lunes, 28 de diciembre de 2009

LLAMADO INDIVIDUAL Y CONSAGRACIÓN

En los dos artículos anteriores estuvimos hablando acerca de cómo Dios escoge a algunas personas para llevar a cabo misiones específicas para bien de su pueblo o de toda la humanidad, o simplemente, para cumplir determinados propósitos.

Vimos, con ayuda de algunos ejemplos de la Biblia, cómo Dios llamó en el curso de la historia de Israel, y al comienzo de la vida de la Iglesia, a algunos personajes cuyas andanzas y vicisitudes han quedado registradas en la historia santa. Hablamos de Moisés, Abraham, David y Pablo.

Pero conviene que tengamos en cuenta que Dios no sólo tiene propósitos y tareas específicas para algunos seres excepcionales, sino que Él llama a cada ser humano que pisa la tierra a desempeñar una función y un propósito concreto dentro de su plan; plan que, dicho sea de paso, abarca a cada hombre y mujer que Él crea.

Él nos ha creado, en efecto, a cada uno de nosotros con una finalidad específica. No sólo a los que Él ha escogido para salvarlos, a los que creen en Él y desean servirlo, sino a todos los hombres, incluso a los malvados. Dice la Escritura en efecto en Proverbios: "Todas las cosas ha hecho el Señor para sí mismo; incluso al impío para el día malo" (Pr 16:4). (Nota)

Ahora bien, nosotros no podemos entender los secretos del plan de Dios, ni tampoco cómo Satanás y sus huestes actúan en el mundo para contrarrestar los propósitos de Dios, que siempre son buenos. Ni menos podríamos entender por qué caminos Dios usa la maldad de los hombres y las artimañas del Maligno para sacar adelante sus buenos propósitos y hacer que su voluntad se cumpla. En verdad, todos, hombres y mujeres, ángeles y demonios, están al servicio del plan de Dios, aunque no lo sepan.

Pero si bien es cierto que la mayor parte de la humanidad, que no conoce a Dios, que no cree en Él ni desea servirle, sirve a sus propósitos sin quererlo, o más aun, a pesar suyo, los que creen en Él y le aman, pueden colaborar conciente y voluntariamente con los planes concretos que Él tiene para sus vidas y para las de otros, y así cumplir de una manera más eficiente los deseos que Él tiene para cada uno.

Lo que tenemos que hacer para ello es pedirle de una manera insistente y ferviente que nos revele, que nos haga saber, con qué propósito, con qué finalidad, nos ha hecho Él nacer, con qué fin nos ha puesto en el lugar que ocupamos en el mundo.

Pues no debemos dudar de que si hemos nacido en tal año, en tal nación, y en tal familia, y en tal situación económica y social, no es como resultado del azar, de pura casualidad. Él ha creado individualmente a cada ser humano y lo ha colocado en el tiempo, en el lugar y en la posición que Él ha elegido especialmente para cada hombre. Nótese bien: nosotros somos todos responsables de la manera cómo desempeñamos el papel que Él nos ha asignado en la vida y en la sociedad, de cómo negociemos con los talentos que Él nos ha dado.

Es cierto que Él ha creado a todos los seres humanos para que le amen, le adoren y le den gloria, y para que cumplan sus mandamientos, como dice el Catecismo. Ese es su propósito general para todas sus criaturas.

Pero a algunas personas las ha creado más específicamente para ser buenos padres o madres, o buenos ciudadanos, o para ocupar determinados cargos, o desempeñar determinadas funciones en la sociedad. A algunos, por ejemplo, para ser jueces o gobernantes; a otros, para ocupar posiciones intermedias; mientras que a otros, la mayoría, los ha llamado para ocupar posiciones humildes. Pero todas esas posiciones, las elevadas y las modestas, son importantes y tienen un lugar dentro de su plan, y algún día veremos cómo muchos de los que ocuparon posiciones altas están debajo de los que ocuparon posiciones bajas, según las palabras de Jesús: "Los últimos serán los primeros, y los primeros, últimos". (Lc 13:30). Porque no es el rango o la importancia de la posición lo que cuenta para Dios, sino la disposición del corazón con que se cumplen las tareas que Él nos ha asignado.

Si nosotros le pedimos a Dios que nos muestre cuál es la tarea específica que Él desea que nosotros cumplamos, Él nos va a empezar a revelar poco a poco qué espera de nosotros, qué papel ha previsto que desempeñemos. En consecuencia, nuestra vida va a empezar a tomar una dimensión espiritual desconocida, no soñada por nosotros, en que muchos sucesos y circunstancias, cuyo sentido no podíamos entender, aparecerán bajo una luz inesperada.

Si además nosotros nos ponemos a su disposición, y le pedimos que nos utilice día a día; si le consagramos todo nuestro ser, nuestras facultades, nuestros talentos, nuestro tiempo y, sobre todo, nuestra voluntad; y si, adicionalmente, le pedimos que nos utilice para ser de bendición para otros , Él va a tomar nuestra palabra en serio, y va a empezar a usarnos para propósitos concretos; unos de largo alcance, otros de corto aliento, sea para ayudar a muchos de nuestros semejantes de diversas maneras durante un lapso más o menos largo de tiempo, sea para ayudar a un solo individuo en una ocasión única y no repetida.

Y al comenzar a ser nosotros un motivo de bendición para otros, Él va a empezar a bendecirnos de maneras que nosotros no imaginamos y nos mostrará su favor por caminos insospechados.

Ahora bien, Dios no nos revela siempre cómo Él quiere usarnos y cómo nos usa específicamente. Le basta que nosotros deseemos ser empleados por Él para que Él pueda aprovechar la buena disposición de nuestro corazón. Y puede ocurrir que al cabo de cierto tiempo, nosotros caigamos en la cuenta de que durante el tiempo en que nosotros sentíamos que Dios no respondía a nuestro pedido de que Él nos use, y nos preguntábamos por qué no lo hacía, Él ya nos estaba utilizando para sus fines; ya nos estaba usando para bien de nuestros semejantes de una forma que no podíamos adivinar, y sin que nosotros nos diéramos cuenta.

Lo cierto es que pedirle a Dios que se valga de nosotros, trae felicidad a nuestras vidas, porque Él se ocupará de los menores detalles de nuestra existencia: de nuestra casa, de nuestras finanzas, de nuestra familia. Viviremos entonces realmente, como dice el salmista: "Bajo el amparo del Altísimo y a la sombra del Omnipotente". (Sal 91:1). Él nos protegerá de las circunstancias adversas, cuidará de nuestras posesiones, prosperará nuestras ocupaciones.

Eso no quiere decir que nos sean ahorradas las pruebas. Las pruebas y las tentaciones son necesarias porque nosotros crecemos a través de ellas. Pero bien puede ocurrir, y sucede de hecho, a juzgar por testimonios que he escuchado más de una vez, que con frecuencia Dios utiliza nuestros períodos de prueba, nuestras tribulaciones, y cuando más afligidos estamos, para bendecir a otros. En muchos casos es precisamente durante los momentos más difíciles de nuestra vida, cuando Dios más nos usa.

Un caso que ilustra bien lo que quiero decir es el episodio en la vida de Pablo en el que él y Silas, después de haber sido azotados, fueron arrojados a un oscuro calabozo en la cárcel de Filipos. Ellos, en lugar de desanimarse y quejarse, se pusieron a alabar a Dios y a cantarle salmos. De repente se produjo un terremoto, se abrieron las puertas de la cárcel y se les cayeron las cadenas. Como resultado de esa conmoción, el carcelero creyó en Dios y fue bautizado junto con su familia. Poco después Pablo y Silas fueron liberados (Hch 16:16-34).

Dios los había llevado a esa prisión para salvar a ese carcelero y a su familia. Ahora, aunque no lo narre la historia, ¿podemos imaginar a cuánta gente en la prisión de ahí en adelante el carcelero, que había experimentado tan poderosamente el poder de Dios, debe haber hablado de Cristo y haber animado a convertirse? La tribulación momentánea por la que pasaron Pablo y Silas produjo –podemos pensarlo- una gran cosecha de almas así como un gran peso de gloria en ellos.

Pidámosle pues a Dios sin temor alguno que Él nos use para bendecir a otros, y nosotros veremos, como resultado de nuestra oración, cuántas personas acuden a nosotros a pedirnos consejo o ayuda. Y en la medida en que nosotros sirvamos a esas personas, Dios usará a otros para que, a su vez, nos bendigan y nos sirvan.

Es bueno que nosotros le entreguemos a Dios todos los días en la mañana nuestra voluntad y la libertad de decisión que Él nos ha dado, porque por más que logremos someter nuestra voluntad a la suya durante veinticuatro horas, es seguro que al día siguiente volveremos nuevamente a querer hacer lo que nos da la gana. No hay nada más difícil que sujetar nuestra voluntad a la de Dios.

Por eso es que nosotros debemos repetir diariamente ese acto de sumisión que he sugerido, para que se vuelva en nosotros finalmente una actitud natural y habitual. ¡Qué gran bendición para nuestras vidas, para la de nuestras familias y para muchos conocidos y desconocidos podemos nosotros ser si lo hacemos así todos los días, y la unión de nuestra voluntad con la de Dios se convierte para nosotros en una segunda naturaleza!

Quisiera hacer una observación final: Con frecuencia se habla de la necesidad de mostrar amor a las personas. Eso nos gusta y es ciertamente muy bueno. Pero hay una diferencia entre mostrar amor y mostrar misericordia. Nosotros crecemos espiritualmente mucho más mostrando misericordia porque la misericordia se inclina hacia el dolor, se acerca a la miseria humana, y hay en ello algo penoso, sacrificial, que exige esfuerzo. Y también porque al hacerlo, nos asemejamos a Jesús que se inclinaba hacia los miserables.

Se muestra misericordia al que la necesita porque carece de lo más necesario o está sufriendo, no a los que prosperan y están felices. En cambio se puede mostrar amor a toda persona, esté en una buena situación o en una mala. Pero el contacto con el dolor humano exige negarse a sí mismo en mayor medida que codearnos con la prosperidad y la felicidad, y por eso nos es provechoso.

Sin embargo, se puede mostrar también misericordia a los que prosperan pero están caminando por el sendero ancho que lleva a la perdición. Ellos son de todos los seres humanos los que más misericordia necesitan. Se les muestra misericordia mostrándoles el camino angosto que lleva a la salvación, e invitándolos a aceptar a Cristo en sus vidas.

Nota : Un caso interesante que ilustra lo que dice ese proverbio figura en el libro de Ester. Es el del malvado Amán, que Dios usó para provocar que el pueblo de Israel obtuviera una gran victoria sobre sus enemigos (Est 9:2-6). Otro más patente es el de Judas, y el de las otras personas que Dios usó para que Jesús fuera condenado y padeciera la muerte que en su eterno consejo había previsto (Hch 2:23; 4:27,28).

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