martes, 22 de junio de 2010

EL TEMOR DE DIOS I

Por José Belaunde M.

Un Comentario del Salmo 34:11-14

Con mucha frecuencia se tergiversa la noción del temor de Dios porque se tiene temor de la palabra temor. Pero el temor de Dios es temor de Dios. Nada menos.

Vayamos a los versículos 11-14 donde se dice: “Venid, hijos, oídme; el temor del Señor os enseñaré. ¿Quién es el hombre que desea vida, que desea muchos días para ver el bien? Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño. Apártate del mal, y haz el bien; busca la paz, y síguela.”

Aquí vemos a un padre que habla a sus hijos, como un maestro habla a sus discípulos, para enseñarles acerca del temor de Dios, porque es algo muy importante. Pero ¿qué cosa es el temor de Dios? El temor es ante todo temor, como he dicho. Esa palabra quiere decir lo que quiere decir. Puede significar también, y en ocasiones se entiende de esa manera, como respeto, reverencia, o también como asombro, espanto, ante la grandeza de Dios, ante los juicios de Dios.

En un escrito anterior yo describía al temor de Dios como una mezcla de espanto ante su majestad, de reverencia ante su santidad, de humildad ante su omnipotencia y de amor ante su bondad.

Pero el temor de Dios ante todo es temor a las consecuencias de pecar contra Dios, temor al castigo. Temor de la ira de Dios, temor de su justicia. Si nosotros revisamos el Antiguo Testamento, podemos ver efectivamente que cada vez que se habla del temor de Dios se habla de eso. Y es natural que sea así, pues Dios emplea con su pueblo una pedagogía adaptada a la vida y a la psicología humana.

Un ejemplo claro es la teofanía divina en el monte Sinaí cuando, después de haber comunicado Dios al pueblo hebreo los diez mandamientos del Decálogo a través de Moisés, el monte humea en medio de relámpagos y el pueblo se pone a temblar de pavor. Para tranquilizarlos Moisés les dice: “No temáis; porque para probaros vino Dios, y para que su temor esté delante de vosotros, para que no pequéis.” (Ex 20:20).

¡Qué interesante! Dios les muestra todo su terrible poder para que lo conozcan, no de oídas sino en vivo y en directo, un poder que descargarse sobre ellos con toda la fuerza, si es que se rebelan contra Él. Y luego les dice: “No temáis.” Es decir, no corréis ningún peligro ahora. Esto que veis es una solemne advertencia para que el temor de Dios os guarde de pecar. En el pasaje paralelo de Dt 5:29, después de que el pueblo se compromete a acatar todo lo que Dios les pide, Dios añade estas palabras: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y que guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!” Al que obedece a Dios le va bien en la vida, pero al que no…¡que espere a ver qué le sucede!

En ambos pasajes aparece una noción básica de la pedagogía divina: El temor de Dios tiene por finalidad apartar al hombre del pecado. Eso se ve desde el Génesis, en el pasaje donde Abimelec reprocha a Abraham que le haya ocultado que Sara es su mujer y él, sin saberlo, casi la hace suya. Abraham, a manera de excusa, le responde: “Porque dije para mí: Ciertamente no hay temor de Dios en este lugar, y me matarán por causa de mi mujer.” (Gn 20:11). Teniendo temor de Dios, piensa él, no me matarán, pero si no lo tienen, estoy muerto.

Nosotros sabemos que los hijos tienen temor de sus padres. ¿Por qué les temen? Tienen por lo menos temor al padre, quizás no tanto de la madre, pero sí y mucho, del padre, porque si el niño se porta mal, su mamá le dice: Le voy a decir a tu papá. Y el niño se muere de miedo de lo que puede pasarle, porque si su padre se entera, se pone bravo y lo castiga.

Ése es el modelo que usa Dios para hacernos entender en qué consiste el temor de Dios, esto es, la conciencia de que Él puede castigar a sus hijos, a sus criaturas, si le desobedecen, o hacen algo contrario a la justicia (Lv 25:35,36).

¿Quién no tiene la experiencia en su vida personal de haber hecho algo malo y haber sufrido las consecuencias? Esas cosas no ocurren de casualidad. Nosotros no vemos las causas de los acontecimientos, no vemos los resortes que hay detrás; pero ciertamente detrás de todas las cosas malas que ocurren a las personas o a la sociedad, hay quienes han hecho algo que ha generado una cadena negativa de causas y efectos detrás de los cuales está la mano de Dios que disciplina.

Esto lo vemos no sólo en la vida ordinaria de la gente sino también en los acontecimientos del mundo. El terrible derrame de petróleo en el Golfo de México que está causando tanto daño, ocurrió porque la compañía operadora concientemente descuidó tomar las precauciones necesarias, a pesar de que había sido advertida del peligro. ¿Es Dios ajeno a ello? No lo creo. Dios nos está advirtiendo que su paciencia se acaba.

El capitulo 3 del Génesis narra cómo Dios castigó severamente a Adán y Eva porque desobedecieron. Vamos a ver hasta qué punto fue grave el castigo que ellos sufrieron. Dios les había dado orden de que no comiesen del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 2:17). Pero viene la serpiente, tienta a Eva, y Eva se deja seducir y come. Luego come Adán. Pero en lugar de sentir ellos lo que la serpiente les había prometido, que iban a tener un conocimiento superior (¡Cómo tienta a los hombres el conocimiento!), que sus ojos serían abiertos, y que serían como Dios, ¿qué dice el Génesis?. La experiencia que tuvieron fue muy distinta de lo que esperaban: “Y oyeron la voz de Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia del Señor entre los árboles del huerto.” (Gn 3:8)

Ahí aparece por primera vez el temor de Dios en la historia de la humanidad. ¿Por qué tuvieron temor de Dios en ese momento? Porque eran concientes de que habían desobedecido. Su sentimiento de culpa hizo que temieran. Hasta ese momento ellos se paseaban felices por el parque, comían a su gusto y hablaban con Dios. Estaban contentos en su presencia. Pero apenas pecaron tuvieron temor de Él.

Fíjense en el vers. 9: “Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo?” Hasta ahora habían estado siempre desnudos sin ser concientes de estarlo, ni sentir vergüenza. Pero ¿qué les hizo tener conciencia de que estaban? “¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comer?” inquirió Dios que lo sabe todo. Entonces Adán, cobarde que es, le contesta: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”.

Repitamos. ¿Por qué se dieron cuenta de que estaban desnudos? ¿Qué había pasado? Se les habían abierto efectivamente los ojos como les había prometido la serpiente. Lo que les había dicho la serpiente era cierto. Tendrían conocimiento del bien y del mal. Pero no el conocimiento según Dios, inocente; sino el conocimiento según Satanás, con malicia, porque el conocimiento del bien no nos hace sentir vergüenza; pero el conocimiento del mal, sí. Los niños sienten vergüenza instintivamente cuando piensan algo malo. Los adultos, por muy endurecidos que estén, también.

Más allá del sentido literal del estar desnudos, hay un sentido más profundo en esa condición. Hay un pasaje en el Nuevo Testamento que nos hace pensar que ellos quedaron desnudos de la gloria de Dios. Estando en paz con Dios, y estando el Espíritu de Dios en ellos, ellos antes de pecar tenían posiblemente cuerpos gloriosos como serán los nuestros cuando resucitemos. Al verse ellos despojados de esa gloria que antes tenían, y al contemplar su nueva apariencia como cuerpos mortales, se sintieron desnudos y se tornaron concientes de las consecuencias de su desobediencia, y tuvieron miedo.

Pero Dios no les dice para tranquilizarlos: “No hijitos míos, no tengan miedo, no se preocupen, yo los quiero mucho, no es tan grave la cosa.” No, nada de palabras consoladoras. ¿Qué es lo que les dice? A la serpiente la maldice de modo que en adelante se desplazará arrastrándose por tierra. Y a la mujer le dice: “Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti.” (vers. 16) Tener hijos, que debía ser para la mujer una experiencia gozosa, se convertirá para ella en una experiencia penosa, por las incomodidades del embarazo, y porque daría a luz en medio de grandes dolores, que ningún hombre, creo yo, seria capaz de soportar.

Pero además, esas palabras contienen una maldición que establece las condiciones bajo las cuales la mujer se va a relacionar en adelante con el hombre, no una relación de igualdad y compañerismo, como al comienzo sino una relación de sometimiento que, dicho sea de paso, el cristianismo ha aliviado en parte, pero que en la antigüedad pagana y todavía en algunas partes del mundo no alcanzadas por el Evangelio, llega a extremos increíbles.

Pero al hombre no le dice: “Tú vas a mandar sobre tu mujer”, como sería la contraparte, sino le dice: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol del que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida.” (vers. 17) No lo maldice a él sino maldice a la tierra que le da de comer, y con ella maldice a su trabajo. Es decir, esta tierra que yo te había dado para que la cultives, y que antes te daba frutos en abundancia, en adelante será avara en su rendimiento. Tendrás que arrancarle con dolor tu alimento. La mujer parirá con dolor. El hombre cosechará penosamente.

Y prosigue diciendo: “Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.” (vers. 18,19) Esta ultima frase nos recuerda la manera cómo Dios creó al hombre, tomando polvo de la tierra, esto es, barro, y dándole forma. (Gn 2:7) Nosotros, necios que somos, nos jactamos de la fortaleza, o de la belleza, de nuestro cuerpo, pero no somos más que eso, arcilla que Dios modeló y a la que dio vida.

En esas palabras de Gn 3:18,19 que hemos citado (“polvo eres y al polvo volverás.”) se cumple además lo que Dios le había advertido a Adán: “Si comes del árbol que está en medio del jardín, (es decir, si me desobedeces), morirás.” (Gn 2:17). ¿Quieren esas palabras decir que si no hubieran pecado, Adán y Eva y sus descendientes serían inmortales? Eso es lo que algunos intérpretes, y yo con ellos, creen; que llegado el término fijado para su vida terrena, el hombre sería levantado al cielo como lo fueron Enoc y Elías.

Respecto de Gn 3:18,19 notemos cómo a pesar de todos los esfuerzos que ha hecho el hombre a través de los siglos, y de todo el ingenio que ha invertido para hacer que su trabajo sea más fácil por medio de las herramientas y de las maquinarias ideadas por él, incluyendo la automatización, el trabajo sigue costándole gran esfuerzo al hombre. Aunque trabaje en una linda oficina alfombrada, con secretaria y computadora, al final del día está cargado, cansado. Y durante el trabajo mismo, si ya no tiene que dar de azadones en la tierra, se pelea con su compañero, o con su jefe porque no le dan el sueldo que merece y, de repente, hasta lo botan del trabajo. Es decir, a pesar de todos los adelantos de la tecnología moderna, el trabajo sigue siendo para el hombre un motivo de sufrimiento, de modo que realmente puede decirse que come el pan aderezado con el sudor de su frente.

Ahora bien, el trabajo en el mundo caído no es sólo una maldición, porque a través del trabajo el hombre se realiza como ser humano. Mediante el trabajo el hombre desarrolla sus habilidades, sus capacidades, que permanecerían dormidas si él no trabajara. De modo que el trabajo es también un bendición para el hombre. De ahí que a nadie le gusta estar sin empleo. Se siente inútil y se deprime.

Sin embargo, pese a todas esas compensaciones, el trabajo no deja de ser penoso. Por eso tomamos vacaciones una vez al año y la gente aspira a jubilarse algún día para gozar de la libertad de hacer con su tiempo lo que le da la gana.

Hemos visto pues, que como consecuencia de su desobediencia, Adán y Eva fueron expulsados del paraíso. ¿Por qué se le llama paraíso? Porque era un lugar maravilloso, como un parque precioso, lleno de árboles, de caídas de agua y de fuentes, en el que estaban reunidas todas las cosas que hacen la vida agradable.

Expulsados de ese lugar encantado que Dios había preparado para ellos, la tierra se convirtió para ellos en lo que con razón llamamos un valle de lágrimas, con su torbellino de pasiones, de rivalidades y celos, y muy pronto, de asesinatos. Vemos pues cómo desde el comienzo de la historia de la humanidad queda sentado el principio de que desobedecer a Dios trae consecuencias. De esa manera aprende el hombre a conocer el temor de Dios: la noción de que nadie puede desobedecerle sin atenerse a las consecuencias. De ahí que desde las primeras líneas de ese compendio de sabiduría que es el libro de Proverbios queda sentado: “El principio de la sabiduría es el temor de Dios” (Pr 1:7). ¿Cómo comienza la sabiduría? Temiendo a Dios. ¿Cómo aprende el niño a ser sabio? Temiendo al castigo. Se le dice: no hagas eso. Si no hace caso y lo hace, se le castiga y llora el niño; pero ya aprendió. Si quiere volver a hacerlo una segunda vez, se retiene, porque sabe que lo van a castigar. El castigo les enseña la sabiduría a los niños. Aprenden por experiencia que lo que uno hace trae consecuencias.

Nada peor y más dañino que esa filosofía pedagógica que se difundió hace unos cincuenta años y que sostenía que no se debe castigar al niño, porque lo reprime, lo frustra y despierta en él sentimientos agresivos. Naturalmente eso ocurre cuando el castigo es injusto, cruel o excesivo. Pero no cuando el castigo es justo y se aplica con amor. De ahí que Proverbios diga: “El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama, desde temprano lo corrige.” (13:24). Y que otro diga: “La vara y la corrección dan sabiduría; mas el muchacho consentido avergonzará a su madre.” (29:15).

NB. Este artículo y su continuación están basados en la trascripción de una charla dada hace más de veinte años en un grupo de oración carismático, lo que explica el estilo libre e improvisado.

#631 (13.06.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

No hay comentarios: