas a los que le piden? (Mt 7:9-11). Lucas en el
pasaje paralelo concluye: “¿Cuánto más
vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc
11:13). Esta es la primera promesa de
enviar al Espíritu Santo que consignan los evangelios, promesa que se cumplió
el día de Pentecostés (Hc 2:1-4).
Jesús
nos enseña la unidad esencial que existe entre Él y el Padre cuando Felipe que,
como sus colegas, no ha entendido bien lo que Jesús les está diciendo, le pide:
“Muéstranos al Padre y nos basta.” Y
Jesús le contesta: “¿Tanto tiempo estoy
con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto
al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo soy en
el Padre, y el Padre en mí? (Jn 14:8-10ss).
En
la oración que Jesús hace al Padre antes de su pasión, entre otras cosas Él
dice: “Mas no ruego solamente por éstos,
sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que
todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Jn 17:20,21).
Teniendo el mismo Padre, ellos son hermanos, y si lo son ¿cómo no han de estar
unidos? La iglesia desunida es el mayor obstáculo para la predicación del
Evangelio, y deshonra a Dios como Padre.
En
el huerto de Getsemaní llega el momento supremo de la sumisión de Jesús a los
deseos de su Padre, deseo contra el cual toda su naturaleza humana se rebela,
al punto de que en medio de su tremenda agonía su sudor se mezcla con sangre
que cae en gotas al suelo (Lc 22:44). Sin embargo, Él le dice dos veces: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta
copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mt 26:39).
Cuando
le crucificaban Jesús dijo: “Padre,
perdónalos porque no saben los que hacen.” (Lc 23:34). En ese momento de
terrible dolor Él estaba más preocupado por los infelices que cumplían la cruel
tarea que les habían encomendado que por lo que Él sufría. Él sólo siente
compasión por ellos.
Las
últimas palabras que pronunció las dirige a su Padre entregándole su vida: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu.” (Lc 23:46). Esas son palabras que nosotros también deberíamos dirigir
a Dios cuando nos llegue el día de morir, tal como lo hizo el diácono Esteban: “Señor, recibe mi espíritu”, agregando una
frase similar a la que acabamos de citar en el párrafo anterior (Hch 7:59,60).
Una
vez resucitado, Jesús le dice a la
Magdalena: “No me
toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas vé a mis hermanos y diles: Subo
a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.” (Jn 20:17).
Jesús subraya nuestra identidad como hijos de Dios y hermanos suyos.
Pablo
proclama una gran verdad cuando escribe: “Un
Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.” (Ef
4:6).
Al
inicio de la 2da carta a los Corintios él escribe: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de
misericordias y Dios de toda consolación…” (2Cor 1:3). Dios es Padre de
Jesucristo, y nuestro Padre, tal como nos enseñó Jesús, y lo es también en un
sentido práctico, porque Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, como
hace todo padre amoroso y preocupado por sus hijos.
En
Romanos él ha escrito: “El Espíritu mismo
da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también
herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo…” (Rm 8:16,17).
Lo
que no impide que en Hebreos se nos recuerde que Dios, como Padre amoroso y
responsable que es, nos discipline cuando es necesario: “Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos
disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre
de los espíritus y viviremos?” (Hb 12:9).
El
apóstol Pedro saca de todo ello una conclusión, que es a la vez un consejo: “Y si invocáis por Padre a aquel que sin
acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo
el tiempo de vuestra peregrinación.” (1P 1:17).
Santiago
nos ilustra acerca de cómo se produjo nuestro nuevo nacimiento que nos
convirtió en hijos de Dios: “Toda buena
dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el
cual no hay mudanza, ni sombra de variación. Él, de su voluntad, nos hizo nacer
por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” (St
1:17,18).
Por último Juan exclama
admirado ante el privilegio que nos ha sido otorgado de ser hijos de Dios: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para
que seamos llamados hijos de Dios…Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no
se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él se
manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.” (1Jn
3:1,2). ¡Ser semejantes a Él! Esta es la esperanza bendita que nos conforta y
nos alienta a seguir luchando contra el enemigo de nuestras almas que quiere
hacernos olvidar todas estas verdades para apartarnos de nuestro Padre.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le
sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás
seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda
la eternidad, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la
tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a
pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al
mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres,
incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido
conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces
gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente
de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname,
Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y
gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#783 (16.06.13).
Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia
1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).