Un comentario a Romanos 14:14-23
14. “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; mas para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es.”
Con este versículo Pablo reafirma solemnemente la caducidad de todas las normas sobre alimentos (temporales en su esencia) dadas por Moisés al pueblo de Israel en el desierto y que calificaban de inmunda la carne de determinados animales y, por tanto, prohibía comerlas (mariscos, reptiles, cuadrúpedos de pezuña partida como el cerdo, etc. Lv 11:1-22; Dt 14:3-21), caducidad que ya Jesús había declarado (Mr 7:18,19). En adelante todos los alimentos son buenos cualquiera que sea su origen porque han sido creados por Dios. (Nota 1)
Recuérdese la visión que Pedro tuvo mientras oraba estando en Jope. Vio descender hacia él un lienzo en el cual había toda clase de animales, reptiles y aves. Y oyó una voz que le dijo: ‘Pedro, mata y come’, y él contestó: ‘No señor, porque nunca he comido alimentos inmundos’. Y la voz le dijo: No llames inmundo lo que yo he declarado limpio.’ (Hch 10:9-16). En esa visión el Señor le enseñó a Pedro que también los gentiles –en cuyas casas los judíos no podían entrar- debían ser admitidos en la iglesia. Pero también le recordó que las antiguas restricciones alimenticias, a las que él todavía se aferraba, ya no tienen vigencia. Este último punto es muy importante porque las leyes dietéticas, así como la obligación de guardar el sábado, eran las dos normas fundamentales que hacían de los judíos un pueblo separado de los demás. Pero Cristo, dice Pablo en Efesios, abolió con su muerte el muro que los separaba e hizo de ambos pueblos, gentiles y judíos, uno solo (Ef 2:14,15).
En este versículo formula Pablo un principio básico de la conciencia: Si tú piensas que algo es malo en sí mismo (aunque en realidad no lo sea) y sin embargo, lo haces, pecas porque has hecho algo que tu conciencia rechaza. Al mismo tiempo, si por ignorancia o falta de formación, haces algo reprochable pero que tu conciencia no objeta, estás libre de responsabilidad, porque no lo hiciste a sabiendas (salvo que seas ignorante por tu culpa). Para nuestro fuero interno lo que decide de la bondad o maldad de nuestros actos es en última instancia, pero con algunas limitaciones, el juicio de nuestra conciencia.
Este es un principio ético universal que, sin embargo, es muy delicado y peligroso porque puede ser manipulado, haciendo que nuestra conciencia se incline, o se doble maliciosamente en el sentido que deseamos. Y también porque, a fuerza de trasgredirla, nuestra conciencia puede haberse corrompido o endurecido (1Tm 4:2; Tt 1:15). Esto es, muchos pueden alegar que su conciencia les permite o manda hacer tal cosa porque quieren que así sea. Han hecho de su conciencia una sierva que se somete a sus caprichos, en lugar de hacer que su conducta sea sierva de su conciencia. En ese caso su conciencia deja de ser el árbitro fiel que debería ser, y Dios los condenará cualquiera que sea el fallo que emita su falsa conciencia. De hecho nuestra conciencia –estando equivocada- puede hacer que algo bueno en sí sea malo; pero no puede hacer que algo malo en sí mismo, sea bueno. No puede hacer, por ejemplo, que cometer un asesinato sea lícito, cualquiera que sean las razones que yo pueda alegar para justificarlo.
En términos absolutos, en suma, el árbitro, o patrón supremo de la conducta humana es la ley de Dios, no la conciencia. Sin embargo, nuestra conciencia lo es en la medida en que la ley de Dios nos hable a través de ella. Una conciencia mal formada (sin responsabilidad propia) no es excusa para obrar mal, pero sí puede ser un atenuante. De qué manera los paganos, sin conocer a Dios, pueden tener su ley grabada en sus corazones lo explica Pablo cuando dice: “Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley (es decir, lo que ella indica), éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones…” (Rm 2:14,15ª).
15-21: “Pero si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor. No hagas que por la comida tuya se pierda aquel por quien Cristo murió. No sea, pues, vituperado vuestro bien; porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres. Así que, sigamos lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación. No destruyas la obra de Dios por causa de la comida. Todas las cosas a la verdad son limpias; pero es malo que el hombre haga tropezar a otros con lo que come. Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tu hermano tropiece, o se ofenda, o se debilite.”
Este grupo de versículos debe ser visto en conjunto porque presenta un argumento que no sería claro si es tratado versículo en versículo. (2)
Lo que el apóstol dice es lo siguiente: Tú tienes libertad para comer de todo si crees, con razón, que las antiguas normas han caducado. Pero si tu hermano está convencido de que esas prescripciones siguen siendo válidas y se escandaliza de que tú no hagas caso de ellas, será mejor que te abstengas de comer aquello que para él está prohibido.
De ahí que el apóstol diga: “Si por causa de la comida tu hermano es contristado ya no andas conforme al amor.” (v.15). En otras palabras, por consideración a la conciencia de tu hermano a quien tú amas, abstente de comer aquellas cosas que tu conciencia aprueba pero la suya no. (Aplicándolo a nuestro tiempo podríamos decir: por consideración a tu hermano deja de hacer aquellas cosas que tú consideras lícitas, pero que para él pueden ser reprobables).
No sea que él se pierda por causa de lo que tú comes. Esto es, no sea que él, viendo que tú –siendo un cristiano maduro- no haces caso de las prescripciones que él considera válidas, piense que ninguna ley, ningún mandamiento lo obliga, y que él puede hacer lo que le venga en gana, incluso pecar en asuntos graves, y por ese motivo él se pierda.
Luego enuncia el apóstol un principio general: “El reino de Dios no es comida ni bebida…” (v. 17). Tu salvación y tu relación con Dios no dependen de que tú comas o dejes de comer tal o cual cosa, o bebas o no tales o cuales bebidas. El reino de Dios no consiste en esas cosas triviales, o en formalidades materiales, sino en cosas espirituales mucho más importantes, y ésas son las que debes cuidar, esto es, “la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo.”
¿De qué justicia se habla aquí? Aunque la palabra “justicia” tiene varios sentidos en el NT, aquí se entiende, en primer lugar, de la rectitud de nuestra conducta, pero también del espíritu de equidad que debe gobernar nuestras relaciones con nuestros semejantes. Los otros dos elementos (paz y gozo) son parte del fruto del Espíritu Santo (Gal 5:22,23), que he tratado exhaustivamente en otro lugar y que no necesitan ser tratados aquí (Véase mi escrito “El Fruto del Espíritu Santo” #346, 05.12.04). Baste recordar, sin embargo, lo que Pablo escribe más arriba, que en lo posible, el cristiano debe estar en paz con todos los hombres (Rm 12:8).
De manera que en nuestro compartir con los hermanos comportémonos de manera que contribuyamos a la paz en nuestras relaciones unos con otros y a la edificación mutua (v.19). Condúcete de manera que él sea edificado, y que él obre de manera que tú lo seas por su conducta. En eso ambos sirven a Cristo y agradan a Dios, así como a sus hermanos dando buen ejemplo(v.18).
El versículo 20 es una reiteración de lo antedicho y es fácil seguir su argumento: “No destruyas la obra de Dios” (es decir la salvación obrada por Dios en tu hermano) por causa de algo secundario como es la comida. Todo los alimentos son limpios, tú ya lo sabes, pero es malo que tu hermano, que no tiene el mismo conocimiento que tú, se escandalice viéndote comer algo que él piensa que está prohibido.
De manera que, para finalizar, si para que tu hermano no tropiece, o se ofenda, o para que su fe no se debilite, fuera necesario que te abstengas de comer lo que está permitido, hazlo de buena gana (v.21), que el Señor te premiará por tu sacrificio. (En nuestro tiempo diríamos que es conveniente dejar de hacer lo que nuestro hermano, en su ignorancia, pueda objetar.)
El caso que Pablo expone aquí no se presenta actualmente (salvo en algunos grupos singulares); pero era un tema álgido en esos tiempos en que convivían creyentes de origen judío y de origen gentil, porque muchos de los primeros seguían atados a las normas mosaicas. El incidente de Antioquia entre Pedro y Pablo que se narra en Gálatas, es un buen ejemplo de ello (Gal 2:11-14). Pablo consigna ese incidente –en el que él reprocha a Pedro que ya no quiera juntarse para comer con los gentiles porque llegaron a Antioquia algunos discípulos de parte de Santiago, que aún guardaban la ley- para subrayar que nuestra salvación no depende del cumplimiento de las normas de la ley ritual: “pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo.” (Gal 2:21).
Pero si bien esa espinosa situación no se da en nuestros días, el principio que subyace la explicación detallada que hace Pablo sigue siendo muy actual y es aplicable a muchas situaciones concretas modernas, de las que todos, creo yo, podríamos citar ejemplos: Si hacer algo que en sí es inocuo o inocente puede chocar a alguno, mejor me abstengo de hacerlo. Un ejemplo concreto en nuestros días podría ser el de beber vino. No hay nada en la Biblia que lo prohíba, siempre que se haga con moderación. Pero se ha hecho costumbre entre cristianos evangélicos abstenerse completamente de alcohol (a partir de las campañas de temperancia promovidas activamente por las iglesias evangélicas en los EEUU en el siglo XIX para luchar contra el alcoholismo), como una forma de dar testimonio de templanza y santidad. Y el mundo, aunque parezca criticar tanta austeridad, en el fondo lo aprecia mucho.
Sin embargo, si tú piensas que no es malo beber un vaso de vino con las comidas y estás acostumbrado a hacerlo –como en Europa es común aun entre cristianos- pero ves que el hermano con quien compartes la mesa se escandalizaría por ello, es mejor que te abstengas de beberlo. No vaya a ser que él piense mal de ti y que tu ministerio sea disminuido ante sus ojos. La regla primordial aquí, según Pablo, es la mutua edificación y el tener consideración del hermano, no el agradarse a sí mismo.
22. “¿Tienes tú fe? Tenla para contigo delante de Dios. Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba.”
Pablo interroga al lector. ¿Tienes fe –es decir convicción firme- para desechar esas normas ya inútiles, fe sólida que quizá otros no tienen?
Que cada uno norme su vida de acuerdo a la fe que tiene –no de acuerdo a la fe ajena- pero que tampoco pretenda regir la vida de otros. Si conforme a esa fe tuya apruebas lo que Dios aprueba, eres bienaventurado porque Dios te bendice y te acoge. Pero si tú apruebas lo que Dios no aprueba, entonces te condenas a ti mismo aprobando y haciendo lo que Dios condena. Nótese que en este versículo y en el que sigue el verbo “condenar” no tiene el sentido fuerte de condenación eterna, sino uno limitado de juicio adverso, sea de la propia conciencia o de Dios. (3)
23. “Pero el que duda sobre lo que come, es condenado, porque no lo hace con fe; y todo lo que no proviene de fe, es pecado.”
Es bueno estar seguro de que lo que uno hace está bien y de que es conforme a la voluntad de Dios. Pero el que no está seguro acerca de lo que desea hacer, sino que duda de si es bueno o no, y sin embargo, lo hace, ése tal es condenado, porque obra sin estar seguro. Más le valiera abstenerse que arriesgar hacer algo que pudiera ser condenable.
Si tienes dudas acerca de la conducta o del camino a seguir, mejor será que te ilustres, que investigues y que busques consejo, pero sobre todo, que le pidas ayuda a Dios para encontrar la senda correcta. Porque todo lo que se hace sin tener la certeza de que es moralmente correcto, o dudando si es o no impropio, es automáticamente malo.
Fe quiere decir aquí certidumbre, seguridad respecto de algo. No significa aquí la fe en Cristo que salva. La fe es ciertamente certeza, seguridad (Hb 11:1), y uno puede tenerla respecto de muchas cosas, no sólo acerca de lo que concierne a la salvación. Se puede tenerla respecto de las personas, o respecto de algún acontecimiento pasado, o respecto del resultado que se quiere alcanzar, o de la victoria que se anhela. Todas esas cosas pueden ser moralmente indiferentes y no afectar nuestra relación con Dios, siempre que no infrinjan el amor al prójimo. Otra cosa es la fe (es decir, la certeza) respecto de lo que Dios ha normado. En ese campo mejor es estar seguro, y si uno no lo está, abstenerse, como ya se ha dicho, por temor de infringir lo que Dios ha mandado.
Notas: 1. Pero eso no nos excusa de las normas de higiene y de usar de prudencia al ingerir alimentos que puedan ser inconvenientes para la salud. Por lo demás hay pueblos que comen determinadas cosas que a otros darían asco, pero que se abstienen de comer lo que otros ingieren con gusto. Todo es una cuestión de hábitos y de costumbre.
2. Téngase en cuenta que la división del texto en versículos fue hecha muchos siglos después de escrito el Nuevo Testamento.
3. Las palabras del griego del Nuevo Testamento –debido al limitado vocabulario disponible, poco más cinco mil palabras- asumen con frecuencia diversos significados.
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martes, 9 de diciembre de 2008
miércoles, 3 de diciembre de 2008
"LOS DÉBILES EN LA FE II"
Un Comentario a Romanos 14:7-13
Tal como se ha podido ver en el artículo anterior, Pablo aborda en este capítulo el espinoso tema de la diferente fortaleza en la fe que habían alcanzado los creyentes de su tiempo (y en particular los de Roma), unos débiles y otros fuertes, especialmente en relación con las normas y prácticas dietéticas de la ley judía, así como las relativas al sábado. Como corolario de esta discusión él enuncia en los dos versículos siguientes uno de los principios básicos de la vida cristiana:
7,8. “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos.” (c.f. Gal 2:20)
Nosotros nos hacemos la ilusión de que somos los dueños de nuestra vida y de que somos un fin en nosotros mismos. Pero Pablo nos devuelve a la realidad: Nosotros no somos el fin de nuestra existencia, ni se agota el sentido nuestra vida, -que tiene un principio y un final, la muerte- en los ideales, propósitos y metas que, conciente o inconcientemente, hemos perseguido. Nuestra vida tiene un fin ulterior y un dueño, al cual todas nuestras experiencias se ordenan, y hacia el cual todos nuestros esfuerzos convergen, esto es, nuestro Creador. Nosotros le pertenecemos porque Él nos ha creado. No somos autónomos. Somos seres dependientes de Alguien que está muy por encima de nosotros y que es el que dispone de nuestro inicio y de nuestro final.
Nosotros vivimos y morimos para Él porque, querámoslo o no, nuestra vida terrena terminará ante el trono de Dios y Él determinará nuestro destino eterno. Si estaremos con Él, seremos eternamente felices; si separados de Él, seremos eterna y terriblemente infelices.
Así como un objeto cualquiera pertenece al que lo hizo, que puede hacer con él lo que quiera, incluso destruirlo, nosotros de igual manera pertenecemos al que nos creó, el cual puede hacer con nosotros lo que quiera, incluso también destruirnos, borrarnos de la existencia. De hecho, si no lo hace, siendo nosotros tan ingratos, es por pura misericordia.
Por eso es que resulta tan absurdo, tan ridículo, que los hombres se rebelen contra su Creador, como si ellos fueran dueños de su vida y de su muerte, es decir, de su ser; y su vida no dependiera del aliento vital que Él les comunicó.
Claro está que para justificar su actitud de pretendida autonomía, muchos, como niños engreídos, niegan la existencia de un Creador a quien deben todo. Esa negación de Dios no es más que la racionalización de sus deseos. Niegan que Dios exista porque la existencia de Dios les incomoda y les molesta, ya que su existencia supone la vigencia de normas morales a las que no quieren someterse, porque chocan con la forma de vida que desean llevar.
Cuán superior es, en cambio, la actitud del cristiano que reconoce que él no se ha dado la vida a sí mismo, sino que la recibió de Dios y, por tanto, vive enteramente para Aquel que lo llamó a la existencia y de quien su vida depende; para Aquel que le ha dado todo lo que tiene: un cuerpo y un alma con sus facultades, y un espíritu que aspira volver a su Creador; para Aquel, por último que murió para redimirlo del pecado y de la condenación eterna. Toda su vida está ordenada por esta aspiración: volver al seno de Dios de donde salió. Entretanto mientras permanece en este mundo, en este cuerpo, se deleita en Dios y se goza en servirle. (Nota 1).
9. “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven.”
Pero por encima de las razones expuestas, el motivo principal por el cual nuestra vida está ordenada hacia Dios es el hecho de que Jesús muriera y resucitara por nosotros, pagando con su sangre el precio de nuestra redención.
Se podría alegar que esta frase de Pablo distorsiona el mensaje del Evangelio porque Jesús no murió y resucitó para ser Señor, sino para redimirnos del pecado y de la muerte eterna. Pero no hay contradicción. La frase de Pablo: “para esto murió y resucitó” incluye el concepto de redención, lo lleva implícito, de manera que podríamos leerla así: Porque Cristo para esto nos redimió, muriendo y resucitando y volviendo a vivir, para ser Señor de todos los que murieron y de los que viven, es decir de todos los seres humanos. Con este fin se sometió al sacrificio con que culminó su paso por la tierra. Por algo les dijo a sus discípulos al despedirse de ellos antes de ascender al cielo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” (Mt 28:18). “Toda potestad” supone señorío.
Ese señorío suyo incluye también el sometimiento del príncipe de este mundo a su poder. Jesús vino “para deshacer las obras del diablo” (Jn 3:8); para vencer al “hombre fuerte” y despojar su casa (Lc 11:21,22); “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo.” (Hb 2:14), al cual arrancó “las llaves de la muerte y del Hades.” (Ap 1:18)
En la epístola a Filipenses, Pablo elabora esta idea en un famoso pasaje: “Cristo Jesús… siendo en forma de Dios, se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres… se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.” (Flp 2:5-11).
10. “Pero tú, ¿porqué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo.”
En vista de lo anterior Pablo increpa al lector, oyente imaginario, (2) porque juzga al hermano que no tiene el mismo conocimiento que él y, por tanto, no goza de la misma libertad que él. No sólo lo juzga sino que también lo menosprecia. Al decir eso retoma lo que ha dicho unos versículos atrás: “¿Tú quién eres para juzgar al criado ajeno?” (v.4). Si tanto su vida como la tuya le pertenecen a Dios, y ambos son iguales ante Él, ¿cómo te atreves tú a juzgar lo que él hace para su Señor?
Este versículo y los tres versículos siguientes forman un bloque en el que se expresa una norma fundamental de la vida cristiana: No nos juzguemos unos a otros porque Uno es el que juzga. Nos juzga hoy y nos juzgará el día de nuestra muerte. ¿Y que autoridad tenemos nosotros, hombres pecadores, para juzgar al hermano? Recuérdese que Jesús dijo a los que acusaban a la pecadora queriendo apedrearla: “El que esté libre de pecado, tire la primera piedra.” (Jn 8:7).
Todos sin excepción alguna, terminada nuestra existencia terrena, comparecemos ante el tribunal de Dios para ser juzgados por Él, como nos lo recuerda Pablo elocuentemente en otro lugar: “Porque es necesario que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o sea malo.” (2Cor 5:10). Si tú y tu hermano van a ser juzgados por Cristo ¿por qué te adelantas a emitir juicio? ¿Acaso estás tú autorizado a hacerlo? ¿El inculpado puede erigirse en juez?
11. “Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios.” (c.f. Flp 2:10,11).
Pablo cita aquí una declaración hecha por Dios a través del profeta Isaías: Todos doblaremos nuestras rodillas ante el Señor y juez, y todos confesaremos con nuestra boca que Él es Dios y Señor (Is 45:23). (3)
No es ésta la confesión para salvación de la que habla Pablo en Rm 10:9,10, una confesión hecha en vida, sino una confesión “post mortem”, para juicio, una confesión obligada, que harán los que ya la hicieron en la tierra y los que se negaron a hacerla mientras vivían. Es decir, unos la harán voluntariamente y con gozo; otros la harán obligados y presos del terror. Los primeros la harán con alegría porque, aunque tengan mucho de qué avergonzarse, saben que la sentencia les será favorable (Rm 8:1); los segundos lo harán atemorizados, porque saben lo que les espera (Jn 3:18).
En ese día todos tendrán que reconocer que Jesús es Señor y Juez de vivos y muertos. Tendrán que reconocer que Él murió por sus pecados y que todos hubieran podido ser librados de la culpa y ser absueltos si lo hubieran reconocido por lo que Él era y es. Pero los que se negaron a reconocerlo como Juez y Señor, por ese mismo hecho están condenados, ya que nadie es inocente delante de Él. Todos somos culpables, creyentes y no creyentes, con la diferencia de que a los primeros la fe los ha purificado y salvado; y que a los segundos su desobediencia a la verdad los ha condenado, y “la ira de Dios está sobre ellos”. (Jn 3:36).
¿Qué debemos pues hacer? Si algún día tendremos que doblar rodillas delante de Él, querámoslo o no, hagámoslo mejor de una vez y de buena gana, para que cuando llegue el día de rendición final de cuentas nos encontremos a la derecha, no a la izquierda del Juez Supremo (Mt 25:33).
12. “De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí.”
Este versículo anuda con el versículo 10: ¿Por qué juzgas a tu hermano? ¿Acaso vas a dar tú cuenta de su vida, de lo que hizo o no hizo, de sus pecados y de sus buenas y malas obras? Él dará cuenta de sí, y tú la darás de ti mismo.
Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo para ser juzgados no por los actos ajenos sino por los propios. El juicio es individual, personal. Delante de su trono estará cada uno solo. Nadie podrá echarle la culpa a otro de la sentencia que reciba porque, aunque otros puedan habernos inducido al mal, la decisión de ceder o no ceder a la tentación la tomó cada uno. Esta es la gran verdad que afirma este versículo: cada uno dará cuenta de sí. Siendo así las cosas ¿por qué desprecias a tu hermano si su premio o su castigo no te concierne a ti?
De otro lado es cierto que cada uno de nosotros dará cuenta también de la manera cómo influyó en otros, si para bien o para mal -o del daño que les hizo. Nosotros no somos responsables de los actos ajenos, pero sí de la manera cómo los ayudemos a seguir el camino del bien, o los hicimos tropezar y desviarse de él. La cuenta que cada uno de nosotros dará de sí incluye su radio de influencia, si fue luz que brilló y alumbró toda la casa, o si la apagó; si en lugar de ponerla en alto la puso bajo el celemín para que no alumbrara (Mt 5:15,16); si la oscureció, o la disimuló, como hacen algunos que están en autoridad para congraciarse con el mundo.
13. “Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano.”
En conclusión, en lugar de juzgarnos y acusarnos unos a otros por diferencias de opinión sobre asuntos de menor cuantía, tengamos cuidado de no ser ocasión de caída o de tropiezo para otros.
¡Cuántas veces lo hemos sido sin darnos cuenta por ligereza! ¡Cuántas veces hemos hecho pensar mal a otros y hemos hecho que nos juzguen mal, o hemos juzgado precipitadamente a otros!
Las ocasiones y las formas cómo eso ocurre son muchas y muchas veces son involuntarias y por descuido, o por falta de reflexión. “La mujer del César –dice un dicho antiguo- no sólo debe ser honesta, sino que debe parecerlo” para que no se murmure de ella ni de su marido.
Esto nos lleva a un tema asociado pero delicado. ¿Puede una mujer casada cristiana ser ocasión de tentación para otros? Nunca debería serlo. Depende de cómo se vista y de qué actitud adopte; de cómo mire y de cómo hable. Pedro dijo al respecto palabras que convendría recordar: “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios.” (1 P 3:3.4).
¿Y el hombre casado puede serlo? Tampoco, pero no depende tanto de cómo se vista o se arregle, sino de la atención que preste al sexo femenino, de sus palabras corteses que pueden ser malinterpretadas.
Pero lo dicho no atañe sólo a las personas casadas. También atañe a los solteros. ¿Puede una muchacha cristiana ser ocasión de caída para otros? Nada en su vestimenta o comportamiento debe serlo, lo que supone desechar la indumentaria osada que la moda actual impone y vestirse sobriamente y con discreción. De otro lado, su comportamiento, aunque sea alegre, debe estar libre de toda coquetería llamativa. De lo contrario será mal juzgada.
En cuanto al hombre, debe dejar de lado toda pose de conquistador, y portarse con naturalidad. Las iglesias pueden y deben ser lugar de encuentro para las personas de ambos sexos que estén solas, a fin de que cada uno encuentre, con la ayuda del Espíritu Santo, su “idóneo” o su “idónea”. Pero. como dice Pablo en otro lugar, todo debe hacerse “decentemente y con orden”, es decir, con discreción (1Cor 14:40).
Notas: 1. Una de las razones –entre otras- por las cuales nosotros debemos vivir para Dios es que todos los elementos de los que nos valemos en el mundo no nos pertenecen sino que le pertenecen a Él y proceden de Él. Tomemos, por ejemplo, el aire que respiramos. ¿Lo hemos producido nosotros, o lo hemos comprado acaso en algún lugar? No obstante, tenemos a nuestra disposición todo el aire que necesitamos, que forma parte de la atmósfera de la tierra que Él ha creado para nosotros. (La tierra es el único planeta del sistema solar que tiene una atmósfera en la que puede existir vida). La boca, la lengua y los labios con que hablamos ¿Los hemos inventado nosotros? Los hemos recibido formados y expeditos para ese fin cuando nacimos. Todo lo que tenemos y que utilizamos para vivir, incluso para pensar, no es nuestro sino dado, prestado para que lo usemos y demos algún día cuenta del uso que le dimos.
2. Pablo usa aquí un recurso retórico usual entonces: asumir que el lector es una persona con la cual se polemiza, o contra la cual se presenta un agravio o acusación.
3. Pablo cita libremente el texto de Isaías que en la Septuaginta reza: “Ante mí doblará toda rodilla y toda lengua jurará por Dios.” Como Jesús había dicho claramente que no debíamos jurar de ninguna manera, quizá él tuviera escrúpulos de reproducir lo que Jesús prohíbe (Mt 5:33-37). Este es uno de las instancias en que el mensaje del Evangelio presenta una moral más elevada que la que enseña el Antiguo Testamento, acomodándose a la dureza de corazón del pueblo elegido (Mt 19:8).
#525 (01.06.08)
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Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18.
Tel 4227218.
Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI.
Tal como se ha podido ver en el artículo anterior, Pablo aborda en este capítulo el espinoso tema de la diferente fortaleza en la fe que habían alcanzado los creyentes de su tiempo (y en particular los de Roma), unos débiles y otros fuertes, especialmente en relación con las normas y prácticas dietéticas de la ley judía, así como las relativas al sábado. Como corolario de esta discusión él enuncia en los dos versículos siguientes uno de los principios básicos de la vida cristiana:
7,8. “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos.” (c.f. Gal 2:20)
Nosotros nos hacemos la ilusión de que somos los dueños de nuestra vida y de que somos un fin en nosotros mismos. Pero Pablo nos devuelve a la realidad: Nosotros no somos el fin de nuestra existencia, ni se agota el sentido nuestra vida, -que tiene un principio y un final, la muerte- en los ideales, propósitos y metas que, conciente o inconcientemente, hemos perseguido. Nuestra vida tiene un fin ulterior y un dueño, al cual todas nuestras experiencias se ordenan, y hacia el cual todos nuestros esfuerzos convergen, esto es, nuestro Creador. Nosotros le pertenecemos porque Él nos ha creado. No somos autónomos. Somos seres dependientes de Alguien que está muy por encima de nosotros y que es el que dispone de nuestro inicio y de nuestro final.
Nosotros vivimos y morimos para Él porque, querámoslo o no, nuestra vida terrena terminará ante el trono de Dios y Él determinará nuestro destino eterno. Si estaremos con Él, seremos eternamente felices; si separados de Él, seremos eterna y terriblemente infelices.
Así como un objeto cualquiera pertenece al que lo hizo, que puede hacer con él lo que quiera, incluso destruirlo, nosotros de igual manera pertenecemos al que nos creó, el cual puede hacer con nosotros lo que quiera, incluso también destruirnos, borrarnos de la existencia. De hecho, si no lo hace, siendo nosotros tan ingratos, es por pura misericordia.
Por eso es que resulta tan absurdo, tan ridículo, que los hombres se rebelen contra su Creador, como si ellos fueran dueños de su vida y de su muerte, es decir, de su ser; y su vida no dependiera del aliento vital que Él les comunicó.
Claro está que para justificar su actitud de pretendida autonomía, muchos, como niños engreídos, niegan la existencia de un Creador a quien deben todo. Esa negación de Dios no es más que la racionalización de sus deseos. Niegan que Dios exista porque la existencia de Dios les incomoda y les molesta, ya que su existencia supone la vigencia de normas morales a las que no quieren someterse, porque chocan con la forma de vida que desean llevar.
Cuán superior es, en cambio, la actitud del cristiano que reconoce que él no se ha dado la vida a sí mismo, sino que la recibió de Dios y, por tanto, vive enteramente para Aquel que lo llamó a la existencia y de quien su vida depende; para Aquel que le ha dado todo lo que tiene: un cuerpo y un alma con sus facultades, y un espíritu que aspira volver a su Creador; para Aquel, por último que murió para redimirlo del pecado y de la condenación eterna. Toda su vida está ordenada por esta aspiración: volver al seno de Dios de donde salió. Entretanto mientras permanece en este mundo, en este cuerpo, se deleita en Dios y se goza en servirle. (Nota 1).
9. “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven.”
Pero por encima de las razones expuestas, el motivo principal por el cual nuestra vida está ordenada hacia Dios es el hecho de que Jesús muriera y resucitara por nosotros, pagando con su sangre el precio de nuestra redención.
Se podría alegar que esta frase de Pablo distorsiona el mensaje del Evangelio porque Jesús no murió y resucitó para ser Señor, sino para redimirnos del pecado y de la muerte eterna. Pero no hay contradicción. La frase de Pablo: “para esto murió y resucitó” incluye el concepto de redención, lo lleva implícito, de manera que podríamos leerla así: Porque Cristo para esto nos redimió, muriendo y resucitando y volviendo a vivir, para ser Señor de todos los que murieron y de los que viven, es decir de todos los seres humanos. Con este fin se sometió al sacrificio con que culminó su paso por la tierra. Por algo les dijo a sus discípulos al despedirse de ellos antes de ascender al cielo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” (Mt 28:18). “Toda potestad” supone señorío.
Ese señorío suyo incluye también el sometimiento del príncipe de este mundo a su poder. Jesús vino “para deshacer las obras del diablo” (Jn 3:8); para vencer al “hombre fuerte” y despojar su casa (Lc 11:21,22); “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo.” (Hb 2:14), al cual arrancó “las llaves de la muerte y del Hades.” (Ap 1:18)
En la epístola a Filipenses, Pablo elabora esta idea en un famoso pasaje: “Cristo Jesús… siendo en forma de Dios, se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres… se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.” (Flp 2:5-11).
10. “Pero tú, ¿porqué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo.”
En vista de lo anterior Pablo increpa al lector, oyente imaginario, (2) porque juzga al hermano que no tiene el mismo conocimiento que él y, por tanto, no goza de la misma libertad que él. No sólo lo juzga sino que también lo menosprecia. Al decir eso retoma lo que ha dicho unos versículos atrás: “¿Tú quién eres para juzgar al criado ajeno?” (v.4). Si tanto su vida como la tuya le pertenecen a Dios, y ambos son iguales ante Él, ¿cómo te atreves tú a juzgar lo que él hace para su Señor?
Este versículo y los tres versículos siguientes forman un bloque en el que se expresa una norma fundamental de la vida cristiana: No nos juzguemos unos a otros porque Uno es el que juzga. Nos juzga hoy y nos juzgará el día de nuestra muerte. ¿Y que autoridad tenemos nosotros, hombres pecadores, para juzgar al hermano? Recuérdese que Jesús dijo a los que acusaban a la pecadora queriendo apedrearla: “El que esté libre de pecado, tire la primera piedra.” (Jn 8:7).
Todos sin excepción alguna, terminada nuestra existencia terrena, comparecemos ante el tribunal de Dios para ser juzgados por Él, como nos lo recuerda Pablo elocuentemente en otro lugar: “Porque es necesario que todos comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o sea malo.” (2Cor 5:10). Si tú y tu hermano van a ser juzgados por Cristo ¿por qué te adelantas a emitir juicio? ¿Acaso estás tú autorizado a hacerlo? ¿El inculpado puede erigirse en juez?
11. “Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios.” (c.f. Flp 2:10,11).
Pablo cita aquí una declaración hecha por Dios a través del profeta Isaías: Todos doblaremos nuestras rodillas ante el Señor y juez, y todos confesaremos con nuestra boca que Él es Dios y Señor (Is 45:23). (3)
No es ésta la confesión para salvación de la que habla Pablo en Rm 10:9,10, una confesión hecha en vida, sino una confesión “post mortem”, para juicio, una confesión obligada, que harán los que ya la hicieron en la tierra y los que se negaron a hacerla mientras vivían. Es decir, unos la harán voluntariamente y con gozo; otros la harán obligados y presos del terror. Los primeros la harán con alegría porque, aunque tengan mucho de qué avergonzarse, saben que la sentencia les será favorable (Rm 8:1); los segundos lo harán atemorizados, porque saben lo que les espera (Jn 3:18).
En ese día todos tendrán que reconocer que Jesús es Señor y Juez de vivos y muertos. Tendrán que reconocer que Él murió por sus pecados y que todos hubieran podido ser librados de la culpa y ser absueltos si lo hubieran reconocido por lo que Él era y es. Pero los que se negaron a reconocerlo como Juez y Señor, por ese mismo hecho están condenados, ya que nadie es inocente delante de Él. Todos somos culpables, creyentes y no creyentes, con la diferencia de que a los primeros la fe los ha purificado y salvado; y que a los segundos su desobediencia a la verdad los ha condenado, y “la ira de Dios está sobre ellos”. (Jn 3:36).
¿Qué debemos pues hacer? Si algún día tendremos que doblar rodillas delante de Él, querámoslo o no, hagámoslo mejor de una vez y de buena gana, para que cuando llegue el día de rendición final de cuentas nos encontremos a la derecha, no a la izquierda del Juez Supremo (Mt 25:33).
12. “De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí.”
Este versículo anuda con el versículo 10: ¿Por qué juzgas a tu hermano? ¿Acaso vas a dar tú cuenta de su vida, de lo que hizo o no hizo, de sus pecados y de sus buenas y malas obras? Él dará cuenta de sí, y tú la darás de ti mismo.
Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo para ser juzgados no por los actos ajenos sino por los propios. El juicio es individual, personal. Delante de su trono estará cada uno solo. Nadie podrá echarle la culpa a otro de la sentencia que reciba porque, aunque otros puedan habernos inducido al mal, la decisión de ceder o no ceder a la tentación la tomó cada uno. Esta es la gran verdad que afirma este versículo: cada uno dará cuenta de sí. Siendo así las cosas ¿por qué desprecias a tu hermano si su premio o su castigo no te concierne a ti?
De otro lado es cierto que cada uno de nosotros dará cuenta también de la manera cómo influyó en otros, si para bien o para mal -o del daño que les hizo. Nosotros no somos responsables de los actos ajenos, pero sí de la manera cómo los ayudemos a seguir el camino del bien, o los hicimos tropezar y desviarse de él. La cuenta que cada uno de nosotros dará de sí incluye su radio de influencia, si fue luz que brilló y alumbró toda la casa, o si la apagó; si en lugar de ponerla en alto la puso bajo el celemín para que no alumbrara (Mt 5:15,16); si la oscureció, o la disimuló, como hacen algunos que están en autoridad para congraciarse con el mundo.
13. “Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano.”
En conclusión, en lugar de juzgarnos y acusarnos unos a otros por diferencias de opinión sobre asuntos de menor cuantía, tengamos cuidado de no ser ocasión de caída o de tropiezo para otros.
¡Cuántas veces lo hemos sido sin darnos cuenta por ligereza! ¡Cuántas veces hemos hecho pensar mal a otros y hemos hecho que nos juzguen mal, o hemos juzgado precipitadamente a otros!
Las ocasiones y las formas cómo eso ocurre son muchas y muchas veces son involuntarias y por descuido, o por falta de reflexión. “La mujer del César –dice un dicho antiguo- no sólo debe ser honesta, sino que debe parecerlo” para que no se murmure de ella ni de su marido.
Esto nos lleva a un tema asociado pero delicado. ¿Puede una mujer casada cristiana ser ocasión de tentación para otros? Nunca debería serlo. Depende de cómo se vista y de qué actitud adopte; de cómo mire y de cómo hable. Pedro dijo al respecto palabras que convendría recordar: “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios.” (1 P 3:3.4).
¿Y el hombre casado puede serlo? Tampoco, pero no depende tanto de cómo se vista o se arregle, sino de la atención que preste al sexo femenino, de sus palabras corteses que pueden ser malinterpretadas.
Pero lo dicho no atañe sólo a las personas casadas. También atañe a los solteros. ¿Puede una muchacha cristiana ser ocasión de caída para otros? Nada en su vestimenta o comportamiento debe serlo, lo que supone desechar la indumentaria osada que la moda actual impone y vestirse sobriamente y con discreción. De otro lado, su comportamiento, aunque sea alegre, debe estar libre de toda coquetería llamativa. De lo contrario será mal juzgada.
En cuanto al hombre, debe dejar de lado toda pose de conquistador, y portarse con naturalidad. Las iglesias pueden y deben ser lugar de encuentro para las personas de ambos sexos que estén solas, a fin de que cada uno encuentre, con la ayuda del Espíritu Santo, su “idóneo” o su “idónea”. Pero. como dice Pablo en otro lugar, todo debe hacerse “decentemente y con orden”, es decir, con discreción (1Cor 14:40).
Notas: 1. Una de las razones –entre otras- por las cuales nosotros debemos vivir para Dios es que todos los elementos de los que nos valemos en el mundo no nos pertenecen sino que le pertenecen a Él y proceden de Él. Tomemos, por ejemplo, el aire que respiramos. ¿Lo hemos producido nosotros, o lo hemos comprado acaso en algún lugar? No obstante, tenemos a nuestra disposición todo el aire que necesitamos, que forma parte de la atmósfera de la tierra que Él ha creado para nosotros. (La tierra es el único planeta del sistema solar que tiene una atmósfera en la que puede existir vida). La boca, la lengua y los labios con que hablamos ¿Los hemos inventado nosotros? Los hemos recibido formados y expeditos para ese fin cuando nacimos. Todo lo que tenemos y que utilizamos para vivir, incluso para pensar, no es nuestro sino dado, prestado para que lo usemos y demos algún día cuenta del uso que le dimos.
2. Pablo usa aquí un recurso retórico usual entonces: asumir que el lector es una persona con la cual se polemiza, o contra la cual se presenta un agravio o acusación.
3. Pablo cita libremente el texto de Isaías que en la Septuaginta reza: “Ante mí doblará toda rodilla y toda lengua jurará por Dios.” Como Jesús había dicho claramente que no debíamos jurar de ninguna manera, quizá él tuviera escrúpulos de reproducir lo que Jesús prohíbe (Mt 5:33-37). Este es uno de las instancias en que el mensaje del Evangelio presenta una moral más elevada que la que enseña el Antiguo Testamento, acomodándose a la dureza de corazón del pueblo elegido (Mt 19:8).
#525 (01.06.08)
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viernes, 28 de noviembre de 2008
"LOS DÉBILES EN LA FE I"
Un Comentario a Romanos 14:1-6
1. “Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones.”
Con este versículo se inicia una sección de la epístola que se prolonga hasta la mitad del cap. 15 dedicado a la diversidad de opiniones y de prácticas entre los primeros cristianos como consecuencia de su diverso trasfondo religioso y cultural: unos judíos y otros gentiles, es decir, paganos, aunque entre éstos últimos también podía haber notables diferencias.
La línea divisoria (más allá de ese diverso origen) entre unos y otros era la conciencia de la libertad -frente a normas y prácticas obsoletas- que Cristo había conquistado para los que ponían su confianza en Él para salvación: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud.” (Gal 5:1).
¿Quiénes eran esos débiles en la fe a los que alude Pablo? Eran los creyentes que se creían aún atados por las normas rituales y dietéticas de la ley judía.
A los que son fuertes en la fe por el conocimiento firme que han adquirido acerca de esa libertad, Pablo los amonesta: “Recibid al que es débil en la fe…”. Es decir, aceptadlo como hermano y extendedle la acogida que como tal merece, sin someterlo a un examen sobre sus creencias personales acerca de la observancia de las normas dietéticas y otras cosas secundarias semejantes.
Sobre todo no entréis en discusiones que, según dice Pablo en otro lugar, para nada aprovechan sino son más bien escándalo y perdición para los de afuera (2Tm 2:14).
Es interesante y muy significativo el hecho de que Pablo reconozca que existen diversas opiniones sobre algunos puntos de doctrina. Apenas iniciada la nueva fe ya existen diversas maneras de pensar sobre tal o cual aspecto de doctrina. Sin embargo, es importante considerar que esas diversas opiniones que él menciona no versan sobre lo esencial sino sobre puntos secundarios.
Dos son los puntos de discusión que él va a tratar en este capítulo: el de las normas alimenticias (Nota 1) y el del día de descanso. Esos dos puntos vienen de las prácticas y leyes del Antiguo Testamento y su posterior elaboración por los rabinos. Muestran cuánto pesaba la herencia hebrea en la nueva comunidad de creyentes y, de otro lado, muestran cómo esa herencia estableció una línea divisoria entre los creyentes de origen judío y los de origen gentil.
2. “Porque uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come (sólo) legumbres.”
Desde el inicio de su discusión del tema de los alimentos Pablo manifiesta de qué lado está él, pues llama débiles en la fe a los que se aferran a las restricciones de la ley como si siguieran vigentes, y fuertes a los que son concientes de la libertad que nos ha ganado Cristo (Gal 5:1). Los débiles permanecen bajo un yugo de esclavitud que ya no existe porque ha sido declarado nulo. Pero unos y otros creen en el mismo Cristo resucitado. (2)
3. “El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido.”
¿Cuál es la conclusión que saca Pablo de esta diversidad de opiniones, de esta diferente fortaleza en la fe, y cuál es el consejo que da? Que el fuerte no desprecie al débil; y que el débil no piense mal del fuerte, pues Dios ha recibido a ambos. Aquí hay un choque entre el exclusivismo del pueblo escogido y el universalismo que pregona Pablo. Buena parte de la novedad de su mensaje estriba precisamente ahí: Ya no hay judío ni griego (Gal 3:28); ha caído la línea divisoria entre ambos pueblos, la pared que los separaba y Cristo ha hecho de ambos un solo pueblo (Ef 2:14-16). Eso significa que las leyes que establecían normas y costumbres que hacían de los judíos un pueblo diferente y separado de los demás, han perdido vigencia, ya no se aplican ni a judíos ni a gentiles. (3)
Es como si dijera: “Si tú sabes que eres libre de esas leyes, no te cuides de que haya otro que se considere sujeto a ellas. Ese es su problema, no el tuyo.”
4. “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme.”
Dios es el Señor de ambos y si Dios recibe y acepta al otro ¿qué tú tienes que alegar? ¿Serás tú más sabio que Dios?
A ambos llama Pablo “criados”, es decir siervos, (en griego oiketés = sirviente doméstico) y eso es lo que somos. Pablo define así nuestra condición. Al criado no le toca decidir quién puede o no ser criado. Eso le toca decidir al Señor que contrata, por así decirlo, a ambos, y a quien ambos sirven.
Pero Pablo sienta aquí un principio general cuyo alcance trasciende el ámbito de esta discusión: ¿Quién eres tú para juzgar al otro? A ti no te toca ese papel. Vale la pena recordar que Jesús había dicho lo mismo, y es muy posible que Pablo se inspirara en sus palabras: “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido.” (Mt 7:1,2).
En todos los campos de actividad, si son varios los que trabajan con el mismo fin, que cada uno se ocupe de lo suyo, de lo que él mismo hace, y no de lo que hace otro (salvo quizá para aprender de él). Más abajo dirá que cada uno dará cuenta a Dios de sí, no del otro. (v.12). Este es un principio fundamental que debería acabar con los juicios y críticas entre cristianos que, en realidad, no surgen del amor a la verdad, sino de la rivalidad, que es producto del temor y del orgullo.
Tomemos nota: Las rivalidades se visten de verdades para justificarse a sí mismas, y para ocultar el egoísmo que las origina.
En nuestro campo más cercano de observación el católico juzga al protestante, y el protestante al católico. Pero ambos sirven al mismo Señor, y es a Él a quien interesa si están firmes o caen. El católico no dará cuenta del protestante, ni el protestante del católico. Así que ninguno se ocupe de lo que hace, bien o mal, el otro, sino de lo que él mismo hace y de hacerlo bien en servicio de su Señor, que es quien lo remunera o castiga.
¿Eres tú acaso el que premia o el que castiga a tu hermano? Piensa tú entonces en lo tuyo, no sea que pierdas tu recompensa por estar mirando el campo ajeno. Si la cosecha del campo ajeno no es tuya ¿por qué te cuidas de ella? A menos que lo hagas por envidia.
5. “Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente.” (4)
Luego Pablo habla de los que hacen diferencia entre un día y otro y que él contrasta con aquellos para quienes todos los días son iguales.
La diferencia entre los días se refiere en primer lugar al sábado, que era día de descanso para los judíos, pero no para los gentiles. Pero la diferencia atañe también a las diversas fiestas del año que los judíos guardaban celosamente y que los gentiles por supuesto desconocían.
La frase que sigue es interesantísima: “Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente”. Es decir, que cada uno esté persuadido de que lo que él practica es lo correcto, porque se apoya en razones sólidas, y no admita discusión ni dudas al respecto en su propia mente. ¿De dónde viene esa convicción? De los argumentos a favor o en contra en que ha reflexionado, pero inevitablemente también de las costumbres y tradiciones en que fue educado. Las influencias que hemos recibido en la infancia tienen para nosotros a veces el carácter de verdades inamovibles. Pero si dos grupos de personas han estado expuestos a costumbres opuestas ¿cuál de los dos tiene razón?
Debemos admitir que mucho de lo que para nosotros es incuestionable es más una cuestión de hábito o de tradición. Para dilucidar cuál de los dos tiene la razón habría que investigar en los antecedentes de sus costumbres. Pero notemos: Pablo está aquí diciendo implícitamente que guardar o no el sábado no tiene importancia. ¡Qué audacia la suya! De un plumazo borra pasajes fundamentales del Pentateuco en los que la ley hace hincapié, al punto de que los violadores del sábado eran condenados a muerte (Ex 35:2 y especialmente Nm 15:32-36). ¿Cómo se atreve él a eso? Con razón su discurso escandalizaba a los judíos y él era considerado como un enemigo de las tradiciones de sus mayores. Sin embargo, ya Jesús había cuestionado muchas de las normas, añadidas por la tradición, que convertían al sábado en una cadena opresiva. De hecho, para los escribas y fariseos Él era un violador del sábado.
Sin embargo, Pablo aclara en otro lugar (Gal 3:24) que la ley de Moisés fue dada temporalmente como un ayo o tutor necesario en la infancia (espiritual, se entiende) del pueblo escogido. Pero que, llegada la madurez, el ayo no es ya requerido. (Gal 3:23-25). Esto es, las prescripciones rituales de la ley que guiaban a los israelitas antes de que viniera Cristo, no se aplican más. Dios busca adoradores que lo adoren en espíritu y en verdad (Jn 4:23), no bajo la constricción de reglas.
Caducado el ayo de la ley con sus prescripciones ya no debe haber diferencia entre judío y griego. Todos son iguales, hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Es claro que su mensaje era revolucionario y para muchos chocante, incluso para muchos cristianos judíos que eran celosos de la ley (Hch 21:20).
Implícito en este pasaje de Romanos está la noción de que tampoco es imperativo guardar el domingo (lo que no quita que sea bueno hacerlo). Sabemos que desde muy temprano los cristianos se reunían el primer día de la semana, -que después sería llamado “el día del Señor” o domingo, en recuerdo de la resurrección de Jesús que tuvo lugar ese día (Lc 24:1, Jn 20:1)- (5) y ese día se convirtió en su día de culto semanal. Pablo se conformó a esa costumbre (Hch 20:7). La epístola de Bernabé (escrito pseudoepigráfico que data de inicios del 2º siglo) es testigo de que los cristianos se reunían para partir el pan y oír la palabra del Señor en domingo. Lo mismo afirman la Didajé o “Doctrina de los Apóstoles”, la Epístola a los Magnesios de Ignacio de Antioquia y la “Apología” de Justino Martín, todas ellas obras de inicios del segundo siglo. Pero ninguna de ellas habla de descansar el domingo a la manera del sábado judío, y por ese motivo se reunían sea en la mañana o en la noche (porque en las ciudades griegas tenían que trabajar). Nosotros celebramos el domingo y descansamos ese día, no por obligación sino por devoción. Rendimos culto ese día (aunque hacerlo en cualquier otro día sería igualmente válido) y descansamos porque es bueno hacer ambas cosas. Lo hacemos libremente. En realidad fue el emperador Constantino quien oficializó el descanso el “día del sol” mediante un decreto el año 321 DC (6). Fue una medida inteligente que benefició tanto a cristianos como a paganos –especialmente a los esclavos pues les dio un respiro, y a los que eran cristianos les permitió asistir a su culto. Gracias a su iniciativa el descanso semanal se volvió una institución generalizada que hoy todo el mundo respeta, incluso los países no cristianos, salvo los islámicos, que guardan el viernes, y el estado de Israel en donde el día de descanso semanal es naturalmente el sábado.
6. “El que hace caso del día, lo hace para el Señor; y el que no hace caso del día, para el Señor no lo hace. El que come, para el Señor come, porque da gracias a Dios; y el que no come, para el Señor no come, y da gracias a Dios.”
Pero no tiene importancia que se guarde o no un día de descanso, o que se coma o no tales alimentos. Lo que importa es que todo lo que uno haga –descanse o no descanse, coma o no coma- sea hecho para honrar al Señor.
Lo que eso quiere decir, en términos simples, es que el que se ciñe a determinadas regulaciones lo hace para Dios, es decir, por amor a Él; y el que no hace caso de esas regulaciones, también por amor a Dios no hace caso de ellas. Lo que importa no es el guardar o no determinadas prácticas sino cuál es el Norte de nuestra conducta. Dios mira nuestros corazones y eso es lo que para Él más importa. El que busca el bien por encima de todo encontrará la manera más adecuada de realizarlo y Dios lo guiará para que llegue a puerto.
Nótese que al hablar de la comida Pablo dice que el que come de todo, come para el Señor, porque da gracias a Dios por ello. Es probable que de esta frase venga la costumbre cristiana de dar gracias por los alimentos que se ingieren. Pero más allá de este detalle histórico, esta frase, insisto, nos señala cuál debe ser la actitud cotidiana y constante del cristiano: Hacer todo para Dios, lo cual implica que toda nuestra vida esté orientada a servirle en todo lo que hagamos; no orientada primero hacia nuestros propios fines.
Sin embargo, en la práctica es muy probable que nuestras prioridades personales estén invertidas, y que todo lo que hagamos esté orientado más a satisfacer nuestros propios intereses y necesidades que los de Dios, y que lo ponemos a Él a nuestro servicio. De esa manera es posible que aún las ocupaciones y actividades que están relacionadas con el servicio de Dios sean desempeñadas para nuestro propio engrandecimiento, o para hacer avanzar nuestra posición. Que cada cual se examine y vea objetivamente en qué medida se sirve a sí mismo aparentando servir a Dios, y cuánto hace realmente para Él.
Que esta falsa actitud estaba presente desde los albores de la iglesia, lo señala Pablo más adelante cuando habla de los que quieren agradarse a sí mismos, contrastándolos con Jesús, que no se agradó a sí mismo (Rm 15:1-3).
De otro lado cabría preguntarse: ¿Puedo yo realmente ofrecer a Dios todas mis acciones, todo lo que hago durante el día? ¿Se agradará Dios de ello? Y si no le agrada a Dios lo que yo hago ¿cómo puedo ofrecérselo? ¿Le agradará a Dios nuestra ofrenda, o le será desagradable, como le era abominable la ofrenda de los que le sacrificaban animales cojos, o enfermos, o robados, según denuncia el profeta Malaquías? Si así fuera estaríamos despreciando a Dios. (Mal 1:13,14).
Examinemos pues nuestros actos, incluyendo nuestras intenciones, para saber si realmente podemos presentárselas como “sacrificio vivo, agradable y perfecto.” (Rm 12:1) 16.09.06
Notas: 1. A las normas dietéticas contenidas en el AT, y luego elaboradas por los rabinos en el Talmud, se les llama Kashrut. A los alimentos permitidos por ellas se les llama Kosher. En nuestros días esas normas son observadas por motivos religiosos por los judíos practicantes, pero también por muchos judíos no creyentes que las guardan sea por costumbre o por motivos de identidad como pueblo.
2. F.F. Bruce piensa que la alusión al comer hierbas se refiere al abstenerse de comer carne por el escrúpulo de que la carne vendida en el mercado pudiera haber sido sacrificada a los ídolos. En 1Cor 8:4 Pablo dice que ése es un escrúpulo innecesario porque los ídolos nada son.
3. Entonces, alguno preguntará, ¿por qué sobrevive el pueblo judío como una entidad aparte? Pablo habla de este álgido tema en los capítulos 9 al 11 de esta epístola, que algún día abordaremos.
4. Podría traducirse: “Uno estima un día sobre otro; otro estima todos los días iguales.”
5. Mateo y Marcos dicen en el pasaje paralelo: “Pasado el día de reposo”, cuyo sentido viene a ser el mismo. Pero la diferente redacción nos muestra claramente que los evangelios de Lucas y Juan fueron escritos después de los otros dos, cuando ya la referencia al día sábado había perdido vigencia y las reuniones en domingo se habían institucionalizado.
6. La iglesia lo reinterpretó como dedicado al verdadero “Sol de Justicia”, que es Cristo. Ya a fines del siglo IV era costumbre establecida en la iglesia no trabajar en domingo para dedicar ese día enteramente al Señor, norma que se consolidó en los siglos siguientes. (Véase más al respecto en las notas 1 y 2 de “Los Mandamientos del Diablo III, #518)
#524 (25.05.08) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
1. “Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones.”
Con este versículo se inicia una sección de la epístola que se prolonga hasta la mitad del cap. 15 dedicado a la diversidad de opiniones y de prácticas entre los primeros cristianos como consecuencia de su diverso trasfondo religioso y cultural: unos judíos y otros gentiles, es decir, paganos, aunque entre éstos últimos también podía haber notables diferencias.
La línea divisoria (más allá de ese diverso origen) entre unos y otros era la conciencia de la libertad -frente a normas y prácticas obsoletas- que Cristo había conquistado para los que ponían su confianza en Él para salvación: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud.” (Gal 5:1).
¿Quiénes eran esos débiles en la fe a los que alude Pablo? Eran los creyentes que se creían aún atados por las normas rituales y dietéticas de la ley judía.
A los que son fuertes en la fe por el conocimiento firme que han adquirido acerca de esa libertad, Pablo los amonesta: “Recibid al que es débil en la fe…”. Es decir, aceptadlo como hermano y extendedle la acogida que como tal merece, sin someterlo a un examen sobre sus creencias personales acerca de la observancia de las normas dietéticas y otras cosas secundarias semejantes.
Sobre todo no entréis en discusiones que, según dice Pablo en otro lugar, para nada aprovechan sino son más bien escándalo y perdición para los de afuera (2Tm 2:14).
Es interesante y muy significativo el hecho de que Pablo reconozca que existen diversas opiniones sobre algunos puntos de doctrina. Apenas iniciada la nueva fe ya existen diversas maneras de pensar sobre tal o cual aspecto de doctrina. Sin embargo, es importante considerar que esas diversas opiniones que él menciona no versan sobre lo esencial sino sobre puntos secundarios.
Dos son los puntos de discusión que él va a tratar en este capítulo: el de las normas alimenticias (Nota 1) y el del día de descanso. Esos dos puntos vienen de las prácticas y leyes del Antiguo Testamento y su posterior elaboración por los rabinos. Muestran cuánto pesaba la herencia hebrea en la nueva comunidad de creyentes y, de otro lado, muestran cómo esa herencia estableció una línea divisoria entre los creyentes de origen judío y los de origen gentil.
2. “Porque uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come (sólo) legumbres.”
Desde el inicio de su discusión del tema de los alimentos Pablo manifiesta de qué lado está él, pues llama débiles en la fe a los que se aferran a las restricciones de la ley como si siguieran vigentes, y fuertes a los que son concientes de la libertad que nos ha ganado Cristo (Gal 5:1). Los débiles permanecen bajo un yugo de esclavitud que ya no existe porque ha sido declarado nulo. Pero unos y otros creen en el mismo Cristo resucitado. (2)
3. “El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido.”
¿Cuál es la conclusión que saca Pablo de esta diversidad de opiniones, de esta diferente fortaleza en la fe, y cuál es el consejo que da? Que el fuerte no desprecie al débil; y que el débil no piense mal del fuerte, pues Dios ha recibido a ambos. Aquí hay un choque entre el exclusivismo del pueblo escogido y el universalismo que pregona Pablo. Buena parte de la novedad de su mensaje estriba precisamente ahí: Ya no hay judío ni griego (Gal 3:28); ha caído la línea divisoria entre ambos pueblos, la pared que los separaba y Cristo ha hecho de ambos un solo pueblo (Ef 2:14-16). Eso significa que las leyes que establecían normas y costumbres que hacían de los judíos un pueblo diferente y separado de los demás, han perdido vigencia, ya no se aplican ni a judíos ni a gentiles. (3)
Es como si dijera: “Si tú sabes que eres libre de esas leyes, no te cuides de que haya otro que se considere sujeto a ellas. Ese es su problema, no el tuyo.”
4. “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme.”
Dios es el Señor de ambos y si Dios recibe y acepta al otro ¿qué tú tienes que alegar? ¿Serás tú más sabio que Dios?
A ambos llama Pablo “criados”, es decir siervos, (en griego oiketés = sirviente doméstico) y eso es lo que somos. Pablo define así nuestra condición. Al criado no le toca decidir quién puede o no ser criado. Eso le toca decidir al Señor que contrata, por así decirlo, a ambos, y a quien ambos sirven.
Pero Pablo sienta aquí un principio general cuyo alcance trasciende el ámbito de esta discusión: ¿Quién eres tú para juzgar al otro? A ti no te toca ese papel. Vale la pena recordar que Jesús había dicho lo mismo, y es muy posible que Pablo se inspirara en sus palabras: “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido.” (Mt 7:1,2).
En todos los campos de actividad, si son varios los que trabajan con el mismo fin, que cada uno se ocupe de lo suyo, de lo que él mismo hace, y no de lo que hace otro (salvo quizá para aprender de él). Más abajo dirá que cada uno dará cuenta a Dios de sí, no del otro. (v.12). Este es un principio fundamental que debería acabar con los juicios y críticas entre cristianos que, en realidad, no surgen del amor a la verdad, sino de la rivalidad, que es producto del temor y del orgullo.
Tomemos nota: Las rivalidades se visten de verdades para justificarse a sí mismas, y para ocultar el egoísmo que las origina.
En nuestro campo más cercano de observación el católico juzga al protestante, y el protestante al católico. Pero ambos sirven al mismo Señor, y es a Él a quien interesa si están firmes o caen. El católico no dará cuenta del protestante, ni el protestante del católico. Así que ninguno se ocupe de lo que hace, bien o mal, el otro, sino de lo que él mismo hace y de hacerlo bien en servicio de su Señor, que es quien lo remunera o castiga.
¿Eres tú acaso el que premia o el que castiga a tu hermano? Piensa tú entonces en lo tuyo, no sea que pierdas tu recompensa por estar mirando el campo ajeno. Si la cosecha del campo ajeno no es tuya ¿por qué te cuidas de ella? A menos que lo hagas por envidia.
5. “Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente.” (4)
Luego Pablo habla de los que hacen diferencia entre un día y otro y que él contrasta con aquellos para quienes todos los días son iguales.
La diferencia entre los días se refiere en primer lugar al sábado, que era día de descanso para los judíos, pero no para los gentiles. Pero la diferencia atañe también a las diversas fiestas del año que los judíos guardaban celosamente y que los gentiles por supuesto desconocían.
La frase que sigue es interesantísima: “Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente”. Es decir, que cada uno esté persuadido de que lo que él practica es lo correcto, porque se apoya en razones sólidas, y no admita discusión ni dudas al respecto en su propia mente. ¿De dónde viene esa convicción? De los argumentos a favor o en contra en que ha reflexionado, pero inevitablemente también de las costumbres y tradiciones en que fue educado. Las influencias que hemos recibido en la infancia tienen para nosotros a veces el carácter de verdades inamovibles. Pero si dos grupos de personas han estado expuestos a costumbres opuestas ¿cuál de los dos tiene razón?
Debemos admitir que mucho de lo que para nosotros es incuestionable es más una cuestión de hábito o de tradición. Para dilucidar cuál de los dos tiene la razón habría que investigar en los antecedentes de sus costumbres. Pero notemos: Pablo está aquí diciendo implícitamente que guardar o no el sábado no tiene importancia. ¡Qué audacia la suya! De un plumazo borra pasajes fundamentales del Pentateuco en los que la ley hace hincapié, al punto de que los violadores del sábado eran condenados a muerte (Ex 35:2 y especialmente Nm 15:32-36). ¿Cómo se atreve él a eso? Con razón su discurso escandalizaba a los judíos y él era considerado como un enemigo de las tradiciones de sus mayores. Sin embargo, ya Jesús había cuestionado muchas de las normas, añadidas por la tradición, que convertían al sábado en una cadena opresiva. De hecho, para los escribas y fariseos Él era un violador del sábado.
Sin embargo, Pablo aclara en otro lugar (Gal 3:24) que la ley de Moisés fue dada temporalmente como un ayo o tutor necesario en la infancia (espiritual, se entiende) del pueblo escogido. Pero que, llegada la madurez, el ayo no es ya requerido. (Gal 3:23-25). Esto es, las prescripciones rituales de la ley que guiaban a los israelitas antes de que viniera Cristo, no se aplican más. Dios busca adoradores que lo adoren en espíritu y en verdad (Jn 4:23), no bajo la constricción de reglas.
Caducado el ayo de la ley con sus prescripciones ya no debe haber diferencia entre judío y griego. Todos son iguales, hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Es claro que su mensaje era revolucionario y para muchos chocante, incluso para muchos cristianos judíos que eran celosos de la ley (Hch 21:20).
Implícito en este pasaje de Romanos está la noción de que tampoco es imperativo guardar el domingo (lo que no quita que sea bueno hacerlo). Sabemos que desde muy temprano los cristianos se reunían el primer día de la semana, -que después sería llamado “el día del Señor” o domingo, en recuerdo de la resurrección de Jesús que tuvo lugar ese día (Lc 24:1, Jn 20:1)- (5) y ese día se convirtió en su día de culto semanal. Pablo se conformó a esa costumbre (Hch 20:7). La epístola de Bernabé (escrito pseudoepigráfico que data de inicios del 2º siglo) es testigo de que los cristianos se reunían para partir el pan y oír la palabra del Señor en domingo. Lo mismo afirman la Didajé o “Doctrina de los Apóstoles”, la Epístola a los Magnesios de Ignacio de Antioquia y la “Apología” de Justino Martín, todas ellas obras de inicios del segundo siglo. Pero ninguna de ellas habla de descansar el domingo a la manera del sábado judío, y por ese motivo se reunían sea en la mañana o en la noche (porque en las ciudades griegas tenían que trabajar). Nosotros celebramos el domingo y descansamos ese día, no por obligación sino por devoción. Rendimos culto ese día (aunque hacerlo en cualquier otro día sería igualmente válido) y descansamos porque es bueno hacer ambas cosas. Lo hacemos libremente. En realidad fue el emperador Constantino quien oficializó el descanso el “día del sol” mediante un decreto el año 321 DC (6). Fue una medida inteligente que benefició tanto a cristianos como a paganos –especialmente a los esclavos pues les dio un respiro, y a los que eran cristianos les permitió asistir a su culto. Gracias a su iniciativa el descanso semanal se volvió una institución generalizada que hoy todo el mundo respeta, incluso los países no cristianos, salvo los islámicos, que guardan el viernes, y el estado de Israel en donde el día de descanso semanal es naturalmente el sábado.
6. “El que hace caso del día, lo hace para el Señor; y el que no hace caso del día, para el Señor no lo hace. El que come, para el Señor come, porque da gracias a Dios; y el que no come, para el Señor no come, y da gracias a Dios.”
Pero no tiene importancia que se guarde o no un día de descanso, o que se coma o no tales alimentos. Lo que importa es que todo lo que uno haga –descanse o no descanse, coma o no coma- sea hecho para honrar al Señor.
Lo que eso quiere decir, en términos simples, es que el que se ciñe a determinadas regulaciones lo hace para Dios, es decir, por amor a Él; y el que no hace caso de esas regulaciones, también por amor a Dios no hace caso de ellas. Lo que importa no es el guardar o no determinadas prácticas sino cuál es el Norte de nuestra conducta. Dios mira nuestros corazones y eso es lo que para Él más importa. El que busca el bien por encima de todo encontrará la manera más adecuada de realizarlo y Dios lo guiará para que llegue a puerto.
Nótese que al hablar de la comida Pablo dice que el que come de todo, come para el Señor, porque da gracias a Dios por ello. Es probable que de esta frase venga la costumbre cristiana de dar gracias por los alimentos que se ingieren. Pero más allá de este detalle histórico, esta frase, insisto, nos señala cuál debe ser la actitud cotidiana y constante del cristiano: Hacer todo para Dios, lo cual implica que toda nuestra vida esté orientada a servirle en todo lo que hagamos; no orientada primero hacia nuestros propios fines.
Sin embargo, en la práctica es muy probable que nuestras prioridades personales estén invertidas, y que todo lo que hagamos esté orientado más a satisfacer nuestros propios intereses y necesidades que los de Dios, y que lo ponemos a Él a nuestro servicio. De esa manera es posible que aún las ocupaciones y actividades que están relacionadas con el servicio de Dios sean desempeñadas para nuestro propio engrandecimiento, o para hacer avanzar nuestra posición. Que cada cual se examine y vea objetivamente en qué medida se sirve a sí mismo aparentando servir a Dios, y cuánto hace realmente para Él.
Que esta falsa actitud estaba presente desde los albores de la iglesia, lo señala Pablo más adelante cuando habla de los que quieren agradarse a sí mismos, contrastándolos con Jesús, que no se agradó a sí mismo (Rm 15:1-3).
De otro lado cabría preguntarse: ¿Puedo yo realmente ofrecer a Dios todas mis acciones, todo lo que hago durante el día? ¿Se agradará Dios de ello? Y si no le agrada a Dios lo que yo hago ¿cómo puedo ofrecérselo? ¿Le agradará a Dios nuestra ofrenda, o le será desagradable, como le era abominable la ofrenda de los que le sacrificaban animales cojos, o enfermos, o robados, según denuncia el profeta Malaquías? Si así fuera estaríamos despreciando a Dios. (Mal 1:13,14).
Examinemos pues nuestros actos, incluyendo nuestras intenciones, para saber si realmente podemos presentárselas como “sacrificio vivo, agradable y perfecto.” (Rm 12:1) 16.09.06
Notas: 1. A las normas dietéticas contenidas en el AT, y luego elaboradas por los rabinos en el Talmud, se les llama Kashrut. A los alimentos permitidos por ellas se les llama Kosher. En nuestros días esas normas son observadas por motivos religiosos por los judíos practicantes, pero también por muchos judíos no creyentes que las guardan sea por costumbre o por motivos de identidad como pueblo.
2. F.F. Bruce piensa que la alusión al comer hierbas se refiere al abstenerse de comer carne por el escrúpulo de que la carne vendida en el mercado pudiera haber sido sacrificada a los ídolos. En 1Cor 8:4 Pablo dice que ése es un escrúpulo innecesario porque los ídolos nada son.
3. Entonces, alguno preguntará, ¿por qué sobrevive el pueblo judío como una entidad aparte? Pablo habla de este álgido tema en los capítulos 9 al 11 de esta epístola, que algún día abordaremos.
4. Podría traducirse: “Uno estima un día sobre otro; otro estima todos los días iguales.”
5. Mateo y Marcos dicen en el pasaje paralelo: “Pasado el día de reposo”, cuyo sentido viene a ser el mismo. Pero la diferente redacción nos muestra claramente que los evangelios de Lucas y Juan fueron escritos después de los otros dos, cuando ya la referencia al día sábado había perdido vigencia y las reuniones en domingo se habían institucionalizado.
6. La iglesia lo reinterpretó como dedicado al verdadero “Sol de Justicia”, que es Cristo. Ya a fines del siglo IV era costumbre establecida en la iglesia no trabajar en domingo para dedicar ese día enteramente al Señor, norma que se consolidó en los siglos siguientes. (Véase más al respecto en las notas 1 y 2 de “Los Mandamientos del Diablo III, #518)
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miércoles, 19 de noviembre de 2008
LA DONCELLA DE NAZARET II
Cuando María acepta hacer lo que Dios le pide a través del ángel, el ángel para animarla le dice: “Tu pariente Isabel que era estéril ya está seis meses encinta, porque para Dios no hay nada imposible.” (Lc 1:36) ¡Y qué interesante! Apenas el ángel se retira, María se va apresuradamente a visitar a su prima que vivía por los montes de Judá. Es como si ella quisiera ver con sus propios ojos la verdad de lo que el ángel le anunció. Cuando se acerca a la casa de su pariente y la saluda ¿qué es lo que ocurre? Isabel se llena del Espíritu Santo y proféticamente le dice: “¡Qué privilegio para mí que venga a visitarme la futura madre de mi Salvador!” ¿Cómo se enteró Isabel de que su joven pariente estaba encinta? María no le gritó de lejos: “¡Estoy encinta!” ni le había mandado un correo electrónico para avisarle. ¿Cómo se enteró Isabel? Todavía no se podía ver que María estuviera embarazada, y ella oyó su voz de lejos. Pero no fue sólo ella la que supo que María esperaba también un hijo, porque ella dijo: “Tan pronto oí tu saludo la criatura en mi seno saltó de gozo de que la madre de mi Señor venga a visitarme”. (Lc 1:44). El Espíritu Santo vino sobre Isabel y sobre el niño en su vientre, y ambos supieron qué se escondía en el cuerpo de María.
¿Podemos imaginar con qué cariño y con cuánta emoción deben haberse saludado? Ellas tienen que haber intuido que ambas formaban parte de un mismo proyecto divino. Que Isabel iba a ser la madre del precursor de Jesús anunciado por Isaías (Is 40:3), y que María iba a ser la madre del Mesías esperado. ¡Cómo deben haberse abrazado! ¡Con qué conciencia de haber sido escogidas por Dios, de ser instrumentos del cumplimiento de sus promesas!
¿Qué más le dijo Isabel a María? Vayamos al texto del Evangelio: “Y Elisabeth fue llena del Espíritu Santo, y exclamó a gran voz, y dijo: Bendita tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre.” (Nota 1)
Oiga usted ¿qué es eso? ¿Está usted rezando? protestará alguno. Esas no son palabras de una oración -aunque es cierto que después se convirtieron en parte de una oración muy conocida. Figuran en el texto del Evangelio. Pero ¿dónde están esas palabras? En el mismo pasaje de Lucas que hemos estado leyendo. A veces nos preguntamos ¿por qué los católicos rezan esas palabras? (2) Por la mejor de las razones: Porque están en la Biblia. Y están por muy buen motivo. ¿Ha habido alguna mujer en la historia que haya sido más bendecida que María? ¿Ha habido alguna mujer sobre la que haya recaído mayor honor? ¿Ser la madre del Hijo de Dios? ¿Ser la mujer escogida para llevar en su vientre al Salvador del mundo? ¿Y luego criarlo, acariñarlo, darle de mamar? ¿Comprenden con cuánta razón le dirigió Isabel esas palabras?
Pero ¿qué más exclamó Isabel? “Bendito el fruto de tu vientre”. ¡Qué linda expresión! La pequeña criatura que inicialmente no es más que una célula microscópica, pero que va creciendo hasta convertirse en un bebé listo para nacer, es el fruto del vientre de su madre. Así como los árboles producen frutos agradables de comer, el vientre de la mujer produce un fruto mucho más agradable a la vista, aunque no para comer (3). Tampoco un fruto inerte, sino uno viviente. Es el fruto que surge normalmente de la unión de un hombre y de una mujer. Pero que en este caso surgió de la unión del Espíritu Santo y de las entrañas de María. Con razón exclama Isabel: “!Bendito el fruto de tu vientre!” porque no ha habido en la historia fruto del vientre de una mujer más bendito y de mayor bendición que ése, ni vientre de mujer más bendecido que el de ella.
Pero ¿qué más dijo Isabel? “Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.” Bienaventurada tú que creíste en lo que se te ha dicho, ya que porque creíste se cumplirá el propósito de Dios en ti, aunque parezca una cosa inverosímil.
Zacarías, el marido de Isabel, fue en cierta manera condenado por esas palabras de su mujer, porque no creyó en lo que le dijo el ángel cuando le anunció que su mujer tendría un hijo, sino que dudó y, se quedó mudo como castigo por haber dudado. Claro está, el propósito de Dios se iba a cumplir de todas maneras aunque él dudara. Pero la mudez de Zacarías quedó como testimonio del poder de Dios, porque él habló de nuevo y se desató su lengua, cuando le preguntaron qué nombre debían poner al hijo que Dios le había dado en su vejez.
La gente se decía acerca de ese hijo ¿qué va a ser de esta criatura cuyo nacimiento está acompañado de tantas señales? (Lc 1:65,66) Pero María, por su parte, no dudó en ningún momento del anuncio que le fue hecho. Ella creyó simplemente. Lo que Dios se había propuesto hacer a través de ella se cumpliría, porque, como dijo Isabel: “Tú creíste en sus palabras”. María es para nosotros por eso también un modelo de fe. Ella cree en lo que el Altísimo le anuncia, aunque sea algo humanamente imposible, porque reconoce que Dios está obrando en ella.
¡Cuántas cosas Dios nos dice a veces y nosotros empezamos a dudar: “¿Será verdad realmente? ¿Me estará hablando Dios? ¿No me estará engañando mi imaginación?”! ¡Cuántas veces hemos detenido el propósito de Dios porque no le hemos creído, no hemos prestado fe a sus palabras, y Dios no ha podido hacer con nosotros lo que Él quería! ¡Cuántas veces Dios no pudo cumplir su propósito conmigo porque no creí sino dudé, y perdí la oportunidad porque Dios escogió a otro que le obedeció al instante! Pero si creemos en lo que Dios quiere hacer con nosotros, y nos lo dice, no a través de un ángel, sino hablando a nuestro corazón…
¿Hay alguien acá a quien Dios le haya hablado a través de un ángel? Eso rara vez ocurre. Pero Dios suele hablar a sus siervos al corazón y a veces de una manera muy clara y elocuente. Si le creemos y obedecemos se hará lo que Dios quiere hacer. ¡Y cuán bendecidos seremos entonces!
Ése es el secreto. Creerle a Dios. El secreto del éxito no está en mis fuerzas, ni en mi capacidad, porque yo soy un siervo inútil, sino en creer que Él puede hacer a través mío lo que para el hombre es imposible. ¡Oh, sí! ¡Creámosle a Dios para que Él nos use! ¡Creámosle y estemos dispuestos a afrontar lo que Él nos pida porque en Cristo todo lo podemos!
Entonces María -dice la palabra- comenzó a cantar: “Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc 1:47). Algunos tienen la temeridad de sostener que ella no fue salva porque no creyó en su Hijo. No han leído la palabra. Otros, por el contrario, opinan que ella no tenía necesidad de ser salvada. Pero ella cantó: “Dios mi Salvador”. Ella creía en ese Salvador, suyo y nuestro, al que había dado a luz.
Y siguió cantando: “Pues ha mirado la bajeza (o la humildad) de su sierva; pues he aquí, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Así que no le echemos la culpa tanto a los católicos porque la llaman bienaventurada, ya que al hacerlo sólo están cumpliendo lo que dice la palabra de Dios: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Sí, todas, hasta que el Señor venga.” (4)
“Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre”. Algunos dice que María no era conciente del papel que ella cumplía en el plan de salvación de Dios. ¡Pobrecita! ¡Estaba en el luna! Ellos dicen: “Es cierto que Dios la utilizó porque necesitaba de un canal humano para que el Verbo se hiciera carne. Pero usó con ese fin a una criatura que era ignorante de lo que Dios hacía con ella.” Sin embargo, ella misma, bajo el poder del Espíritu Santo, cantó: “Grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso”.
Ella sí era conciente del plan de Dios, de lo que Dios hacía con ella, porque cuando vino el ángel le contestó: “Hágase en mí según tu palabra.” Es decir, que se cumpla lo que me has anunciado de parte de Dios, esto es, que yo voy a concebir a un hijo sin conocer varón, y que ese Hijo será el Mesías esperado de Israel. Ella asintió concientemente a desempeñar el papel que Dios le asignaba.
Naturalmente ella no podía conocer todo lo que Dios se proponía hacer, pero sí sabía que Dios la estaba usando para traer al mundo a su Hijo, el cual sería el Mesías esperado por su pueblo. Ella quizá no sabía cómo iban a suceder las cosas, pero ella confiaba en Dios. No sabía tampoco cómo iba a ser la vida de ese hijo que esperaba. Difícilmente podía imaginar las pruebas que Él iba a afrontar y cómo iba a morir. No obstante, cuando va al templo a presentar a su Hijo, según lo mandaba la ley, le salió al encuentro un anciano que le dijo palabras que tocaron su corazón y que le anunciaron un dolor muy grande para ella: “Una espada atravesará tu alma” (Lc 2:35)
Pero respecto de las cosas que su Hijo más adelante haría, ella profetizó: “Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes.” Esas palabras se refieren, de un lado, a lo que Dios había hecho en el pasado, pero también a lo que el Mesías haría en el futuro. Ellas se cumplieron en el ministerio público de Jesús, pero sobretodo, cuando fue exaltado a la diestra de su Padre, y según lo prometido, Dios puso a sus enemigos como estrado de sus pies (Sal 110:1; Mt 22:44)
Podemos pensar que cuando María estaba en casa de Isabel, ambas deben haber compartido muchas cosas. No sabemos si Isabel era su tía, o cuál era el tipo de parentesco que las unía, pero podemos suponer que era bastante mayor que ella. Isabel debe haberse preocupado de lo que ocurriría con su joven pariente cuando regresara a Nazaret. Puede haber pensado: “¿Qué va a pasar con esta chica? Todavía no se le nota el vientre, pero dentro de poco ya van a empezar a darse cuenta; y su novio, su futuro esposo, se va a decir: “¿Qué pasó acá?” Podemos imaginar que, como hacen las mujeres de mayor edad, que aconsejan a las más jóvenes, ella debe haberle aconsejado a María acerca de cómo debía comportarse y cómo debía actuar. Pero sobretodo, creo yo, que ella debe haber fortalecido la fe de María; debe haberla animado, si es que su fe flaqueaba, a confiar en Aquel que le había dado esa misión. Ella tiene que haberle dicho: “Cuando te encuentres en una situación difícil recuerda que Dios está en control; recuerda que Él fue quien te llamó, y que Él te escogió. Tú eres parte de su plan. Él nunca te va a dejar; tú estás bajo su protección; confía en Él; deja que Él actúe”. Como dice un salmo, “Confía en Él y Él obrará.” (Sal 37:5).
María había dicho: “¡Grandes cosas ha hecho el Poderoso en mí!” Las almas simples suelen tener una fe firme, inquebrantable, más que las personas cultivadas e inteligentes, que a veces dudan por lo mucho que saben. “El conocimiento -dice Pablo- envanece, pero el amor edifica.” (1Cor 8:1).
Ella se estaba preparando para amar a esa criatura a la cual ella un día amamantaría. ¿Pueden imaginarse el gozo, la alegría de María, una madre jovencita que tiene en sus manos un bebé que es Hijo del Altísimo, y que a ella se le ha dado el privilegio de darle de mamar, de acercarlo a su pecho para que esa criatura se nutra de ella? ¿Qué cosa debe haber sentido ella? ¿Cómo debe ella haberse sentido anonadada por el honor que Dios le concedía al confiarle a Su Hijo? Durante los primeros años la criatura está en manos de su madre, depende enteramente de ella. Ella tenía en sus brazos nada menos que al Hijo de Dios. ¿Qué cosa puede haber sentido ella? ¡Cómo debe haber ella amado a esa criatura! ¡Cómo debe haberla acariciado! ¡Cómo debe haberla besado!
¿Y cómo creen ustedes que esa criatura debe haber amado a su madre? Jesús era un hombre perfecto. ¿No debe haber amado Él a su madre con un amor perfecto? Posiblemente ningún hombre en la tierra ha amado tanto a su madre como Él a la suya. ¿Y podremos nosotros no amarla? ¿No haremos nosotros lo mismo que Él? Si Él amaba a su madre ¿la despreciaremos nosotros? Yo no digo que la adoremos, como algunos equivocadamente hacen. Eso corresponde sólo a Dios. Pero ¿cómo no amar a alguien a quien Jesús ama? ¿No la amaremos de igual manera nosotros? Con frecuencia se oye el reproche: “Los evangélicos no aman a María”. Si hay algo de verdad en esa acusación, debemos corregir ese error, y rectificar esa mala imagen. ¡Cómo no vamos a amarla si nuestro Salvador vino al mundo a través de ella, y ella aceptó voluntariamente desempeñar el papel que Dios le había asignado en su proyecto de salvación! Claro que sí podemos y debemos amarla, y agradecerle por lo que ella como madre hizo por Jesús.
Quiero terminar con unas palabras de Pablo, que para mí constituyen uno de los pasajes más maravillosos de todo el Nuevo Testamento: “Porque lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a lo sabio, y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte, y lo vil del mundo y lo menospreciado”. (1Cor 1:27,28). María a los ojos del mundo era necia, débil, vil y menospreciada, una simple adolescente campesina. Pero a esa mujer, débil a los ojos del mundo y menospreciada, a esa mujer escogió Dios de entre todas las mujeres, para que fuera madre de su Hijo.
Parafraseando al Salmo 139: “Porque Dios había visto desde tiempos eternos su embrión entretejido en lo más profundo de la tierra. Cuando ella estaba todavía en el vientre de su madre, Él estaba formando sus entrañas, formando su alma para los fines que se proponía realizar a través de ella”. ¿No hace Dios las cosas perfectas? ¿Podemos creer que en este caso no hizo Él las cosas perfectas? ¿No perfeccionó la imperfección humana para poder llevar a cabo su plan perfecto para salvarnos? Demos gracias a Dios por ello. Sí, démosle gracias.
Padre Santo, gracias te damos, Señor, porque tú nos has hecho ver en tu palabra los misterios de tus propósitos que escapan a nuestra humana comprensión. Aunque no los podamos entender plenamente, porque tus pensamientos son más altos que los nuestros, nosotros creemos porque estas cosas, Señor, están en tu palabra. Tu palabra, en verdad, esconde tesoros inimaginables de luz y de sabiduría. Ayúdanos a reconocer, Señor, esos tesoros. Ayúdanos a ver los diamantes y las perlas que contiene y a atesorarlos en nuestro corazón.
Notas: 1. Elisabeth es la forma antigua del nombre que hoy, en español moderno pronunciamos simplemente como Isabel.
2. Aunque muchos quieran negarlo, “orar” y “rezar” son palabras sinónimas según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Pero se suele dar a “orar” la connotación de hablar con Dios libremente, mientras que “rezar” es hacerlo repitiendo un texto dado. Contrariamente a lo que suele pensarse, en los primeros tiempos de la iglesia los apóstoles y los discípulos, siguiendo la costumbre de la sinagoga, solían rezar en el culto repitiendo oraciones escritas o memorizadas (Hch 2:42).
3. ¿No es el niño recién nacido un deleite para sus padres?
4. Bendita quiere decir lo mismo que bienaventurada.
NB. Este artículo, como el anterior, está basado en la grabación de una charla dada recientemente en una reunión del ministerio de la “Edad de Oro” de la Comunidad Cristiana “Agua Viva”.
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¿Podemos imaginar con qué cariño y con cuánta emoción deben haberse saludado? Ellas tienen que haber intuido que ambas formaban parte de un mismo proyecto divino. Que Isabel iba a ser la madre del precursor de Jesús anunciado por Isaías (Is 40:3), y que María iba a ser la madre del Mesías esperado. ¡Cómo deben haberse abrazado! ¡Con qué conciencia de haber sido escogidas por Dios, de ser instrumentos del cumplimiento de sus promesas!
¿Qué más le dijo Isabel a María? Vayamos al texto del Evangelio: “Y Elisabeth fue llena del Espíritu Santo, y exclamó a gran voz, y dijo: Bendita tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre.” (Nota 1)
Oiga usted ¿qué es eso? ¿Está usted rezando? protestará alguno. Esas no son palabras de una oración -aunque es cierto que después se convirtieron en parte de una oración muy conocida. Figuran en el texto del Evangelio. Pero ¿dónde están esas palabras? En el mismo pasaje de Lucas que hemos estado leyendo. A veces nos preguntamos ¿por qué los católicos rezan esas palabras? (2) Por la mejor de las razones: Porque están en la Biblia. Y están por muy buen motivo. ¿Ha habido alguna mujer en la historia que haya sido más bendecida que María? ¿Ha habido alguna mujer sobre la que haya recaído mayor honor? ¿Ser la madre del Hijo de Dios? ¿Ser la mujer escogida para llevar en su vientre al Salvador del mundo? ¿Y luego criarlo, acariñarlo, darle de mamar? ¿Comprenden con cuánta razón le dirigió Isabel esas palabras?
Pero ¿qué más exclamó Isabel? “Bendito el fruto de tu vientre”. ¡Qué linda expresión! La pequeña criatura que inicialmente no es más que una célula microscópica, pero que va creciendo hasta convertirse en un bebé listo para nacer, es el fruto del vientre de su madre. Así como los árboles producen frutos agradables de comer, el vientre de la mujer produce un fruto mucho más agradable a la vista, aunque no para comer (3). Tampoco un fruto inerte, sino uno viviente. Es el fruto que surge normalmente de la unión de un hombre y de una mujer. Pero que en este caso surgió de la unión del Espíritu Santo y de las entrañas de María. Con razón exclama Isabel: “!Bendito el fruto de tu vientre!” porque no ha habido en la historia fruto del vientre de una mujer más bendito y de mayor bendición que ése, ni vientre de mujer más bendecido que el de ella.
Pero ¿qué más dijo Isabel? “Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.” Bienaventurada tú que creíste en lo que se te ha dicho, ya que porque creíste se cumplirá el propósito de Dios en ti, aunque parezca una cosa inverosímil.
Zacarías, el marido de Isabel, fue en cierta manera condenado por esas palabras de su mujer, porque no creyó en lo que le dijo el ángel cuando le anunció que su mujer tendría un hijo, sino que dudó y, se quedó mudo como castigo por haber dudado. Claro está, el propósito de Dios se iba a cumplir de todas maneras aunque él dudara. Pero la mudez de Zacarías quedó como testimonio del poder de Dios, porque él habló de nuevo y se desató su lengua, cuando le preguntaron qué nombre debían poner al hijo que Dios le había dado en su vejez.
La gente se decía acerca de ese hijo ¿qué va a ser de esta criatura cuyo nacimiento está acompañado de tantas señales? (Lc 1:65,66) Pero María, por su parte, no dudó en ningún momento del anuncio que le fue hecho. Ella creyó simplemente. Lo que Dios se había propuesto hacer a través de ella se cumpliría, porque, como dijo Isabel: “Tú creíste en sus palabras”. María es para nosotros por eso también un modelo de fe. Ella cree en lo que el Altísimo le anuncia, aunque sea algo humanamente imposible, porque reconoce que Dios está obrando en ella.
¡Cuántas cosas Dios nos dice a veces y nosotros empezamos a dudar: “¿Será verdad realmente? ¿Me estará hablando Dios? ¿No me estará engañando mi imaginación?”! ¡Cuántas veces hemos detenido el propósito de Dios porque no le hemos creído, no hemos prestado fe a sus palabras, y Dios no ha podido hacer con nosotros lo que Él quería! ¡Cuántas veces Dios no pudo cumplir su propósito conmigo porque no creí sino dudé, y perdí la oportunidad porque Dios escogió a otro que le obedeció al instante! Pero si creemos en lo que Dios quiere hacer con nosotros, y nos lo dice, no a través de un ángel, sino hablando a nuestro corazón…
¿Hay alguien acá a quien Dios le haya hablado a través de un ángel? Eso rara vez ocurre. Pero Dios suele hablar a sus siervos al corazón y a veces de una manera muy clara y elocuente. Si le creemos y obedecemos se hará lo que Dios quiere hacer. ¡Y cuán bendecidos seremos entonces!
Ése es el secreto. Creerle a Dios. El secreto del éxito no está en mis fuerzas, ni en mi capacidad, porque yo soy un siervo inútil, sino en creer que Él puede hacer a través mío lo que para el hombre es imposible. ¡Oh, sí! ¡Creámosle a Dios para que Él nos use! ¡Creámosle y estemos dispuestos a afrontar lo que Él nos pida porque en Cristo todo lo podemos!
Entonces María -dice la palabra- comenzó a cantar: “Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc 1:47). Algunos tienen la temeridad de sostener que ella no fue salva porque no creyó en su Hijo. No han leído la palabra. Otros, por el contrario, opinan que ella no tenía necesidad de ser salvada. Pero ella cantó: “Dios mi Salvador”. Ella creía en ese Salvador, suyo y nuestro, al que había dado a luz.
Y siguió cantando: “Pues ha mirado la bajeza (o la humildad) de su sierva; pues he aquí, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Así que no le echemos la culpa tanto a los católicos porque la llaman bienaventurada, ya que al hacerlo sólo están cumpliendo lo que dice la palabra de Dios: “Me llamarán bienaventurada todas las generaciones”. Sí, todas, hasta que el Señor venga.” (4)
“Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre”. Algunos dice que María no era conciente del papel que ella cumplía en el plan de salvación de Dios. ¡Pobrecita! ¡Estaba en el luna! Ellos dicen: “Es cierto que Dios la utilizó porque necesitaba de un canal humano para que el Verbo se hiciera carne. Pero usó con ese fin a una criatura que era ignorante de lo que Dios hacía con ella.” Sin embargo, ella misma, bajo el poder del Espíritu Santo, cantó: “Grandes cosas ha hecho en mí el Poderoso”.
Ella sí era conciente del plan de Dios, de lo que Dios hacía con ella, porque cuando vino el ángel le contestó: “Hágase en mí según tu palabra.” Es decir, que se cumpla lo que me has anunciado de parte de Dios, esto es, que yo voy a concebir a un hijo sin conocer varón, y que ese Hijo será el Mesías esperado de Israel. Ella asintió concientemente a desempeñar el papel que Dios le asignaba.
Naturalmente ella no podía conocer todo lo que Dios se proponía hacer, pero sí sabía que Dios la estaba usando para traer al mundo a su Hijo, el cual sería el Mesías esperado por su pueblo. Ella quizá no sabía cómo iban a suceder las cosas, pero ella confiaba en Dios. No sabía tampoco cómo iba a ser la vida de ese hijo que esperaba. Difícilmente podía imaginar las pruebas que Él iba a afrontar y cómo iba a morir. No obstante, cuando va al templo a presentar a su Hijo, según lo mandaba la ley, le salió al encuentro un anciano que le dijo palabras que tocaron su corazón y que le anunciaron un dolor muy grande para ella: “Una espada atravesará tu alma” (Lc 2:35)
Pero respecto de las cosas que su Hijo más adelante haría, ella profetizó: “Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes.” Esas palabras se refieren, de un lado, a lo que Dios había hecho en el pasado, pero también a lo que el Mesías haría en el futuro. Ellas se cumplieron en el ministerio público de Jesús, pero sobretodo, cuando fue exaltado a la diestra de su Padre, y según lo prometido, Dios puso a sus enemigos como estrado de sus pies (Sal 110:1; Mt 22:44)
Podemos pensar que cuando María estaba en casa de Isabel, ambas deben haber compartido muchas cosas. No sabemos si Isabel era su tía, o cuál era el tipo de parentesco que las unía, pero podemos suponer que era bastante mayor que ella. Isabel debe haberse preocupado de lo que ocurriría con su joven pariente cuando regresara a Nazaret. Puede haber pensado: “¿Qué va a pasar con esta chica? Todavía no se le nota el vientre, pero dentro de poco ya van a empezar a darse cuenta; y su novio, su futuro esposo, se va a decir: “¿Qué pasó acá?” Podemos imaginar que, como hacen las mujeres de mayor edad, que aconsejan a las más jóvenes, ella debe haberle aconsejado a María acerca de cómo debía comportarse y cómo debía actuar. Pero sobretodo, creo yo, que ella debe haber fortalecido la fe de María; debe haberla animado, si es que su fe flaqueaba, a confiar en Aquel que le había dado esa misión. Ella tiene que haberle dicho: “Cuando te encuentres en una situación difícil recuerda que Dios está en control; recuerda que Él fue quien te llamó, y que Él te escogió. Tú eres parte de su plan. Él nunca te va a dejar; tú estás bajo su protección; confía en Él; deja que Él actúe”. Como dice un salmo, “Confía en Él y Él obrará.” (Sal 37:5).
María había dicho: “¡Grandes cosas ha hecho el Poderoso en mí!” Las almas simples suelen tener una fe firme, inquebrantable, más que las personas cultivadas e inteligentes, que a veces dudan por lo mucho que saben. “El conocimiento -dice Pablo- envanece, pero el amor edifica.” (1Cor 8:1).
Ella se estaba preparando para amar a esa criatura a la cual ella un día amamantaría. ¿Pueden imaginarse el gozo, la alegría de María, una madre jovencita que tiene en sus manos un bebé que es Hijo del Altísimo, y que a ella se le ha dado el privilegio de darle de mamar, de acercarlo a su pecho para que esa criatura se nutra de ella? ¿Qué cosa debe haber sentido ella? ¿Cómo debe ella haberse sentido anonadada por el honor que Dios le concedía al confiarle a Su Hijo? Durante los primeros años la criatura está en manos de su madre, depende enteramente de ella. Ella tenía en sus brazos nada menos que al Hijo de Dios. ¿Qué cosa puede haber sentido ella? ¡Cómo debe haber ella amado a esa criatura! ¡Cómo debe haberla acariciado! ¡Cómo debe haberla besado!
¿Y cómo creen ustedes que esa criatura debe haber amado a su madre? Jesús era un hombre perfecto. ¿No debe haber amado Él a su madre con un amor perfecto? Posiblemente ningún hombre en la tierra ha amado tanto a su madre como Él a la suya. ¿Y podremos nosotros no amarla? ¿No haremos nosotros lo mismo que Él? Si Él amaba a su madre ¿la despreciaremos nosotros? Yo no digo que la adoremos, como algunos equivocadamente hacen. Eso corresponde sólo a Dios. Pero ¿cómo no amar a alguien a quien Jesús ama? ¿No la amaremos de igual manera nosotros? Con frecuencia se oye el reproche: “Los evangélicos no aman a María”. Si hay algo de verdad en esa acusación, debemos corregir ese error, y rectificar esa mala imagen. ¡Cómo no vamos a amarla si nuestro Salvador vino al mundo a través de ella, y ella aceptó voluntariamente desempeñar el papel que Dios le había asignado en su proyecto de salvación! Claro que sí podemos y debemos amarla, y agradecerle por lo que ella como madre hizo por Jesús.
Quiero terminar con unas palabras de Pablo, que para mí constituyen uno de los pasajes más maravillosos de todo el Nuevo Testamento: “Porque lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a lo sabio, y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte, y lo vil del mundo y lo menospreciado”. (1Cor 1:27,28). María a los ojos del mundo era necia, débil, vil y menospreciada, una simple adolescente campesina. Pero a esa mujer, débil a los ojos del mundo y menospreciada, a esa mujer escogió Dios de entre todas las mujeres, para que fuera madre de su Hijo.
Parafraseando al Salmo 139: “Porque Dios había visto desde tiempos eternos su embrión entretejido en lo más profundo de la tierra. Cuando ella estaba todavía en el vientre de su madre, Él estaba formando sus entrañas, formando su alma para los fines que se proponía realizar a través de ella”. ¿No hace Dios las cosas perfectas? ¿Podemos creer que en este caso no hizo Él las cosas perfectas? ¿No perfeccionó la imperfección humana para poder llevar a cabo su plan perfecto para salvarnos? Demos gracias a Dios por ello. Sí, démosle gracias.
Padre Santo, gracias te damos, Señor, porque tú nos has hecho ver en tu palabra los misterios de tus propósitos que escapan a nuestra humana comprensión. Aunque no los podamos entender plenamente, porque tus pensamientos son más altos que los nuestros, nosotros creemos porque estas cosas, Señor, están en tu palabra. Tu palabra, en verdad, esconde tesoros inimaginables de luz y de sabiduría. Ayúdanos a reconocer, Señor, esos tesoros. Ayúdanos a ver los diamantes y las perlas que contiene y a atesorarlos en nuestro corazón.
Notas: 1. Elisabeth es la forma antigua del nombre que hoy, en español moderno pronunciamos simplemente como Isabel.
2. Aunque muchos quieran negarlo, “orar” y “rezar” son palabras sinónimas según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Pero se suele dar a “orar” la connotación de hablar con Dios libremente, mientras que “rezar” es hacerlo repitiendo un texto dado. Contrariamente a lo que suele pensarse, en los primeros tiempos de la iglesia los apóstoles y los discípulos, siguiendo la costumbre de la sinagoga, solían rezar en el culto repitiendo oraciones escritas o memorizadas (Hch 2:42).
3. ¿No es el niño recién nacido un deleite para sus padres?
4. Bendita quiere decir lo mismo que bienaventurada.
NB. Este artículo, como el anterior, está basado en la grabación de una charla dada recientemente en una reunión del ministerio de la “Edad de Oro” de la Comunidad Cristiana “Agua Viva”.
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viernes, 14 de noviembre de 2008
CONSIDERACIONES SOBRE EL LIBRO DE NÚMEROS
I. El 4to. libro del Pentateuco recibió el nombre de Números en la traducción al griego llamada comúnmente Septuaginta porque empieza con una larga relación de cifras: el censo de las tribus de Israel que el Señor ordenó a Moisés efectuar el día primero del mes segundo del año de la salida de Egipto (Nm 1:1-3). Los sabios traductores alejandrinos deben haber atribuido a esos números algún significado especial pues le dieron a este libro ese título. (Nota 1)
En verdad las cifras de ese censo encierran una profunda lección si las comparamos con las cifras del segundo censo, realizado por Moisés 40 años después, antes de entrar a la tierra prometida (Cap 26).
Algunas observaciones preliminares se imponen:
1) El censo tenía una finalidad militar. Al contar a los hombres de 20 años para arriba de lo que se trataba era de saber cuántos varones había capaces de ir a la guerra (1:3). (2). Esto nos recuerda un hecho que se suele pasar por alto con frecuencia al hablar del Éxodo: El peregrinar de los judíos por el desierto fue una expedición militar.
2) Los levitas no son incluidos en el censo militar. A ellos no les corresponde salir a pelear. Su función en caso de guerra es la guarda del tabernáculo “para que no haya ira sobre la congregación” (1:53), esto es, por implicancia, para que el tabernáculo no caiga en manos de gentiles ni sea profanado por ellos.
3) No obstante, los levitas sí habían sido antes contados por sus familias, incluyendo a todos los varones de más de un mes, es decir, excluyendo a los recién nacidos (3:14-16). Aparte de facilitar la asignación del cuidado del tabernáculo entre sus clanes familiares, el censo permitió constatar que el número de los varones levitas alcanzaba para redimir a todos los varones primogénitos de más de un mes de las demás tribus de Israel (3:40).
Se recordará que, antes de salir de Egipto, Dios había ordenado a Moisés que todo primogénito de Israel, tanto de hombres como de animales, le fuera consagrado (Ex 13:1,11-15), porque Él los había librado de morir cuando perecieron todos los primogénitos, hombres y animales, de la tierra de Egipto (Ex 12:29). Dios rescató con la sangre del cordero pascual untada sobre los postes de las puertas de sus casas, a todos los primogénitos de Israel y ellos, por tanto, le pertenecían (Ex 12:1-13; Nm 3:11-13).
Sin embargo, Dios consideró más conveniente que en lugar de que todos los primogénitos de Israel estuvieran dedicados a su servicio, lo estuvieran sólo los varones de una de las tribus. Con ese fin escogió a la tribu de los levitas. En consecuencia, los varones de la tribu de Leví servirían de rescate de todos los primogénitos de Israel. Pero ¿alcanzaría su número para ese propósito?
Ilustra muy bien la forma providencial cómo Dios actúa y dirige los acontecimientos y las circunstancias, el hecho de que el número de los varones de más de un mes de la tribu de Leví (22,000, Nm 3:39) fuera casi igual al número de los primogénitos de más de un mes de las demás tribus que había que rescatar (22273, Nm 3:43) (3). Para hacer el rescate de los 273 primogénitos excedentes Dios estableció una cuota de 5 siclos de plata por cabeza (Nm 3:44-51).
Estas consideraciones preliminares nos llevan al aspecto que quería enfatizar: Hubiera sido normal que en los casi 40 años transcurridos entre los dos censos, el número de los hombres de Israel hubiera crecido significativamente por multiplicación natural, en una época de alta tasa de natalidad y conforme a la promesa hecha a Abraham de que el número de sus descendientes sería mayor que el de las estrellas del cielo (Gn 15:5). Pero no fue así. Al contrario, el número de los contados en el segundo censo (601730) fue ligeramente inferior al primero (603550).
Es como si Dios estuviera diciendo a su pueblo: En primer lugar, puesto que tú no has querido obedecerme cuando te ordené que entraras a la tierra prometida, sino que te negaste (Véase el cap. 14 en el acápite II), yo te retiro temporalmente la bendición contenida en mis promesas a Abraham de que tu número crecería y se multiplicaría. Por consiguiente, el número de los que finalmente entren a la tierra prometida no será mayor de los que lo hubieran hecho cuando se rebelaron 40 años antes. Los que nazcan en el desierto simplemente reemplazarán a los que cayeron en él.
En segundo lugar, yo no necesito que el número de tus guerreros aumente para que yo te haga vencer a los enemigos que vas a enfrentar. Tú esfuérzate solamente, confía en mí y yo haré el resto.
De otro lado, es interesante constatar también las variaciones individuales de cada una de las tribus entre ambos censos. Mientras algunas aumentaron su número, otras disminuyeron y otras permanecieron casi sin variación.
Disminuyeron:
Rubén de 46500 a 43730
Simeón, de 59300 a 22200
El primogénito Rubén fue desplazado de la primogenitura por Judá, por haber dormido con una de las concubinas de su padre (Gn 35:22; 49:3,4). Simeón y Leví mostraron una detestable violencia al vengar el honor de su hermana Dina (Gn 34). Su padre Jacob maldijo su furor y los condenó a ser esparcidos en Israel (Gn 49:5-7). Así ocurrió, efecto, con ambos: Leví, debido a que, estando dedicado al culto, no recibió heredad propia en el reparto de la tierra prometida, sino se le asignaron ciudades para vivir a lo largo y ancho del territorio (Nm 35:1-8). De hecho el número de todos sus varones contados en el segundo censo (23000, Nm 26:62) es inferior al de los varones de más de 20 años de todas las otras tribus, excepto Simeón. Esto es, Leví era la segunda menos numerosa de todas las tribus. Simeón fue la menos numerosa y fue, como puede verse, la que experimentó la mayor disminución entre censo y censo. Aunque se les asignó después territorio propio en el reparto de la tierra, pronto fueron absorbidos por Judá.
Disminuyeron también:
Gad, de 45650 a 40500
Efraín, de 40500 a 32500, aunque Jacob profetizó que sería más grande que su hermano Manasés y que de él descendería multitud de naciones (Gn 48:19,20). Esa profecía se cumplió, aunque no en términos numéricos sino de poder, porque Efraín fue el núcleo del reino del Norte, –del que Manasés también formó parte. Ese reino rivalizó durante más de 200 años con Judá hasta que fue conquistado y deportado por los asirios (2R 18:9-12).
Neftalí, de 53400 a 45400.
En cambio, los que más aumentaron en número fueron precisamente los de la tribu de Manasés: de 32200 a 52700. A ellos se les asignó un territorio grande para que se dedicaran a la ganadería.
Aumentaron también:
Isacar, de 54400 a 64300
Benjamín, de 35400 a 45600
Aser, de 41500 a 53400
Pero la tribu más numerosa en hombres de guerra resultó ser Judá, conforme a la bendición de Jacob (Gn 49:8-10), aunque su número apenas creció entre los dos censos, de 74600 a 76500.
Mostraron también escaso cambio:
Zabulón, que aumentó de 57400 a 60500, y
Dan, que aumentó de 62700 a 64400.
II. Cuando el pueblo de Israel llegó finalmente a las puertas de la tierra prometida Moisés envió doce espías para que la inspeccionaran e informaran al pueblo. Los espías trajeron excelentes noticias acerca de la abundancia y fecundidad de esa tierra, pero diez de ellos advirtieron que estaba habitada por gigantes temibles frente a los cuales ellos se veían a sí mismos como langostas. Sólo dos de los espías, Josué y Caleb, aseguraron al pueblo que ellos eran bien capaces de vencerlos y los animaron a conquistarla.
“Entonces toda la congregación gritó y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche. Y se quejaron con Moisés y contra Aarón todos los hijos de Israel; y les dijo toda la multitud: ¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto; ojalá hubiéramos muerto en este desierto!... Y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuando no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos? Yo los heriré de mortandad y los destruiré…” (Nm 14:1,2,11,12a)
Moisés entonces, alarmado, intercedió por ellos: “Perdona ahora a este pueblo según la grandeza de tu misericordia…” (v. 19)
Y Dios accedió a perdonarlos: “Entonces Jehová dijo: Yo lo he perdonado conforme a tu dicho. Mas tan ciertamente como vivo yo y mi gloria llena toda la tierra, todos los que vieron mi gloria y mis señales que he hecho en Egipto y en el desierto, y me han tentado ya diez veces y no han oído mi voz, no verán la tierra de la cual juré a sus padres; no, ninguno de los que me han irritado la verá.” (Nm 14:20-23)
Dios tiene toda razón para estar seriamente enojado con su pueblo. Él había concebido un plan para llevar a cabo la promesa hecha a Abraham de darle una descendencia numerosa como las estrellas, y de darle a esta descendencia una tierra que fluye leche y miel. Él ha estado ejecutando paso a paso las etapas de este proyecto extraordinario, proveyendo el lugar donde la pequeña tribu pudiera multiplicarse en paz y abundancia; luego creando las circunstancias que hicieran que el pueblo ya numeroso se sintiera impulsado a salir de Egipto (4). Había realizado toda clase de grandes prodigios para lograr que salieran de manos de sus opresores (Ex 7 a 12); los había salvado de su persecución mediante un prodigio extraordinario al abrir el Mar Rojo (Ex 14), y he aquí que, llegados a las puertas de la tierra prometida, se niegan a entrar en ella. No confían en su palabra y prefieren prestar oídos a las voces de desaliento. Pese a todo lo que han visto y experimentado aún no creen que Dios es superior a toda circunstancia desfavorable, aún no son capaces de poner toda su confianza en Él. Debido a su negativa los planes de Dios se ven temporalmente frustrados -aunque los planes de Dios nunca se frustran. Dios siempre tiene maneras alternativas de llevar adelante sus proyectos cuando el hombre no colabora con Él.
Esta última rebeldía colma la paciencia de Dios. Aunque Dios los perdona gracias a la intercesión de Moisés, ellos sufrirán las consecuencias de su falta. Dios pronuncia la sentencia sobre ellos:
“Vivo yo, dice Jehová que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el número de los que fueron contados entre vosotros, de veinte años arriba, los cuales han murmurado contra mí (Nm 14:28,29).”
(Notemos que el perdón de Dios no nos garantiza que nos libremos de sufrir las consecuencias de nuestras acciones. Véase 2Sam 12:13,14).
El hecho de que Dios cerrara el ingreso a la tierra prometida a los que se rebelaron nos recuerda la expulsión de Adán y Eva del paraíso y la perversión de la naturaleza humana como consecuencia de su caída. Como se dice en Hebreos 3:18: “¿Y a quiénes juró que no entrarían en su reposo sino a aquellos que desobedecieron?”
El que ninguno de los israelitas de esa generación entrara en la tierra que fluía leche y miel (salvo Caleb y Josué), sino que lo hicieran los de una nueva generación, es simbólico de la regeneración, del nuevo nacimiento. El hombre viejo, que lleva sobre sus hombros la desobediencia de Adán, cuyo ejemplo imita, no puede entrar en el reino de los cielos. Es necesario que muera primero para que nazca el hombre nuevo que sí puede entrar. Por eso dice Pablo: “Pero esto digo hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; ni la corrupción hereda la incorrupción.” (1 Cor 15:50).
Jesús le dice a Nicodemo: “A menos que uno nazca del agua y del espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3:5)
De un lado, carne y sangre, la naturaleza caída, no tiene acceso al reino. De otro, la naturaleza regenerada por el agua y el espíritu sí puede ver y entrar.
Entretanto los israelitas, apesadumbrados por el castigo que Dios ha hecho venir sobre ellos, se deciden a rectificar su error por su propia cuenta, sin que Dios se lo ordene, y tratan de entrar a la tierra prometida atacando a los amalecitas en las alturas de Horma. Pero la mano de Dios no está con ellos en esta aventura, y por ello son lastimosamente derrotados (Nm 14:39-45).
Este intento frustrado de lograr con sus propias fuerzas el buen resultado que no quisieron obtener con la ayuda de Dios es simbólico de los esfuerzos inútiles del hombre carnal para salvarse por sus propios méritos.
“Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8:31). Nadie, se dirá, y es una gran verdad. Pero si Dios no está con nosotros cualquier enemigo se levanta y nos derrota. El episodio de Horma encierra también esta lección: Cuando Dios no está con nosotros es inútil que nos empeñemos en hacer su obra, por muy buenas que sean nuestras intenciones. Si el espíritu no pone sus palabras en nuestra boca es inútil que evangelicemos, inútil que prediquemos, inútil que pronunciemos la palabra de sanidad. Nuestro éxito en la obra de Dios no depende de nuestros propios esfuerzos, sino de la mano de Dios.
Este es el augurio favorable. Hay tantos que se empeñan en averiguar si las circunstancias son favorables, si se cuenta con los colaboradores necesarios, si el ambiente es el adecuado, etc., pero no preguntan si Dios está con sus planes. Todo eso es necesario, pero no es lo más importante. Después se quejan de su fracaso. Es que han descuidado preguntar lo único que en definitiva cuenta: ¿Es ésta la voluntad de Dios?
III. “Cuando se alzaba la nube del tabernáculo, los hijos de Israel partían; y en el lugar donde la nube paraba, allí acampaban los hijos de Israel. … Cuando la nube se detenía sobre el tabernáculo muchos días, entonces los hijos de Israel guardaban la ordenanza de Jehová y no partían. Y cuando la nube estaba sobre el tabernáculo pocos días, al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían. Y cuando la nube se detenía desde la tarde hasta la mañana, o cuando a la mañana la nube se levantaba, ellos partían; o si había estado un día, y a la noche la nube se levantaba, entonces partían. O si dos días, o un mes o un año, mientras la nube se detenía sobre el tabernáculo permaneciendo sobre él, los hijos de Israel seguían acampados y no se movían; mas cuando ella se alzaba, ellos partían.” (Nm 9:17-22)
En esos versículos se dice que donde estaba la presencia de Dios, fuera mucho o poco tiempo, ahí se quedaban los israelitas. Y cuando se levantaba la presencia de Dios, levantaban también ellos su campamento, y proseguían su peregrinaje. Esto encierra una enseñanza para nosotros: cuando estamos haciendo algo, alguna cosa para el Señor, alguna actividad, sea externa o privada, y sentimos la presencia del Señor con nosotros, debemos perseverar haciéndola y no dejarnos distraer aunque el diablo trate de hacerlo de muchas maneras. Contar con la presencia de Dios es una señal de que estamos obrando dentro de su voluntad. No debemos cambiar o empezar otra cosa antes de que Dios nos lo muestre claramente.
Generalmente Dios nos muestra su deseo de llevarnos a otro lugar, espiritualmente hablando, cuando empezamos a sentirnos insatisfechos con lo que estamos haciendo, cuando ya no gozamos de la gloria de su presencia como antes. Cuando eso ocurra debemos recordar el ejemplo de los israelitas, que cuando veían que se levantaba la gloria de Dios del tabernáculo se levantaban también ellos y salían, como quien dice, a buscarla.
En los salmos 27 y 105 se habla de buscar el rostro del Señor, ¿Qué cosa es buscar su rostro? Cuando nos hemos separado de algún familiar en un lugar público y tratamos de hallarlo, no tratamos de divisar sus piernas o su torso. Buscamos su rostro, su cara, porque lo reconocemos en sus rasgos faciales, no en sus pies o en sus manos o en su pecho. Buscamos lo que él es para nosotros en su cara, porque su cara es su identidad. (¡Qué importante es eso y cuán profundo! Nuestra cara es nuestra identidad porque refleja lo que somos interiormente. Aprendamos a leer el rostro y aprenderemos a conocer a la gente. (5)
Igual ocurre con Dios. Si lo perdemos de vista empezamos a buscar lo que de Él conocemos, cómo se ha manifestado Él antes a nosotros: la experiencia personal que hemos tenido con Él, su amor, su fidelidad, su compañía, su intimidad. Le decimos con el salmista: “No escondas de mí tu rostro”. (Sal 27:9; 102: 2; 143:7)
Buscamos conocer su voluntad para hacerla y no descansamos hasta tener la seguridad de que la hemos hallado. Y cuando Él nos revela qué es lo que quiere de nosotros en esta nueva etapa, ahí armamos nuestra tienda, ahí acampamos y nos quedamos. Nos aferramos a Él como quien hubiera perdido un familiar, a un hijo, o a su esposa, en medio de la turba humana, y, al encontrarla nuevamente se aferra ansiosamente a ella para no volver a perderla.
Debemos anhelar la presencia de Dios “como el ciervo brama por las corrientes de las aguas” (Sal 42:1), porque Dios sólo se revela íntimamente a quienes de esa forma ansían su presencia; sólo a quienes esperan en Él con la misma ansiedad con la que los centinelas aguardan la luz de la aurora (Sal 130:6), temerosos de los peligros que acechan en la oscuridad; sólo a quienes le esperan con la misma humildad, mansedumbre y paciencia con que el siervo mira las manos de sus señores hasta que le muestren su favor (Sal 123:2).
Notas: 1. Según la leyenda que registra la Carta de Aristeas, fueron 72 los sabios a los que se encomendó traducir el AT al griego, para beneficio de los judíos de Alejandría que habían olvidado el hebreo. El nombre del libro en hebreo es “Bemidbar”, que quiere decir “En el desierto”.
2. Siglos después el rey David ordenó hacer un censo con fines similares (1Sm 24).
3. Sin embargo, esta última cifra es problemática. Si se divide el número de los varones (601730) entre el de los primogénitos (22273), resultaría que en cada hogar habría 27 hijos varones en promedio. Aun teniendo en cuenta que la mayoría de los hogares eran polígamos y que sólo uno contaba como primogénito, esta cifra sería desproporcionadamente pequeña. Se han propuesto diversas soluciones para este acertijo, pero ninguna es completamente satisfactoria. La solución más probable es la que sostiene que el número señalado comprende sólo a los primogénitos mayores de un mes que nacieron entre la noche de la salida de Egipto, en que el primogénito de cada hogar hebreo fue salvado de la muerte por la sangre del cordero sacrificado en la primera pascua (Ex 12:1-13), y el censo, es decir, en un lapso de 13 meses. Esta explicación es muy sugerente pues lleva a la conclusión obvia de que toda persona redimida por la sangre del cordero sacrificado en la cruz del Calvario –de la que la sangre untada en los postes es una figura- le pertenece a Dios.
4. Es interesante notar al respecto que muchas veces Dios se ve obligado a provocar circunstancias negativas para que su pueblo tome el rumbo que Él desea, o para que no haga lo que se propone. Si los egipcios no hubieran oprimido a los hebreos, cuando Moisés hubiera ido a decirles que Dios quería que salieran de ese país para ir a ocupar la tierra prometida a Abraham, no le hubieran hecho caso alguno, hubieran querido seguir gozando de la prosperidad y comodidades que tenían donde estaban. Si los primeros cristianos en Jerusalén no hubieran sido perseguidos en esa ciudad, no hubieran salido a predicar en Samaria. (Hch 8:1-8).
En nuestra vida solemos también hacer experiencias semejantes. Dios trata de que escuchemos su voz, de hacernos tomar un nuevo rumbo, pero no le hacemos caso porque nos va bien. Es necesario que las cosas tomen un cariz desagradable para que estemos dispuestos a escuchar y pedir la guía de Dios.
5. Se cuenta que un amigo le presentó al Presidente Lincoln a una persona sugiriendo que podría serle útil como miembro de su gabinete. Después de Lincoln lo entrevistara, el amigo le preguntó qué le parecía. Lincoln le contestó: “No me gusta su cara”. El amigo sorprendido objetó: “¿Qué culpa tiene este hombre de no tener una cara agradable? Lincoln le dijo: “Después de los 40 años el rostro de una persona es el fiel reflejo de su personalidad.”
#548 (09.11.08) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).
En verdad las cifras de ese censo encierran una profunda lección si las comparamos con las cifras del segundo censo, realizado por Moisés 40 años después, antes de entrar a la tierra prometida (Cap 26).
Algunas observaciones preliminares se imponen:
1) El censo tenía una finalidad militar. Al contar a los hombres de 20 años para arriba de lo que se trataba era de saber cuántos varones había capaces de ir a la guerra (1:3). (2). Esto nos recuerda un hecho que se suele pasar por alto con frecuencia al hablar del Éxodo: El peregrinar de los judíos por el desierto fue una expedición militar.
2) Los levitas no son incluidos en el censo militar. A ellos no les corresponde salir a pelear. Su función en caso de guerra es la guarda del tabernáculo “para que no haya ira sobre la congregación” (1:53), esto es, por implicancia, para que el tabernáculo no caiga en manos de gentiles ni sea profanado por ellos.
3) No obstante, los levitas sí habían sido antes contados por sus familias, incluyendo a todos los varones de más de un mes, es decir, excluyendo a los recién nacidos (3:14-16). Aparte de facilitar la asignación del cuidado del tabernáculo entre sus clanes familiares, el censo permitió constatar que el número de los varones levitas alcanzaba para redimir a todos los varones primogénitos de más de un mes de las demás tribus de Israel (3:40).
Se recordará que, antes de salir de Egipto, Dios había ordenado a Moisés que todo primogénito de Israel, tanto de hombres como de animales, le fuera consagrado (Ex 13:1,11-15), porque Él los había librado de morir cuando perecieron todos los primogénitos, hombres y animales, de la tierra de Egipto (Ex 12:29). Dios rescató con la sangre del cordero pascual untada sobre los postes de las puertas de sus casas, a todos los primogénitos de Israel y ellos, por tanto, le pertenecían (Ex 12:1-13; Nm 3:11-13).
Sin embargo, Dios consideró más conveniente que en lugar de que todos los primogénitos de Israel estuvieran dedicados a su servicio, lo estuvieran sólo los varones de una de las tribus. Con ese fin escogió a la tribu de los levitas. En consecuencia, los varones de la tribu de Leví servirían de rescate de todos los primogénitos de Israel. Pero ¿alcanzaría su número para ese propósito?
Ilustra muy bien la forma providencial cómo Dios actúa y dirige los acontecimientos y las circunstancias, el hecho de que el número de los varones de más de un mes de la tribu de Leví (22,000, Nm 3:39) fuera casi igual al número de los primogénitos de más de un mes de las demás tribus que había que rescatar (22273, Nm 3:43) (3). Para hacer el rescate de los 273 primogénitos excedentes Dios estableció una cuota de 5 siclos de plata por cabeza (Nm 3:44-51).
Estas consideraciones preliminares nos llevan al aspecto que quería enfatizar: Hubiera sido normal que en los casi 40 años transcurridos entre los dos censos, el número de los hombres de Israel hubiera crecido significativamente por multiplicación natural, en una época de alta tasa de natalidad y conforme a la promesa hecha a Abraham de que el número de sus descendientes sería mayor que el de las estrellas del cielo (Gn 15:5). Pero no fue así. Al contrario, el número de los contados en el segundo censo (601730) fue ligeramente inferior al primero (603550).
Es como si Dios estuviera diciendo a su pueblo: En primer lugar, puesto que tú no has querido obedecerme cuando te ordené que entraras a la tierra prometida, sino que te negaste (Véase el cap. 14 en el acápite II), yo te retiro temporalmente la bendición contenida en mis promesas a Abraham de que tu número crecería y se multiplicaría. Por consiguiente, el número de los que finalmente entren a la tierra prometida no será mayor de los que lo hubieran hecho cuando se rebelaron 40 años antes. Los que nazcan en el desierto simplemente reemplazarán a los que cayeron en él.
En segundo lugar, yo no necesito que el número de tus guerreros aumente para que yo te haga vencer a los enemigos que vas a enfrentar. Tú esfuérzate solamente, confía en mí y yo haré el resto.
De otro lado, es interesante constatar también las variaciones individuales de cada una de las tribus entre ambos censos. Mientras algunas aumentaron su número, otras disminuyeron y otras permanecieron casi sin variación.
Disminuyeron:
Rubén de 46500 a 43730
Simeón, de 59300 a 22200
El primogénito Rubén fue desplazado de la primogenitura por Judá, por haber dormido con una de las concubinas de su padre (Gn 35:22; 49:3,4). Simeón y Leví mostraron una detestable violencia al vengar el honor de su hermana Dina (Gn 34). Su padre Jacob maldijo su furor y los condenó a ser esparcidos en Israel (Gn 49:5-7). Así ocurrió, efecto, con ambos: Leví, debido a que, estando dedicado al culto, no recibió heredad propia en el reparto de la tierra prometida, sino se le asignaron ciudades para vivir a lo largo y ancho del territorio (Nm 35:1-8). De hecho el número de todos sus varones contados en el segundo censo (23000, Nm 26:62) es inferior al de los varones de más de 20 años de todas las otras tribus, excepto Simeón. Esto es, Leví era la segunda menos numerosa de todas las tribus. Simeón fue la menos numerosa y fue, como puede verse, la que experimentó la mayor disminución entre censo y censo. Aunque se les asignó después territorio propio en el reparto de la tierra, pronto fueron absorbidos por Judá.
Disminuyeron también:
Gad, de 45650 a 40500
Efraín, de 40500 a 32500, aunque Jacob profetizó que sería más grande que su hermano Manasés y que de él descendería multitud de naciones (Gn 48:19,20). Esa profecía se cumplió, aunque no en términos numéricos sino de poder, porque Efraín fue el núcleo del reino del Norte, –del que Manasés también formó parte. Ese reino rivalizó durante más de 200 años con Judá hasta que fue conquistado y deportado por los asirios (2R 18:9-12).
Neftalí, de 53400 a 45400.
En cambio, los que más aumentaron en número fueron precisamente los de la tribu de Manasés: de 32200 a 52700. A ellos se les asignó un territorio grande para que se dedicaran a la ganadería.
Aumentaron también:
Isacar, de 54400 a 64300
Benjamín, de 35400 a 45600
Aser, de 41500 a 53400
Pero la tribu más numerosa en hombres de guerra resultó ser Judá, conforme a la bendición de Jacob (Gn 49:8-10), aunque su número apenas creció entre los dos censos, de 74600 a 76500.
Mostraron también escaso cambio:
Zabulón, que aumentó de 57400 a 60500, y
Dan, que aumentó de 62700 a 64400.
II. Cuando el pueblo de Israel llegó finalmente a las puertas de la tierra prometida Moisés envió doce espías para que la inspeccionaran e informaran al pueblo. Los espías trajeron excelentes noticias acerca de la abundancia y fecundidad de esa tierra, pero diez de ellos advirtieron que estaba habitada por gigantes temibles frente a los cuales ellos se veían a sí mismos como langostas. Sólo dos de los espías, Josué y Caleb, aseguraron al pueblo que ellos eran bien capaces de vencerlos y los animaron a conquistarla.
“Entonces toda la congregación gritó y dio voces; y el pueblo lloró aquella noche. Y se quejaron con Moisés y contra Aarón todos los hijos de Israel; y les dijo toda la multitud: ¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto; ojalá hubiéramos muerto en este desierto!... Y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuando no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos? Yo los heriré de mortandad y los destruiré…” (Nm 14:1,2,11,12a)
Moisés entonces, alarmado, intercedió por ellos: “Perdona ahora a este pueblo según la grandeza de tu misericordia…” (v. 19)
Y Dios accedió a perdonarlos: “Entonces Jehová dijo: Yo lo he perdonado conforme a tu dicho. Mas tan ciertamente como vivo yo y mi gloria llena toda la tierra, todos los que vieron mi gloria y mis señales que he hecho en Egipto y en el desierto, y me han tentado ya diez veces y no han oído mi voz, no verán la tierra de la cual juré a sus padres; no, ninguno de los que me han irritado la verá.” (Nm 14:20-23)
Dios tiene toda razón para estar seriamente enojado con su pueblo. Él había concebido un plan para llevar a cabo la promesa hecha a Abraham de darle una descendencia numerosa como las estrellas, y de darle a esta descendencia una tierra que fluye leche y miel. Él ha estado ejecutando paso a paso las etapas de este proyecto extraordinario, proveyendo el lugar donde la pequeña tribu pudiera multiplicarse en paz y abundancia; luego creando las circunstancias que hicieran que el pueblo ya numeroso se sintiera impulsado a salir de Egipto (4). Había realizado toda clase de grandes prodigios para lograr que salieran de manos de sus opresores (Ex 7 a 12); los había salvado de su persecución mediante un prodigio extraordinario al abrir el Mar Rojo (Ex 14), y he aquí que, llegados a las puertas de la tierra prometida, se niegan a entrar en ella. No confían en su palabra y prefieren prestar oídos a las voces de desaliento. Pese a todo lo que han visto y experimentado aún no creen que Dios es superior a toda circunstancia desfavorable, aún no son capaces de poner toda su confianza en Él. Debido a su negativa los planes de Dios se ven temporalmente frustrados -aunque los planes de Dios nunca se frustran. Dios siempre tiene maneras alternativas de llevar adelante sus proyectos cuando el hombre no colabora con Él.
Esta última rebeldía colma la paciencia de Dios. Aunque Dios los perdona gracias a la intercesión de Moisés, ellos sufrirán las consecuencias de su falta. Dios pronuncia la sentencia sobre ellos:
“Vivo yo, dice Jehová que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el número de los que fueron contados entre vosotros, de veinte años arriba, los cuales han murmurado contra mí (Nm 14:28,29).”
(Notemos que el perdón de Dios no nos garantiza que nos libremos de sufrir las consecuencias de nuestras acciones. Véase 2Sam 12:13,14).
El hecho de que Dios cerrara el ingreso a la tierra prometida a los que se rebelaron nos recuerda la expulsión de Adán y Eva del paraíso y la perversión de la naturaleza humana como consecuencia de su caída. Como se dice en Hebreos 3:18: “¿Y a quiénes juró que no entrarían en su reposo sino a aquellos que desobedecieron?”
El que ninguno de los israelitas de esa generación entrara en la tierra que fluía leche y miel (salvo Caleb y Josué), sino que lo hicieran los de una nueva generación, es simbólico de la regeneración, del nuevo nacimiento. El hombre viejo, que lleva sobre sus hombros la desobediencia de Adán, cuyo ejemplo imita, no puede entrar en el reino de los cielos. Es necesario que muera primero para que nazca el hombre nuevo que sí puede entrar. Por eso dice Pablo: “Pero esto digo hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; ni la corrupción hereda la incorrupción.” (1 Cor 15:50).
Jesús le dice a Nicodemo: “A menos que uno nazca del agua y del espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3:5)
De un lado, carne y sangre, la naturaleza caída, no tiene acceso al reino. De otro, la naturaleza regenerada por el agua y el espíritu sí puede ver y entrar.
Entretanto los israelitas, apesadumbrados por el castigo que Dios ha hecho venir sobre ellos, se deciden a rectificar su error por su propia cuenta, sin que Dios se lo ordene, y tratan de entrar a la tierra prometida atacando a los amalecitas en las alturas de Horma. Pero la mano de Dios no está con ellos en esta aventura, y por ello son lastimosamente derrotados (Nm 14:39-45).
Este intento frustrado de lograr con sus propias fuerzas el buen resultado que no quisieron obtener con la ayuda de Dios es simbólico de los esfuerzos inútiles del hombre carnal para salvarse por sus propios méritos.
“Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8:31). Nadie, se dirá, y es una gran verdad. Pero si Dios no está con nosotros cualquier enemigo se levanta y nos derrota. El episodio de Horma encierra también esta lección: Cuando Dios no está con nosotros es inútil que nos empeñemos en hacer su obra, por muy buenas que sean nuestras intenciones. Si el espíritu no pone sus palabras en nuestra boca es inútil que evangelicemos, inútil que prediquemos, inútil que pronunciemos la palabra de sanidad. Nuestro éxito en la obra de Dios no depende de nuestros propios esfuerzos, sino de la mano de Dios.
Este es el augurio favorable. Hay tantos que se empeñan en averiguar si las circunstancias son favorables, si se cuenta con los colaboradores necesarios, si el ambiente es el adecuado, etc., pero no preguntan si Dios está con sus planes. Todo eso es necesario, pero no es lo más importante. Después se quejan de su fracaso. Es que han descuidado preguntar lo único que en definitiva cuenta: ¿Es ésta la voluntad de Dios?
III. “Cuando se alzaba la nube del tabernáculo, los hijos de Israel partían; y en el lugar donde la nube paraba, allí acampaban los hijos de Israel. … Cuando la nube se detenía sobre el tabernáculo muchos días, entonces los hijos de Israel guardaban la ordenanza de Jehová y no partían. Y cuando la nube estaba sobre el tabernáculo pocos días, al mandato de Jehová acampaban, y al mandato de Jehová partían. Y cuando la nube se detenía desde la tarde hasta la mañana, o cuando a la mañana la nube se levantaba, ellos partían; o si había estado un día, y a la noche la nube se levantaba, entonces partían. O si dos días, o un mes o un año, mientras la nube se detenía sobre el tabernáculo permaneciendo sobre él, los hijos de Israel seguían acampados y no se movían; mas cuando ella se alzaba, ellos partían.” (Nm 9:17-22)
En esos versículos se dice que donde estaba la presencia de Dios, fuera mucho o poco tiempo, ahí se quedaban los israelitas. Y cuando se levantaba la presencia de Dios, levantaban también ellos su campamento, y proseguían su peregrinaje. Esto encierra una enseñanza para nosotros: cuando estamos haciendo algo, alguna cosa para el Señor, alguna actividad, sea externa o privada, y sentimos la presencia del Señor con nosotros, debemos perseverar haciéndola y no dejarnos distraer aunque el diablo trate de hacerlo de muchas maneras. Contar con la presencia de Dios es una señal de que estamos obrando dentro de su voluntad. No debemos cambiar o empezar otra cosa antes de que Dios nos lo muestre claramente.
Generalmente Dios nos muestra su deseo de llevarnos a otro lugar, espiritualmente hablando, cuando empezamos a sentirnos insatisfechos con lo que estamos haciendo, cuando ya no gozamos de la gloria de su presencia como antes. Cuando eso ocurra debemos recordar el ejemplo de los israelitas, que cuando veían que se levantaba la gloria de Dios del tabernáculo se levantaban también ellos y salían, como quien dice, a buscarla.
En los salmos 27 y 105 se habla de buscar el rostro del Señor, ¿Qué cosa es buscar su rostro? Cuando nos hemos separado de algún familiar en un lugar público y tratamos de hallarlo, no tratamos de divisar sus piernas o su torso. Buscamos su rostro, su cara, porque lo reconocemos en sus rasgos faciales, no en sus pies o en sus manos o en su pecho. Buscamos lo que él es para nosotros en su cara, porque su cara es su identidad. (¡Qué importante es eso y cuán profundo! Nuestra cara es nuestra identidad porque refleja lo que somos interiormente. Aprendamos a leer el rostro y aprenderemos a conocer a la gente. (5)
Igual ocurre con Dios. Si lo perdemos de vista empezamos a buscar lo que de Él conocemos, cómo se ha manifestado Él antes a nosotros: la experiencia personal que hemos tenido con Él, su amor, su fidelidad, su compañía, su intimidad. Le decimos con el salmista: “No escondas de mí tu rostro”. (Sal 27:9; 102: 2; 143:7)
Buscamos conocer su voluntad para hacerla y no descansamos hasta tener la seguridad de que la hemos hallado. Y cuando Él nos revela qué es lo que quiere de nosotros en esta nueva etapa, ahí armamos nuestra tienda, ahí acampamos y nos quedamos. Nos aferramos a Él como quien hubiera perdido un familiar, a un hijo, o a su esposa, en medio de la turba humana, y, al encontrarla nuevamente se aferra ansiosamente a ella para no volver a perderla.
Debemos anhelar la presencia de Dios “como el ciervo brama por las corrientes de las aguas” (Sal 42:1), porque Dios sólo se revela íntimamente a quienes de esa forma ansían su presencia; sólo a quienes esperan en Él con la misma ansiedad con la que los centinelas aguardan la luz de la aurora (Sal 130:6), temerosos de los peligros que acechan en la oscuridad; sólo a quienes le esperan con la misma humildad, mansedumbre y paciencia con que el siervo mira las manos de sus señores hasta que le muestren su favor (Sal 123:2).
Notas: 1. Según la leyenda que registra la Carta de Aristeas, fueron 72 los sabios a los que se encomendó traducir el AT al griego, para beneficio de los judíos de Alejandría que habían olvidado el hebreo. El nombre del libro en hebreo es “Bemidbar”, que quiere decir “En el desierto”.
2. Siglos después el rey David ordenó hacer un censo con fines similares (1Sm 24).
3. Sin embargo, esta última cifra es problemática. Si se divide el número de los varones (601730) entre el de los primogénitos (22273), resultaría que en cada hogar habría 27 hijos varones en promedio. Aun teniendo en cuenta que la mayoría de los hogares eran polígamos y que sólo uno contaba como primogénito, esta cifra sería desproporcionadamente pequeña. Se han propuesto diversas soluciones para este acertijo, pero ninguna es completamente satisfactoria. La solución más probable es la que sostiene que el número señalado comprende sólo a los primogénitos mayores de un mes que nacieron entre la noche de la salida de Egipto, en que el primogénito de cada hogar hebreo fue salvado de la muerte por la sangre del cordero sacrificado en la primera pascua (Ex 12:1-13), y el censo, es decir, en un lapso de 13 meses. Esta explicación es muy sugerente pues lleva a la conclusión obvia de que toda persona redimida por la sangre del cordero sacrificado en la cruz del Calvario –de la que la sangre untada en los postes es una figura- le pertenece a Dios.
4. Es interesante notar al respecto que muchas veces Dios se ve obligado a provocar circunstancias negativas para que su pueblo tome el rumbo que Él desea, o para que no haga lo que se propone. Si los egipcios no hubieran oprimido a los hebreos, cuando Moisés hubiera ido a decirles que Dios quería que salieran de ese país para ir a ocupar la tierra prometida a Abraham, no le hubieran hecho caso alguno, hubieran querido seguir gozando de la prosperidad y comodidades que tenían donde estaban. Si los primeros cristianos en Jerusalén no hubieran sido perseguidos en esa ciudad, no hubieran salido a predicar en Samaria. (Hch 8:1-8).
En nuestra vida solemos también hacer experiencias semejantes. Dios trata de que escuchemos su voz, de hacernos tomar un nuevo rumbo, pero no le hacemos caso porque nos va bien. Es necesario que las cosas tomen un cariz desagradable para que estemos dispuestos a escuchar y pedir la guía de Dios.
5. Se cuenta que un amigo le presentó al Presidente Lincoln a una persona sugiriendo que podría serle útil como miembro de su gabinete. Después de Lincoln lo entrevistara, el amigo le preguntó qué le parecía. Lincoln le contestó: “No me gusta su cara”. El amigo sorprendido objetó: “¿Qué culpa tiene este hombre de no tener una cara agradable? Lincoln le dijo: “Después de los 40 años el rostro de una persona es el fiel reflejo de su personalidad.”
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martes, 4 de noviembre de 2008
LA DONCELLA DE NAZARET I
Este artículo y su continuación están basados en la grabación de una charla dada en una reunión reciente del ministerio de la “Edad de Oro” de la Comunidad Cristiana “Agua Viva”. Eso explica el estilo informal e improvisado.
María es un tema casi tabú en las iglesias evangélicas, un tema del que casi no se habla, como si fuera un asunto prohibido. Cualquiera puede comprobarlo. ¿Cuál es el motivo? Creo que eso ocurre por contraste, o como reacción a la enorme devoción que le tienen los católicos. A lo largo de los años yo he acumulado un buen número de libros que contienen sermones de grandes autores, (que ahora también vienen en CDs) y he tratado de encontrar sermones acerca de María predicados por pastores evangélicos famosos. Contadísimos. Casi ninguno toca el tema. En cambio, hay cantidades de sermones sobre Abraham, sobre Moisés, sobre Débora, sobre Esther, sobre Ruth, y tantos otros personajes de la Biblia. Pero sobre María casi ninguno, como si ella no hubiera existido, como si ella fuera un personaje sin importancia. Pero sabemos muy bien que ella sí existió, y que cumplió un papel de suma importancia, porque de no haber sido por ella ¿cómo habría venido Jesús al mundo? Entonces es bueno que hablemos de ella.
¿Por qué es importante María para nosotros los cristianos y para toda la humanidad? Lo es porque si no hubiera habido una muchacha adolescente, en una pequeña aldea perdida de Galilea, que hubiera estado dispuesta a llevar en su seno al Salvador anunciado de Israel, Él no hubiera nacido. Dios quería hacer un gran milagro para llevar a cabo un proyecto extraordinario. Quería que una muchacha sencilla, desconocida, concibiera sin intervención de varón, y por obra del Espíritu Santo, al Salvador de su pueblo y del mundo entero. Dios se había propuesto enviar a la tierra a su Hijo, al Verbo eterno, para que tomara carne humana a fin de cumplir una misión trascendental. Para ello se requería de un puente entre el cielo y la tierra, entra la divinidad y la humanidad. ¿Quién iba a ser ese puente? Una simple muchacha, una adolescente de 14, o 15 años, o quizá menos, porque esa era la edad en que solían casarse las muchachas en Israel.
Para comprender la situación imaginémonos que en esa sociedad tan conservadora y tan estricta como lo era la sociedad rural judía de entonces, viniera alguien donde una muchacha de 15 años, simpática, quizá bonita, y le dijera: “Oye, ¿tú quisieras salir embarazada sin estar casada?” ¿Qué le contestaría ella? “Oye, ¿qué te pasa? ¿Me estás tomando el pelo? Yo estoy de novia, estoy comprometida. Todavía no estoy viviendo con el que será mi esposo ¿y tú quieres que yo salga encinta? Estás loco”. Eso fue lo que pasó con María. Sólo que el que vino a hacerle esa insólita propuesta no fue un ser humano sino un ángel. Y María no lo trató de loco sino que lo tomó muy en serio y le contestó con otro tono.
Dios necesitaba de una muchacha que estuviera dispuesta a arriesgar su reputación, de una muchacha que estuviera dispuesta a perder a su novio, a su futuro esposo por hacer su voluntad. Porque ¿qué cosa iba a pensar José cuando notara que ella estaba en cinta? “¿Ay, qué linda mi mujercita que me trae un regalo bajo el vientre como presente de bodas?” ¿Iba José a decir eso? Ella tiene que haberse dicho: ¿Qué va a pensar de mí José? ¿Cómo va a reaccionar? Esa y otras ideas semejantes deben haber cruzado por su mente en ese momento. Pero cuando viene el ángel con su propuesta y ella tiene que tomar una decisión, ¿qué es lo que ella le responde? Una de las más bellas respuestas de toda la Biblia.
Pero primero veamos qué es lo que el ángel le dice a María. La Escritura dice en Lucas que el ángel Gabriel vino a una virgen de Nazaret que estaba desposada con un varón. Viene a anunciarle el cumplimiento de una profecía. Una profecía que está en el libro de Isaías, y que dice así: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel” (Is 7:14; Mt 1:23). Ella conocía muy bien esa profecía porque todo Israel esperaba fervientemente la llegada del Salvador, y podemos imaginar que todas las muchachas de Israel se dirían: ¡Cómo me escogiera a mí el Señor! ¡Qué honor sería para mí ser escogida para ser la madre del Salvador, del Mesías esperado, del Ungido que ha de venir a salvarnos de nuestros enemigos!
Pero, pensemos un momento ¿a quién escogió Dios y por qué la escogió Dios? ¿Podemos imaginar que Dios hubiera paseado su mirada sobre la tierra de Israel diciéndose: “¿Dónde habrá una chica buena y un poco arriesgada como para asumir este papel? Ésta puede ser, pero no, más me gusta esta otra; o si no echemos los dados para ver sobre quién recaen? ¿Ustedes creen que así fue? ¿Se imaginan que Dios habría obrado de esa manera? No, ciertamente, sino que Él más bien en su infinito consejo, desde la eternidad, había elegido a una muchacha entre las muchas que nacerían en Israel en ese tiempo, y la había preparado especialmente, para que ella fuera el vaso escogido que llevaría durante nueve meses el cuerpo en formación de su Hijo, el futuro Salvador de Israel, y que luego lo criaría, lo cuidaría y lo educaría.
La de ella no era una misión cualquiera. Ella era una pieza clave del plan de Dios. El proyecto más extraordinario y maravilloso concebido por Dios tenía que cumplirse a través de una mujer que dijera: “Sí Señor, yo estoy dispuesta”. Una mujer que no tuviera miedo del qué dirán, una mujer que no tuviera miedo de la murmuración, una mujer que no tuviera miedo del rechazo, una mujer que no tuviera miedo de perder a su novio si fuera necesario, una mujer que no tuviera miedo de que pudieran acusarla de adulterio. Porque, en efecto, la mujer desposada, aunque todavía no viviera con su esposo, si le era infiel era culpable de adulterio y estaba en riesgo de que la apedrearan. Si aceptaba la oferta de Dios ella arriesgaba su vida, arriesgaba que le ocurriera algo semejante a lo sucedido en aquella escena del Evangelio de Juan, en que Jesús dice:“el que esté sin pecado tire la primera piedra” (Jn 8:7) para salvar a la mujer sorprendida en adulterio. Y ella, en efecto, podría haber sido acusada ante los ancianos de su pueblo de haber cometido adulterio, si un ángel no hubiera advertido a José en sueños de cuál era el propósito de Dios con su novia, y él, obediente al propósito divino, no la hubiera recibido en su casa como esposa (Mt 1:24).
Teniendo en cuenta que Dios es tres veces Santo, como dice la Escritura (Ap 4:8), ¿cómo tenía que ser la mujer que ofreciera su vientre para llevar el cuerpo en ciernes del Salvador? Tenía que ser también necesariamente santa, tan santa en lo humanamente posible como Él lo es, porque sabemos muy bien cuán grande es la influencia que tiene la madre sobre la criatura que lleva en el seno y cómo sus pensamientos influyen en el hijo por nacer.
La mayoría de las mujeres que están aquí han sido madres y son concientes de la intimidad que existe entre la madre y la criatura que lleva en su seno. Pero quizá no todas han sido concientes de que todo lo que ellas pensaron y sintieron durante el embarazo; que todos los sufrimientos, todas las alegrías que experimentaron, pasaron a la criatura, así como pasa la sangre de la madre a la criatura que lleva en su seno.
Ahora bien, era el propósito de Dios que ante todo esa mujer fuera virgen, es decir, que no hubiera conocido varón antes de tener este hijo. Por eso es que cuando el ángel viene donde María y le dice que ella va a concebir, lo primero que ella pregunta es: ¿cómo va a ser eso posible si yo no conozco varón? En sentido bíblico “conocer” es tener relaciones sexuales. “Si yo todavía no he convivido con mi novio ¿cómo voy a poder concebir?” Entonces el ángel con palabras muy sencillas le explica: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1:35). ¿Y qué le contesta ella cuando se convence de que lo que el ángel le dice no es una fábula? ¿Qué le dice María? ¿Acaso “Oye, por favor, anda con esa propuesta donde otra, no me tomes por tonta”? ¿Fue eso lo que contestó María? ¿Qué fue lo que dijo? “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38) Ella acepta, ella se pone a disposición del Señor.
Eso supone, en primer lugar, que ella creyó en el mensaje que el ángel le trajo de parte de Dios, que ella tenía fe en el poder milagroso de su palabra. Ella no dudó un instante de que ella podía concebir sin intervención de varón, algo que es biológicamente imposible. Ella cree. Ella no solamente cree en Dios sino que le cree a Dios. Y el ángel para confirmarle que Dios todo lo puede hacer, le explica enseguida lo que Dios está haciendo en su pariente Isabel, ya anciana.
“Hágase en mí según tu palabra.” Con esas palabras ella se convierte en un modelo no solamente para todas las mujeres, sino para todos los cristianos, porque todos nosotros podemos hacer nuestras esas palabras y decir: “Señor, hágase en mí según tu voluntad.” Porque la palabra de Dios es la voluntad de Dios, Él no habla al azar, lo que dice es su voluntad. Ella es modelo nuestro: “Señor, hágase en mi vida según lo que tú quieras.”
¿Quién dijo palabras semejantes en una hora terrible, unos treinta y pico años después? ¿Quién dijo algo así? Jesús en Getsemaní. ¿De quién aprendió eso? Podemos pensar que su padre y su madre le enseñaron a aceptar la voluntad de Dios. Jesús dijo: “Padre, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Lc 22:42; Mr 14:36). El antecedente humano de esta frase está en la respuesta de María.
Ahora bien, posiblemente algunos se han preguntado ¿por qué se fijó el Señor en esa doncella de Nazaret? ¿Qué cualidad había en esta muchacha para que Dios reparara en ella? ¿Procedía ella de una cuna notable? ¿Tendría ella sangre azul? Bueno, hay razones para pensar que no sólo José sino también ella era descendientes de David (Mt 1:1-17; Lc 3:23-32), así como también posiblemente lo eran muchos en Israel. Pero ella no pertenecía a una familia encumbrada. Ella vivía en un pueblo que no tenía ningún prestigio. Se sabe, por la pregunta que Natanael le hizo a Felipe, que Nazaret era un pueblo despreciado por muchos: “¿Vendrá algo bueno de Nazaret?” (Jn 1:45,46). De manera que el lugar de donde ella venía no gozaba de mucho prestigio. Ella no podía jactarse de su lugar de nacimiento. ¿Por qué pues puso Dios sus ojos en ella? Ella misma sin querer nos da la respuesta. En el cántico en que ella prorrumpe cuando visita a su pariente Isabel, María dice: “Porque ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1:48). Dios no se fijó en sus habilidades manuales, si las tenía; no se fijó en sus cualidades intelectuales o en su cultura; no se fijó en si era buena o mala ama de casa; no se fijó en su poca o mucha belleza. ¿En qué se fijó Dios? En que era humilde.
¿En qué consiste lo específico de la humildad? Cuando tú la miras se esconde, no sale a la luz, no pretende ser nada. La humildad es tan humilde que no figura en la relación que hace Pablo de los frutos del Espíritu (Gl 5:22,23); ni en la lista de las virtudes que trae Pedro en su segunda epístola (1:5-7). La humildad brilla por su ausencia allí donde debería ser nombrada. Claro está, se le menciona de otra manera en el Nuevo Testamento, pero no de manera explícita. Ella está sobrentendida. La humildad, como la violeta, se esconde entre la hierba para no ser vista. Pero Dios se fijó en la humildad de María.
Yo me pregunto: ¿Cuántas muchachas humildes caminan modestamente en nuestra patria, o en las calles de nuestra ciudad, sin que nadie se fije en ellas? ¿Cuántas muchachas hay que no se creen nada? ¿Cuántas muchachas hay tan golpeadas que creen que no tienen derecho a nada? Si ven pasar a alguien importante, tímidas se retiran, o le ceden el paso. No se atreven a acercarse. Nadie repara en ellas, ¡Qué va! ¡Las pobres! Pero sí hay alguien que se fija en ellas: Dios. Sí hay alguien que pone su mirada amorosa en ellas: Jesús. Por algo dijo Jesús: “Los últimos serán los primeros, y los primeros, últimos” (Lc 13:30). Aquellos a quienes el mundo desprecia, ésos son a los que Dios llama. Y algún día los veremos. Algún día en el cielo los que fueron importantes dirán: “¡Oye, ése o ésa, ¿qué hace aquí? ¡Míralo dónde está allá arriba, tan cerca de Dios!” Sí, Dios levantará a las personas a quienes nosotros aquí en la tierra hemos despreciado; a las personas a quienes yo no daba ninguna importancia. Pero Dios sí se la daba.
Si a ti en el mundo nadie te da importancia, si nadie se fija en ti, si tú no eres nada para nadie, como esa doncella humilde de Nazaret, Dios se está fijando en ti, y te ama de una manera especial. Y aunque tú no lo puedas o no lo quieras creer, te ha escogido para un propósito bueno.
Ese fue el caso de la sierva de Naamán. ¿De quién se valió Dios para sanar a ese famoso general? De la esclava de la casa, de una sirviente doméstica. Dios escoge a las personas más inesperadas para sus fines. No escoge necesariamente a los más capaces. Puede escoger si quiere a uno capaz, y a veces lo hace. Pero si va a utilizar a alguien que es capaz, primero lo humilla y después lo usa. Como fue el caso de Moisés. ¿Quién era Moisés? Moisés era un príncipe de Egipto. Pero Dios no iba a utilizar a un príncipe, sino a un hombre humillado, que había pasado cuarenta años de su vida en el desierto como pastor de ovejas, de ovejas que ni siquiera eran suyas sino de otro.
Dios iba también a utilizar a David de una manera extraordinaria, pero cuando fue Samuel a ungir al escogido de Dios para que fuera rey de Israel, el padre de familia, Isaí, ni siquiera se acordó del menor de sus hijos. Llamó al mayor, al segundo, al tercero, etc., etc. Pero Dios le decía a Samuel cada vez que se acercaba uno: “Ése no es, ése tampoco, ése tampoco”. Pasaron todos y ninguno era. Y Samuel intrigado le preguntó a Isaí: ¿No tienes ningún otro hijo?” “¡Ah sí! Lo había olvidado. Todavía tengo un chiquillo que está allá en el monte cuidando las ovejas.” “Anda, tráelo, llámalo. Porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón.” (1Sm 16:7) Ese niño que estaba por ahí, pastando las ovejas, a quien su padre ni siquiera había mencionado, ése era el escogido por Dios. No era el mayor, no era el más apuesto, ni el más fuerte, sino el menor, el despreciado por sus hermanos. Pero como eso no bastaba, Dios quiso que David pasara por varios años de humillación como bandolero, viviendo a salto de mata, perseguido por Saúl, perseguido y humillado; teniendo que correr de un sitio a otro. Una vez, incluso, para salvar su vida, tuvo que hacerse el loco delante de un rey (1Sm 21:12-15).
De manera que Dios rara vez escoge a los grandes para sus planes, pero escoge a los humildes, a los que no son nada, a los que nadie da importancia, y a ellos exalta. ¿Se puede echar agua en un vaso lleno? ¿En un vaso lleno de sí mismo? No se puede. Es necesario que el vaso esté vacío para poder llenarlo de agua. Es necesario que el vaso humano esté vacío de sí mismo para que Dios pueda llenarlo con su gracia. De lo contrario no podrá recibir el don de Dios como lo que es, esto es, como un regalo. Fue por ese motivo, entre otros, que Dios escogió a María, porque ella estaba vacía de sí misma, ella no se consideraba nada: “porque el Poderoso ha mirado la bajeza de su sierva” (Lc 1:48). Si nosotros queremos que Dios se fije en nosotros, humillémonos delante de Él, como dice Pedro, “para que Él nos levante a su tiempo” (1P 5:6). Si somos algo en el mundo, depongamos nuestra grandeza y echemos nuestra corona delante de los pies de Jesús. Para que Él no tenga necesidad de humillarnos, humillémonos nosotros primero.
Yo quisiera detenerme también un momento en el hecho de que Dios escogiera a una mujer virgen, a una mujer que no había conocido varón. Estaba desposada, es cierto, comprometida, pero el matrimonio no había sido aún consumado.
En nuestros días la virginidad es despreciada, desvalorada. Se burlan de ella, los periódicos, la TV, los jóvenes y los viejos. El mundo la ridiculiza.
Hay una cantante famosa que irónicamente ha adoptado el nombre artístico de Madonna (que es cómo los italianos llaman a la Virgen María) aunque ella lleve una vida desordenada de la que hace gala, y asuma actitudes provocativas. Hace algún tiempo publicó un disco de canciones con el título de “Like a virgin” (“Como una virgen”). Lo hizo intencionalmente para burlarse de la virginidad.
Si ustedes leen los periódicos comprobarán que todos, incluso los supuestamente serios, tienen páginas pornográficas en las que se promueve el amor libre, y se burlan de la virginidad como si fuera cosa del pasado. Pero el propósito de Dios es que el hombre y la mujer, -es decir, no sólo la mujer- lleguen vírgenes al matrimonio.
¡Cuántas mujeres perdieron su virginidad porque fueron víctimas de engaños, o de seducción, o por simple debilidad, y por ello se sienten desvalorizadas! ¡Pero cuántas hay también que la perdieron de buena gana, o para estar a la moda! Sin embargo, el mejor regalo que una mujer puede hacerle a su esposo es su virginidad. Ustedes que son madres, incúlquenles a sus hijas el valor de la virginidad. Enséñenles que la virginidad es una gran virtud. Esto no es doctrina humana. Está en la Biblia. En muchos lugares del Antiguo Testamento se destaca la virtud de la virginidad. Pero no se trata sólo de valorar la virginidad física, sino también la virginidad de pensamiento, la virginidad del alma, esto es, la pureza. Esa es una virtud en la que Dios se complace en gran manera: “Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios.” (Mt 5:8).
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María es un tema casi tabú en las iglesias evangélicas, un tema del que casi no se habla, como si fuera un asunto prohibido. Cualquiera puede comprobarlo. ¿Cuál es el motivo? Creo que eso ocurre por contraste, o como reacción a la enorme devoción que le tienen los católicos. A lo largo de los años yo he acumulado un buen número de libros que contienen sermones de grandes autores, (que ahora también vienen en CDs) y he tratado de encontrar sermones acerca de María predicados por pastores evangélicos famosos. Contadísimos. Casi ninguno toca el tema. En cambio, hay cantidades de sermones sobre Abraham, sobre Moisés, sobre Débora, sobre Esther, sobre Ruth, y tantos otros personajes de la Biblia. Pero sobre María casi ninguno, como si ella no hubiera existido, como si ella fuera un personaje sin importancia. Pero sabemos muy bien que ella sí existió, y que cumplió un papel de suma importancia, porque de no haber sido por ella ¿cómo habría venido Jesús al mundo? Entonces es bueno que hablemos de ella.
¿Por qué es importante María para nosotros los cristianos y para toda la humanidad? Lo es porque si no hubiera habido una muchacha adolescente, en una pequeña aldea perdida de Galilea, que hubiera estado dispuesta a llevar en su seno al Salvador anunciado de Israel, Él no hubiera nacido. Dios quería hacer un gran milagro para llevar a cabo un proyecto extraordinario. Quería que una muchacha sencilla, desconocida, concibiera sin intervención de varón, y por obra del Espíritu Santo, al Salvador de su pueblo y del mundo entero. Dios se había propuesto enviar a la tierra a su Hijo, al Verbo eterno, para que tomara carne humana a fin de cumplir una misión trascendental. Para ello se requería de un puente entre el cielo y la tierra, entra la divinidad y la humanidad. ¿Quién iba a ser ese puente? Una simple muchacha, una adolescente de 14, o 15 años, o quizá menos, porque esa era la edad en que solían casarse las muchachas en Israel.
Para comprender la situación imaginémonos que en esa sociedad tan conservadora y tan estricta como lo era la sociedad rural judía de entonces, viniera alguien donde una muchacha de 15 años, simpática, quizá bonita, y le dijera: “Oye, ¿tú quisieras salir embarazada sin estar casada?” ¿Qué le contestaría ella? “Oye, ¿qué te pasa? ¿Me estás tomando el pelo? Yo estoy de novia, estoy comprometida. Todavía no estoy viviendo con el que será mi esposo ¿y tú quieres que yo salga encinta? Estás loco”. Eso fue lo que pasó con María. Sólo que el que vino a hacerle esa insólita propuesta no fue un ser humano sino un ángel. Y María no lo trató de loco sino que lo tomó muy en serio y le contestó con otro tono.
Dios necesitaba de una muchacha que estuviera dispuesta a arriesgar su reputación, de una muchacha que estuviera dispuesta a perder a su novio, a su futuro esposo por hacer su voluntad. Porque ¿qué cosa iba a pensar José cuando notara que ella estaba en cinta? “¿Ay, qué linda mi mujercita que me trae un regalo bajo el vientre como presente de bodas?” ¿Iba José a decir eso? Ella tiene que haberse dicho: ¿Qué va a pensar de mí José? ¿Cómo va a reaccionar? Esa y otras ideas semejantes deben haber cruzado por su mente en ese momento. Pero cuando viene el ángel con su propuesta y ella tiene que tomar una decisión, ¿qué es lo que ella le responde? Una de las más bellas respuestas de toda la Biblia.
Pero primero veamos qué es lo que el ángel le dice a María. La Escritura dice en Lucas que el ángel Gabriel vino a una virgen de Nazaret que estaba desposada con un varón. Viene a anunciarle el cumplimiento de una profecía. Una profecía que está en el libro de Isaías, y que dice así: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel” (Is 7:14; Mt 1:23). Ella conocía muy bien esa profecía porque todo Israel esperaba fervientemente la llegada del Salvador, y podemos imaginar que todas las muchachas de Israel se dirían: ¡Cómo me escogiera a mí el Señor! ¡Qué honor sería para mí ser escogida para ser la madre del Salvador, del Mesías esperado, del Ungido que ha de venir a salvarnos de nuestros enemigos!
Pero, pensemos un momento ¿a quién escogió Dios y por qué la escogió Dios? ¿Podemos imaginar que Dios hubiera paseado su mirada sobre la tierra de Israel diciéndose: “¿Dónde habrá una chica buena y un poco arriesgada como para asumir este papel? Ésta puede ser, pero no, más me gusta esta otra; o si no echemos los dados para ver sobre quién recaen? ¿Ustedes creen que así fue? ¿Se imaginan que Dios habría obrado de esa manera? No, ciertamente, sino que Él más bien en su infinito consejo, desde la eternidad, había elegido a una muchacha entre las muchas que nacerían en Israel en ese tiempo, y la había preparado especialmente, para que ella fuera el vaso escogido que llevaría durante nueve meses el cuerpo en formación de su Hijo, el futuro Salvador de Israel, y que luego lo criaría, lo cuidaría y lo educaría.
La de ella no era una misión cualquiera. Ella era una pieza clave del plan de Dios. El proyecto más extraordinario y maravilloso concebido por Dios tenía que cumplirse a través de una mujer que dijera: “Sí Señor, yo estoy dispuesta”. Una mujer que no tuviera miedo del qué dirán, una mujer que no tuviera miedo de la murmuración, una mujer que no tuviera miedo del rechazo, una mujer que no tuviera miedo de perder a su novio si fuera necesario, una mujer que no tuviera miedo de que pudieran acusarla de adulterio. Porque, en efecto, la mujer desposada, aunque todavía no viviera con su esposo, si le era infiel era culpable de adulterio y estaba en riesgo de que la apedrearan. Si aceptaba la oferta de Dios ella arriesgaba su vida, arriesgaba que le ocurriera algo semejante a lo sucedido en aquella escena del Evangelio de Juan, en que Jesús dice:“el que esté sin pecado tire la primera piedra” (Jn 8:7) para salvar a la mujer sorprendida en adulterio. Y ella, en efecto, podría haber sido acusada ante los ancianos de su pueblo de haber cometido adulterio, si un ángel no hubiera advertido a José en sueños de cuál era el propósito de Dios con su novia, y él, obediente al propósito divino, no la hubiera recibido en su casa como esposa (Mt 1:24).
Teniendo en cuenta que Dios es tres veces Santo, como dice la Escritura (Ap 4:8), ¿cómo tenía que ser la mujer que ofreciera su vientre para llevar el cuerpo en ciernes del Salvador? Tenía que ser también necesariamente santa, tan santa en lo humanamente posible como Él lo es, porque sabemos muy bien cuán grande es la influencia que tiene la madre sobre la criatura que lleva en el seno y cómo sus pensamientos influyen en el hijo por nacer.
La mayoría de las mujeres que están aquí han sido madres y son concientes de la intimidad que existe entre la madre y la criatura que lleva en su seno. Pero quizá no todas han sido concientes de que todo lo que ellas pensaron y sintieron durante el embarazo; que todos los sufrimientos, todas las alegrías que experimentaron, pasaron a la criatura, así como pasa la sangre de la madre a la criatura que lleva en su seno.
Ahora bien, era el propósito de Dios que ante todo esa mujer fuera virgen, es decir, que no hubiera conocido varón antes de tener este hijo. Por eso es que cuando el ángel viene donde María y le dice que ella va a concebir, lo primero que ella pregunta es: ¿cómo va a ser eso posible si yo no conozco varón? En sentido bíblico “conocer” es tener relaciones sexuales. “Si yo todavía no he convivido con mi novio ¿cómo voy a poder concebir?” Entonces el ángel con palabras muy sencillas le explica: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1:35). ¿Y qué le contesta ella cuando se convence de que lo que el ángel le dice no es una fábula? ¿Qué le dice María? ¿Acaso “Oye, por favor, anda con esa propuesta donde otra, no me tomes por tonta”? ¿Fue eso lo que contestó María? ¿Qué fue lo que dijo? “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38) Ella acepta, ella se pone a disposición del Señor.
Eso supone, en primer lugar, que ella creyó en el mensaje que el ángel le trajo de parte de Dios, que ella tenía fe en el poder milagroso de su palabra. Ella no dudó un instante de que ella podía concebir sin intervención de varón, algo que es biológicamente imposible. Ella cree. Ella no solamente cree en Dios sino que le cree a Dios. Y el ángel para confirmarle que Dios todo lo puede hacer, le explica enseguida lo que Dios está haciendo en su pariente Isabel, ya anciana.
“Hágase en mí según tu palabra.” Con esas palabras ella se convierte en un modelo no solamente para todas las mujeres, sino para todos los cristianos, porque todos nosotros podemos hacer nuestras esas palabras y decir: “Señor, hágase en mí según tu voluntad.” Porque la palabra de Dios es la voluntad de Dios, Él no habla al azar, lo que dice es su voluntad. Ella es modelo nuestro: “Señor, hágase en mi vida según lo que tú quieras.”
¿Quién dijo palabras semejantes en una hora terrible, unos treinta y pico años después? ¿Quién dijo algo así? Jesús en Getsemaní. ¿De quién aprendió eso? Podemos pensar que su padre y su madre le enseñaron a aceptar la voluntad de Dios. Jesús dijo: “Padre, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Lc 22:42; Mr 14:36). El antecedente humano de esta frase está en la respuesta de María.
Ahora bien, posiblemente algunos se han preguntado ¿por qué se fijó el Señor en esa doncella de Nazaret? ¿Qué cualidad había en esta muchacha para que Dios reparara en ella? ¿Procedía ella de una cuna notable? ¿Tendría ella sangre azul? Bueno, hay razones para pensar que no sólo José sino también ella era descendientes de David (Mt 1:1-17; Lc 3:23-32), así como también posiblemente lo eran muchos en Israel. Pero ella no pertenecía a una familia encumbrada. Ella vivía en un pueblo que no tenía ningún prestigio. Se sabe, por la pregunta que Natanael le hizo a Felipe, que Nazaret era un pueblo despreciado por muchos: “¿Vendrá algo bueno de Nazaret?” (Jn 1:45,46). De manera que el lugar de donde ella venía no gozaba de mucho prestigio. Ella no podía jactarse de su lugar de nacimiento. ¿Por qué pues puso Dios sus ojos en ella? Ella misma sin querer nos da la respuesta. En el cántico en que ella prorrumpe cuando visita a su pariente Isabel, María dice: “Porque ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1:48). Dios no se fijó en sus habilidades manuales, si las tenía; no se fijó en sus cualidades intelectuales o en su cultura; no se fijó en si era buena o mala ama de casa; no se fijó en su poca o mucha belleza. ¿En qué se fijó Dios? En que era humilde.
¿En qué consiste lo específico de la humildad? Cuando tú la miras se esconde, no sale a la luz, no pretende ser nada. La humildad es tan humilde que no figura en la relación que hace Pablo de los frutos del Espíritu (Gl 5:22,23); ni en la lista de las virtudes que trae Pedro en su segunda epístola (1:5-7). La humildad brilla por su ausencia allí donde debería ser nombrada. Claro está, se le menciona de otra manera en el Nuevo Testamento, pero no de manera explícita. Ella está sobrentendida. La humildad, como la violeta, se esconde entre la hierba para no ser vista. Pero Dios se fijó en la humildad de María.
Yo me pregunto: ¿Cuántas muchachas humildes caminan modestamente en nuestra patria, o en las calles de nuestra ciudad, sin que nadie se fije en ellas? ¿Cuántas muchachas hay que no se creen nada? ¿Cuántas muchachas hay tan golpeadas que creen que no tienen derecho a nada? Si ven pasar a alguien importante, tímidas se retiran, o le ceden el paso. No se atreven a acercarse. Nadie repara en ellas, ¡Qué va! ¡Las pobres! Pero sí hay alguien que se fija en ellas: Dios. Sí hay alguien que pone su mirada amorosa en ellas: Jesús. Por algo dijo Jesús: “Los últimos serán los primeros, y los primeros, últimos” (Lc 13:30). Aquellos a quienes el mundo desprecia, ésos son a los que Dios llama. Y algún día los veremos. Algún día en el cielo los que fueron importantes dirán: “¡Oye, ése o ésa, ¿qué hace aquí? ¡Míralo dónde está allá arriba, tan cerca de Dios!” Sí, Dios levantará a las personas a quienes nosotros aquí en la tierra hemos despreciado; a las personas a quienes yo no daba ninguna importancia. Pero Dios sí se la daba.
Si a ti en el mundo nadie te da importancia, si nadie se fija en ti, si tú no eres nada para nadie, como esa doncella humilde de Nazaret, Dios se está fijando en ti, y te ama de una manera especial. Y aunque tú no lo puedas o no lo quieras creer, te ha escogido para un propósito bueno.
Ese fue el caso de la sierva de Naamán. ¿De quién se valió Dios para sanar a ese famoso general? De la esclava de la casa, de una sirviente doméstica. Dios escoge a las personas más inesperadas para sus fines. No escoge necesariamente a los más capaces. Puede escoger si quiere a uno capaz, y a veces lo hace. Pero si va a utilizar a alguien que es capaz, primero lo humilla y después lo usa. Como fue el caso de Moisés. ¿Quién era Moisés? Moisés era un príncipe de Egipto. Pero Dios no iba a utilizar a un príncipe, sino a un hombre humillado, que había pasado cuarenta años de su vida en el desierto como pastor de ovejas, de ovejas que ni siquiera eran suyas sino de otro.
Dios iba también a utilizar a David de una manera extraordinaria, pero cuando fue Samuel a ungir al escogido de Dios para que fuera rey de Israel, el padre de familia, Isaí, ni siquiera se acordó del menor de sus hijos. Llamó al mayor, al segundo, al tercero, etc., etc. Pero Dios le decía a Samuel cada vez que se acercaba uno: “Ése no es, ése tampoco, ése tampoco”. Pasaron todos y ninguno era. Y Samuel intrigado le preguntó a Isaí: ¿No tienes ningún otro hijo?” “¡Ah sí! Lo había olvidado. Todavía tengo un chiquillo que está allá en el monte cuidando las ovejas.” “Anda, tráelo, llámalo. Porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón.” (1Sm 16:7) Ese niño que estaba por ahí, pastando las ovejas, a quien su padre ni siquiera había mencionado, ése era el escogido por Dios. No era el mayor, no era el más apuesto, ni el más fuerte, sino el menor, el despreciado por sus hermanos. Pero como eso no bastaba, Dios quiso que David pasara por varios años de humillación como bandolero, viviendo a salto de mata, perseguido por Saúl, perseguido y humillado; teniendo que correr de un sitio a otro. Una vez, incluso, para salvar su vida, tuvo que hacerse el loco delante de un rey (1Sm 21:12-15).
De manera que Dios rara vez escoge a los grandes para sus planes, pero escoge a los humildes, a los que no son nada, a los que nadie da importancia, y a ellos exalta. ¿Se puede echar agua en un vaso lleno? ¿En un vaso lleno de sí mismo? No se puede. Es necesario que el vaso esté vacío para poder llenarlo de agua. Es necesario que el vaso humano esté vacío de sí mismo para que Dios pueda llenarlo con su gracia. De lo contrario no podrá recibir el don de Dios como lo que es, esto es, como un regalo. Fue por ese motivo, entre otros, que Dios escogió a María, porque ella estaba vacía de sí misma, ella no se consideraba nada: “porque el Poderoso ha mirado la bajeza de su sierva” (Lc 1:48). Si nosotros queremos que Dios se fije en nosotros, humillémonos delante de Él, como dice Pedro, “para que Él nos levante a su tiempo” (1P 5:6). Si somos algo en el mundo, depongamos nuestra grandeza y echemos nuestra corona delante de los pies de Jesús. Para que Él no tenga necesidad de humillarnos, humillémonos nosotros primero.
Yo quisiera detenerme también un momento en el hecho de que Dios escogiera a una mujer virgen, a una mujer que no había conocido varón. Estaba desposada, es cierto, comprometida, pero el matrimonio no había sido aún consumado.
En nuestros días la virginidad es despreciada, desvalorada. Se burlan de ella, los periódicos, la TV, los jóvenes y los viejos. El mundo la ridiculiza.
Hay una cantante famosa que irónicamente ha adoptado el nombre artístico de Madonna (que es cómo los italianos llaman a la Virgen María) aunque ella lleve una vida desordenada de la que hace gala, y asuma actitudes provocativas. Hace algún tiempo publicó un disco de canciones con el título de “Like a virgin” (“Como una virgen”). Lo hizo intencionalmente para burlarse de la virginidad.
Si ustedes leen los periódicos comprobarán que todos, incluso los supuestamente serios, tienen páginas pornográficas en las que se promueve el amor libre, y se burlan de la virginidad como si fuera cosa del pasado. Pero el propósito de Dios es que el hombre y la mujer, -es decir, no sólo la mujer- lleguen vírgenes al matrimonio.
¡Cuántas mujeres perdieron su virginidad porque fueron víctimas de engaños, o de seducción, o por simple debilidad, y por ello se sienten desvalorizadas! ¡Pero cuántas hay también que la perdieron de buena gana, o para estar a la moda! Sin embargo, el mejor regalo que una mujer puede hacerle a su esposo es su virginidad. Ustedes que son madres, incúlquenles a sus hijas el valor de la virginidad. Enséñenles que la virginidad es una gran virtud. Esto no es doctrina humana. Está en la Biblia. En muchos lugares del Antiguo Testamento se destaca la virtud de la virginidad. Pero no se trata sólo de valorar la virginidad física, sino también la virginidad de pensamiento, la virginidad del alma, esto es, la pureza. Esa es una virtud en la que Dios se complace en gran manera: “Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios.” (Mt 5:8).
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