jueves, 28 de noviembre de 2013

EL DIEZMO

EL DIEZMO
La gran diferencia entre los que toman en serio su fe y los otros; entre los cristianos que llamamos profesionales y los que hemos llamado aficionados, está en el diezmo. Los que toman en serio a Dios, los que le han entregado todo lo que son y todo lo que tienen, son los que dan el diezmo, porque reconocen que todo lo que tienen viene de Él y que, por tanto, le pertenece.
Ésa es la línea divisoria entre los cristianos. Los que no dan el diezmo a la iglesia no toman en serio a Dios que estableció la iglesia. Y la iglesia que no enseña y no pide el diezmo tampoco toma en serio a Dios. Pero, además, priva a sus fieles de una gran oportunidad de ser bendecidos.
Cuando tú le entregas tu dinero a Dios, le estás probando tu fidelidad. En recompensa Él derramará sus bendiciones sobre ti. Primero las espirituales, que son las más importantes. Fortalecerá sus lazos contigo, porque sabe que eres suyo. Y después te dará las bendiciones materiales que tú necesitas para desarrollarte plenamente.

(Estos párrafos están tomados de un artículo del mismo título publicado hace nueve años).

miércoles, 27 de noviembre de 2013

LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LIBRES O ESCLAVOS DEL PECADO I
El ser humano en la tierra está enfrascado en un gran combate, un combate que no puede evitar y que tiene que enfrentar todos los días de su vida, a todo lo largo de su existencia terrena. Del resultado de este combate depende no sólo su felicidad en esta vida, sino sobre todo, su destino final. Esto es, su felicidad en la vida futura, su felicidad más allá de la muerte.
¿Qué combate es éste? No es lo que se suele llamar "la lucha por la vida", la lucha por el sustento diario, aunque ésta sea también una realidad ineludible de la existencia, sino que es un combate de una trascendencia mucho mayor; un combate mucho más importante y crucial. Es el combate contra el pecado.
Del resultado de esta batalla depende en primer lugar, como ya se ha dicho, la felicidad del hombre sobre la tierra, porque todos los males que afligen al hombre, todas las desgracias que lloran los seres humanos, todos sus sufrimientos, todas sus pruebas, provienen del pecado.
Del pecado, en primer lugar, de nuestros primeros padres, Adán y Eva, cuya caída en el huerto del Edén dio origen a las condiciones generales, o estructurales    -por emplear un término que está de moda- de la existencia humana. Esto es, en primer lugar, la condición mortal de su cuerpo; el hecho de estar sujeto a las enfermedades y al dolor, así como a las inclemencias del clima y de la naturaleza,, y a la necesidad de ganar su pan –es decir, su sustento- con el sudor de su frente, es decir, con un esfuerzo penoso. El hecho además de estar sujeto al egoísmo que gobierna la conducta humana, y del que se deriva tanto sufrimiento y del que provienen tantas injusticias; el estar expuesto al odio, a la hostilidad, a las rivalidades, a la agresión de sus semejantes, a la guerra, etc., etc. Todas estas cosas que perturban nuestra vida, son consecuencia del hecho de que, al desobedecer Adán y Eva a Dios, la naturaleza humana se corrompió; y no sólo ella, sino que junto con ella, también la creación misma, como se dice en Romanos, fue sometida a la esclavitud de la corrupción y el orden natural fue perturbado (Rm 8:20,21).
Las condiciones penosas de la existencia humana traídas por lo que llamamos el pecado original, son ciertamente ineludibles, inescapables; pero el mayor o menor grado en que nos afligen depende, hasta cierto punto, de cuánto éxito tengamos nosotros en nuestra lucha personal con nuestro propio pecado.
Porque, además de las consecuencias generales del pecado que acabo de mencionar, muchos de los males individuales que afligen al hombre son consecuencia de los pecados que él mismo comete durante su vida. Males tales como algunas enfermedades, como el Sida, o la sífilis -por citar sólo ejemplos patentes- que contrae el hombre a causa de sus pecados sexuales; o los desarreglos físicos, o psicológicos, que le sobrevienen por abandonarse a determinados vicios o excesos, como la borrachera, la gula, las drogas, etc.
O como, también, las consecuencias de sus decisiones erradas, tomadas por vivir en pecado; como podría ser un mal matrimonio al que él o ella se vieron empujados por un embarazo inoportuno, o por la simple pasión, sin que haya verdadera compatibilidad de carácter entre ellos. O como el divorcio, que destroza su vida, que es con frecuencia causado por la infidelidad propia, o la de su cónyuge. O las complicaciones penales, tales como la prisión, o las multas, provocadas por delitos que el hombre comete cegado por sus pasiones, o empujado por su codicia.
Tampoco podemos dejar de mencionar las consecuencias funestas que pueden tener los pecados de los padres, o de los antepasados, que pueden marcar la existencia de sus descendientes por varias generaciones. La Biblia dice repetidas veces, como para recalcar la seriedad de esta advertencia, que Dios "visita la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y la cuarta generación." (Ex 20:5). Esas palabras explicarían, por ejemplo, la tragedia que persigue a algunas familias, como la de los Kennedy, en los EEUU, consecuencia quizá del pecado de algún antepasado no muy lejano; o en otros casos, como consecuencia de haber practicado el ocultismo, o la hechicería. No obstante, nosotros estamos convencidos de que el miembro de una familia sobre la que pese un funesto pasado, pero que se convierte a Dios de todo corazón, quedará libre de esa maldición.
También sufre el hombre terriblemente por las consecuencias de los pecados que comete la sociedad como un todo, de los pecados societarios, fruto del egoísmo o del odio de sus miembros, o de la simple culpable negligencia, que crean condiciones opresivas o desfavorables para la existencia de muchos individuos, y que pueden llegar a desatar guerras entre los pueblos, o causar miserias, hambrunas, desgobierno...
En fin, por mucho que nos extendiéramos no acabaríamos nunca de enumerar todas las desgracias que pueden alcanzar al hombre como consecuencia del pecado propio o del ajeno.
El pecado está en los miembros del hombre, dice Pablo, y por eso el hombre peca aun sin quererlo; peca aun aborreciendo el mal que hace (Rm 7:15-23). Por eso es que tiene que luchar contra el pecado. Y todo hombre, casi sin darse cuenta, emprende esa lucha, aun el descreído y el pagano, porque ambos tienen un sentido moral instintivo que los empuja hacia el bien (Rm 2:14-16). Al decir que tiene que luchar contra el pecado decimos implícitamente que tiene que luchar contra sí mismo, porque en verdad, siendo el hombre un ser dividido, junto con la aspiración al bien, lleva en su sangre, por así decirlo, la tendencia que lo empuja al mal.
Esta tendencia al mal se manifiesta en aquello que llamamos tentaciones, de las que ninguno está libre mientras viva, ni el más santo, puesto que ni el mismo Jesús estuvo libre de ellas. En verdad, sólo el certificado de defunción, que se expide al morir, puede garantizar que el hombre se vea libre de tentaciones. Pero mientras haya en él un hálito de vida, el hombre será tentado. Sólo los cadáveres no son tentados.
Y hablamos aquí no sólo de las tentaciones sensuales, físicas,  sino también de aquellas más sutiles y dañinas del espíritu, como son las del orgullo, o del egoísmo, del odio, o de los celos, etc., que no siempre reconocemos como tentaciones, aunque lo son y muy peligrosas.
Sin embargo, todos los cristianos confesamos que Jesús se hizo hombre y vino a la tierra para redimirnos del pecado y de sus consecuencias, para libertarnos de la esclavitud del pecado. Ésta es una de las más grandes y consoladoras verdades del Cristianismo, que el Nuevo Testamento proclama en numerosos y elocuentes pasajes. Veamos algunos de ellos.
Por de pronto, en el Evangelio de San Juan, Jesús, hablando a sus oyentes judíos acerca de la esclavitud del pecado, dijo: "Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres." (Jn 8:36), frase que ellos malentendieron.
En el capítulo sexto de la epístola a los Romanos Pablo escribe que nuestro viejo hombre fue crucificado junto con Cristo para que no sirvamos más al pecado. (Rm6:6). Nuestro viejo hombre, es decir, nuestra naturaleza carnal, pecaminosa. Si ha sido crucificada, está muerta y ya no puede pecar más.
En el mismo capítulo, más adelante, Pablo escribe que habiendo sido libertados del pecado, hemos venido a ser siervos de la justicia (6:18), es decir, que ahora obramos bien movidos por una necesidad interior. No obstante, poco antes ha escrito: "No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que le obedezcáis en sus concupiscencias." (6:12).
¿Cómo puede el pecado reinar en nosotros, es decir, dominarnos, si ya hemos sido libertados de su poder? ¿No es eso contradictorio?
El apóstol Juan, por su lado, en su primera epístola dice: "Todo el que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar porque es nacido de Dios." (1Jn 3:9). Recalco estas palabras: No puede pecar porque es nacido de Dios.”
Pero pocas líneas más arriba, en la misma epístola, Juan ha escrito: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros." (1:8). Allí no está hablando de los pecados que hubiéramos podido cometer en el pasado, antes de convertirnos, sino de los presentes, de los que podemos cometer en cualquier momento, porque enseguida añade: "Estas cosas os  escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo." (2:1).
¿Cómo si alguno hubiere pecado? ¿No dirá en seguida que el que es nacido de Dios no puede pecar? ¿En qué quedamos?
Es un hecho indudable que la mayoría de los seres humanos están todavía bajo el yugo del pecado que los esclaviza y no pueden dejar de pecar, aunque quieran. Eso lo sabemos. Pero si las palabras del Nuevo Testamento que he citado tienen algún valor, todos los que han nacido de nuevo, todos los que han sido regenerados por el Espíritu Santo, los que se han convertido a Dios de todo corazón, no están ya bajo el dominio del pecado, ya no son sus esclavos. Cristo los ha libertado.
No obstante, como hemos visto, la Biblia dice con igual énfasis que sí podemos pecar y lo hacemos; que estamos expuestos a la tentación y algunas veces cedemos a ella. ¿Cómo explicarnos esta contradicción? ¿Cómo explicar que el creyente esté libre del pecado y a la vez esté sujeto a las tentaciones que le pueden llevar a pecar? ¿Cómo explicar que hayamos sido libertados y aún estemos en prisión? ¿Cómo explicarnos que algunas veces volemos raudos hacia un cielo puro, sintiendo el alma tan inocente como la de un niño, y otras nos arrastremos gimiendo bajo el peso de nuestra concupiscencia?
Si hemos sido libertados del pecado ¿a qué vienen esas tentaciones a atormentarnos? Si ya Jesús nos hizo libres ¿por qué no podemos caminar con la misma libertad y pureza con la que Él caminó por Galilea en los días de su carne, y a la que hemos sido llamados? ¿Si hemos sido santificados (1 Cor 6:11), por qué seguimos pecando?
He aquí una gran cuestión que desafía a nuestra comprensión de las Escrituras y que vamos a tratar de elucidar en el próximo artículo.
NB. Este artículo y su continuación fueron originalmente charlas transmitidas por la radio a mediados del año 1999. Se distribuyeron entonces 200 fotocopias de cada una. Se hizo hace siete años una impresión de 7000 ejemplares cada una, y se ha hecho recientemente una impresión más numerosa.
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te exhorto a arrepentirte de todos tus pecados y te invito a pedirle perdón a Dios por ellos haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#795 (08.09.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

jueves, 21 de noviembre de 2013

AGRADECIMIENTO

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
AGRADECIMIENTO
¿Quién no ha experimentado alguna vez esa gran alegría que se siente cuando uno le hace un regalo a una persona y ella le devuelve una sonrisa conmovida diciendo "¡Gracias!" desde el fondo del alma, "¡Cuánto me alegra que lo hayas pensado!"?
Pero también ¿quién no ha sentido esa gran desilusión que produce hacer un regalo que nos ha costado tiempo y dinero, o hasta fatiga encontrar, y que la persona lo reciba sin darle importancia, como si no valiera nada, o como si fuera su derecho recibirlo, y no diga una sola palabra de agradecimiento, o si lo dice lo haga secamente?
¿A qué se debe esa diferencia de actitudes? ¿Por qué reaccionan unos de una manera y otros de otra? Depende del corazón de la persona que recibe el regalo. Según el estado de su corazón responde y habla el ser humano. El corazón es el que gobierna nuestras reacciones.
Un corazón duro, egocéntrico, como hay muchos, recibe lo que le dan como si fuera su derecho y es incapaz, a su vez, de dar a otro ni siquiera una sonrisa a cambio, salvo que le convenga.
Un corazón mezquino no reconoce el bien que recibe de otros, porque le cuesta admitir que en los demás haya algo bueno, y, de repente, hasta  sospechará que hay una intención oculta detrás del regalo: ¿Qué estará buscando éste?
Un corazón herido tiene dificultades para salir de su propia pena y gozar del bien que recibe de otros, agradeciéndolo como debiera, porque piensa que no lo merece, o se siente menos.
Un corazón egoísta sólo piensa en lo que necesita, y nunca piensa en lo que otros puedan necesitar; y cuando recibe algún regalo, lo toma como si fuera el pago de una deuda largo tiempo vencida.
Pero un corazón sano valora el regalo y todo lo que otros puedan darle, y verá en la menor muestra de generosidad ajena una ocasión para demostrar su aprecio por el dador.
El que se siente por encima de los demás, no agradece porque considera que todos le deben pleitesía. Pero el que está debajo, el que tiene una baja autoestima, agradece todo lo que le dan como si fuera un favor inmerecido.
El orgulloso considera indigno reconocer que hay algún valor en lo que su prójimo le alcanza. Él no necesita de regalos porque todo lo tiene y todo lo puede, aunque sea un miserable. Pero cuanto más humilde sea la persona, más reconocerá el valor del favor que le hacen y más agradecida estará. En cambio hay pobres orgullosos que no agradecen la limosna que suplican.
Mientras la soberbia levanta barreras entre los hombres, la humildad las derriba. Dios actúa de una manera semejante pues, según dice su palabra, Él “resiste a los soberbios, mas da gracia a los humildes.” (1P 5:5)
Ahora bien, ¿cuál debe ser nuestra actitud con Dios? Nosotros hemos recibido todo de Él. No sólo la existencia, sino la vida misma. Ese aliento que hincha nuestros pulmones es un eco del espíritu que Dios sopló en las narices de Adán y que aún resuena en nuestro pecho. Es una pequeña parte de la propia vida de Dios que respira en nosotros. ¿Recuerdan el relato del Génesis? Dice que Dios sopló aliento de vida en el cuerpo que había formado con el polvo de la tierra. (Gn 2:7). Eso es lo que somos nosotros. Polvo de la tierra que ha recibido un aliento de vida de su Creador.
Y si Él no pensara constantemente en nosotros; si Él retirara por un solo instante su atención de nosotros, desapareceríamos sin dejar huella, retornaríamos súbitamente a la nada de la que salimos, pues todo subsiste gracias a Él, como dice la Escritura: "Él sustenta todas las cosas con la palabra de su poder." (Hb 1:3)
Pero no sólo la vida, el cuerpo y los sentidos, sino también la mente con la cual pensamos y sus facultades: la memoria, la imaginación y la inteligencia; los sentimientos y emociones que hacen bella la vida; y la voluntad que nos permite dirigirla y hacer cosas. Todo lo hemos recibido de Dios. Nada de eso hemos obtenido por nuestro propio esfuerzo, y nada de lo material que poseemos nos llevaremos cuando dejemos este mundo. Nos iremos tan desnudos como cuando nacimos.
¿A quién se le podría preguntar: Dónde compraste tus ojos? ¿O cuánto esfuerzo te costó conseguir esas manos tan ágiles que tienes?
San Pablo escribió en primera a Tesalonicenses: "Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús." (5:18)
Hemos de dar gracias a los demás por los favores que nos hacen. Pero sobre todo, hemos de dar gracias a Dios por todas las cosas. No sólo en las alegrías y por las alegrías, sino también en las penas y por las penas. Porque todo viene de Dios.
“¿Cómo? -dirá alguno- ¿Acaso lo malo viene de Dios?” ¿No recuerdan la historia de Job? Cuando a Job le fue quitado todo lo que tenía y se quedó en la miseria, él exclamó: "Dios me lo dio; Dios me lo quitó; bendito sea su nombre." (Jb 1:21)
Sin embargo, sabemos que no fue Dios sino el demonio quien destruyó las posesiones de Job y quien mató a sus hijos, porque en el prólogo del poema leemos cómo Satanás le dice a Dios que si Job le permanece fiel es porque le conviene, ya que lo ha bendecido sobremanera. “Pero quítale lo que le has dado, ¡a ver si no te maldice!” agrega el demonio.(Jb 1:11) Entonces Dios le da carta blanca a Satanás para que haga con Job lo que le parezca, siempre y cuando no toque su cuerpo (v. 12). Y Job pierde todo lo que posee, pierde hasta sus hijos.
Más adelante le otorga permiso para enfermarlo también si quiere, pero sin tocar su vida (Jb 2:6). Y cuando estaba sentado sobre un montón de ceniza, rascándose sus llagas con una teja, Job fue tentado por su mujer para maldecir a Dios. Pero él le reprenda: "¿Recibiremos sólo lo bueno de Dios y no lo malo?" (Jb 2:10).
Todo lo que sucede al hombre, sea bueno, sea malo, viene de Dios, porque nada puede ocurrirnos sin que Él lo permita. Para recalcar esta verdad, dice su palabra en Deuteronomio: "Yo hago morir y yo hago vivir; yo hiero y yo sano." (Dt 32:39; cf Os 6:1)  Él gobierna soberanamente sobre todo lo que ocurre en el tierra, y paga a cada cual según sus obras (Sal 62:12; Mt 16:27). Él hace que todos –individuos y naciones- cosechemos lo que sembramos (Gal 6:7).
Ciertamente, como dice la epístola de Santiago, “toda buena dádiva viene de lo alto” (St 1:17), y no es Dios –dice Jesús- quien da a sus hijos una piedra, o una serpiente -símbolo de desgracia- cuando le piden algo bueno (Lc 11:11).
Pero entonces, se preguntará alguno: ¿Por qué me sucede esto? Tenemos que reconocer que muchas de las cosas malas que le suceden al hombre son simplemente consecuencia natural de sus propios actos. Si uno come en exceso todos los días, dejándose llevar por la gula, ¿a quién va a echar la culpa si se enferma del estómago? Y si maneja como un loco, ¿a quién va a echar la culpa si sufre un accidente?
Pero de otro lado, aún estando libres de culpa, muchas también son las aflicciones con las que Satanás busca atormentarnos, porque "él ha venido -dijo Jesús- sólo para robar, matar y destruir." (Jn10:10)
Sin embargo, nada de lo que el diablo nos quiera hacer para atormentarnos, puede sobrevenirnos si Dios no lo permite; sin que Dios, en última instancia, lo quiera. Y si Dios lo permite, o lo quiere directamente, no es por maldad, ni por hacernos daño, tampoco por darle gusto al diablo, sino para nuestro bien. Fue Dios quien permitió que el diablo afligiera a Job. Si no se lo permitía, no hubiera podido hacerle nada. Y fue para su bien, porque al fin tuvo más de lo que antes poseía. Y mucho más, porque se volvió sabio y tuvo el privilegio de que Dios le hablara.
A nosotros nos es difícil comprender cómo de un mal puede Dios sacar un bien. Hay un refrán español, sin embargo, que expresa esa verdad: “Dios traza renglones derechos con pautas torcidas.” Y hay otro que expresa una verdad semejante: “No hay mal que por bien no venga.” (Nótese que muchos refranes antiguos expresan pensamientos basados en la Biblia). Dios está mucho más alto que nuestros pensamientos y sus caminos -dice su palabra- no son nuestros caminos (Is 55:8,9). El amor infinito que Dios tiene por el hombre hace que todo lo que a su criatura le sucede, aun el castigo, sea para su bien, no para su mal. Y si el hombre, al final de su carrera, recibe el fruto de su rebeldía, esto es, la separación eterna de Dios, no es porque Dios lo haya deseado, sino porque el propio hombre así lo ha querido, a pesar de todo lo que Dios hizo para salvarlo, incluso dando la vida de su Hijo único en rescate de sus pecados.
Por eso es que, cualesquiera que sean las circunstancias, debemos dar gloria a Dios por ellas, como dice Efesios: "...dando gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo." (5:20).
Si nosotros le damos gracias a Dios también en las malas, en primer lugar, estaremos reconociendo que Dios es Rey soberano sobre toda la tierra y que Él gobierna el mundo según su beneplácito. Segundo, reconoceremos que Él tiene una intención superior -para nosotros inescrutable- al permitir que temporalmente algo malo nos venga al encuentro. Y tercero, al agradecerle nosotros manifestamos también nuestra fe de que Él puede sacar de lo ocurrido un bien mayor a lo que hemos perdido, porque Él todo lo puede. En suma, al agradecerle y alabarle en todas las circunstancias, buenas o malas, elevamos un cántico de fe a Dios.
Algún día veremos las cosas buenas de nuestra vida que Dios sacó de las circunstancias desfavorables que por las que atravesamos, porque la voluntad de Dios para nosotros es siempre buena. Ya lo dijo Pablo, “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien.” (Rm 8:28).
De ahí viene que en el salmo 103 David cante: "Bendice alma mía al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas sus iniquidades; el que sana todas tus dolencias; el que rescata tu vida de la fosa; el que te corona de favores y de misericordias; el que sacia de bien tu boca, de modo que te rejuvenezcas como el águila." (1-5).
No olvides que todo lo que tienes viene de Él y que tú no has ganado con tu esfuerzo ni un solo latido de tu corazón. Que todo se lo debes a Él, y que así como viniste a este mundo desnudo, desnudo también te irás.
El salmo 34 expresa cuál debe ser nuestra actitud permanente:  "Bendeciré al Señor en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca." (v. 1) Sí, en todo tiempo lo he de bendecir y su alabanza estará de continuo en mi boca. Es decir, incesantemente; sin dejar de alabarlo un solo instante.
¿Es posible esto? Sí es posible dar gracias a Dios a lo largo del día por todo lo que podemos hacer, por todo lo que recibimos y por todo lo que nos sucede. Basta proponérnoslo. Como dice Pablo en Colosenses: "Y todo lo que hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él." (3:17)
Todo lo que hagamos debemos hacerlo en nombre suyo: levantarnos, vestirnos, tomar desayuno, comer, ir a trabajar, etc., etc. Todo debemos hacerlo en su nombre y con su permiso, porque le pertenecemos.
Vivir de esta manera trae consigo una gran recompensa. En primer lugar, nos hace estar alegres, porque la alabanza y el agradecimiento ahuyentan la tristeza. Uno no puede dar gracias y a la vez quejarse. Porque una de dos: o agradezco, o me quejo. El que se queja está triste por lo que causa su lamento; el que agradece, está lleno de gozo por el bien recibido. Y si acaso le sobreviene un percance, agradece a Dios de antemano por la solución que Él le envía.
Así que, cuando esperas algo bueno de Dios, agradece ya por ello, antes de haberlo recibido.
En segundo lugar, agradecer nos prepara para recibir más de lo bueno y bienes mayores. Si nosotros hacemos a alguien algún regalo y no lo agradece, difícilmente tendremos deseos de volverle a regalar. Pero si nos lo agradece de todo corazón, cuando podamos le haremos otro regalo, aunque más no fuera, por la dicha que nos produce su agradecimiento.
Pues igual es Dios, porque Él tiene nuestros sentimientos, sólo que más altos y más intensos. Si Él ve que su hijo no agradece el bien que le ha hecho, pensará que no lo necesita o no lo aprecia. Pero si ve que lo atesoramos y se lo agradecemos, volverá a abrir las ventanas de los cielos para bendecirnos, porque al alabarlo, le honramos. El que no agradece a Dios por todo, se pierde la oportunidad de recibir todas las bendiciones que Él le tiene preparadas.
Así que si quieres que Dios te siga bendiciendo agradécele, por el sol, por el buen tiempo, o por la lluvia, o por el pequeño favor que te hicieron y que te sacó de apuros, porque fue Él quien puso en la mente de esa persona el hacerlo.
En tercer lugar, el agradecimiento nos mantiene humildes y combate el orgullo. No es posible ser soberbio cuando uno reconoce que lo que tiene no es por mérito propio sino, al contrario, es inmerecido. Porque si uno merece lo que recibe, no necesita agradecerlo, es un pago.
¿Quién puede decir: Yo merezco todo lo bueno que Dios me ha dado? Si tienes buena vista, ¿la has merecido? Con ella viniste al mundo. Si estas con vida y salud a tu edad, ¿lo has merecido? Quizá al contrario, no has llevado una vida santa y has maltratado tu cuerpo. Pero Dios te ha perdonado y te ha restaurado, “porque Él es bueno y para siempre es su misericordia.” (Sal 136:1).
En cuarto lugar, nuestro agradecimiento agrada a Dios. Conocemos el episodio de Lucas en que Jesús sana a diez leprosos que encuentra. Él les manda presentarse al sacerdote, según lo ordenado por Moisés (Lv 14:2-4), a fin de que certifique su curación, y en el camino son limpiados de la lepra. Entonces uno de ellos, que era samaritano, viendo que había sido sanado, vuelve donde Jesús dando gloria a Dios a gritos. Pero Jesús pregunta: “¿No eran diez los que fueron sanados? ¿Cómo es que sólo uno y todavía extranjero, regresa a agradecerlo? ¿Dónde están los otros nueve?” (Lc 17:17,18)
Entonces le dice al hombre: "Levántate, tu fe te ha salvado." (v. 19)
Fíjense, fueron diez los que recibieron de Jesús su curación, pero este samaritano agradecido recibió algo más, algo mucho mejor y más valioso que su curación física: su salvación eterna. No sabemos si los otros nueve, se perdieron o no. Pero el agradecido fue salvado, esto es, regenerado, y recibió en ese instante la seguridad de que algún día estaría con Dios.
Así pues, al agradecer a Dios, nosotros nos preparamos para recibir bienes cada vez mayores a los ya recibidos. Y el bien mayor que se puede recibir en vida es el quinto beneficio del agradecimiento:
Esto es, el que agradece y alaba a Dios todo el tiempo, permanece todo el tiempo en su presencia. Ése es el mayor beneficio que el hombre puede recibir en esta vida, porque constituye un adelanto de lo que será el cielo.
¿En qué consiste el cielo? ¿Hay alguien que haya estado en el cielo y haya regresado para contarlo?
No sabemos en verdad qué cosas que ojo humano nunca vio, ni oído humano nunca escuchó, prepara Dios para los que le aman (1Cor 2:9; Is 64:4). ¿Qué cosa será eso que Dios tiene preparado para nosotros como recompensa por haberle sido fieles?
Pero de todos los bienes que Él puede darnos, ninguno hay mayor que Él mismo, ninguno mayor que estar en su presencia, ver su gloria, contemplar su belleza, bañarse en su amor por los siglos de los siglos.
Gozaremos de una felicidad tan grande, que si la experimentáramos un segundo en este cuerpo mortal, nos desmayaríamos de la impresión.
Pues bien, el que vive en la presencia de Dios constantemente, recordando que vive bajo su mirada y pensando en Él todo el tiempo, tiene en esta vida  un adelanto, un anticipo, de lo que será algún día su dicha eterna en el cielo.
NB. Este artículo está basado en una enseñanza dada en el ministerio de la Edad de Oro el 15.08.13, la cual, a su vez, estuvo basada en una charla radial transmitida el 03.10.98, cuyo texto fue impreso cinco años después.


Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
ANUNCIO: YA ESTÁ A LA VENTA EN LAS LIBRERÍAS CRISTIANAS Y EN LAS IGLESIAS MI LIBRO “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO” (Vol 1) INFORMES: EDITORES VERDAD & PRESENCIA. AV. PETIT THOUARS 1191, SANTA BEATRIZ, LIMA. TEL. 4712178.

#794 (01.09.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

EL DIVORCIO SUELE TENER CONSECUENCIAS NEFASTAS

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que Perduran en el Tiempo
El divorcio suele tener consecuencias nefastas en la vida de los individuos afectados. No sólo en la vida de los esposos, como bien saben todos los que han pasado por esa experiencia, sino también, y esto es más grave, en los hijos. El divorcio produce en ellos una herida profunda porque ellos ven a sus padres como una unidad. La presencia y cariño de ambos padres les proporciona seguridad. Cuando la unidad y armonía entre sus padres se rompe, el niño se siente amenazado y culpable. Al mismo tiempo, si el divorcio va acompañado de peleas y agresiones o, lo que es peor, de una competencia entre padre y madre por el cariño de los hijos, los niños se desconciertan, se sienten tironeados y experimentan un fuerte conflicto emocional, porque, en general, aman por igual a ambos progenitores, y les angustia que se les presione para decidirse por uno de ellos en perjuicio del otro.

No es sorprendente pues que todos los estudios que se han realizado sobre los efectos a largo plazo del divorcio, o de la separación, sobre los hijos menores, muestren resultados muy dañinos para su psicología, para su confianza en sí mismos y para su desarrollo como seres humanos.
Págs. 66 y 67. Editores Verdad y Presencia, Tel 4712178 Av. Petit Thouars 1191, Santa Beatriz, Lima





JEFTA II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
JEFTA II
Antes de empezar la guerra, Jefta, deseoso de evitar un inútil derramamiento de sangre, envía una embajada de paz al rey de Amón, preguntándole por qué quiere atacar a Israel (Jc 11:12). Este gesto nos muestra cómo Jefta ponía el bien común por encima de la gloria militar.
Eso es al que todos deberíamos hacer cuando tenemos un conflicto con alguien. Tratar de sondear cuál es el motivo real que ha provocado el enfrentamiento. Pudiera ser que sólo se trate de un malentendido.
El rey de Amón le contesta a Jefta reiterando sus reclamos territoriales: Israel está ocupando tierras que les pertenecen a ellos. (v. 13)
Jefta le responde diciendo que Israel no ha tomado tierra de Moab ni de los hijos de Amón, sino que esos territorios fueron conquistados por Israel de los amorreos que las poseían, porque se negaron a dejarlos pasar cuando, al terminar su peregrinaje en el desierto, entraron a la tierra prometida (v. 14-22).
Así que lo que Dios le quitó a los amorreos y nos lo dio a nosotros, ¿tú quieres quitárnoslo? Nosotros los hemos poseído durante trescientos años. ¿Por qué no las reclamaste antes? Juzgue Dios entre nosotros (v. 23-27).
 “Mas el rey de los hijos de Amón no atendió a las razones que Jefta le envió.” (v. 28) Él no estaba dispuesto a llegar a un entendimiento. Seguro de la victoria, quiere guerra.
Entonces, dice el texto, el espíritu de Jehová vino sobre Jefta, dándole un impulso heroico, y él recorrió toda la tierra del norte de Israel para asegurarse de que todo el pueblo le obedecería y saldrían a pelear junto con él contra el enemigo común. (v. 29)
Pero antes de empezar la pelea Jefta hizo un voto temerario: Si tú entregas a los amonitas en mis manos, cuando yo regrese triunfante a casa, quienquiera que sea el que salga a recibirme, será de Dios y yo se lo ofreceré en holocausto. (v. 30,31).
¿No había pensado él bien en quién podía salir a recibirlo? Quienquiera que fuera ¿no era ésa una promesa impía, que podía implicar un sacrificio humano? Él no se había puesto en ese caso.
Enseguida salió Jefta a pelear e inflingió una gran derrota a los amonitas, conquistando veinte de sus ciudades (v. 32,33).
La Escritura dice a continuación que cuando él regresó a su casa, su hija vino a recibirlo con panderos y danzas, seguramente acompañada por sus amigas, como era costumbre hacer en Israel, y harían más adelante con Saúl las doncellas cuando él volvía con David de derrotar a los filisteos (1Sm 18:6).
El texto añade solemnemente: Y ella era su única hija; no tenía fuera de ella hijo ni hija.” (Jc 11:34).
Cuando él la vio desgarró sus vestidos, en señal de dolor, y dijo: ¡Ay, hija mía! En verdad me has abatido, y tú misma has venido a ser causa de mi dolor; porque le he dado palabra a Jehová, y no podré retractarme. (v. 35; cf Nm 30:2). Él debe haber sentido una punzada en el corazón al verla, y que se le congestionaba la cabeza. Ella era lo que más amaba. Toda la alegría del triunfo se desvaneció en un instante y lo que debía ser para él un motivo de gran regocijo se convirtió en un motivo de angustia y pena.
Ella le respondió: “Padre mío, si le has dado palabra a Jehová, haz de mí conforme a lo que prometiste, ya que Jehová ha hecho venganza en tus enemigos los hijos de Amón. (v. 36). ¡Qué bella la respuesta sumisa de la muchacha! Ella prefigura la oración que Jesús dirigirá a su Padre en Getsemaní, diciéndole que no se haga su voluntad sino la suya.
Aquí la pregunta es: ¿Qué fue lo que Jefta le había prometido a Dios hacer con la primera persona que saliera a recibirlo?
Este punto, así como la manera cómo se cumplió el voto, ha sido objeto de discusiones entre los comentaristas y eruditos durante siglos, sin que llegaran a ponerse de acuerdo. San Agustín la califica de “cuestión magna y ardua en extremo.” La opinión prevaleciente en los primeros siglos de la iglesia era que Jefta efectivamente ofreció a Dios sacrificar a un ser humano, porque en esa época eso no era algo impensable. Pero en el siglo XIII los eruditos judíos Kimchi, padre e hijo, así como Gerson, sostuvieron que la partícula conectiva “v” es disyuntiva y es traducida, por lo tanto, casi siempre como “o”. En consecuencia el voto que pronunció Jefta debe leerse así: “será de Dios o se la ofreceré en holocausto.” Es decir, una cosa u otra. La interpretación de estos dos autores ha influenciado la opinión de muchos intérpretes posteriores.
Sin embargo, si nos atenemos al sentido literal de las palabras de Jefta, lo que él le había ofrecido a Dios era que la primera persona que saliera de las puertas de su casa a recibirlo sería ofrecida en holocausto a Dios, es decir, sería sacrificada sobre el altar (“Será de Dios y yo se la ofreceré…”). Y así lo entendieron los traductores de la Septuaginta y de la Vulgata.
Pero ¿podría Jefta, que era un hombre piadoso y temeroso de Dios, ofrecerle a Dios una cosa tan impía como sacrificar a un ser humano, algo que estaba estrictamente prohibido por la ley? (Lv 18:21; 20:2-5; Dt 12:31; 18:10). Y en el caso de hacerlo ¿lo aceptaría Dios?
Es claro que los sacrificios humanos eran cosa común entre los pueblos paganos –que sacrificaban a Moloc incluso a sus hijos pequeños; o como hizo el rey de Moab cuando era vencido por Joram rey de Israel sacrificando a su hijo primogénito y heredero (2R 3:26,27)- pero Jefta nunca habría imitado esa práctica salvaje. ¿Qué fue entonces lo que Jefta le ofreció a Dios respecto de su hija?
El texto dice a continuación que ella “volvió a decir a su padre: Concédeme esto: déjame por dos meses que vaya y descienda por los montes, y llore mi virginidad, yo y mis compañeras.” (Jc 11:37) ¿Qué quiere decir “llorar mi virginidad”? Lamentar que moriría sin haber sido esposa de nadie y sin haber tenido hijos.
¿Creen ustedes, como han pensado muchos –incluso Lutero- que Jefta ofreció a su hija en sacrificio a Dios sobre el altar como se ofrece un animal? Muchos lo creen. A favor de esa tesis se argumenta que la palabra “holocausto” se refiere siempre a un sacrificio cruento, y no hay antecedentes de que pudiera ser entendida en sentido figurado de consagración al servicio divino. A mayor abundamiento es sabido que en esa época no había mujeres vírgenes consagradas al servicio en el santuario y, de otro lado, no existe ningún ejemplo en la Biblia de una mujer que fuera obligada a guardar virginidad perpetua por el voto hecho por uno de sus padres, ni sería justo que los padres tuvieran esa potestad sobre una hija.
Pero si él hubiera hecho una cosa tan impía, ¿sería su nombre mencionado en la epístola a los Hebreos entre los héroes de la fe, junto con Gedeón, Sansón, David y Samuel? (Hb 11:32)
Que ella quisiera llorar su virginidad tiene sentido sólo si ella permanecía en vida. Si el propósito de su padre hubiera sido sacrificarla ella hubiera querido más bien llorar su corta vida.
¿Qué quieren decir las palabras: “hizo de ella conforme al voto que había hecho”? (v. 39) ¿No quieren decir, más bien, como algunos piensan, que él la consagró al culto de Dios como doncella y que nunca se casó? Las palabras “y ella nunca conoció varón” sugieren fuertemente que ella no murió en ese momento sino que permaneció viva.
Sea como fuere, sea que ella muriera o siguiera viva, el cumplimiento de su voto significaba para Jefta una gran pérdida porque, siendo ella su única hija, él se quedaría sin descendencia que perpetuara su nombre y heredara sus posesiones, lo que en Israel de ese tiempo era considerado como una gran desgracia.
Por eso dice la Escritura que ella fue por los montes a llorar –es decir, a lamentar- su virginidad, porque si ella nunca conocería varón tampoco se casaría ni tendría hijos que amamantar y que alegraran su mesa, lo cual era entonces la gloria de toda mujer.
El episodio se cierra con las palabras: “Y se hizo costumbre en Israel, que de año en año fueran las doncellas de Israel a conmemorar a la hija de Jefta galaadita, cuatro días en el año” (v. 40).
De este episodio se puede extraer la enseñanza de que no es bueno comprometerse en algo, o en hacer una promesa o un voto a Dios, sin haberlo pensado bien, y sin tener en cuenta las consecuencias de nuestro compromiso.
Bien dice por eso Eclesiastés: “No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras.. Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque Él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes. Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas.” (Ecl 5:2,4,5).
“Cumple lo que prometes” es una palabra que se podría decir a los hombres que prometen muchas cosas a las mujeres, pero que luego, una vez satisfecha su pasión, no cumplen.
En similar sentido dice también Proverbios: “Lazo es al hombre hacer apresuradamente voto de consagración, y después de hacerlo, reflexionar.” (Pr 20:25).
Antes de decir palabra, antes de prometer algo, piénsalo bien. Piensa primero si estás en condiciones de cumplirlo, si está dentro de tus posibilidades. No sea que tu promesa sea fruto de un entusiasmo momentáneo y después no tengas la misma disposición de ánimo.
Ten mucho cuidado porque lo que sale de tu boca una vez, ha sido registrado en los cielos. ¿Qué dijo Jesús? Que tu sí sea sí, y tu no, no. (Mt 5:37) Porque, como dice Proverbios, nosotros somos atados por nuestras palabras (6:2).
Cuando nos comprometemos a ofrendar una suma de dinero, tengamos cuidado, pensémoslo bien: ¿Tendré en mi bolsillo esa suma de dinero cuando llegue el plazo? Y si no estás seguro de tenerla, no te comprometas. Porque peor que no dar es prometer y no cumplir.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#793 (25.08.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).


viernes, 8 de noviembre de 2013

NINGÚN HOMBRE DEBE PENSAR EN EL MATRIMONIO SI NO ESTÁ EN CONDICIONES DE PROVEER PARA SU CASA

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que Perduran en el Tiempo

NINGÚN HOMBRE DEBE PENSAR EN EL MATRIMONIO SI NO ESTÁ EN CONDICIONES DE PROVEER PARA SU CASA. Si bien en nuestros tiempos puede ser necesario que la mujer colabore también para ese fin, ése no es el orden natural de las cosas. El que las circunstancias obliguen a que la mujer contribuya con su trabajo al sustento familiar es una de las aberraciones de la vida económica moderna que esclaviza por igual a hombres y mujeres, y es enemiga de la familia.
Que la mujer trabaje voluntariamente para mejorar la economía familiar, o porque la necesidad apremia, es otra cosa. Pero sería totalmente inequitativo que ella contribuya económicamente al hogar y que el marido retenga el manejo exclusivo de las finanzas familiares. Hay esposos cristianos que ocultan a sus esposas cuánto ganan, o cuáles son sus fuentes de ingresos. No es mi propósito ahora tratar de ese tema en detalle, pero es contrario a la confianza mutua que debe existir en el matrimonio que el marido oculte esa información a su mujer.
Que no queden pues dudas. La primera obligación del marido es ser el sustento espiritual, psicológico, emocional, afectivo de su mujer, que colme las expectativas de ella, las expectativas con las cuales ella se ha casado. ¿O acaso las mujeres cuando se casan no están llenas de ilusiones y de expectativas?
Piensa un momento, amigo. Tu esposa ha invertido su vida y su cariño en ti. ¿Habrá hecho una buena inversión? ¿Eres tú para ella una inversión segura, confiable? Nuevamente te pregunto a ti, varón ¿Has cumplido con las expectativas de tu mujer? ¿Estás colmando lo que ella espera de ti? ¿Lo que Dios ordena que hagas? ¿La estás haciendo feliz? Que cada cual conteste esta pregunta por sí mismo.

Págs. 110 al 112 - Editores Verdad y Presencia, Av. Petit Thouars 1189, Santa Beatriz, Lima, Telf. 4712178.

jueves, 7 de noviembre de 2013

JEFTA I

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
JEFTA I (Nota)

Después de Abimelec, el hijo impío de Gedeón que le hizo tanto daño al pueblo, se levantaron Tola, varón de Isacar, que juzgó a Israel 23 años; y Jair, de Galaad, que juzgó a Israel 22 años (Jc 10:1-5).
“Pero los hijos de Israel volvieron a hacer lo malo ante los ojos de Jehová, y sirvieron a los baales y a Astarot, a los dioses de Siria, a los dioses de Sidón, a los dioses de Moab, a los dioses de los hijos de Amón y a los dioses de los filisteos; y dejaron a Jehová y no le sirvieron.” (Jc 10:6) Esta apostasía parece haber sido peor que la de tiempos anteriores. (2)
“Y se encendió la ira de Jehová contra Israel, y los entregó en mano de los filisteos, y en manos de los hijos de Amón; los cuales oprimieron y quebrantaron a los hijos de Israel en aquel tiempo dieciocho años, a todos los hijos de Israel que estaban al otro lado del Jordán en la tierra del amorreo, que está en Galaad. Y los hijos de Amón pasaron el Jordán para hacer también guerra contra Judá y contra Benjamín y la casa de Efraín, y fue afligido Israel en gran manera.” (Jc 10:7-9).
Por fin ellos, apretados por la necesidad, confesaron sus pecados: “Nosotros hemos pecado contra ti; porque hemos dejado a nuestro Dios, y servido a los baales.” (v. 10). La confesión de pecados es el primer paso del arrepentimiento. Si el hombre no reconoce que le ha fallado a Dios pecando, ¿de qué tendría que arrepentirse? Con frecuencia se lee de personajes de la farándula a los que se les pregunta si no tienen nada de qué arrepentirse en su vida, y la respuesta frecuente es: No, porque todas las cosas por las que he pasado han sido experiencias que han enriquecido mi vida. Ese tipo de respuestas pone en evidencia cuán alejadas de Dios están esas personas.
Imaginemos una persona que, confrontada por un predicador, dijera: Yo reconozco que he ofendido a Dios muchas veces, pero no me arrepiento de nada, porque esas acciones mías han sido vivencias que han enriquecido mi personalidad y forjado mi carácter. Diríamos que tiene el corazón endurecido y que está muy lejos de la gracia divina.
Pero esta vez Dios no les contestó como en otras ocasiones, apiadándose de ellos, sino lo hace severamente, para moverlos a un arrepentimiento más profundo: “Y Jehová respondió a los hijos de Israel: ¿No habéis sido oprimidos de Egipto, de los amorreos, de los amonitas, de los Filisteos, de los de Sidón, de Amalec, y de Maón, y clamando a mí no os he libré de sus manos? Mas vosotros me habéis dejado, y habéis servido a dioses ajenos; por tanto, yo no os libraré más.” (v. 11-13) Dios les responde, posiblemente por boca del sumo sacerdote de ese tiempo, o de algún profeta no nombrado.
Notemos que los israelitas adoraron a siete dioses ajenos, y fueron oprimidos por siete pueblos paganos; y siete fueron las veces, no obstante, que Dios los libró. Siete es el número de la perfección divina.
Con toda razón el Señor les dice que ya no los librará más de sus enemigos, porque han demostrado ser unos veletas e infieles con Él: “Andad y clamad a los dioses que os habéis elegido; que os libren ellos en el tiempo de vuestra aflicción.” (v. 14).
Ése es el discurso que ellos se merecen y la justa respuesta de un Dios ofendido: Vayan pues a ver lo que esos dioses falsos a los que habéis servido pueden hacer por ustedes. Ustedes les han rendido homenaje. Que ellos los protejan pues ahora de sus enemigos. Que esos ídolos inertes en los cuales han confiado, les muestren ahora su fuerza.
Reuniéndose en una asamblea solemne, los hijos de Israel respondieron con un arrepentimiento sincero: “Hemos pecado; haz tú con nosotros como bien te parezca; sólo te rogamos que nos libres en este día.” (v. 15).
Haz con nosotros lo que mejor te parezca. Es decir, nos ponemos en tus manos. Pero tan solo líbranos de caer en manos enemigas. Ese acto de humillación y de entrega a Dios no fue resultado de su piedad, sino fue interesado: Nos rendimos a ti, pero líbranos del enemigo.
Una petición semejante hizo David cuando Dios le planteó que escogiera entre tres castigos cuando hizo un censo del pueblo: hambruna, o peste, o huir delante de sus enemigos, y él escogió caer en manos de Dios, “porque sus misericordias son muchas”, y no en manos de hombres (2Sm 24:12-14).
Ellos reconocieron que merecían la severidad de Dios, que merecían el castigo que Él les enviaba. Se avergonzaron de sí mismos. Pero a la vez, eran concientes de que de Dios no puede venirles nada malo.
Nosotros, que a veces nos portamos igual o peor que los israelitas de antaño, debemos someternos a la disciplina de Dios, confiando a la vez en su misericordia.
“Y quitaron de entre sí los dioses ajenos, y sirvieron á Jehová.” (Jc 10:16ª). Unieron entonces la acción a sus palabras de arrepentimiento, descartando a los dioses ajenos a los que habían rendido culto, y volvieron a servir a Dios. De esa manera mostraron que su arrepentimiento era sincero. Pero ¿por cuánto tiempo?
Pero Dios, como padre amoroso que es, no podía seguir estando indignado con los ingratos; su justa ira cedió lugar a la compasión: “y Él fue angustiado a causa de la aflicción de Israel.” (v. 16b).
¡Cuántos padres no se comportan de manera semejante! Inflingen a sus hijos rebeldes el castigo que se merecen, pero luego se arrepienten, y su severidad termina doliéndoles más a ellos que a los castigados. El amor gana su corazón y se impone sobre la justicia. Ése es el corazón de padre que Jesús describe en la parábola del Hijo Pródigo.
“Entonces se juntaron los hijos de Amón, y acamparon en Galaad; se juntaron asimismo los hijos de Israel, y acamparon en Mizpa.” (v. 17) (3) Posiblemente la intención de los amonitas era abandonar la guerra de guerrillas acostumbrada para derrotar en una batalla decisiva a las fuerzas de Israel y arrancarles gran parte de su territorio (Véase 11:13). Por eso los israelitas, concientes del peligro que los amenazaba, reunieron sus tropas en un lugar apropiado preparándose para una batalla que podía ser decisiva.
Pero ellos carecían de un general que comandase sus fuerzas. ¿Cómo iban a pelear así contra un enemigo bien organizado? Se volvieron concientes de que estaban en inferioridad de condiciones: “Y los príncipes y el pueblo de Galaad dijeron el uno al otro: ¿Quién comenzará la batalla contra los hijos de Amón? Será caudillo sobre todos los que habitan en Galaad.” (v. 18).
La falta de un liderazgo adecuado es un mal que suele aquejar a los pueblos que se alejan de Dios. Caen en manos de líderes mediocres o corruptos.
En estas circunstancias por fin el libro nos presenta al héroe de este episodio, a Jefta, uno de los caracteres más nobles del libro de Jueces, aunque no era tampoco un hombre perfecto: “Jefta, galaadita, era esforzado y valeroso.” (11:1ª).
Su historia parece sacada de los anales de una crónica social peruana: “Era hijo de una mujer ramera, y el padre de Jefta era Galaad.” (11:1b). Él era hijo de un hombre importante de la tribu de Manasés que se había permitido tener un hijo fuera de su matrimonio.
Él no era hijo siquiera de una concubina, como había sido Agar para Abraham, sino de una prostituta, probablemente cananea. ¡Qué gran honor el suyo! Por eso sus hermanos, hijos de la esposa de Galaad, que habían tolerado su presencia en vida de su padre, lo echaron de casa cuando se hicieron mayores y tomaron control de los bienes de la familia: “No heredarás en la casa de nuestro padre, porque eres hijo de otra mujer.” (v. 2b). Tu presencia nos deshonra. ¿Pero qué culpa tenía él de su origen? La culpa era de su padre, no suya.
“Huyó pues Jefta de sus hermanos, y habitó en tierra de Tob (4); y se juntaron con él hombres ociosos, los cuales salían con él.” (v. 3). En este punto él hizo lo mismo que haría David algún tiempo después cuando salió de la cueva de Adulam (1Sm 22:2): Dedicarse al bandolerismo.
Jefta lo hizo no para luchar contra los suyos, sino contra los enemigos de su pueblo, y todo parece indicar que ganó cierta fama en esta empresa por sus correrías e incursiones contra los amonitas. Era pues natural que los ancianos de Israel no dudaran acerca de quién debían escoger como líder: “Y cuando los hijos de Amón hicieron guerra contra Israel, los ancianos de Galaad fueron a traer a Jefta de la tierra de Tob; y dijeron a Jefta: Ven, y serás nuestro jefe, para que peleemos contra los hijos de Amón.” (Jc 11:5,6).
Pero fíjense en la ironía de la situación. Ellos se habían prostituido al rendir culto a falsos dioses; ahora tenían que recurrir al hijo de una prostituta para que comande sus tropas y los libre de sus enemigos. La elección del hijo de una ramera como líder nos hace pensar en las palabras de Pablo: “Y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer los que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia.” (1Cor 1:28,29).
Sin embargo, Jefta no estaba dispuesto a ceder así no más a su pedido. Él tenía serios motivos de resentimiento contra sus connacionales: “Jefta respondió a los ancianos de Galaad: ¿No me aborrecisteis vosotros, y me echasteis de la casa de mi padre? ¿Por qué, pues, venís ahora a mí cuando estáis en aflicción?” (v. 7)
Jefta acusa a los ancianos de Israel de no haberlo defendido, como hubieran debido, cuando sus hermanos lo expulsaron de su casa. Su lenguaje hace suponer que entre los que fueron a buscarlo se encontraba uno de sus hermanos.
Fíjense cómo opera la Providencia de Dios conduciendo los acontecimientos humanos. Si Jefta no hubiera sido expulsado de su casa por sus hermanos, él no hubiera tenido ocasión, impulsado por la necesidad, de desarrollar sus aptitudes de guerrero, que ahora iban a ser útiles para su pueblo.
Se parece al caso de José, que tuvo que ser vendido como esclavo a Egipto, para que luego pudiera salvar del hambre a los mismos que lo habían vendido, y a su padre y a todo el clan familiar, y a todos los pueblos de esa región mediterránea. Los hombres de Dios tienen que pasar por pruebas severas antes de ser usados por Él.
Pero ahora los ancianos de Israel, puesto que lo necesitan, quieren reparar su omisión y la injusticia cometida entonces con Jefta, y le ofrecen firmemente, poniendo a Dios como testigo de la veracidad sus palabras, que él será su jefe y capitán no sólo en la guerra, sino también en la paz, cuando Dios les conceda la victoria sobre sus enemigos. Pero faltaba que el pueblo confirmara esa elección: “Entonces Jefta vino con los ancianos de Galaad, y el pueblo lo eligió por su caudillo y jefe; y Jefta habló todas sus palabras delante de Jehová en Mizpa.” (v. 11). Es posible que su elección se produjera por aclamación en el marco de una ceremonia solemne con participación del sumo sacerdote, en la que Jefta se comprometió a conducirlos a la victoria con la ayuda de Dios.
Notas: 1. Su nombre lo escriben algunos como Jefté. (Jephthah en inglés) En hebreo es Yifzáj, y quiere decir “el que abre”.
2. ¿Qué podríamos decir nosotros de la apostasía en nuestro tiempo de ciertos países que antes fueron cristianos, pero que le han dado la espalda a Dios? Uno de ellos ha decidido cambiar la letra de su himno nacional ¡porque en ella se menciona demasiado a Dios!
3. Son varias las localidades en Israel que llevaban el nombre de Mizpa (palabra que quiere decir “atalaya”, cf Gn 31:49) (Véase Jc 11:29). Es probable que la de nuestro relato estuviera ubicada al norte de Israel, al pie del monte Hermón.
4. Territorio situado al noreste de Galaad (2Sm 10:8).
NB. Este artículo y el siguiente, como también los dos anteriores sobre Gedeón, están basados en enseñanzas dadas recientemente en el Ministerio de la Edad de Oro.


Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios yo te invito a pedirle a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#792 (18.08.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).