miércoles, 26 de junio de 2013

LA VIRGINIDAD EN LA MUJER

Pasajes Seleccionados de mi libro
MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO

LA VIRGINIDAD EN LA MUJER hoy día tan puesta en duda, y hecha objeto de burla con tanta frecuencia…. está inscrita en la naturaleza, que ha puesto para proteger su intimidad una membrana que al ser penetrada y rasgarse, sangra.
El matrimonio es por ello un pacto de sangre entre marido y mujer, un pacto que ambos se juran ante Dios y que ellos sellan con la sangre que ella derrama la primera noche. La mujer es en cierta medida la víctima sacrificial, la ofrenda que se inmola al entregarse a su marido. Y ella es a la vez el altar donde se consuma ese sacrificio.
         Marido y mujer se ofrendan mutuamente su amor en su primera noche sobre el altar del cuerpo de ella, del cual brota la sangre que sella su pacto mutuo. Es un pacto que tiene a Dios por testigo, un pacto inviolable, el pacto de su Dios, como dicen Malaquías y el libro de Proverbios (Mal 2:14; Pr 2:17).
         El altar sobre el cual se consuma ese pacto, y se renueva cada vez que los esposos se unen, debe ser puro, santo, como debía serlo el altar de los sacrificios en el tabernáculo.

(Este pasaje está tomado de las páginas 28 y 29 de mi libro “MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO”. Editores Verdad y Presencia, Tel. 4712178) 

MADRES EN LA BIBLIA IV

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA IV
8a. Ahora vamos a dirigir nuestra atención a la que es la madre por excelencia, la madre ejemplar, a María, la madre de Jesús. ¿Por qué es ella la madre más destacada de la Biblia? Porque ninguna ha tenido un hijo como el que tuvo ella. Ése es el motivo por el cual ella dijo que la llamarían “bienaventurada todas las generaciones.” (Lc 1:48).
Ya nos hemos referido de paso a ella en el artículo anterior, al hablar de Elisabet. Ahora vamos a ocuparnos de dos episodios de su vida (en realidad, de la vida de Jesús en que ella figura), porque si quisiéramos hablar de todos tendríamos que escribir muchas páginas. El primero es el episodio intrigante que figura al término del segundo capítulo del evangelio de Lucas (Lc 2:41-52).
Antes de continuar conviene preguntarse: ¿Por qué narran los evangelios este episodio? Entre otras razones, aparte de su contenido edificante, para mostrarnos que los padres de Jesús eran judíos devotos que guardaban las fiestas prescritas por la ley de Moisés; pero, sobre todo, para darnos una idea del desarrollo físico e intelectual de Jesús, de su paso de la infancia a la adolescencia, de su conocimiento de las Escrituras y de su inteligencia precozmente despierta.
En este pasaje se nos dice que José y María tenían por costumbre ir todos los años a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua (Lc 2:41), pese a que, debido a la distancia, no estaban obligados a ello. Esta fiesta, que conmemoraba el éxodo del pueblo de Egipto, se celebraba el día 14 del mes de Nisán, el primer mes del año judío, conjuntamente con la fiesta de los panes sin levadura, de manera que ambas se confundían en una sola que duraba una semana. Moisés había establecido la obligación para todos los varones israelitas de presentarse tres veces al año en el lugar que Dios escogiera para que habite su Nombre (primero fue Silo, y después, Jerusalén) para celebrar las fiestas más importantes del calendario litúrgico, que además de la Pascua, eran la fiesta de Pentecostés (Shavuot o de las semanas) y de los Tabernáculos (Sukkot) (Dt 16:16).
Las mujeres no estaban obligadas a acudir a Jerusalén para celebrar esas fiestas, pero ya se ha visto que era costumbre que las mujeres casadas acompañaran a sus maridos (1Sm 1:2-4; 2:19. Véase el artículo anterior). Aunque Lucas no lo diga expresamente el texto da a entender que al cumplir doce años, Jesús acompañó a sus padres por primera vez (Lc 2:42), lo cual es una conjetura razonable, porque para un niño de once años el largo viaje hubiera sido un esfuerzo excesivo. Pero a partir de los trece años el niño se convertía en un “hijo de los mandamientos” (Bar-Mitzvá), y estaba obligado a hacer el viaje a Jerusalén tres veces al año. (Nota 1)
“Al regresar ellos, acabada la fiesta, se quedó el niño Jesús en Jerusalén sin que lo supiesen José y su madre.” (v. 43). La permanencia de Jesús en la ciudad de David es paradójica, porque tiene el aspecto de un acto de desobediencia, ya que Él no les pidió permiso para quedarse, y porque Él no podía ignorar que sus padres se iban a preocupar muchísimo al darse cuenta de su ausencia.
“Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y lo buscaban entre los parientes y los conocidos, pero como no lo hallaron, volvieron a Jerusalén buscándolo.” (v. 44,45). El viaje a pie de Galilea a Jerusalén, y viceversa, demoraba tres días completos, dada la gran distancia. Los viajeros se juntaban en grandes comitivas, e iban posiblemente separados los hombres de las mujeres, tal como asistían separados a las sinagogas. Eso explica en parte, que tanto José como María pensaran que el niño iba con el otro, si no con algún pariente. Pero al terminar el día (2), cuando se detuvieron para descansar y pasar la noche, se dieron cuenta de que no estaba con ninguno de ellos, pese a que lo buscaron afanosamente entre la comitiva y en las casas donde sus parientes y amigos se habían alojado para pasar la noche. ¿Qué le habría ocurrido? ¿Se habría desviado del camino y se había extraviado? ¿Podemos imaginar su angustia y sus sentimientos de culpa por no haberle prestado suficiente atención? Al clarear el alba partieron apresurados a Jerusalén para buscarlo.
En la gran ciudad la búsqueda no sería fácil por la gran cantidad de peregrinos que aún la atestaba. ¿Dónde irían a buscarlo? Quizá en la casa donde habían estado alojados, o en casa de amigos, conocidos o parientes; es decir, en los lugares donde pensarían que Jesús podría haberse entretenido, y adonde posiblemente habría acudido durante esos tres días para alimentarse y dormir. (3) ¿O irían de frente al templo? Eso es lo que algunos comentaristas piensan.
“Y aconteció que tres días después lo hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndolos y preguntándoles.” (v. 46) (4). Tres días sin duda contados a partir de su partida para Nazaret (el primer día), habiendo estado el segundo día ocupado por el retorno a Jerusalén, y el tercero por la búsqueda misma. (Algunos piensan que al tercer día de buscarlo en la ciudad)
En algún recinto adecuado del templo (como pudiera ser el cuarto llamado Gazit, donde se reunía el Sanedrín) se reunían con frecuencia, si no diariamente, los doctores de la ley para discutir acerca de asuntos de su competencia y para enseñar (5). Y ahí encontraron José y María a su Hijo, sentado en medio de los doctores. Eso es sorprendente, porque siendo Jesús todavía un niño, a Él le correspondía estar a los pies de sus maestros (Hch 22:3). Pero Él estaba sentado como si fuera uno de ellos, escuchándolos y haciéndoles preguntas.
“Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.” (v. 47). Que un niño en Israel estuviera muy versado en la ley no es en sí nada sorprendente, porque todos los niños varones iban a partir de los 5 ó 6 años a una escuela en la sinagoga cercana, donde aprendían de memoria todas las Escrituras (como todavía memorizan muchos musulmanes desde niños el Corán). Lo sorprendente para los que le escuchaban eran la sabiduría y agudeza de sus preguntas y respuestas, inusuales en un niño. Pero en realidad eso no debería sorprendernos a nosotros que sabemos que Jesús es la sabiduría encarnada, como dice Pablo: “En quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia.” (Col 2:3). El profeta Isaías había predicho que sobre Él reposaría un “espíritu de sabiduría y de inteligencia… de consejo y de poder… de conocimiento y de temor de Jehová.” (Is 11:2)
Al verlo ahí sentado su madre sorprendida exclamó: “¡Hijo! ¿Por qué nos has hecho esto?” (Lc 2: 48a). ¡Cuánto amor expresaría ese grito que a la vez contenía un reproche! La palabra teknón que ella usa es una palabra de autoridad que expresa la dependencia del hijo respecto de sus padres. “He aquí, tu padre y yo, te hemos buscado angustiados.” (v. 48b). Ella menciona a José antes que a sí misma, cediéndole el primer lugar. El verbo odunomai que nuestro texto traduce como “angustiados” expresa un sufrimiento extremo, como una tortura, y es el mismo verbo que emplea Lucas para describir el sufrimiento que padece el rico en el infierno (Lc 16:24), lo cual nos da una idea de cuán intensa debe haber sido la angustia sufrida por José y María. En ese sufrimiento padecido por María se cumple por primera vez la profecía dicha por el anciano Simeón de que una espada atravesaría su alma (Lc 2:35). Pero la pregunta de María expresa también su sorpresa de que un niño tan obediente como Jesús se hubiera quedado en Jerusalén sin advertirles ni pedirles permiso.
La respuesta de Jesús es desconcertante y está cargada de un sentido misterioso, pero a la vez contiene un reproche velado: “¿Por qué me buscabais? No sabíais que en los asuntos de mi Padre me es necesario estar?” (v. 49).
Jesús les recuerda que Él no sólo era su hijo, sino que, por encima de ellos, tenía a Dios por Padre. Sus palabras oponen a su padre adoptivo, su Padre verdadero. Su obediencia al primero está supeditada a su obediencia al segundo.
En éstas, que son las primeras palabras suyas que consignan los evangelios, Jesús afirma claramente su deidad y muestra que Él era, en esa etapa inicial de su vida, plenamente conciente de su misión en la tierra. Él ha venido para hacer la obra que su Padre le ha encomendado.
Según otras versiones las palabras de Jesús fueron: “¿No sabíais que en la casa de mi Padre me conviene estar?” Antes que la casa de José y María en Nazaret, el templo de Jerusalén es su verdadera casa. Notemos que la primera manifestación pública de Jesús tiene lugar en el templo, en la casa de su Padre. Allí, en los atrios del templo, se escuchó por primera vez su voz enseñando siendo niño, y en los atrios del templo enseñará Él diariamente más adelante como adulto durante su ministerio público, cuando se encuentre en Jerusalén.
Pero Lucas añade que sus padres no entendieron su respuesta (v. 50). ¿Qué fue lo que no entendieron? Ambos eran perfectamente concientes del origen divino de su Hijo, sobre todo María que había aceptado concebir un hijo sin intervención de varón (Lc 1:34,35,38); pero también José, a quien le había sido revelado en sueños que el niño había sido engendrado por el Espíritu Santo (Mt 1:20,21).
Lo que ellos no entendieron fue posiblemente qué propósito cumplió el que Jesús departiera con los doctores de la ley en esa ocasión y a tan temprana edad. Es decir, no entendieron de qué asuntos de su Padre se había ocupado Él al quedarse en Jerusalén.
Habiendo sido hallado, Jesús retornó enseguida con sus padres a Nazaret y, dice el texto, que les estaba sujeto, esto es, les obedecía en todo (Lc 2:51a). Al hacerlo Jesús obedecía a su Padre celestial que lo había puesto bajo la autoridad de sus padres terrenos. Jesús es en esto un modelo para todos los hijos.
“Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón.” (v. 51b; cf 2:19). Aunque perpleja por el significado del acontecimiento, ella continuó pensando en lo ocurrido tratando de descifrarlo. Lucas sugiere que había también otras “cosas” (palabras, hechos, actitudes) acerca de su divino Hijo que ella guardaba en su corazón. Esto es muy propio de todas las madres que guardan en su corazón, sin confiarlo a otros, muchas cosas relativas a sus hijos.
El episodio termina señalando que “Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y con los hombres.” (v. 52; cf v. 40, 1Sm 2:26). Crecía en cuanto a su naturaleza humana, porque en cuanto a su naturaleza divina, era imposible que creciera, pues era perfecto. Se entiende que así como crecía en edad y estatura, aumentaban la estima y el afecto que le tenían los que lo conocían, tal como promete Pr 3:4 al hijo obediente: “Y hallarás gracia y buena opinión ante los ojos de Dios y de los hombres.”. (Continuará).
Notas: 1. Era costumbre que los padres acostumbraran a sus hijos desde los nueve años a ayunar por horas, y a los doce, todo un día, para que estuvieran habituados a hacerlo el día de Yom Kippur, o de expiación, a la edad de trece años.
2. La expresión “un día de camino” se encuentra ocasionalmente en el Antiguo Testamento (Nm 11:31; 1R 19:4) y representaba unos 36 Km, aunque es posible que en el caso de la comitiva, en la que había mujeres y niños, fuera una distancia menor.
3. En el libro de Cantares hay una figura alegórica de esta búsqueda de Jesús: “Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma: lo busqué y no lo hallé. Y dije: Me levantaré ahora y rodearé por la ciudad; por las calles y por las plazas buscaré al que ama mi alma; lo busqué y no lo hallé.” (Can 3:1,2).
4. La casa de Dios, el templo de Jerusalén, es un tipo de la Iglesia, donde Cristo puede ser encontrado por todos los que le buscan.
5. En esas reuniones los maestros estaban sentados en semicírculo, y sus discípulos estaban sentados en el suelo en filas frente a ellos.
NB. Quisiera pedir a todos los lectores que oren por el joven peruano André Arenas, de 25 años, que ha sido acusado falsamente de abusar de unas niñas pequeñas que estaban a su cuidado, en Anaheim, California, y que corre peligro, por falta de medios para contratar a un abogado (y sólo cuenta con uno de oficio), de ser condenado a cadena perpetua. Su causa se está viendo en estos días.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#781 (02.06.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). 

miércoles, 19 de junio de 2013

MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO

Pasaje seleccionado de mi libro
“MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO”
MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO
El amor que lleva al matrimonio debe ser -sobre todo en la mujer- el amor primero. Ése es el motivo por el cual los padres en el Israel del Antiguo Testamento cuidaban tanto a sus hijas.
Esa es también la razón por la cual muchos padres todavía hoy día cuidan tanto a sus hijas. Las celan como Dios nos cela (2Cor 11:2; St4:5). El padre quiere que su hija llegue pura al matrimonio para que ella sea esposa de su yerno, como él quiso, o hubiera deseado, que su esposa sea para él. El padre, el verdadero padre, ama a su yerno como a un hijo propio, y no quiere menos para él que lo que quiere para su hijo. Es por un instinto sabio que los padres se comportan así, celando, cuidando a sus hijas. Es cierto, sin embargo, que a veces los padres celan a sus hijas no por cuidarlas sino con un amor egoísta que busca acapararlas y que puede empujarlas a la rebeldía. Aquí, pues, el padre cristiano debe buscar el justo equilibrio entre vigilancia, confianza y libertad.
La mujer sólo puede amar a un hombre en la forma que he descrito una vez en la vida. Si ya amó a uno así, el amor que entregue a otro será un amor de segunda mano, que esconda muchas heridas. Lo cual no impide que de esos amores segundos puedan surgir matrimonios felices que Dios bendice, porque su gracia no tiene límites. Pero ése no es su plan perfecto.
Pero para el hombre, aunque sea más difícil, rigen las mismas condiciones: debe guardarse igual para la que será su esposa. Sólo de esa manera merecerá encontrar una muchacha que se haya guardado para él.
(Pág. 28. Editores Verdad y Presencia, Tel. 4712178)





MADRES EN LA BIBLIA III

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA III
7. Los sacerdotes del templo de Jerusalén estaban divididos en 24 clases que ejercían su ministerio durante una semana dos veces al año (2Cro 23:8), cumpliendo un ciclo anual. A la clase de Abías, que era la octava (1Cro 24:10), pertenecía el sacerdote Zacarías, (Nota 1) que estaba casado con una mujer de estirpe sacerdotal como él, y que se llamaba Elisabet (como dice el griego), o Isabel en español (2). Ambos eran de edad avanzada y no habían tenido descendencia porque Isabel era estéril (Lc 1:7), lo que era la mayor desgracia que podía ocurrir a una mujer en esa época. Ella está en la misma línea que Sara, Rebeca, Raquel, la madre de Sansón y Ana. Sin embargo, su esterilidad prepara las condiciones para una intervención milagrosa de Dios, con la que Él va a dar a Israel un líder excepcional. Su caso es semejante a la historia del nacimiento de Isaac, en que tanto ella como su marido, tal como fue el caso de Abraham y Sara, tendrían un hijo siendo ya ancianos.
De ellos dice Lucas: “Ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor.” (v. 6), esto es, eran un modelo de la piedad del Antiguo Testamento.
“Aconteció que ejerciendo Zacarías el sacerdocio delante de Dios según el orden de su clase, conforme a la costumbre del sacerdocio, le tocó en suerte ofrecer el incienso, entrando en el santuario del Señor.” (v. 8,9). Entretanto la multitud esperaba afuera orando.
De repente, para sorpresa y confusión de Zacarías, un ángel del Señor se le apareció parado a la derecha del altar del incienso, y le dijo: “Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan.” (v. 13) (3), y tú te alegrarás de su nacimiento “porque será grande delante de Dios.” (v. 15a) Hay muchos que se afanan por ser grandes delante de los hombres, ser admirados y envidiados, pero pocos son los que buscan ser grandes delante de Dios, -aunque en realidad no puedan serlo en sí mismos- pero Dios en su gracia puede levantarlos y usarlos para una misión importante. Y luego añade: “No beberá vino ni sidra,” lo que nos indica que él sería un “nazareo”, consagrado a Dios desde su nacimiento, como lo había sido Sansón (Jc 13:5; cf Nm 6:1-5) Y termina diciendo el ángel: “Será lleno del Espíritu Santo aún desde el vientre de su madre.” (v. 15b). (4)
Este último anuncio puede sorprender a muchos, porque ¿cómo puede una criatura que no ha nacido todavía, ser llena del Espíritu Santo? La primera conclusión a sacar es que la criatura en el vientre no es una “cosa”, ni un amasijo de células, como sostienen los partidarios del aborto, sino es un ser humano en un sentido pleno, y puede por tanto recibir la unción del Espíritu de Dios.
Pero ese anuncio nos dice también que la criatura por nacer estaba marcada para cumplir más adelante una misión trascendental. En primer lugar él haría que muchos israelitas se conviertan al Señor su Dios (v. 16). Pero ¿qué necesidad tendrían de convertirse esos hombres? ¿No conocían ellos acaso y no rendían culto al Dios de sus padres, al único Dios verdadero? Lo conocían, es cierto, pero sólo de oídas, como dice Job (Jb 42:5), pero ese conocimiento intelectual no tenía el poder de transformar sus corazones y sus vidas. En realidad, aunque tenían su nombre constantemente en la boca, la mayoría de ellos vivía de espaldas a Dios. Sin embargo, la profecía del ángel empezó a cumplirse en Lc 3:3-18, cuando las multitudes venían a hacerse bautizar por Juan.
Y el ángel añadió: “E irá delante de Él con el espíritu y poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.” (Lc 1: 17)
El profeta Elías, como bien sabemos, no experimentó la muerte, pues fue llevado al cielo vivo en un carro de fuego (2R 2:11). El profeta Malaquías había profetizado que antes del dia del Señor, grande y terrible, Dios enviaría al profeta Elías y que él haría “volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres…” (Mal 4:5,6).
Jesús en dos ocasiones había dicho a sus discípulos que Juan Bautista –el hijo de Zacarías y Elisabet- era “aquel Elías que había de venir…” La primera está registrada en Mt 11:14. La segunda vez fue después de la Transfiguración, en que Moisés y Elías aparecieron al lado de Jesús conversando con Él. Cuando descendían del monte Tabor, a la pregunta de sus discípulos acerca de Elías (a quien ellos acababan de ver) y que, según el anuncio mencionado, había de venir, Jesús les contestó que Elías ya había venido “y no le conocieron e hicieron con él lo que quisieron.” (Mt 17:12) El texto añade que los discípulos comprendieron que se refería a Juan Bautista (v. 13).
Zacarías contestó al ángel: “En qué conoceré esto?” Es decir, ¿qué señal me das de que va a suceder lo que me anuncias? “Porque yo soy viejo y mi mujer es de edad avanzada.” Y el ángel le contestó: “Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; que he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas. Y ahora quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras…”
En lugar de alegrarse de que Dios le diera un hijo cuando ya parecía imposible, él duda del anuncio. A causa de su duda la señal que pide será que él se quedará mudo hasta que lo anunciado se cumpla. Es mejor creerles a los mensajeros de Dios que pedirles señales que corroboren su mensaje y suplan a nuestra falta de fe, no sea que la señal que se nos dé sea ingrata..
Cuando finalmente Zacarías salió del santuario, ante la sorpresa de los fieles que estaban extrañados de que demorase tanto, él sólo podía hablarles por gestos, y “comprendieron que él había visto visión en el santuario.” (Lc 1:22).
Cumplida su semana de ministerio, Zacarías regresó a su casa en una ciudad situada en la región montañosa de Judea (v. 39). Y tal como el ángel había anunciado, Elisabet concibió en su vejez “y se recluyó en su casa por cinco meses”. ¿Por qué lo hizo? El texto sólo indica que ella estaba agradecida a Dios porque le había quitado la afrenta de la esterilidad (v. 24,25; cf Gn 30:23; Is 54:1,4), al haberse cumplido en ella la promesa contenida en el salmo 113:9: “Él hace habitar en familia a la estéril, que se goza de ser madre de hijos.”. Quizá se encerró por el temor comprensible de que saliendo a la calle, y siguiendo sus actividades normales, podía perder a la criatura que llevaba en sus entrañas. Pero lo más probable es que ella se ocultara por vergüenza, ya que era inusual que una mujer de su edad pudiera estar embarazada. Pero una vez que le fuera revelado sobrenaturalmente que su joven pariente estaba en cinta siendo virgen, desapareció su timidez.
Entretanto, como sabemos, el mismo ángel Gabriel se presentó donde María y le anunció que ella –que estaba comprometida con un varón descendiente de David, pero no estaba aún casada- concebiría y daría a luz un hijo por el poder del Espíritu Santo, el cual sería llamado “Hijo del Altísimo” e “Hijo de Dios” (v. 26-36).
El ángel le dijo enseguida, como señal para corroborar la verdad de su aserto, que su anciana pariente Elisabet ya estaba en su sexto mes de embarazo, algo que María no sabía, añadiendo “porque para Dios no hay nada imposible.” (v. 37). Entonces María, sin dudar de la verdad de ese anuncio, pronunció las palabras de aceptación que significaban para ella asumir un grave riesgo, pues no viviendo aún con su prometido esposo, ponían en peligro su futuro: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo según tu palabra.” (v. 38).
A los pocos días, y repuesta quizá María de su sorpresa y anonadamiento ante el destino que Dios le había deparado, del cual se sentía indigna, ella se apresuró a visitar a su pariente Elisabet. Tan pronto ésta oyó el saludo de María, la criatura que llevaba en su seno saltó de alegría, reconociendo al que estaba en el vientre de la visitante. “Y Elisabet fue llena del Espíritu Santo,” exclamando a viva voz esas palabras tan conocidas: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre,” y añadiendo: “¿Por qué se me concede esto a mí (es decir, este privilegio), que la madre de mi Señor venga a visitarme?” El Espíritu Santo le reveló a ella en ese momento dos cosas que no tenía cómo saber: Primero, que María estaba encinta; y segundo, que la criatura que María llevaba en su seno era su Señor, es decir, el Mesías esperado por Israel. Esta es una revelación extraordinaria que muestra el importante papel que a ella le tocaba desempeñar en el plan de salvación de Dios. Dicho sea de paso, ella es la primera persona en llamar al Mesías “mi Señor”. Pablo escribirá más adelante: “Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo.” (1Cor 12.3).
¿Comprendía ella en ese momento cómo el nacimiento del hijo que ella esperaba se conjugaba con el nacimiento del Mesías, tal como el ángel había anunciado a su marido de que su hijo prepararía la venida del Señor? (Lc 1:17). Es posible que el Espíritu se lo revelara.
Elisabet termina su saludo exclamando: “Bienaventurada la que creyó porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.” (v. 45).
Estimulada por el saludo de su pariente, María prorrumpe en un cántico de alabanza a Dios: “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador; porque ha mirado la bajeza (es decir, la humildad) de su sierva.” (v. 46-48a) He aquí lo que atrajo la mirada de Dios sobre María cuando se trataba de escoger a la que debía ser la madre de su Hijo. No sus cualidades intelectuales, no su belleza, no su alcurnia, sino su humildad, porque la humildad es condición indispensable de las otras virtudes.
Enseguida enuncia María una profecía que se ha cumplido con creces a través de los siglos: “Pues he aquí, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.” (v. 48b).
María permaneció con su pariente “como tres meses”, pero el texto no precisa si se quedó hasta que Elisabet dio a luz o si regresó antes, pero lo más probable es que fuera lo primero (v. 56).
Cuando al octavo día de su nacimiento, el hijo de Elisabet fue llevado a circuncidar, le iban a poner el nombre de su padre, Zacarías, pero ella dijo: “No, se llamará Juan.” Sorprendidos de que escogiera un nombre del que no había antecedentes en la familia, preguntaron a su padre cómo se debería llamar, y Zacarías escribió en una tablilla: “Juan es su nombre.” En ese momento se le abrió la boca y empezó a hablar de nuevo alabando a Dios.
Los vecinos y lugareños que se enteraron de estas cosas se admiraron y se preguntaban: ¿Qué vendrá a ser este niño?, viendo en los prodigios que acompañaron a su nacimiento un presagio de que Dios tenía un alto propósito para él (v. 59-66).
Por su lado Zacarías, lleno del Espíritu Santo, profetizó: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo…” (v. 68,69), dando ya por hecho todo lo que vendría a ocurrir tres décadas después, según lo habían anunciado los profetas desde antiguo. Lucas cierra el capítulo escribiendo: “Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu; y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.” (v. 80).
Notas: 1. Su nombre quiere decir “Dios se acuerda”.
2. Su nombre es el mismo que el de la mujer de Aarón (Ex 6:23); en hebreo Elisheba, que quiere decir “Dios es mi juramento”, esto es, “adoradora de Dios”.
3. En hebreo Yehojanan, nombre compuesto por Yehova y janan=”la gracia, o la misericordia de Dios”.
4. Hacía 400 años que no había profecía ni ministerio angélico en el pueblo escogido.
Amado lector: Jesús dijo: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mr 8:36) Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, es muy importante que adquieras esa  seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Con ese fin yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
“Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
#780 (26.05.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).


miércoles, 12 de junio de 2013

OBSERVACIONES Y CONSEJOS - Pasajes seleccionados


Pasaje seleccionado de mi libro
“MATRIMONIOS QUE PERDURAN EN EL TIEMPO”
OBSERVACIONES Y CONSEJOS
El pudor de la mujer guarda su virginidad cuando es doncella de las miradas ajenas… Al contraer matrimonio hombre y mujer se hacen un juramento que tiene a Dios por testigo… Si no tratas bien a tu mujer te odias a ti mismo… Una de las promesas que los novios deberían hacerse antes de casarse es la de nunca insultarse… El papel de la mujer, de la esposa y madre, es ser la reina del hogar, la reina de la casa… A la sociedad le va como le va a la familia. Familia enferma, sociedad enferma; familia sana, sociedad sana… Lo más importante, lo decisivo en el matrimonio, es el carácter de cada cónyuge… En el hogar nunca se debe levantar la voz, salvo de alegría o para alabar a Dios… Cuanto más humilde es una persona, con mayor amabilidad debe ser tratada… El hombre debe preferir el bien de su mujer al bien propio… Si quieres que tus hijos te respeten, respeta a tu mujer y ellos te respetarán…
(Editores Verdad y Presencia, Telf 471-2178)



MADRES EN LA BIBLIA II

LA VIDA Y LA PALABRA
Por José Belaunde M.
MADRES EN LA BIBLIA II
4. El 1er libro que lleva el nombre de Samuel se inicia con la historia de su nacimiento. Ana, esposa de Elcana, sufre porque aunque es la mujer preferida de su marido, no le ha dado hijos, pues es estéril y es objeto de las burlas de su rival, Penina, que sí le ha dado varios hijos.
Cuando Elcana va con toda su familia, según su costumbre, a adorar a Dios en Silo, donde estaba el arca de la alianza, y luego celebran un banquete, ella se levanta de la mesa llorando y se va al santuario. Allí, parada junto a una columna, derrama su alma delante del Señor, pidiéndole que le dé un hijo.
El hijo que Dios le dé ella le promete devolvérselo para que le sirva toda su vida: “Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí… sino que dieras a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza.” Es decir, será nazir, consagrado a Dios. Uno de los signos de la consagración a Dios, como sabemos, en tiempos del Antiguo Testamento era no cortarse el cabello.
El sumo sacerdote Elí, que estaba cerca, al verla llorar moviendo los labios pero sin proferir palabra audible –pues ella oraba para sí- cree que ella está borracha y se lo echa en cara. Ella se defiende y le declara cuál es la causa de su congoja, y el voto que ha hecho a Dios. Elí le responde: “Vé en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho.” (1Sm 1:17). Ella toma la palabra del sacerdote como una profecía, segura de que Dios le concederá lo que le ha pedido.
Efectivamente, Dios se acordó de ella y, cumplidos nueve meses, ella dio a luz un hijo, al que puso por nombre Samuel, que quiere decir: “Dios oye”, por cuanto Dios escuchó su pedido.
Cuando hubo destetado al niño – entre los tres y los cinco años- ella cumple su voto: lleva al pequeño al santuario de Silo y se lo entrega al sacerdote Elí, diciendo: “¡Oh señor mío! Vive tu alma…Yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva le servirá…” (v. 26-28).
Enseguida eleva su voz y entona el bello poema que es conocido como el Cántico de Ana, que prefigura el cántico que María, siglos más tarde, entonará cuando va de visita donde su prima Isabel, que espera un niño en su vejez (Lc 1:39-55).
Entre otras frases Ana canta: “Jehová mata y Él da vida; Él hace descender al Seol, y hace subir. Jehová empobrece y Él enriquece; abate y enaltece.” (2:6,7).
El hijo que Dios dio a Ana, el profeta Samuel, será el último juez de Israel. Él ungirá a Saúl como rey de su pueblo (1Sm 10:1), y ungirá en su reemplazo al menor de los hijos de Isaí, a David (1Sm 16:13), y anunciará a Saúl que Dios lo ha desechado porque le ha desobedecido (1Sm 15:26-28; 28:15-18).
5. En el tercer capítulo del primer libro de Reyes leemos cómo Dios se apareció al joven rey Salomón, y le dice que le pida lo que quiera, porque Él se lo dará. En lugar de pedirle riquezas y gloria Salomón le pide a Dios que le dé un corazón entendido y discernimiento para gobernar a un pueblo tan numeroso como el que él había heredado de su padre, David (1R 3: 5-9).
Y agradó a Dios que Salomón le pidiera eso, y le dijo que por no haberle pedido riquezas, ni victoria sobre sus enemigos, sino inteligencia para juzgar Él le daría inteligencia como nunca la había tenido nadie antes de él, ni la tendría después, pero que además le daría lo que no le había pedido: riquezas y gloria (v. 10-13).
Enseguida se nos muestra un ejemplo de la sabiduría que Dios dio a Salomón para juzgar a su pueblo.
“En aquel tiempo vinieron al rey dos mujeres rameras (Nota 1) y se presentaron delante de él.”
“Y dijo una de ellas: ¡Ah, señor mío! Yo y esta mujer morábamos en una misma casa, y yo di a luz estando con ella en la casa. Aconteció al tercer día después de dar yo a luz, que ésta dio a luz también, y morábamos nosotras juntas; ninguno de fuera estaba en casa, sino nosotras dos en la casa.”
“Y una noche el hijo de esta mujer murió, porque ella se acostó sobre él. Y se levantó a medianoche y tomó a mi hijo de junto a mí, estando yo tu sierva durmiendo, y lo puso a su lado, y puso al lado mío su hijo muerto. Y cuando yo me levanté de madrugada para dar el pecho a mi hijo, he aquí que estaba muerto; pero lo observé por la mañana, y vi que no era mi hijo, el que yo había dado a luz.”
“Entonces la otra mujer dijo: No; mi hijo es el que vive, y tu hijo es el muerto. Y la otra volvió a decir: No; tu hijo es el muerto, y mi hijo es el que vive. Así hablaban delante del rey.” (1R 3:16-22)
El rey evidentemente está perplejo ante los alegatos de ambas mujeres y no tiene manera de averiguar cuál de las dos dice la verdad. En ese momento se le ocurre una idea: Aplicar al caso una práctica común entonces, cuando el juez no podía discernir a quién pertenece el objeto o el bien disputado: dividirlo en partes iguales entre los dos contendores.
“El rey entonces dijo: Esta dice: Mi hijo es el que vive, y tu hijo es el muerto; y la otra dice: No, mas el tuyo es el muerto, y mi hijo es el que vive. Y dijo el rey: Traedme una espada. Y trajeron al rey una espada. En seguida el rey dijo: Partid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra.” (v. 23-25)
Naturalmente él sabe que la que es la verdadera madre no soportará la idea de que maten a su hijo para resolver la contienda, y preferirá perderlo a que le quiten la vida.
“Entonces la mujer de quien era el hijo vivo, habló al rey (porque sus entrañas se le conmovieron por su hijo), y dijo: ¡Ah, señor mío! dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis. Mas la otra dijo: Ni a mí ni a ti; partidlo. (v. 26)
Los sentimientos de la verdadera madre se impusieron a su sentido de rivalidad. ¿Cómo iba a permitir ella que mataran al hijo de sus entrañas? En cambio la que no había dado a luz a la criatura sí estaba de acuerdo con la propuesta del rey. Ella no perdía nada con la muerte del niño que no era suyo, pues ya había perdido al propio.
“Entonces el rey respondió y dijo: Dad a aquella el hijo vivo, y no lo matéis; ella es su madre. Y todo Israel oyó aquel juicio que había dado el rey; y temieron al rey, porque vieron que había en él sabiduría de Dios para juzgar.” (v. 27,28)
¿Qué habrías hecho tú, mujer, si se tratara de tu propio hijo? ¿Lo habrías sacrificado con tal de no darle la razón a tu rival? En la vida práctica ¡cuántas mujeres y cuántos hombres perjudican a sus hijos involuntariamente para no perder alguna ventaja material, o por razones de amor propio!
¿Cuántos piensan primero en el bien de sus hijos y no en sus comodidades? ¿Cuántos esposos rehúsan limar las asperezas de su relación con su cónyuge y deciden separarse sin pensar en lo que sufrirán sus hijos?
Cuando aceptas ser padre o madre, ¿qué viene primero, tu propio bienestar, o el de tus hijos? Piénsalo bien, porque algún día darás cuenta a Dios de lo que hiciste y cómo te portaste con los hijos que Dios te confió.
6. La sunamita es el personaje femenino de uno de los episodios más fascinantes de la vida de Eliseo, el gran profeta, discípulo y sucesor de Elías, en tiempos de la apostasía generalizada del reino de Israel, o Samaria (2R 4:8-37).
Ella era la esposa de un rico propietario de la ciudad de Sunem, situada entre Samaria y el monte Carmelo, donde vivía Eliseo, por lo que el profeta pasaba por allí con frecuencia. Cada vez que lo hacía él era invitado a almorzar por la sunamita y su esposo.
Comprendiendo ella que se trataba de un varón ungido por Dios, le sugirió a su marido construir un pequeño cuarto adosado al muro de su propiedad, donde el profeta pudiera alojarse cuando estaba de paso por la localidad, y pudiera gozar de privacidad, aunque estuviera muy modestamente amoblado: una cama, una mesa, una silla y un candelero. Con eso se contentaba Eliseo, aunque estuviera acostumbrado a entrar en palacios de reyes.
Eliseo, tocado por la generosidad de la mujer, pensó en qué forma podría él mostrarle su agradecimiento, y le preguntó: ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Necesitas que hable por ti al rey, o al general del ejército? Es decir, ¿hay algún favor que pueda yo obtenerte? ¿Tienes alguna queja no resuelta? El profeta era a la vez odiado (2R 6:31) y gozaba de gran de influencia y autoridad en la corte.
La respuesta de ella es a la par sencilla y desconcertante: “Yo habito en medio de mi pueblo.” (2R 4:13). Esto es, nosotros estamos muy bien como estamos. Gozamos del respeto de nuestros vecinos, tenemos más que lo suficiente para vivir, no necesitamos del favor y del fasto de la corte. ¿Cuántos hay que se contentan con lo bueno que Dios les ha dado, y no aspiran a lujos innecesarios? Ya habrá ocasión más adelante, cuando la sunamita necesite del favor del rey para recuperar las posesiones que le habían sido arrebatadas (2R 8:3-6).
Pero Eliseo no queda satisfecho. Él quería de alguna manera recompensar a esta mujer por las atenciones que recibía de ella. La gratitud es una de las características de las almas nobles. Y le pregunta a su criado Giezi: “¿Qué, pues, haremos por ella? Y Giezi respondió: …Ella no tiene hijo y su marido es ya viejo.” (2R 4:14).
Eliseo la hace llamar, y ella viene y se queda parada respetuosamente en la puerta del cuarto. No entra en la habitación, aunque es la dueña de casa. Él le dice: “El año que viene, por este tiempo, abrazarás a un hijo.” (v. 16). Pero ella, aunque eso era lo que más deseaba, le responde vivamente: “Tú eres un varón de Dios. No te burles de tu sierva, haciendo que me haga ilusiones”; pensando sin duda que, dada la edad de su marido, eso era algo ya imposible.
Pero la palabra de Eliseo se cumplió, y ella concibió y al año siguiente le nació un hijo. Dios le construyó “casa”, es decir, familia, en recompensa de la “casa” que ella había construido para el profeta.
Cuando hubo crecido el niño, él se fue un día temprano donde estaba su padre con los segadores. De repente, el chico, agarrándose la cabeza con las manos, gritó: “¡Ay, mi cabeza, mi cabeza!” (v. 19). Él debe haber sentido un dolor muy fuerte, consecuencia quizá de la insolación. Su padre lo envió donde su madre, y ella lo tomó en sus brazos calmándolo y acariciándolo para que se durmiera, esperando que al despertar el dolor habría desaparecido. Pero al medio día el niño murió (v. 20).
Entonces ella, sin llorar ni decir una palabra de queja, pensando quizá en que ese niño, que era fruto de una promesa divina dicha por Eliseo, no le podía ser arrebatado, lo llevó al cuarto donde se alojaba el profeta, lo tendió sobre la cama, cerró la puerta tras ella, y salió. Le pidió a su marido que le preparara un asna y que, con un criado como acompañante, la enviara donde el profeta. Aunque estaba sorprendido de que ella quisiera visitarlo cuando no era día de reposo ni luna nueva, él no puso obstáculo y ella partió rápidamente (2). Aquí podemos ver la confianza que existía entre ellos, pues él no le exigió una explicación del motivo inusual de su visita al profeta. Pero ella tampoco quiso afligirlo diciéndole que su hijo había muerto.
Ella debe haber oído sin duda cómo el profeta Elías había resucitado al hijo de la viuda de Sarepta (1R 17:17-24), y recordando que Eliseo había recibido una doble porción del espíritu que reposaba sobre Elías (2R 2:9-14), confiaba en que el discípulo podría también levantar a su hijo de los muertos.
Cuando Eliseo, desde la altura del monte Carmelo donde moraba, vio venir a la sunamita, mandó a su criado que le diera encuentro y le preguntara: ¿Todo está bien en casa? Ella no teniendo por qué darle detalles de lo ocurrido a Giezi, le contestó: Todo está bien.
Pero al llegar donde estaba Eliseo se postró en tierra aferrándose a sus pies. Giezi quiso apartarla, pero Eliseo se lo impidió, diciendo: “Déjala porque su alma está en amargura, y Jehová me ha encubierto el motivo y no me lo ha revelado.” (2R 4:27).
Eliseo, acostumbrado a que Dios le diera a conocer tantos acontecimientos por adelantado y le revelara sus causas y motivaciones, se sorprende de que algo grave esté ocurriendo con esta mujer, que da muestras de una gran aflicción al echarse a sus pies, sin que Dios le mostrara el motivo de su pena.
Cuando ella se recupera y se levanta, le reprocha al profeta: “¿Acaso te pedí yo que me dieras un hijo? ¿No te dije yo más bien que no te burlaras de mí?” Que es como si le dijera: Mejor hubiera sido para mí no haber tenido un hijo si me iba a ser quitado tan rápido. ¿De qué sirve que se nos dé alguien, un marido, o un hijo, con quien nos encariñemos, si pronto hemos de perderlo? Mejor sería no habernos ilusionado. Pero ¿podría Dios haberle dado a ella un hijo para que sufra por ello? En medio de su dolor ella no pierde la esperanza de que Dios vaya a obrar.
Entonces Eliseo le dice a su criado: “Prepárate para salir rápido. Toma mi báculo, vé corriendo y ponlo sobre la cabeza del niño” (v. 29).
Pero ella no acepta que Eliseo delegue a otro la tarea de resucitar a su hijo, e insiste en que él mismo vaya. Ella no confía en el báculo de Eliseo, en el objeto inanimado, sino en el espíritu que mora en el profeta (v. 30).
Eliseo entonces accede y se va con ella. Pero ya Giezi se había adelantado, ilusionado con la posibilidad de que Dios haga un milagro por su intermedio, para poder jactarse de ello. Pero ¿le concedería Dios ese gusto a quien pensaba menos en el bien ajeno que en el beneficio propio? Por eso su esfuerzo fue inútil y tuvo que regresar diciendo que el niño no se despertaba (v. 31).
Al llegar Eliseo al cuarto, vio al niño tendido sobre su cama, cerró la puerta tras suyo, y después de pedir a Dios por la vida del niño, hizo lo que su maestro Elías había hecho una vez: Se echó sobre la criatura, puso su boca sobre su boca, puso sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre sus manos, y el cuerpo del niño comenzó a entrar en calor (v. 32-34).
Se levantó entonces el profeta y se puso a caminar por la casa, arriba y abajo, para recuperarse quizá del esfuerzo que había hecho al querer infundir vida en el niño. Él había hecho todo lo que estaba a su alcance en el nombre de Dios, y había obtenido un resultado esperanzador, pero el niño no había vuelto a la vida. Algún día, siglos más tarde, Jesús no tendría que hacer tanto esfuerzo para levantar a un muerto. Simplemente ordenaría: Niño -o muchacha-, levántate; Lázaro, sal afuera (Lc 7:11-15; Mt 9:18-26; Jn 11:38-44).
Pero Eliseo era sólo un hombre, no Dios. Subió nuevamente al cuarto y repitió la operación que había hecho antes, como para soplar aliento en la boca y en los pulmones del muchacho (Gn 2:7); para darle luz a sus ojos y fuerzas a sus manos. Y el niño, despertando, estornudó siete veces y abrió los ojos (2R 4:35).
Entonces, llamando a su criado, le ordenó: Llama a la sunamita. Y cuando ella vino le dijo: “Toma a tu hijo” (v. 36). Al darle ese gozoso anuncio le estaba diciendo: Aquí lo tienes lleno de vida. Entonces ella se postró a los pies del profeta. Poco antes lo había hecho sumida en tristeza; ahora lo hacía llena de agradecimiento y de júbilo.
He aquí cómo las palabras del cántico de Ana, que hemos recordado al inicio, se cumplieron una vez más: “Jehová mata y da vida.” Aunque el hombre orgulloso no lo quiera reconocer y lo niegue mil veces, nuestras vidas están en sus manos; Él nos abate y nos levanta cuándo y cómo quiere. He aquí también el poder de la oración de fe que mueve montañas y sana a los enfermos (Mr 11:23; St 5:14,15). No dejemos de recurrir a ella cuando sea necesario.
Notas: 1. Según el comentarista Adam Clarke la palabra hebrea zaná estaría mal traducida y no significa en este caso “ramera” sino “hospedadora”. En su opinión ambas mujeres habrían tenido una casa de huéspedes. Lo que sí es obvio es que sus hijos eran hijos de fornicación, pues no están presentes los maridos.
2. Las personas piadosas tenían entonces por costumbre visitar al profeta en esas fechas.
NB. Este artículo, el anterior y el próximo del mismo título, están basados en una enseñanza preparada para una reunión del ministerio de la Edad de Oro, con ocasión del Día de la Madre.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios por toda la eternidad, yo te invito a pedirle perdón a Dios por tus pecados haciendo la siguiente oración:
   “Jesús, tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#779 (19.05.13). Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).