lunes, 22 de julio de 2013

LA FIDELIDAD NO ES SÓLO FÍSICA

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que Perduran en el Tiempo
LA FIDELIDAD NO ES SOLO FÍSICA, también debe serlo de pensamiento. Es decir, ni el
hombre ni la mujer casados deben admitir pensamientos acerca de una persona del otro sexo que les atraiga, o que les sonría, o por la cual tengan cierta simpatía. ¿Qué dice la Escritura? “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón, porque de él mana la vida.” (Pr 4:23) Guarda tu corazón en lo que se refiere a tu condición de casado o casada. Guarda tus pensamientos. Que tus pensamientos no se posen en otra persona que no sea tu esposo o tu esposa. La infidelidad de pensamiento suele presentarse cuando hay insatisfacciones en la vida conyugal. Por lo mismo, en situaciones semejantes los esposos cristianos que quieran hacer la voluntad de Dios, y que quieran guardarse de peligros que puedan amenazar la estabilidad de su unión y su felicidad, deben guardarse. Aún en los casos en que haya insatisfacción sexual o psicológica, aún, y sobre todo en esos casos, los afectos deben ser guardados, deben serse fieles uno al otro.
Por ese motivo cuando el hombre o la mujer casados sientan una simpatía especial por una persona del otro sexo, y más aún, si sienten que esa simpatía es correspondida, deben huir de esa persona como del diablo mismo, huir de toda ocasión de encontrarse con ella, porque es el diablo el que está usando a esa persona. Esa persona quizá sea inconsciente, o quizá no lo sea (Dios lo sabe), pero el diablo pone ocasiones precisamente para hacer caer a uno o al otro. Si los casados tomaran esa precaución de alejarse de toda persona que les muestra una simpatía especial -y sabemos cuáles son los síntomas de esa simpatía- o por la cual uno de ellos siente simpatía, se evitarían muchas tragedias familiares; porque todo empieza en pequeño, por cosas que parecen triviales, sin importancia, pero que pueden crecer y dar un fruto mortal. 
(Páginas 183 y 184. Editores Verdad y Presencia, Tel 4712178)



LA PATERNIDAD DE DIOS

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
LA PATERNIDAD DE DIOS
Según la doctrina cristiana Dios es uno y, a la vez, trino: un solo Dios en tres personas (hupóstasis  en griego), Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dios es Padre, en primer lugar, de su Hijo unigénito, el Verbo (la Palabra), que estaba con Él desde el principio (Jn 1:2); y es Padre del pueblo escogido, de Israel, a quien Él llama hijo; Padre también de todos aquellos a quienes ha dado la potestad de ser hechos hijos de Dios, esto es, a todos “los que creen en su nombre…los cuales no son engendrados de sangre ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” (Jn 1:12,13), es decir, de los cristianos.
Ellos son hijos porque han recibido el espíritu de adopción “el cual clama ¡Abba, Padre!” (Gal 4:6). Y lo han recibido por haber creído, “pues todos sois hijos de Dios, por la fe en Cristo Jesús.” (Gal 3.26).
Vamos a examinar brevemente, es decir, sin pretender ser exhaustivos, lo que las Escrituras dicen acerca de la paternidad de Dios.
En primer lugar, aunque el Génesis no lo llame explícitamente Padre del género humano, es obvio que Dios es Padre del hombre, pues es su Creador, como dice el primer relato de la creación: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza.” (Gn 1:26).
Notemos que Dios había creado previamente a todos los seres vivientes que pueblan la tierra, pero no los creó a su imagen y semejanza. Eso estaba reservado para el ser humano.
Adán a su vez, a la edad de 130 años, engendra un hijo a su imagen y semejanza, a quien pone el nombre de Set (Gn 5:3). En la genealogía de Jesús que trae Lucas al inicio de su evangelio (Lc 3:23-38) el linaje de los ascendientes de Jesús se remonta hasta Dios. El último verso de la genealogía dice así: “Hijo de Enós, hijo de Set, hijo de Adán, hijo de Dios.”
La imagen y semejanza de Dios conforme a la cual fue creado el ser humano significa que él tiene inteligencia y voluntad para actuar libremente, y un espíritu inmortal. Dios le dio además la potestad de señorear sobre todo lo que contiene la tierra (Gn 1:26). Esto es, creó la tierra para el hombre, tan gran amor le tenía.
Cuando Dios le dio a Moisés el encargo de ir donde el faraón de Egipto a decirle que dejara salir a su pueblo, al que mantenía esclavo, Él le manda decir: “Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva…” (Ex 4:22,23).
Es de notar que Dios no escogió como pueblo propio a uno de los pueblos diversos que ya existían en la tierra, como hubiera podido, sino que hizo surgir un pueblo nuevo de un hombre ya anciano, y de una mujer estéril, a quien dio el privilegio de concebir y tener un hijo, conforme a la promesa que les había hecho (Gn 18:10-14). Dios suscitó a ese pueblo nuevo para que de él naciera el Redentor del género humano.
A lo largo de su peregrinaje por el desierto Dios se comporta con Israel como un padre con su hijo: “Y en el desierto has visto cómo Jehová tu Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado hasta llegar a este lugar.” (Dt 1:31).
Cuando el pueblo llega a la frontera de la tierra prometida y está a punto de conquistarla, Dios le dice por medio de Moisés: “Hijos sois de Jehová vuestro Dios; no os sajaréis, ni os raparéis a causa de muerto (es decir, no incurriréis en las prácticas supersticiosas de los pueblos paganos que habitan esa tierra). Porque eres pueblo santo a Jehová tu Dios, y Jehová te ha escogido para que le seas un pueblo único de entre todos los pueblos que están en la tierra.” (Dt 14:1,2)
Pero el pueblo ingrato no se comporta como Dios esperaba, y Él se lo reprocha: “¿Así pagáis a Jehová, pueblo loco e ignorante? ¿No es Él tu Padre que te creó? Él te hizo y te estableció.” (Dt 32:6)
Dios como Padre se siente justamente ofendido por la forma cómo el pueblo que Él ha creado con tanto amor le es infiel, rindiendo culto a otros dioses pese a que se lo había prohibido.
Pero Dios es Padre no solamente del pueblo escogido; lo es también del hombre que elige para que lo gobierne después de David, a Salomón, su hijo: “Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo. Y si él hiciere mal, yo le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijos de hombres, pero mi misericordia no se apartará de él…”. (2Sm 7:14,15).
Y como Salomón efectivamente, llegado a la cúspide de su gloria y de su poder, se apartó de Dios para adorar a los dioses de las muchas mujeres extranjeras que tuvo, su reinado al final estuvo plagado de dificultades. Y muerto él, las tribus del norte se rebelaron contra su hijo Roboam y formaron un reino aparte bajo Jeroboam, el cual arteramente enseñó al pueblo a adorar a los baales. (1R 12). Pese a algunos reyes piadosos, como Ezequías y Josías, Judá no tardó en seguir su mal ejemplo.
Cuando el pueblo escogido le da la espalda a Dios  y rinde culto a falsos dioses, Dios los abandona en manos de sus enemigos. Primero vinieron los asirios que dispersaron a las diez tribus del norte; después los babilonios que se llevaron cautivo a Judá. Entonces, arrepentidos, volvieron su mirada a su Padre Dios, quejándose: “Ahora pues, Jehová tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos todos nosotros. No te enojes sobremanera Jehová, ni tengas perpetua memoria de la iniquidad. (Is 64:8,9).
Dios se compadece de ellos, y luego de 70 años de exilio, trae de vuelta a su tierra a un remanente. Pero el pueblo ha aprendido la lección. Nunca más adorará a dioses ajenos. Después de que Esdras leyera en Jerusalén la ley de Dios al pueblo conmovido (Nh 8), y de que confesara los pecados del pueblo (Nh 9), el pueblo hace pacto solemne con Dios de guardar la ley (Nh 9:38-10:1-39).

Dios, dice la Escritura, es “Padre de huérfanos y defensor de viudas.” (Sal 68:5), es decir, de todos aquellos que no tienen quien los defienda ni saque la cara por ellos. Si tú te encuentras en esa condición, es bueno que sepas que no estás desvalido ante el mundo, que no estás indefenso. Tú tienes un Padre todopoderoso que está dispuesto a socorrerte y a defenderte de tus enemigos.
Por el mismo motivo dice también otro salmo: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen.” (Sal 103:13). Tú ya sabes en quién puedes confiar.
Pero nadie ha enseñado con más claridad acerca de la paternidad de Dios que Jesús, que nos enseñó dirigirnos a Él diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos…” (Mt 6:9).
Jesús nos exhorta a parecernos a nuestro Padre, para que seamos dignos hijos suyos: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced el bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos.” (Mt 5:44,45).
Él nos exhorta también a perdonar a nuestros deudores, así como Él perdona nuestras deudas: “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas,” (Mt 6:14,15). Ésta es la base de nuestra esperanza, que si bien nosotros le fallamos a Dios muchas veces, Él está siempre dispuesto a perdonarnos si nuestro arrepentimiento es sincero.
Hablando acerca de la oración Jesús pregunta: “¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le piden? (Mt 7:9-11). Lucas en el pasaje paralelo concluye: “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc 11:13). Esta es la primera promesa de enviar al Espíritu Santo que consignan los evangelios, promesa que se cumplió el día de Pentecostés (Hc 2:1-4).
Jesús nos enseña la unidad esencial que existe entre Él y el Padre cuando Felipe que, como sus colegas, no ha entendido bien lo que Jesús les está diciendo, le pide: “Muéstranos al Padre y nos basta.” Y Jesús le contesta: “¿Tanto tiempo estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? (Jn 14:8-10ss).
En la oración que Jesús hace al Padre antes de su pasión, entre otras cosas Él dice: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.” (Jn 17:20,21). Teniendo el mismo Padre, ellos son hermanos, y si lo son ¿cómo no han de estar unidos? La iglesia desunida es el mayor obstáculo para la predicación del Evangelio, y deshonra a Dios como Padre.
En el huerto de Getsemaní llega el momento supremo de la sumisión de Jesús a los deseos de su Padre, deseo contra el cual toda su naturaleza humana se rebela, al punto de que en medio de su tremenda agonía su sudor se mezcla con sangre que cae en gotas al suelo (Lc 22:44). Sin embargo, Él le dice dos veces: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mt 26:39).
Cuando le crucificaban Jesús dijo: “Padre, perdónalos porque no saben los que hacen.” (Lc 23:34). En ese momento de terrible dolor Él estaba más preocupado por los infelices que cumplían la cruel tarea que les habían encomendado que por lo que Él sufría. Él sólo siente compasión por ellos.
Las últimas palabras que pronunció las dirige a su Padre entregándole su vida: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” (Lc 23:46). Esas son palabras que nosotros también deberíamos dirigir a Dios cuando nos llegue el día de morir, tal como lo hizo el diácono Esteban: “Señor, recibe mi espíritu”, agregando una frase similar a la que acabamos de citar en el párrafo anterior (Hch 7:59,60).
Una vez resucitado, Jesús le dice a la Magdalena: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas vé a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.” (Jn 20:17). Jesús subraya nuestra identidad como hijos de Dios y hermanos suyos.
Pablo proclama una gran verdad cuando escribe: “Un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.” (Ef 4:6).
Al inicio de la 2da carta a los Corintios él escribe: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación…” (2Cor 1:3). Dios es Padre de Jesucristo, y nuestro Padre, tal como nos enseñó Jesús, y lo es también en un sentido práctico, porque Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones, como hace todo padre amoroso y preocupado por sus hijos.
En Romanos él ha escrito: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo…” (Rm 8:16,17).
Lo que no impide que en Hebreos se nos recuerde que Dios, como Padre amoroso y responsable que es, nos discipline cuando es necesario: “Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus y viviremos?” (Hb 12:9).
El apóstol Pedro saca de todo ello una conclusión, que es a la vez un consejo: “Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación.” (1P 1:17).
Santiago nos ilustra acerca de cómo se produjo nuestro nuevo nacimiento que nos convirtió en hijos de Dios: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” (St 1:17,18).
Por último Juan exclama admirado ante el privilegio que nos ha sido otorgado de ser hijos de Dios: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios…Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.” (1Jn 3:1,2). ¡Ser semejantes a Él! Esta es la esperanza bendita que nos conforta y nos alienta a seguir luchando contra el enemigo de nuestras almas que quiere hacernos olvidar todas estas verdades para apartarnos de nuestro Padre.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#783 (16.06.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

jueves, 11 de julio de 2013

LA MUJER CASADA...

Pasaje tomado de mi libro
Matrimonios que perduran en el tiempo

LA MUJER CASADA no debe ofrecer su cuerpo a ojos ajenos, es decir, aquellas partes de su cuerpo que, desnudas, atraen las miradas masculinas. Si lo hace mancha su cuerpo. Pero no sólo se trata de la exhibición de algunas partes de su cuerpo que la moda moderna desnuda, sino también de aquellos vestidos que dibujan o insinúan su silueta.
         Dios ha puesto en el cuerpo de la mujer, en sus formas, en su contorno, en la gracia de sus movimientos y en su caminar, un poderoso atractivo para el hombre. Ese atractivo, que cumple una función santa en la "economía" del amor y del matrimonio, sólo debe ser desplegado ante el marido. Si se exhibe ante ojos ajenos ese atractivo es violado, manchado por las miradas impuras que provoca, y ya no puede ser el "huerto cerrado" de que habla el Cantar de los Cantares, donde el marido encuentre sus delicias  (4:12).
         Desgraciadamente hay muchas mujeres casadas, aun cristianas, que movidas por la vanidad e impulsadas por los caprichos de la moda, gustan de impresionar a otros hombres con su belleza. No se dan cuenta de que ellas se hacen culpables de los malos deseos que inspiran, del adulterio que otros hombres cometen con ellas en su pensamiento (Mt 5:28). Y hay hombres a quienes les gusta exhibir la belleza de sus mujeres. Es como si ofrecieran el cuerpo de su mujer a otros. ¡Necios, no  se dan cuenta de lo que hacen!
(Páginas 30 y 31. Editores Verdad y Presencia, Tel. 4712178)


miércoles, 10 de julio de 2013

MADRES EN LA BIBLIA V

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA V
8b. El segundo episodio de la vida de Jesús en que figura su madre es el que inicia el segundo capitulo del evangelio de Juan, el de las bodas de Caná (2:1-12). La ciudad de Caná se encontraba a unos 14 kilómetros al norte de Nazaret, en una zona montañosa pero risueña de Galilea.
La narración del episodio comienza con la palabras: "Al tercer día”. ¿Al tercer día de qué? El tercer día del encuentro de Jesús con Natanael. Terminado el famoso prólogo de su evangelio Juan empieza el relato de los acontecimientos de la primera semana de la vida pública de Jesús: El primer día, jueves, tiene lugar el anuncio que hace Juan Bautista en Betábara acerca del que ha de venir (Jn 1: 26-28). El segundo día (“el día siguiente.), viernes, es el testimonio que da Juan acerca del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.” (v. 29-34). El tercer día, sábado, ocurre el llamado de Andrés y de su hermano Simón Pedro (y se sobrentiende, del narrador, el evangelista Juan, v. 35-42). El cuarto día, domingo, es el llamado de Felipe y de Natanael, cuando Jesús se aprestaba para retornar a Galilea (v. 43-51). El sétimo día, miércoles, ocurren las bodas de Caná, tres días después del encuentro con Natanael. ¿Cómo sabemos que era un miércoles? Porque (como nos informa Alfred Edersheim) las bodas de las doncellas, según la costumbre judía, se celebraban ese día de la semana. (Contando para atrás se deduce que el relato empieza el día jueves). Siendo Natanael vecino de Caná es muy probable que Jesús y sus discípulos pernoctaran en su casa.
Las bodas en Israel en ese tiempo eran fiestas que duraban una semana, a las cuales asistía mucha gente que traía los regalos más preciados para la ocasión, vino y aceite. Al atardecer del primer día, la novia era conducida por su padre o tutor, a la casa del novio, donde se celebraba la fiesta, para que cohabitaran por primera vez.
La madre de Jesús (Nota) posiblemente había colaborado en la preparación de la fiesta, por tratarse de parientes, lo que explicaría que ella se diera cuenta de que escaseaba el vino y pudiera dirigirse con autoridad a los sirvientes. No es pues sorprendente que Jesús hubiera sido invitado, y con Él los cinco discípulos que ese momento le seguían.
En la realización de toda fiesta en Israel el vino (que, sin embargo, era bebido con moderación y posiblemente diluido con agua) jugaba un papel muy importante. Que faltara vino hubiera sido un motivo de embarazo y de humillación para los novios, y habría arruinado la festividad.
Al darse cuenta del inconveniente María no sólo se preocupa sino actúa. Ella sabe quién puede resolver la situación. ¿Cómo lo sabe? ¿Habría Jesús hecho algún milagro antes de empezar su vida pública que no está registrado en los evangelios? Es posible pero, aunque no fuera el caso, ella sabe quién era Él. Sea como fuere, ella se dirige a su Hijo y le advierte: “No tienen vino.” (Jn 2:3).
La respuesta de Jesús ha dado lugar a muchas especulaciones y, en primer lugar, el que se dirija a ella diciéndole: “Mujer” (v. 4) parece una falta de respeto. Sin embargo, si recordamos que Jesús, estando en la cruz, se dirige a su madre con afecto y preocupación, usando esa misma palabra: “Mujer, he ahí tu hijo.” (Jn 19:26), comprenderemos que no es así.
Jesús usó esa misma palabra para dirigirse a varias mujeres como una expresión de consideración, como cuando le dice a la samaritana: “Mujer, la hora viene…” (Jn 4:21). O como cuando se dirige a la Magdalena para consolarla: “Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20:15). Poco antes dos ángeles se dirigieron a ella en los mismos términos (v. 13). Jesús se dirige a dos mujeres en necesidad usando la misma palabra. En primer lugar, a la sirofenicia, admirativamente: “Mujer, grande es tu fe.” (Mt 15.28). Y en segundo, a la que hacía dieciocho años andaba encorvada: “Mujer, eres libre de tu enfermedad.” (Lc 13.12).
Esos ejemplos bastan para mostrarnos que no hay nada de irrespetuoso en la forma cómo Jesús se dirige a su madre al decirle “Mujer”. En nuestra habla contemporánea es como si le dijera: “Señora”. O como algunos traducen: “Mi querida señora”.
La frase completa, en griego: “Ti emoi kai soi, gúnai”, literalmente: “¿Qué a ti y a mi, mujer?”, es traducida generalmente como: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” Si nos sorprende, téngase en cuenta que esta es una frase idiomática que se encuentra en varios pasajes de la Biblia (Jc 11:12; 2Sm 16:10; 1R 17:18; 2R 3:13; 2Cro 35:21; Mt 8:29; Mr 1:24; 5:7; Lc 4:34). Algunos la traducen: “¿Por qué me metes a mi en este asunto?, lo que tiene mucho sentido en vista de la frase que sigue: “Aún no ha llegado mi hora.” Esto es, de manifestarme al mundo. No eres tú quien gobierna mi agenda.
Algunas versiones la traducen: “¿Qué nos va a ti y a mí en esto?” Es decir, ¿qué nos importa que les falte el vino? Pero a María sí le importaba porque ella quiere evitarles a los novios, y al novio en particular, el bochorno. Por eso ella va donde los sirvientes y les dice: “Haced lo que Él les diga”, completamente segura de que Jesús le va a obedecer. Y eso es lo interesante, que Jesús, aunque se había negado inicialmente, accede a su pedido.
Curiosamente, esas son las únicas palabras de María, dirigidas a seres humanos, aparte de su Hijo, que registren los evangelios, y a la vez, son las últimas que ella haya pronunciado. Ellas han sido interpretadas como un código de conducta cristiana que aseguran el crecimiento en la gracia y en la virtud. Nosotros haríamos bien, en efecto, en seguir ese consejo.
En esas sencillas palabras resuenan las palabras que pronunció el pueblo hebreo en el Sinaí al aceptar el pacto que Dios le ofrecía: “Todo lo que Jehová ha dicho haremos.” (Ex 19:8); así como las palabras de la propia María al ángel: “Hágase en mi según tu palabra.” (Lc 1:38).
“Y estaban allí seis tinajas de piedra para agua, conforme al rito de purificación de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres cántaros.” (Jn 2:6) La capacidad de cada tinaja ha sido calculada entre 80 y 100 litros de agua, que era usada, como dice el texto, para la purificación de las manos que acostumbraban los judíos hacer antes de comer, así como de las vasijas usadas con ese fin. Jesús alude a esa costumbre en Mr 7:1-8.
Jesús se acercó a los sirvientes y les dijo que las llenaran de agua hasta el borde, seguramente sacando agua de un pozo que allí se hallaba, y cuando lo hubieron hecho, les dijo que la llevaran al maestresala que tenía a su cargo supervisar lo que se servía a los invitados (Jn 2:7,8).
Cuando el maestresala probó el agua hecha vino, sin saber de dónde era, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo, y le dijo: Todo hombre sirve primero el buen vino, y cuando ya han bebido mucho, entonces el inferior; mas tú has reservado el buen vino hasta ahora.” (v. 9,10). Esas son las maneras de obrar del hombre, porque Dios siempre nos ofrece lo mejor.
Se ha preguntado en qué momento se convirtió el agua en vino: ¿Cuándo estuvieron llenas las tinajas, o cuándo la sacaron para llevarla al maestresala? Eso es irrelevante. Lo cierto es que el milagro se produjo sin que Jesús tocara las tinajas, o el agua, y sin que hiciera ningún gesto. Bastó con que lo ordenara en su espíritu, o que lo deseara, para que ocurriera, como cuando sanó a la distancia a algunas personas. El Creador de todas las cosas, que con su palabra creó los cielos y la tierra (Sal 33:6; 148:5; cf Gn 1:6-10)), tiene un poder absoluto sobre la naturaleza.
Se ha escrito que el agua de las tinajas de purificación representa la ley de Moisés, y que el agua convertida en vino representa las buenas nuevas, el Evangelio.
Se ha escrito también que al asistir a la boda y realizar un milagro en ella Jesús ha dado su sello de aprobación a la institución matrimonial, lo cual no tiene nada de sorprendente pues el matrimonio es una creación divina (Gn 2:24).
El evangelista concluye diciendo: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en Él.” (v. 11). No que creyeran en Él recién en ese momento. Si fuera así no lo hubieran seguido, sino que a la vista del milagro, creyeron en Él más firmemente.
9. El evangelio de Marcos dice que después del diálogo que tuvo Jesús con los escribas y fariseos en Genesaret, Él se fue a la región de Tiro y Sidón, antiguas ciudades-puerto fenicias, que estaban a orillas del mar.
Él había ido allá con sus doce discípulos a descansar, lejos de la gente que lo perseguía literalmente para que los sanase. Y se encerró en una casa “pero no pudo esconderse” (7:24) porque su fama lo acompañaba a dondequiera que fuese. Según el pasaje paralelo del evangelio de Mateo, en un momento dado en que Él tuvo que salir a la calle una mujer cananea vino detrás de Él gritando: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio.” (Mt 15:22).
Siendo cananea la mujer pertenecía a la población originaria de esa región, pero Marcos precisa que ella era sirofenicia. Este detalle geográfico nos muestra cuán verídicos son los relatos de los evangelios, porque Fenicia había sido puesta por la administración romana bajo la jurisdicción del gobernador de la vecina provincia de Siria. Ella era “griega”, lo que equivale a decir que era una mujer gentil, es decir, no judía (Gal 3:28; Col 3:11), circunstancia que explica algunas de las palabras que Jesús le dirigirá luego.
Según Mateo ella había venido de esa región, e iba detrás suyo gritando, pero Jesús no le hacía ningún caso. Entonces sus discípulos, cansados de sus gritos y algo impacientes, le pidieron a Jesús: “Por favor, despídela, para que se calle”. Despídela en este caso quiere decir: “Concédele lo que te pide”.
Jesús les responde una palabra que pone un claro límite a su misión: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” (Mt 15:24). Una vez muerto, el mensaje del Evangelio sería predicado a las naciones (Mt 28:19,20), pero mientras caminaba en la tierra Él sólo ministró a su pueblo, y no a todos, porque, como dijo en otro lugar, Él no había venido “a llamar a justos sino a pecadores al arrepentimiento.” (Lc 5:32).
Finalmente ella le dio alcance y se postró a sus pies en un gesto de humildad y de súplica, como la sunamita, se recordará, se había postrado a los pies de Eliseo cuando murió su hijo (2R 4:27). Ella muestra una angustia semejante ante el estado de su hija, y un deseo desesperado de verla sana.
Pero Jesús le contestó: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos.” (Mt 15:26). El pan representa aquí no sólo las buenas nuevas, sino también todos los beneficios que acompañaban a la predicación de Jesús, los milagros y las curaciones. Estas cosas estaban reservadas para los hijos, esto es, para los miembros del pueblo escogido; no eran para los “perros”, como los judíos llamaban a los gentiles. Jesús disminuye el carácter peyorativo de esa designación usando el diminutivo “perrillos”.
La mujer no se amedrentó por ese rechazo humillante con el que Jesús estaba probando su fe, y le respondió: “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.” (v. 27). Que es como si le dijera: Yo acepto que el pan no sea para una mujer extranjera como yo, pero no me niegues al menos un pedazo de las sobras que caen del banquete de los hijos.
Jesús le respondió asombrado: “Grande es la fe que tú me has mostrado al decir esa palabra” (v. 28; Mr 7:29). Notemos el hecho singular de que Jesús en su ministerio sólo alabó la fe de paganos. Aparte del caso de esta mujer que Él elogia, Él reconoce que no había hallado en Israel una fe semejante a la que mostró el centurión romano cuyo siervo Él sanó a la distancia (Mt 8:5-13).
Él alaba la fe de esos paganos para hacernos ver que la verdadera fe se encuentra a veces donde menos se espera. El hecho de que Él elogie la fe de gentiles es un anuncio de lo que ocurrirá después de su muerte, que los gentiles creerán en Él y recibirán con gozo su mensaje, mientras que aquellos a quienes estaba originalmente destinado, lo rechazan.
Jesús concluyó accediendo al pedido de la mujer: “Hágase contigo como quieres.” Y cuando ella regresó a su casa “halló que el demonio había salido, y a la hija acostada en la cama.” (Mr 7:30). Ella en su humildad y en su insistencia de que Jesús le conceda lo que le pide, es un ejemplo para nosotros.
Notemos que en esta ocasión, como en el caso del siervo del centurión, y de la conversión del agua en vino, Jesús opera un prodigio sin hacer gesto externo alguno, con sólo desearlo.
Nota: Es muy singular que Juan nunca mencione en su evangelio el nombre de María.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#782 (09.06.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).