lunes, 29 de agosto de 2011

LA INQUIETUD DE ZAQUEO II

Por José Belaunde M.

A PROPÓSITO DE LUCAS 19:1-10
(Transcripción de una charla dada en el ministerio de la “Edad de Oro”)


Al terminar el artículo anterior Jesús, que se había invitado a sí mismo a casa de Zaqueo, se preparaba para ser acogido por el publicano. Apenas llegó Zaqueo exclamó: “La mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.” (v. 8). Zaqueo se había vuelto loco. Él, que se había dedicado la vida entera acumular dinero por cuenta de los romanos, y a juntar de paso plata para sí, ahora quiere regalar la mitad de su fortuna.

Oye Zaqueo ¿qué te ha pasado? ¿Estás mal de la cabeza? ¿Te has vuelto chiflado? ¿Qué te ha ocurrido? Antes de que Jesús le diga nada declara: “Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres, y si en algo he defraudado a alguien en el cobro de impuestos, (su conciencia lo acusaba de que lo había hecho), le voy a devolver lo que le cobré de más multiplicado por cuatro.” De ser un hombre avaro, codicioso, de pronto Zaqueo se ha convertido en un hombre generoso, como estoy seguro lo somos nosotros los que estamos acá.

Pero ¿no ocurre eso con frecuencia, que cuando un hombre es tocado por Dios se vuelve desinteresado? ¿No es eso lo que ocurre? Aquí en esta sala no hay avaros, aquí no hay codiciosos, ¿no es cierto? Porque todos somos cristianos generosos como debemos ser. A nadie de los que estamos acá le duele soltar el monedero o la billetera. Yo doy fe de ello.

Pero inquiramos más profundamente. ¿Qué movió a Zaqueo a hacer ese acto de generosidad? Inconcientemente él reconoce que para recibir dignamente a Jesús como huésped, la casa de su alma -dice Juan Crisóstomo- debe ser adornada con limosnas y actos de desprendimiento. Al regalar la mitad de su fortuna él se hizo imitador de Aquel que se hizo pobre para que nosotros fuéramos enriquecidos. Él sembró abundantemente para poder cosechar algún día con abundancia en el reino de los cielos.

Pero notemos algo interesante. Jesús no le dice a Zaqueo: “No, Zaqueo; tú tienes que vender todos tus bienes, no sólo la mitad. Tienes que venderlo todo y dárselo a los pobres”, como le dijo una vez a un joven rico que conocemos (Lc 18:22). Jesús no le dice eso. ¿Por qué no le dice a Zaqueo lo mismo que le dijo a ese joven rico? A Zaqueo le permite que guarde la mitad de sus bienes ¿Saben ustedes el motivo?

Lo que yo sé es que Jesús, como hace siempre Dios, trata individualmente a cada persona. A unos les exige tal cosa, a otros les pide tal otra, a otros no les pide nada. Es como el médico que da la receta que conviene a cada enfermo según sea la enfermedad, no tiene una norma fija, una misma receta para todos, como solemos hacer nosotros. Imagínense un médico que va donde un enfermo al que le duele la cabeza y le da su receta: “Tome tal cosa.” Y luego viene otro enfermo al que le duele el pie y le receta lo mismo; y viene otro al que le duele el estómago y le da la misma receta. No pues. Jesús trata a cada persona según su condición, como el doctor consumado de las almas que es.

Él tenía sus razones para no exigirle a Zaqueo que venda todas sus posesiones. Implícitamente le está diciendo: “Está bien que regales la mitad y que te quedes con el resto.” Además Zaqueo ha dicho que va a devolver el cuádruple a cada persona a la cual hubiera engañado en el cobro de impuestos. Para poder hacerlo necesitaba contar con los medios, esto es, necesitaba guardar una parte de su fortuna. Pero notemos que en su propósito de resarcimiento Zaqueo va más allá de lo que exigía la ley de Moisés que mandaba que si uno había cobrado de más a una persona, tenía que devolverle lo que le cobró en exceso más el 20%, esto es, más la quinta parte (Lv 6:5). Eso era lo que la ley de Moisés exigía. Zaqueo lo sabía porque todo el mundo en esa época en Israel conocía la ley. Pero él va mucho más allá. Como su corazón ha sido cambiado él se propone dar como compensación de lo defraudado en la misma proporción de lo que la ley exigía dar por el robo de una oveja, esto es, cuatro ovejas (Ex 22:1).

¿Recuerdan lo que una vez dijo Jesús: que era más difícil que un rico se salve que un camello pase por el ojo de una aguja? El rico Zaqueo fue salvo al ver a Jesús. Esto es, pasó por el ojo de una aguja (Nota). Notemos que las riquezas pueden ser una oportunidad para la salvación, o una ocasión de perdición; una ayuda para la virtud, o una tentación al vicio. No es un crimen poseerlas, pero sí lo es no saber usarlas bien.

Y miren, tampoco le dice Jesús a Zaqueo: “En adelante vas a dejar de ser cobrador de impuestos. Ya no vas a hacer eso, sino que vas a venir detrás mío”, como le dijo a Leví (esto es, a Mateo). Al comienzo del evangelio de Marcos leemos que Jesús encontró a Mateo sentado a la mesa de los tributos y le dijo: “Tú, ven y sígueme”, y Mateo se convirtió en un discípulo suyo (Mr 2:13,14). ¿Por qué no le dijo Jesús a Zaqueo lo mismo? Sus razones tendría Jesús para que Zaqueo siguiera desempeñando el oficio de cobrador de impuestos por cuenta de los romanos. Finalmente era una función necesaria porque el estado no puede vivir si no se cobran impuestos, nos guste o no nos guste. Pero Jesús sabía que en adelante Zaqueo iba a ser un recaudador justo, y posiblemente hasta compasivo, y que no iba a explotar a nadie, sino que quizás hasta él pondría de su parte cuando veía que la persona era pobre, o que no le alcanzaba. Zaqueo había sido cambiado, ya no iba a extorsionar a nadie.

Dios tiene necesidad de que haya personas justas y de un corazón noble en los puestos públicos. Dios tiene necesidad de funcionarios que sean rectos en su manera de actuar. De manera que Jesús, al haber puesto su puntería en Zaqueo, estaba pensando posiblemente en esa necesidad, que la administración pública es necesaria, que no se puede prescindir de ella, pero que se requieren hombres justos, buenos, rectos y misericordiosos en esas funciones. Nosotros tenemos que pedirle a Dios que coloque a tales personas en los lugares altos de nuestra patria, para que puedan gobernar de una manera justa y recta. Necesitamos de Zaqueos en el gobierno y en la administración pública, de Zaqueos convertidos, claro está; no de Zaqueos de antes, sino después de haber nacido de nuevo.

Zaqueo estaba ahora sinceramente arrepentido de cómo había actuado antes, de cómo había abusado de la gente, desde su posición privilegiada, y ahora se ha propuesto que no va a actuar más de esa manera. Entonces Jesús al escuchar las palabras con que Zaqueo le recibe en su casa, mostrando que es un hombre cambiado, exclama: “Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham.” Esas palabras quieren decir que la salvación no solamente ha venido a Zaqueo personalmente, sino que ha venido a todos los suyos. ¿Qué cosa quiere decir “casa” en la Biblia? La familia, el hogar, incluyendo a su mujer, y a sus hijos, si los tuviere, y hasta al personal doméstico. La salvación ha venido a la casa entera.

Cuando Dios entra en un hogar todos se salvan. No lo vemos inmediatamente, pero ocurre en lo invisible. Primero cae uno, después cae otro y otro, hasta que todos se convierten. ¿No lo han visto ustedes? Cuando se convierte uno, todos empiezan a caer en las manos de Dios como fichas de dominó, y se convierten todos.

“Hoy ha venido la salvación a esta casa”. ¿Ha venido la salvación a tu casa? Ora por ella como oro yo por la mía, para que se cumpla la frase que Pablo le dice al carcelero de Filipos: “Cree en el Señor Jesús, y serás salvo, tú y tu casa.” (Hch 16:31). Porque tú has creído, porque el jefe de familia ha creído, serán salvos todos los de su hogar, todos los que dependen de él.

¡Qué importante es que el hombre se convierta! ¡Que el varón, que es el sacerdote del hogar, se convierta! Una vez que él se convierte todos los demás también lo harán. Pero con frecuencia ocurre que no es el hombre el que se convierte primero, sino la mujer, porque las mujeres suelen ser más receptivas a las cosas de Dios. No está mal que eso ocurra, porque ella influye en el marido. Cuando el marido se da cuenta de que ella ha experimentado un cambio, se pregunta: “¿Qué le paso a ésta? Ya no me regaña, no pelea conmigo. Ahora me cocina bien. Cuando vengo del trabajo ya no encuentro la comida fría, sino calentita. Ahora me engríe, me acaricia, no me trata mal. ¿Qué le ha pasado? ¿Se habrá vuelto loca?” Loca si, pero loca de amor por Dios, y de refilón, por su marido. Ella ha redescubierto las cosas que le gustaron en él cuando recién se conocieron.

Jesús dijo: “Por cuanto él es también un hijo de Abraham.” Es interesante pensar que el hecho de que Zaqueo estuviera al servicio de una potencia extranjera, y de que ejerciera un oficio despreciado por la mayoría, no quitaba que él siguiera siendo un miembro del pueblo escogido, y que siguiera siendo un heredero de las promesas de Abraham. Cuando un joven peca, o comete un delito que deshonra a su familia, a su apellido, su padre en castigo lo deshereda y lo expulsa de su casa. Pero eso no quita que siga siendo su hijo, que siga siendo un miembro de su familia. Algún día, Dios mediante, se rehabilitará y será recibido en el hogar como lo fue el hijo pródigo.

Los judíos piadosos de su tiempo despreciaban a Zaqueo, pero cuando uno se convierte todos sus pecados le son perdonados y nadie tiene el derecho de echárselos en cara, porque Dios ya lo ha perdonado y los ha olvidado. Nosotros debemos hacer lo mismo.

Al que ha vuelto al redil no podemos seguir reprochándole sus faltas pasadas. Si ya Dios se los perdonó ¿qué derecho tenemos nosotros para juzgarlo?

Lucas concluye el episodio con la declaración solemne de Jesús acerca de la misión que lo trajo a la tierra: “Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.” (v. 10) Eso es lo que Él vino a hacer aquí abajo. No vino para buscar a los buenos. Vino a buscar y a salvar a los pecadores, a los que estaban alejados de Dios e iban camino al infierno. Él no vino para darse un paseo, no vino de turista, sino vino a morir por nosotros. Vino para llevar en su cuerpo en el madero los pecados de todos nosotros (1P 2:24), hombres y mujeres de todos los siglos, de toda la humanidad, para que no pereciéramos eternamente.

Él había venido a buscar y a salvar a los pecadores. Igual tenemos que hacer nosotros: Ir a buscar a los perdidos, a los que no conocen a Dios, para hablarles del evangelio, a fin de que sean salvos. Eso lo podemos y debemos hacer todos. Nosotros no nos hemos jubilado de la iglesia. Nos hemos jubilado quizá de nuestro trabajo, pero para Dios nadie se jubila. Así que si tú tienes un amigo, o una amiga, de tu edad, o que no sea de tu edad, la que sea, que no conoce a Dios y que puede venir a las reuniones que tú asistes en tu iglesia, invítalo para que venga y su corazón sea tocado. No dejes de hacerlo. Tráelo a ese conocido tuyo, a esa conocida tuya, que se ha extraviado. Que venga acá, y pueda ser tocado por Dios y ser transformado, como muchos de ustedes los han sido.

Fíjense qué interesante, y con esto concluyo: Zaqueo se convirtió porque tenía curiosidad de ver a Jesús. Eso fue lo que lo movió a él; quería ver quién era este Jesús de quien todos hablaban.

¡Cuántas personas habrán entrado a un templo cristiano solamente por curiosidad, para ver qué pasa, para ver qué hacen ahí!

Les voy a contar una historia real. Hace algunos años el ministerio de consolidación de nuestra iglesia estaba confiado a un grupo de personas a cargo de un hermano fiel. Un grupo de personas venían al templo todos los domingos por la mañana, y otro grupo venía por la tarde. Yo servía en dos servicios por la mañana. Una mañana me tocó ocuparme de un joven que estaba muy conmovido, tocado hasta lo más profundo de su alma por lo que había experimentado, por la palabra que había escuchado. Era muy edificante ver lo emocionado que estaba. Entonces le pregunté: ¿Cómo así viniste a la iglesia? ¿Quién te trajo? Y me contestó: Yo estaba pasando por aquí y como vi que había una cola larga pensé: “De repente están regalando algo, entraré a ver.” Entró a la iglesia porque creyó que estaban regalando algo y que la gente hacía cola por ese motivo. Fue por lana y salió trasquilado, pero de la mejor manera, porque le quitaron de encima los pecados que tenía al entrar, y recibió el regalo de la salvación que no esperaba.

Recibió el mejor regalo, aunque sólo había entrado por curiosidad. Él entró movido no por un interés espiritual sino por uno material. No buscaba a Dios, buscaba que le regalaran algo, como hace mucha gente. Pero Dios aprovechó su ánimo interesado para tocar su corazón.

Ahora bien, Zaqueo era rico. No obstante se salvó a pesar de que Jesús había dicho: “¡Qué difícil es que los ricos entren en el reino de los cielos!” Es difícil porque tienen el corazón endurecido. ¿De qué depende que se conviertan los que tienen mucha plata en el banco? De que se arrepientan de su codicia y dejen de aferrarse a su dinero, y de que estén dispuestos a compartirlo con otros.

Yo creo que esto nos habla a todos nosotros. Arrepintámonos también nosotros de nuestra codicia. Quizá todavía haya en nuestro corazón un rezago de nuestra codicia pasada, y haya quedado una pequeña parte de nuestro corazón que no se ha convertido del todo al Señor.

Lutero, el gran reformador, decía que el hombre no se ha convertido realmente hasta que su billetera no lo haya hecho, y que eso era lo más difícil. Así que ya saben. Nosotros tenemos que ser como Zaqueo y buscar a Jesús como quiera que sea y no dejarnos amilanar por los obstáculos. Tengamos en cuenta que hay mucha gente en el mundo que tiene una gran necesidad de Dios, pero no sabe cómo encontrarlo. De repente nosotros podemos ser el instrumento que Dios use para atraer a esa persona hacia Él. Así que, repito, no dejen de traer a estas reuniones a sus amigos y amigas de la edad adecuada, porque aquí podrán recibir el mejor regalo que puedan imaginar, que es conocer a Dios.

Nota: Las palabras “Ojo de una aguja” no se refieren a la aguja de coser que conocemos, sino era en ese tiempo el nombre que se daba a las pequeñas puertas que había al pie de las murallas de las ciudades en Israel, para que una vez caída la noche y cerradas por razones de seguridad las grandes puertas de la ciudad, los comerciantes pudieran hacer entrar a sus camellos despojados de su carga y arrastrándose de rodillas, operación por cierto difícil, porque los camellos se resistían.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a arrepentirte de tus pecados, pidiendo perdón a Dios por ellos, y entregándole tu vida a Jesús, haciendo una sencilla oración como la que sigue:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido conciente y voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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viernes, 26 de agosto de 2011

LA INQUIETUD DE ZAQUEO I

Por José Belaunde M.


A PROPÓSITO DE LUCAS 19:1-10
(Transcripción de una charla dada en el ministerio de la “Edad de Oro”)

Todos conocen, creo yo, al personaje de Zaqueo. ¿Saben ustedes quién fue Zaqueo? Alguien a quien lo habían saqueado, ¿no es cierto? Por eso se llama Zaqueo. Ah no, no fue por eso, sino a causa de su pequeña estatura. ¿Tampoco fue por eso? Bueno… Lo curioso del caso es que el nombre de Zaqueo quiere decir “puro”, y se parece a la palabra hebrea zadiq, que quiere decir “justo”. Así que él era un hombre puro, es decir que como él era recaudador de impuestos, él era puro dinero, puro cobro, puro impuesto.



Pero veamos lo que el libro de Lucas dice acerca de él:


“Habiendo entrado Jesús en Jericó, iba pasando por la ciudad. Y sucedió que un varón llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos, y rico, procuraba ver quién era Jesús; pero no podía a causa de la multitud, pues era pequeño de estatura. Y corriendo delante, subió a un árbol sicómoro para verle; porque había de pasar por allí.” (Lc 19:1-4).


Estas palabras sirven de introducción al pequeño episodio que nos narra Lucas. Nos dicen que Zaqueo era un hombre rico, como lo somos todos nosotros, al menos en espíritu. Él cumplía una función pública necesaria, muy importante en el ordenamiento social de ésa y de todas las épocas. Porque ¿cómo se podría vivir en el Perú, imagínense, sin la SUNAT? Imposible. Sin la SUNAT no podría existir el país, no existiría la administración pública si no contara con los fondos que la SUNAT recauda.


Pues bien, Zaqueo formaba parte de la SUNAT en el Israel de entonces. Mejor dicho, él era un representante de la SUNAT romana, porque era recaudador de impuestos -que es lo que la palabra “publicano” quiere decir- por cuenta del Imperio Romano.


A él le había costado mucho llegar a ser no solamente publicano, sino ser jefe de publicanos (que es lo que la palabra griega architalones, que figura en el original quiere decir), porque entonces era costumbre –y lo siguió siendo durante mucho tiempo- que esa clase de cargos se vendieran al que pagara más por ellos, por lo que se esperaba que los publicanos, mediante su oficio, se resarcieran de su inversión con parte de lo que cobraban.


Ese era el motivo por el cual la gente no los quería. Los publicanos eran muy mal vistos en todo el Imperio Romano por sus frecuentes abusos. En la sociedad judía de esa época eran considerados traidores a su pueblo, porque colaboraban con el dominador extranjero. En el caso de los judíos el rechazo era agravado por su contacto frecuente con los gentiles y por el hecho de que trabajaban en sábado.


La palabra “publicano”, como vemos en los evangelios, era en la práctica sinónimo de pecador. Por ese motivo le reprochaban a Jesús que andara con los publicanos. Los fariseos se decían, ¿cómo es posible que este hombre, que dice ser profeta, y justo, ande con pecadores, esto es, con prostitutas y publicanos? Los judíos piadosos no se juntaban con esa clase de gente a quienes despreciaban. ¡Hasta ahí no más, de lejos! No querían saber nada con ellos.


Sin embargo este hombre pecador, que vivía a espaldas de Dios, tenía una inquietud espiritual en su alma, que hacía que se interesara por ese profeta de quien había oído hablar, y al que seguían las multitudes porque hacía milagros; por ese hombre que era llamado por algunos “Hijo del Altísimo”. Entonces cuando Jesús llegó a Jericó, él inmediatamente se propuso ir a ver a este personaje de quien todo el mundo hablaba y que tanto lo intrigaba.


Esto es interesante. A veces las personas más inesperadas tienen una inquietud secreta por las cosas de Dios. Nosotros no debemos descartar a nadie, por indigno o despreciable que nos parezca, porque aún en el más grande pecador, aún en el mayor pecador público, puede haber una pequeña semilla de deseo, o ansia, por conocer a Dios. Dicho de otro modo, hay un vacío en su alma que ni el dinero, ni la posición, ni los placeres, pueden llenar. San Agustín dice que en el interior de todo ser humano hay un hueco que tiene la forma de Dios, y que solamente Dios puede llenar.


Pues bien, Jesús había entrado a la ciudad de Jericó yendo de camino a Jerusalén. Él iba a sabiendas, plenamente consciente de que iba para ser enjuiciado, para ser torturado, y para ser llevado a la cruz. Él no evade su destino, sino, como dice Lucas en otro lugar, Él “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lc 9:51) a cumplir su destino, la misión para la cual había venido a la tierra.


Pero a pesar de que Él estaba yendo a afrontar la gran prueba de su crucifixión y muerte, Él seguía estando deseoso de salvar a todas las almas que pudiera. Él intuye en su espíritu que hay en esa ciudad un gran pecador que tiene necesidad de ser salvado. Al entrar a Jericó, que todavía estaba lejos de Jerusalén, Él sabía que tenía que alojarse donde alguien antes de partir al día siguiente prosiguiendo su viaje. Como Dios lo tiene todo perfectamente calculado, tal como ese detective de la televisión que ustedes recuerdan seguramente, que decía tenerlo todo perfectamente calculado, y luego todo le salía mal. Sólo que Dios lo tiene todo perfectamente calculado, pero todo le sale muy bien, porque Él nunca se equivoca.


En este caso Jesús iba a resolver simultáneamente dos necesidades, iba a cumplir dos propósitos. Uno, encontrar una casa donde Él y sus discípulos pudieran alojarse esa noche; y dos, salvar a ese pecador que tenía necesidad de Dios. Jesús, como buen cazador y Maestro, iba a matar dos pájaros de un tiro y resolver dos problemas a la vez.


Pues bien, Zaqueo trataba de ver a Jesús en medio de la multitud, pero como era pequeño de talla no alcanzaba a verlo. (Nota). Jesús subía por una calle que, siendo al inicio ancha, se iba estrechando poco a poco, y Zaqueo hacía esfuerzos por empinarse pero no alcanzaba a verlo.


Ahora yo me digo, ¿cuántos hombres y mujeres de talla pequeña tienen una necesidad de Dios tan grande, tan grande que no les cabe en el cuerpo, y por eso se agitan, y por eso van de aquí a allá, buscando a Dios a veces equivocadamente en lugares donde no se le encuentra? Sabe Dios a dónde habría ido Zaqueo antes para calmar esta inquietud. Ahora él trataba de ver a Jesús, intrigado por el personaje, pero la multitud se lo impedía. Muchas veces ocurre que las multitudes y los atractivos del mundo impiden que las personas que buscan confusamente a Dios, que tienen una sed sincera de Él, lo encuentren. Quizás eso nos ocurrió a nosotros, que en una época buscábamos a Dios, pero los atractivos del mundo nos jalaban de un lugar a otro, nos llevaban de aquí para allá y no podíamos arribar al puerto que aspirábamos, hasta que llegó el momento de Dios. Eso es lo que iba a pasar con Zaqueo.


Mientras trataba sin éxito de ver a Jesús, Zaqueo vio que más adelante en la calle por la cual caminaba Jesús lentamente, rodeado de la multitud que no le dejaba avanzar, había un árbol. Ahí vio su oportunidad. Corrió entonces y se subió al árbol para ver a Jesús cuando pasara. Por lo menos podría ver su cabellera, o sus hombros, y quizá hasta su cara.


En su afán de ver a Jesús, Zaqueo no escatimó hacer algo que era indigno de la posición que él ocupaba: subirse a un árbol como cualquier hijo de vecino. Al hacerlo Zaqueo se exponía al ridículo. ¿Estamos nosotros dispuestos a exponernos al ridículo, a que se burlen de nosotros, por buscar a Cristo, por servirlo? El rey David no temió exponerse al ridículo, danzando delante del arca de Jehová, cuando la traían en triunfo a Jerusalén, a pesar de que su esposa Mical su burló de él (2Sm 6:14-23).


Lucas continúa narrando: “Cuando Jesús llegó a aquel lugar, donde estaba Zaqueo, mirando hacia arriba, le vio, y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa. Entonces él descendió aprisa, y le recibió en su casa gozoso.” (Lc 19:5,6).


Jesús avanza rodeado de sus seguidores. Camina lentamente. Se detiene bajo un árbol sabiendo que alguien está ahí arriba, esperándolo. Levanta la vista y le habla al hombre que está ahí subido como un mono en el árbol: “¡Zaqueo date prisa! ¡Baja pronto! Porque yo voy a alojarme esta noche en tu casa.”


Zaqueo debe haberse quedado atónito, sorprendido. ¡Hey! ¿Cómo sabe él mi nombre? ¿Cómo sabe cómo me llamo? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo es eso? ¿Cómo sabe que yo tengo deseos de verlo? ¿Y cómo sabe Él que yo tengo una casa grande como para poder alojarlo? ¿Quién se lo ha contado? ¡Ah! ¡Con razón es profeta, pues! ¡Era verdad lo que decían! ¡No era falso!


Sin embargo, Zaqueo tiene también que haberse dicho: ¿Y cómo es que este santo profeta me hace a mí, que soy un pobre pecador, el honor de venir a alojarse en mi casa? ¿A mí que soy un hombre indigno? ¡Cómo es posible!


Yo imagino que todos esos pensamientos deben haber pasado por la mente de Zaqueo cuando iba corriendo a su casa para llegar rápido y darle órdenes a su mujer y a los sirvientes que preparen las cosas para recibir a Jesús dignamente. Quizá también para prepararle un banquete a Él y a sus discípulos.


Yo me imagino que mientras Zaqueo corría, las lágrimas le bañaban el rostro. La emoción que él sentía de que Jesús le hubiera hablado cuando menos lo esperaba, y encima que Jesús hubiera sabido su nombre, y que él quería verlo, le aceleraba los latidos del corazón. ¡Y que Jesús todavía le dijera: “Yo voy a quedarme en tu casa esta noche!”


¿Cómo es posible? Zaqueo llegó a su casa hecho un hombre diferente. Por lo que viene enseguida, vemos que en el camino él había sido cambiado. Una mirada de Jesús, cuatro palabras suyas, habían sido suficientes para transformarlo, para hacer de él una persona nueva. Podemos decir sin temor a equivocarnos que Zaqueo había nacido de nuevo en esa hora, y que al llegar a su casa él era otro hombre, ya no era el mismo Zaqueo de antes. Miren, cómo son las cosas: Una sola mirada de Jesús, una sola palabra de Jesús, tiene el poder de cambiar a las personas.


Nosotros sabemos que pocos hombres tienen el corazón más duro que los avaros, que los que aman el dinero, y que ellos son las personas más difíciles de convertir al Señor. Pero aquí había sucedido un milagro: El publicano Zaqueo había sido súbitamente cambiado por la gracia de Dios.


Continúa la palabra: “Al ver esto, todos murmuraban, (es decir, muchos que estaban ahí alrededor) diciendo que había entrado a posar con un hombre pecador.” (vers. 7) ¡Cómo es posible que ese milagrero, que se jacta de ser un profeta y un hombre santo, entre a la casa de un desvergonzado como ése! Siempre hay personas que critican lo que Dios hace, que no están de acuerdo, que son más sabios que Dios. ¿Pero qué sabe esa gente de los propósitos de Dios? ¿Qué sabe esa gente, que se cree justa y santa, de la misericordia divina para los pecadores?


Los que critican a Jesús no tendrían reparos en dejar que Zaqueo se condene. Lo condenan en vida por sus actos pero no tienen misericordia de su alma. Lo que distingue a Jesús de sus adversarios que se justifican a sí mismos, es que no tienen compasión por los perdidos. Pero Jesús no actúa de esa manera. Él no trata de contentar a los que se creen buenos. Lo que Él hace es buscar a los que tienen necesidad de Él, quienes quiera que sean, donde quiera que estén, cualquiera que sea su estado. Él busca al ladrón, busca a la prostituta, busca al drogadicto, y va a buscarlos al huarique más infecto si es necesario. Así obra Jesús. Por eso no tuvo miedo de entrar en la casa de un pecador al cual la sociedad piadosa de su tiempo desechaba por ser un traidor a su patria, un colaboracionista. Jesús busca a los que tienen necesidad de Él, dondequiera que se encuentren, en el rincón más escondido, no importa dónde sea y no importa lo que la gente piense de ellos. No hay nadie que sea tan indigno, o menospreciado, como para que Dios no tenga compasión por él.


¿No podemos nosotros afirmar algo semejante de nosotros mismos? Cuando nosotros nos convertimos al Señor ¿éramos acaso unos santos? A ver que levante la mano el mentiroso o la mentirosa que lo afirme. ¿Quién merecía que Dios se compadeciera de él? ¿Dónde está el santo? Todos nosotros habíamos pecado, y todos estábamos destituidos de la gloria de Dios (Rm 3:23); así los grandes como los pequeños, los famosos como los desconocidos, los sabios como los ignorantes, porque todos tenemos una cosa en común, y esa es que somos pecadores. Eso nos distingue a todos.


Pero preguntémonos también: ¿Solemos tener nosotros compasión de los miserables, de los marginados, como la tenía Jesús? ¿Estamos dispuestos a hablarles, a trabar amistad con ellos?


“Entonces Zaqueo, (al llegar Jesús a su casa) puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.” (vers. 8). (Continuará)




Nota: Aristóteles dice que los hombres de talla corta suelen tener un alma magnánima, porque la fuerza de su alma, estrechada en un cuerpo pequeño, se focaliza y agudiza.


Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, arrepintiéndote de tus pecados y entregándole tu vida a Jesús:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#688 (14.08.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 9 de agosto de 2011

LA OFRENDA DE LA VIUDA

Por José Belaunde M.

Un Comentario de Lucas 21:1-4

1-4 “Levantando los ojos, (Jesús) vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas. Vio también a una viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas. Y dijo: En verdad os digo que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquellos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta de su pobreza echó todo el sustento que tenía.” (Nota 1)
¿Porqué echó ella más que todos? Jesús lo dice: porque dio todo lo que tenía, lo cual le demandó un gran sacrificio, un sacrificio que sólo quien ama sin reservas puede hacer. (2)
Lo que determina el valor de lo que uno hace es el amor con que lo hace. El amor da valor a nuestros actos. El acto más pequeño, más insignificante y más rutinario, hecho por amor a Dios o al prójimo, tiene un valor inmenso. La acción más heroica hecha por amor egoísta de la gloria pero sin verdadero amor, vale muy poco en comparación. El que tiene todo y da de lo que le sobra, suele dar con indiferencia porque no le cuesta dar. Aquel a quien le cuesta dar porque le falta aun lo indispensable, sólo puede dar u obligado o por amor. Hay pues aquí una regla: el amor da valor a nuestras acciones; la indiferencia quita valor aún a nuestras mejores acciones. (3).
Esta es la misma doctrina que enuncia Pablo en 1Cor 13: “Si entregase mi cuerpo para ser quemado y no tengo amor, de nada me sirve.” (vers.3). En otro lugar volverá Pablo sobre el tema cuando dice que “Dios ama al dador alegre” (2Cor 9:7); esto es, ama a quien, aunque le cueste separarse de la última moneda que le queda, le alegra devolver a Dios una parte de lo mucho que ha recibido de Él. ¡Cómo pudiéramos nosotros dar siempre de lo nuestro con el desprendimiento y amor que mostró esta viuda! (4).
Es una gran verdad que las posesiones nos impiden amar a Dios porque atan nuestro corazón a ellas. En cambio el que no tiene nada puede amar a Dios con todo su corazón, porque su corazón está libre y no está atado a lo que posee. Ese es el motivo por el cual Francisco de Asís valoraba tanto a la “hermana pobreza” y la exigía de sus seguidores. No por la pobreza misma, sino porque ella libera el corazón del hombre. (5)
¡Cuán cierta es la frase de Jesús: “Donde está tu tesoro está tu corazón”! (Lc 12:34). No hemos comprendido toda su profundidad. El que posee un gran tesoro tiene su corazón acaparado totalmente por él, al punto que no puede amar otra cosa que no sea su dinero. El dinero se vuelve como un agujero negro que absorbe todas sus energías y las atrae a su núcleo en un remolino voraz.
En cambio el que tiene poco, tiene poco de qué preocuparse: “Dulce es el sueño del trabajador, -dice el Eclesiastés- coma mucho, coma poco; pero al rico no le deja dormir la abundancia”. (5:12). El que va ligero de equipaje –y ésa es una buena imagen de la ausencia de posesiones-- viaja más libremente y puede moverse con más libertad. El que lleva mucho equipaje tiene mucho en qué pensar y mucho que cuidar, y por eso camina preocupado y dificultosamente.
Sin embargo, se dice, que la pobreza es una carga pesada y que quita libertad al que la sufre. Y es cierto. ¡Qué limitado está el pobre en sus deseos y en la satisfacción de sus necesidades! En cambio el rico todo lo puede. Se da lujos sin pensar que con lo que malgasta salvaría a muchos de la miseria y daría de comer a muchos hambrientos. Decide, manda e impone sus caprichos porque con su dinero compra las voluntades y las conciencias. Pero todo depende del color del cristal con que se mire, según reza el dicho. El dinero da libertad en lo material, pero la quita en lo espiritual. La pobreza es al revés, da libertad en lo espiritual, pero la quita en lo material. Escojamos el dominio en que queremos ser libres.
La mayoría de los hombres escogerá un sano término medio: “…no me des pobreza ni riqueza; mantenme del pan necesario; no sea que me sacie, y te niegue, y diga ¿Quién es el Señor? O que siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios.” (Pr.30:8,9). O como dice el apóstol: “Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto.” (1ª Tm.6:8). Pero hay quienes niegan esta doctrina, que es la más bíblica de todas las referentes al dinero, y predican lo contrario (6).
¡Ella encierra tanta verdad en lo que se refiere a la eficacia de la predicación! Jesús la tuvo en cuenta cuando mandó a los doce a predicar de dos en dos: “No toméis nada para el camino, ni bordón, ni alforja, ni pan, ni dinero; ni llevéis dos túnicas.” (Lc.9:3. Véase también Mt.10:9,10). Juan Bautista, Jesús, Pablo ¿llevaban puestos vestidos costosos y se desplazaban en carruajes? Si así fuera, ¿quién los hubiera escuchado? ¿Se puede predicar a Cristo llevando un anillo de oro engastado con brillantes en el dedo? Se ha criticado la época en que los prelados eclesiásticos llevaban al pecho cruces con piedras preciosas, y vivían en palacios ostentosos; tiempos en que la iglesia ya no podía decir como Pedro: “Oro y plata no tengo”, porque de ambas cosas estaban repletas sus arcas. Pero tampoco podía decir: “Levántate y anda”, porque carecía del poder para sanar enfermos (Hch.3:6). Aunque no se daba cuenta, era pobre de solemnidad en lo espiritual: “Porque tú dices yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.” (Ap.3:17). Ahora los que criticaban con buen motivo a esa iglesia del pasado quieren imitarla. Anhelan poseer sus defectos como si fueran virtudes.
Este pasaje nos muestra también cómo Dios observa todos los acontecimientos humanos; penetra en el corazón del pobre y del rico “y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.” (Hb 4:12). Nuestros actos más triviales pueden tener para Él gran importancia, y los que consideramos relevantes, ninguna. Lo que el pobre hace desde su miseria, y que nadie nota, puede ser para Dios de mucha mayor trascendencia que el acontecimiento que destacan los titulares de los diarios. La posición que ocupa el hombre en la sociedad y en el mundo es incierto indicio de la que ocupará en la otra vida. O, más bien, nos permite adivinar cuál será en contraste con la presente, porque “los últimos serán los primeros y los primeros, últimos” (Lc 13:30).
También cabe preguntarse: ¿Por qué se fijó Jesús en la viuda? No sólo por su desprendimiento, creo yo, sino también porque padecía necesidad. Todo el que sufre, o pasa hambre, atrae la mirada de Dios mucho más que el que está satisfecho. Pero entonces se preguntará: ¿Por qué Dios no acude a solucionar sus angustias y permite que continúe su miseria? Nosotros no podemos comprender cómo Dios actúa. Su tiempo y su perspectiva es muy distinta y mucho más vasta que la nuestra (Is 55:8,9). Pero en su momento todo dará su fruto. Los hechos ocultos aparecerán en todo su esplendor ignoto, y los que parecían ser proezas gloriosas serán dispersadas por el viento como hojarasca. Tanto el pobre como el rico cosecharán lo que sembraron: “Los que sembraron con lágrimas, con alegría segarán.” (Sal 126:5). Mirarán atrás y verán cómo su vida fue un suspiro que pasó raudo como el viento. Y que lo que sufrieron o gozaron es poco comparado con lo que ahora les espera, porque la verdadera vida recién empieza (7).
Nota (1) En el atrio de las mujeres había trece arcas en las que los judíos depositaban el dinero destinado a los diversos tipos de sacrificios y de ofrendas, que recibían colectivamente el nombre de corbán (Véase Mr 7:11). Sus orificios tenían forma de trompetas. Las monedas que la viuda depositó eran llamadas leptón. Dos juntas hacían un cuadrante, que se obtenía partiendo en cruz un asarión. El valor de lo depositado por la viuda, que era su sustento del día, equivalía apenas a 1/64 de un denario, que era el jornal diario de un obrero. De ahí. podemos calcular cuán grande era su pobreza.
(2) En el pasaje paralelo, Mr 12:41-44, se dice que antes de hablarles de la viuda, Jesús llamó a sí a sus discípulos, que posiblemente se habían dispersado por el atrio donde se desarrolla el episodio. Si los llama es porque tiene algo importante que enseñarles.
(3) A todos nos agrada más el servicio que nos brindan con cariño que el servicio hecho con frialdad. Por eso es que algunas tiendas y establecimientos comerciales entrenan a sus empleados a atender con solicitud a sus clientes y a sonreírles, sabiendo que con ese buen trato los invitan a regresar. Pero si a uno lo tratan de una manera displicente o descortés, no querrá volver.
(4) A muchos extranjeros que viajan por los pueblos de nuestra sierra les choca la pobreza en que vive la gente, pero les llama también mucho la atención lo generosos que son al mismo tiempo. Se desviven por atender con lo poco que tienen a sus huéspedes, que lo tienen todo. Su grandeza de alma (porque la generosidad es grandeza) brota de su pobreza. En cambio hay muchos ricos que cuanto más tienen más tacaños son. Su dinero ha invadido su corazón y lo ha petrificado. Su riqueza los empequeñece y empobrece espiritualmente.
(5) Hace unos días regresaba de la Feria del Libro llevando unos preciosos libros que había comprado a buen precio, y me había propuesto ponerme a orar al llegar a casa. Al trasponer la puerta sentí como si el Señor me dijera: Ahora no me puedes amar porque tienes el corazón ocupado por tus libros. Y es verdad: El apego que tenemos por las cosas materiales nos impide allegarnos a Dios. Por eso Dios a veces nos quita las cosas; es decir, permite que nos las roben o que se pierdan, para que no nos apeguemos a ellas y pensemos más en Él.
(6) Soy conciente, sin embargo, que en nuestro país hay una cultura de la pobreza que limita las iniciativas y oprime a la gente, y que es bueno enseñar a la gente que, con la ayuda de Dios, es posible superar la escasez y alcanzar una sana prosperidad, así como prospera su alma (3Jn 2).
(7) ¡Qué contraste entre esta viuda y la viuda que presenta sus demandas al juez! (Lc 18:1-8). Mientras que la primera va humilde a depositar su ofrenda, la otra insiste obstinadamente en sus derechos hasta obtener lo que desea. No que estuviera mal lo que ella hizo. Al contrario, Jesús la pone como ejemplo de perseverancia en la oración. Pero la viuda pobre nos atrae más porque era humilde. Notemos también que, al desprenderse de todo lo que tenía para su sustento, ella hace un gran acto de fe en Dios confiando en que Él puede proveer lo necesario. ¿Podemos imaginar el gozo y la paz que sintió ella cuando retornaba a su hogar? No hay nadie de quien Dios se agrade que no experimente un reflejo del gozo que proporciona a su Señor.

NB.Este artículo fue publicado hace nueve años en una edición limitada y transmitido como charla por una radio local. Lo vuelvo a publicar ligeramente revisado.

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TERREMOTOS, TSUNAMIS Y ACCIDENTES ATÓMICOS

¿Tienen algún significado espiritual los terribles acontecimientos que han ocurrido, y siguen ocurriendo, en el Japón, que han causado miles de víctimas, enormes daños a su infraestructura y cuantiosísimas pérdidas económicas? Creo que sí. Después de la erupción de un volcán en Islandia, ocurrida hace poco tiempo, cuyas cenizas, diseminadas en la atmósfera, paralizaron el tráfico aéreo en el Atlántico Norte, y perturbaron las comunicaciones, éste es el segundo aviso que nos da Dios de que Jesús viene pronto, y que el día del juicio se acerca.

Frente a estos “actos de Dios” -como acertadamente los designa la terminología anglosajona de los seguros- la más avanzada tecnología humana, orgullo del hombre, se descarrila y es impotente, y la vida de las sociedades más desarrolladas se paraliza y cunde el pánico ante las consecuencias imprevisibles que pueden desatarse.

En Isaías 59:1,2 el Señor dice: “He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar su rostro para no oír.” Y más adelante añade: “Esperamos luz, y he aquí tinieblas; resplandores, y andamos en oscuridad.” (v. 9b). “Porque nuestras rebeliones se han multiplicado delante de ti, y nuestros pecados han atestiguado contra nosotros…” (v. 12a). Esas duras palabras pueden aplicarse no sólo al Japón sino al mundo entero, donde se ofende a Dios desvergonzadamente a diario. Por último dice también: “Y temerán desde el occidente el nombre de Jehová, y desde el nacimiento del sol su gloria (¿No se llama al Japón “el Imperio del Sol Naciente”?); porque vendrá el enemigo como río, mas el Espíritu de Jehová levantará bandera contra él.” (v. 19)

Cuando se dio la voz de alerta por el peligro de que el tsunami llegara a nuestras costas, la población se preparó, y la que estaba en las zonas de riesgo, fue evacuada. Cuando el Señor da su voz de alerta: “He aquí que viene con las nubes” (Ap 1:7), ¿qué hace el hombre? ¿Qué medidas toma para recibirlo y no perecer en el día de angustia?

¿Sucederá como dijo Jesús: “Mas como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre.” (Mt 24:37-39)? Fue para nosotros que Él dijo: “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor.” (v. 42). “Por tanto, también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis.” (v. 44).

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a gozar de la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, arrepintiéndote de tus pecados y entregándole tu vida a Jesús:
Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, porque te he ofendido voluntariamente muchísimas veces, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo. Yo quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, te lo ruego; lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

EL CONCILIO DE JERUSALÉN II

Consideraciones acerca del libro de Hechos X


Por José Belaunde M.


En el artículo anterior (El Concilio de Jerusalén I) hemos visto cómo la asamblea convocada para resolver el tema de la circuncisión de los creyentes gentiles, aprobó la propuesta de Santiago de imponer a los cristianos no judíos sólo cuatro normas de conducta que garantizaran la convivencia y la unidad entre creyentes judíos y no judíos fuera de Israel.

Al terminar de hablar Santiago la asamblea, con los apóstoles y ancianos a la cabeza, decidió escribir una carta a la iglesia de Antioquía y a las otras iglesias gentiles nacientes, y enviarla por medio de dos miembros prominentes de la congregación de Jerusalén. Con ese fin escogieron a Judas, llamado Barsabás (Nota 1) y a Silas, quienes irían acompañados de Bernabé y de Pablo. La carta, que está específicamente dirigida a los creyentes gentiles, decía lo siguiente: “Los apóstoles, los ancianos y los hermanos (2), a los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia (es decir en los lugares por donde Pablo y Bernabé han pasado fundando iglesias compuestas principalmente por gentiles), salud.” (Hch 15: 23) Esta frase constituye el exordio y el saludo. Lo que sigue es el contenido propiamente dicho de la misiva.

“Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, (con estas palabras se desautoriza a los judaizantes que apelaban a la autoridad de Santiago) os han inquietado con palabras perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley (he aquí el meollo del problema y lo que la carta pretende aclarar definitivamente: para ser discípulo de Cristo no hay necesidad de hacerse primeramente judío), nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, (es decir, lo que os escribimos es una decisión a la que por consenso ha llegado toda la iglesia) elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo.” (v. 24-26). (Con estas palabras la iglesia de Jerusalén da su respaldo pleno a la predicación de Pablo y Bernabé).

“Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo”. (Es decir, ellos les explicarán aquellos aspectos sobre los cuales pudieran tener dudas. Tienen nuestro respaldo para hacerlo). Lo que sigue es la parte más importante de la carta: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros (lo que les decimos no es sólo nuestra opinión, sino es lo que el Espíritu nos inspira decirles después de haberle consultado) no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias (para que judíos y gentiles podáis sentaros a la misma mesa sin que lo que uno coma sea chocante para el otro, ni tenga reproche alguno sobre la conducta del otro): que os abstengáis de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas, si os guardareis, bien hacéis. Pasadlo bien” (3) (v. 27-29) (Estas dos palabras finales son el saludo de despedida).

Llegados a este punto la asamblea tuvo prisa por comunicar su decisión a la iglesia de Antioquía y a las demás iglesias mencionadas antes, enviando la carta por medio de los miembros citados de la iglesia de Jerusalén, Judas Barsabás, y Silas, junto con Bernabé y Pablo.

Los emisarios no se contentaron con entregar la carta a la iglesia de Antioquía sino que la leyeron a la congregación reunida (v.30,31), añadiendo Judas y Silas, que eran profetas, las palabras de consolación que les movió a decir el Espíritu. Cumplido el encargo que les fue confiado, -después de cuánto tiempo no se sabe, pero la versión árabe dice: “pasado un año”- Judas, con los demás de la comitiva cuyos nombres no se mencionan, retornó a Jerusalén, pero Silas se quedó en Antioquía (v.34). (4) “Fueron despedidos en paz por los hermanos,” dice el texto (v. 33), lo cual quiere decir que dejaron a la iglesia de Antioquía también en paz, habiendo calmado las inquietudes que los promotores de la circuncisión habían suscitado.

Pablo y Bernabé se quedaron también durante un tiempo más en esa ciudad, que era su centro de operaciones, confirmando “a los hermanos con abundancia de palabras.” (v. 32) (5).

Es interesante observar –como anota Adolf Schlatter (6)- que el sentido propio y la importancia coyuntural que tenían las cuatro abstenciones mencionadas en la carta se perdió pronto, porque los escritores cristianos del segundo siglo se refieren a ellas como si prohibieran la idolatría, el adulterio y el asesinato, como si su propósito hubiera sido formular un código elemental de ética, lo cual no era el caso (7).

Es interesante notar asimismo que el decreto de Jerusalén –por llamarlo de alguna manera- no contiene ninguna declaración doctrinal. De lo que trata es del comportamiento que deben guardar los hermanos en las iglesias formadas por judíos y gentiles para que puedan tener “koinonía” y poder, además, comer juntos y, esto es muy importante, “partir el pan” juntos.

En realidad la cuestión acuciante que estaba en el tapete en ese momento era la unidad de la iglesia. ¿Habría una sola iglesia formada por creyentes judíos y gentiles, o dos iglesias separadas, una formada por judíos que seguían guardando escrupulosamente toda la ley de Moisés, y otra formada por gentiles que no se ceñían a ella, salvo el Decálogo? ¿Una iglesia que consideraba a la comunidad de Jerusalén como la iglesia madre y otra que miraba a la de Antioquía? Ciertamente la iglesia de Antioquía era la iglesia madre de las iglesias fundadas por Pablo y Bernabé en sus viajes. ¿Pero podía la iglesia de Antioquía tomar decisiones vitales prescindiendo de la de Jerusalén, donde estaban los tres pilares de la iglesia, Pedro, Juan y Santiago? Antioquía nunca lo habría soñado, ni Pablo –tan preocupado por mantener la unidad de la iglesia- lo hubiera permitido. Él insistió en que fuese Jerusalén la que decidiera las cuestiones que habían causado zozobra entre los creyentes.

Aquí hay una paradoja: De un lado él insistía con gran énfasis en señalar que el encargo y el llamado que él había recibido de predicar a los gentiles no dependía de ningún hombre, sino que procedía directamente de Dios; de otro, él daba gran importancia a que las decisiones sobre los temas en que había opiniones encontradas, fueran tomadas por la iglesia de Jerusalén donde estaban los apóstoles que habían estado con Jesús, y sus allegados más cercanos.

Un aspecto intrigante del llamado “Decreto de Jerusalén”, es que no se menciona para nada el sábado, a pesar de la importancia que tenía para los judíos. Los pueblos paganos, como sabemos, no guardaban el sábado, no tenían un día de descanso semanal, y tildaban a los judíos de ociosos por hacerlo. ¿Guardaban el descanso semanal los discípulos judíos de Jesús después de su muerte? Aparentemente sí, pero es una pregunta difícil de contestar por la falta de evidencias seguras. Por lo pronto no se reunían los sábados para orar sino solían hacerlo al día siguiente, que empezaron a llamar “el día del Señor(8), en recuerdo de la resurrección de Jesús. Pero no descansaban ese día, ni les hubiera sido fácil hacerlo a los que trabajaban por su cuenta y a los asalariados. Pero los fariseos convertidos, que eran celosos de la ley y que querían imponer la circuncisión a todos los creyentes, posiblemente sí guardaban el sábado. ¿Por qué no trataron de imponer con el mismo rigor a los gentiles el descanso sabatino si ése era también un punto muy importante de la ley?

Jesús mismo sí lo guardaba pues Él cumplió toda la ley, aunque criticara la excesiva reglamentación de su cumplimiento desarrollada por las tradiciones judías, la llamada Torá oral, y diera al sábado un nuevo significado. Pero es poco probable que los “nazarenos”, o que Santiago, el hermano del Señor, viviendo en un ambiente judío, no se sintieran obligados a guardarlo.

Todo hace pensar que Jesús nunca tuvo la intención de reemplazar el descanso en sábado por el descanso en el primer día de la semana, y así lo entendió la iglesia de Jerusalén. Fue Pablo quien vio la dificultad que para los gentiles convertidos representaba guardar el sábado fuera de la tierra de Israel (Col 2:16).

Otro aspecto interesante de la carta redactada por la iglesia de Jerusalén es que no decreta ni impone a sus destinatarios las cuatro directivas de conducta, sino sólo las recomienda: haréis bien en guardar estas cosas (Hch 15:29). La iglesia de Jerusalén, pese a su reconocida eminencia, no ejercía autoridad sobre las iglesias hermanas. Sólo más tarde se desarrollará el principio de autoridad de una iglesia sobre otras, y eso muy lentamente.

Otro aspecto que conviene señalar también es que la carta no está dirigida a todas las iglesias gentiles, sino sólo a la iglesia de Antioquía y a las de Siria y Cilicia que dependían de ella, y no a todos sus miembros, sino a los hermanos gentiles de entre ellas, porque los creyentes judíos seguían guardando toda la ley. Ese parece ser el sentido del ver. 21, donde se dice que la ley de Moisés es enseñada en las sinagogas todos los sábados, lo cual quiere decir que los discípulos judíos acudían a la sinagoga en sus ciudades, y que probablemente guardaban toda la ley.

Eso nos pone ante el cuadro siguiente: en las iglesias mixtas, es decir formadas por creyentes judíos y gentiles, al hacer mesa común, los creyentes judíos se ceñían, como estaban acostumbrados, a las prescripciones alimenticias de la ley mosaica; los creyentes gentiles, por su lado, a fin de no chocar a sus hermanos judíos, se abstenían de lo indicado en los tres puntos de la carta tocantes a la alimentación.

Con el tiempo, a medida que la iglesia judía fue superada en número por las iglesias donde predominaban los creyentes de origen gentil, es decir, pagano, las prescripciones alimenticias mosaicas fueron cayendo en desuso entre los cristianos, incluso judíos. Vale la pena notar que, recordando la advertencia hecha por Jesús (Mt 24:15-18), los cristianos de Jerusalén huyeron de la ciudad antes de que fuera sitiada por los romanos, salvando de esa manera la vida. Bajo la dirección de Simeón, hermano y sucesor de Santiago, ellos se establecieron en la vecina ciudad de Pella, pero subsistieron por poco tiempo.

Referente a lo “sacrificado a los ídolos” Pablo en su primera epístola a los Corintios (iglesia a la cual no fue dirigida la carta de Jerusalén) sostiene que, dado que los ídolos nada son, pues los dioses no existen ya que hay un solo Dios, los cristianos pueden comer de toda la carne que se venda en el mercado, sin preguntar si ha sido sacrificada a los ídolos o no. Pero si alguno le advierte al que está a la mesa que la carne que está a punto de comer ha sido sacrificada a ídolos, sería bueno que se abstenga de comerla para no ser tropiezo al que hizo la advertencia –cuya conciencia es débil- pues al verle comerla, podría ser estimulado a hacer algo que su conciencia repruebe y se contamine. El principio que él sienta al respecto es “todo me es lícito, pero no todo edifica”. (Ver 1ª Cor 8 y 10:23-33).

Queda sin embargo la pregunta: ¿La prohibición de comer sangre, que es anterior a la ley de Moisés (véase Gn 9:3,4), sigue siendo válida en nuestro tiempo? En el Nuevo Testamento no hay respuesta explícita a esa pregunta, aparte de lo indicado en el episodio que comentamos. Por ese motivo la práctica de las iglesias ha sido variada, aunque la tendencia predominante es ignorar esa prohibición.

Notas: 1. En Hch 1:23 se menciona a otro Barsabás (e.d. hijo de Saba), llamado José, que tenía por sobrenombre “el Justo”, y que fue uno de los dos candidatos propuestos para completar el número de los doce apóstoles, reemplazando al traidor Judas Iscariote.

2. Con esta introducción se designa en orden jerárquico a los que asistieron a la reunión y adoptaron por consenso las decisiones que se tomaron, esto es, en primer lugar, a los apóstoles, cuya autoridad provenía de haber acompañado y haber sido instruidos por Jesús. Nadie podía transmitir mejor que ellos lo que su Maestro hubiera pensado acerca de los asuntos graves que se planteaban a la iglesia. Enseguida se menciona a los ancianos, como colaboradores inmediatos suyos, que asumían determinadas responsabilidades en la iglesia; y por último, a los miembros “de a pie” de la congregación, cuya opinión fue también tenida en cuenta.

3. El significado de estas cuatro prohibiciones fue explicado en el artículo anterior: “El Concilio de Jeruslén I”.

4. El v. 33 sugiere, en efecto, que los cuatro no fueron los únicos que descendieron a Antioquía, sino que fueron acompañados por otros más, puesto que dice: “fueron despedidos” en plural. Pero si Silas, Pablo y Bernabé se quedaron en Antioquía, Judas Barsabás sería el único que fue despedido. Sin embargo, el vers. 34 sólo figura en el texto occidental, pero no en el texto alejandrino, que es más antiguo. Si ese versículo fue añadido por un copista, como algunos creen, Silas habría retornado a Jerusalén con Judas. En ese caso, cuando posteriormente al separarse de Bernabé a causa de la disputa que tuvieron sobre Juan Marcos, Pablo escoge a Silas por compañero para su próximo viaje misionero, habría que pensar que fue a buscarlo a Jerusalén. Sea como fuere, Silas, cuyo cognomen romano era Silvanus, era un socio muy adecuado para Pablo en esta nueva etapa, porque era también ciudadano romano como él.

5. Nótese que cuando las palabras son de la iglesia se menciona a Bernabé antes que a Pablo, pero cuando habla el narrador Pablo es mencionado primero.

6. En su libro “Die Geschichte der ersten Christenheit”.

7. La idolatría, la fornicación y el asesinato eran los tres pecados cardinales que ningún judío podía cometer aun en el caso de peligro de muerte, mientras que se toleraba que pudiera cometer otros menos graves de ser necesario para salvar su vida.

8. En latín “Domínicus dies”, (de “Dóminus”, es decir, “señor”) de donde vienen las palabras “domingo”, en español; “doménica”, en italiano; “dimanche”, en francés, etc.

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EL CONCILIO DE JERUSALÉN I

Consideraciones acerca del libro de Hechos IX (Nota 1)


Por José Belaunde M.

En el artículo anterior vimos que como resultado de la venida a Antioquía de unos creyentes judaizantes que insistían en que era necesario que los convertidos gentiles se circuncidaran, se suscitó una gran discusión, por lo que se decidió que varios miembros de la iglesia de Antioquía –entre ellos Bernabé y Pablo- fueran a someter la cuestión a la iglesia de Jerusalén.

Apenas llegados a Jerusalén, Pablo y sus compañeros les contaron lo que el Señor había hecho con ellos en tierra de gentiles y cómo muchos de ellos habían creído en Jesús. Inmediatamente se alzaron las voces de los que antes de haberse convertido habían pertenecido a la secta de los fariseos –y por tanto eran muy celosos de la ley- para sostener que era necesario que esos creyentes gentiles se circuncidaran, lo que dio lugar a que se convocara una reunión en que asistirían no sólo los apóstoles sino también los ancianos de la comunidad. (Hch 15:4-6). ¿Qué apóstoles estuvieron presentes en la reunión, aparte de Cefas, Santiago y Juan? No es posible saberlo porque nada sabemos acerca de las andanzas de los demás apóstoles en ese tiempo.

Para entender bien el motivo por el cual los creyentes fariseos suscitaban la cuestión de la circuncisión, hay que comprender el lugar capital que esa práctica ocupaba en la identidad judía, tanto en términos religiosos como nacionales.

El pueblo hebreo nació como resultado del llamado y de las promesas que Dios hizo a Abraham, con el cual celebró un pacto eterno. Ese pacto contenía la promesa, primero, de hacer de él, cuya esposa era estéril, una gran nación; y segundo, de que en él serían bendecidas todas las naciones de la tierra (Gn 2:3; cf Gal 3:8). A ello se añade luego, en tercer lugar, la promesa de darle a él y a su descendencia –que aún no tenía- la tierra en que habitaba “desde el río de Egipto hasta el… Éufrates” en posesión perpetua (Gn 15:18). Cuando posteriormente Dios le confirma ese pacto a Abraham, le da la circuncisión de los varones como señal del pacto (Gn 17:9-14). Aunque no era exclusiva del pueblo hebreo (2), la circuncisión definirá en adelante quién pertenece al pueblo elegido y quién no. La circuncisión es la frontera que separa al judío del gentil. Por eso es que Pablo puede referirse a unos y otros como circuncisos e incircuncisos.

(Según Adolf Schlatter (“Die Geschichte der ersten Christenheit”) el principal argumento que los oponentes de Pablo esgrimían era que la ley era válida universalmente para todos los cristianos, porque era la ley de Dios. Era por tanto deber de todo gentil aceptar la circuncisión, porque ése era el medio por el cual ellos se hacían miembros de Israel. Eso no significaba repudiar la misión a los gentiles, sino darle una interpretación diferente a la de Pablo. Según ellos la conversión del gentil a Dios por medio de Cristo no era completa hasta que no se volviera un israelita.)

Nosotros podemos pensar que el relato que hace Lucas de la reunión no contiene sino los puntos culminantes de la misma, y no todas las intervenciones que se produjeron, y que deben haber sido muchas según la frase “después de mucha discusión”. (Hch 15:7).

Las más importantes y decisivas fueron las de Pedro, el líder de los doce, y la de Santiago, el hermano de Jesús.

Las palabras que pronunció Pedro son clarísimas y vale la pena que las reproduzcamos todas: “Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del Evangelio y creyesen.” (v.7). Él se estaba refiriendo a su visita a la casa del centurión Cornelio en Cesarea, a donde él, Pedro, fue llevado por el Espíritu Santo (Hch 10). Fue Dios quien decidió que él les predicara para que oyesen y creyesen. Subrayo estas dos palabras pues eso fue lo que ocurrió. Y como prueba de que era Dios el que movía ese suceso cayó sobre ellos el Espíritu Santo para sorpresa de los creyentes de Jerusalén que acompañaron a Pedro: “Y Dios que conoce los corazones les dio testimonio dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros” (Hch 15:8) ¿Testimonio de qué? De que habían creído y eran salvos.

“Y ninguna diferencia hizo entre nosotros (judíos circuncidados) y ellos (gentiles incircuncisos), purificando por la fe sus corazones.” (v. 9) Si ellos no hubieran recibido el perdón de sus pecados en ese momento, al escuchar y creer, tampoco hubieran podido recibir el Espíritu Santo. Recuérdese, sin embargo, que esos gentiles fueron bautizados sin que se les exigiera primero que se circuncidaran. De hecho vemos aquí cómo el bautismo en agua empieza a tomar el lugar que tenía la circuncisión.

“Ahora bien, ¿por qué tentáis a Dios poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido llevar?” (v. 10) ¿Qué yugo? El de la ley escrita y oral cuya multitud de mandamientos minuciosos era imposible de cumplir perfectamente. Porque si se circuncidan tienen que hacer suyas, asumiéndolas, todas las obligaciones que impone la ley. En esto Pedro coincide con lo que argumenta Pablo en Gálatas 5:1-3.

“Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos de igual modo que ellos.” (Hch 15:11). Es como si dijera: Nosotros que hemos creído en Cristo hemos sustituido el pesado yugo de la ley (al cual alude Jesús en Mt 23:4), por el yugo fácil y ligero de Jesús (Mt 11:30).

Al terminar Pedro la concurrencia guardó silencio como reconociendo que el Espíritu Santo había hablado por su boca. Cuando Dios habla, ¿quién se atreve a contradecir? Pero no guardó silencio por mucho tiempo, porque el discurso de Pedro dio pie a que Bernabé y Pablo (3) narraran las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su medio, confirmando su prédica mediante señales y prodigios, tal como lo había hecho con la predicación de Jesús. (Hch 15:12).

Nuevamente la multitud calló como reconociendo que lo que ellos contaban era efectivamente obra de Dios. En medio del silencio reverente causado por el relato, se levantó Santiago para traer la palabra definitiva que obtendría el consenso de todos.

Santiago (no el apóstol hijo de Boanerges, que había sido ejecutado por Herodes Agripa, sino el hermano de Jesús), en primer lugar, se refiere a lo que Pedro acaba de narrar contando cómo los gentiles recibieron al Espíritu Santo y fueron bautizados en agua sin que se les exigiera que se circuncidasen (Hch 10:47,48; 11:17,18), sobre la sola base de su fe en Jesús. La manifestación del favor de Dios, con el descenso del Espíritu Santo, había sido en efecto tan patente, que hubiera sido superfluo requerir que esos gentiles se circuncidaran antes de ser bautizados. (15:14).

Enseguida él hace notar que estos hechos corresponden a los propósitos de Dios según el oráculo profético de Amós 9:11,12, que él cita libremente, no de acuerdo al texto masorético hebreo, sino según el tenor de la Septuaginta que, siguiendo una variante de ese texto (4), lo espiritualiza haciendo que las palabras que en el hebreo se referían a la restauración de la dinastía davídica (“Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar,” (Hch 15:16) se conviertan en la promesa de que los gentiles buscarán al Señor invocando su Nombre (“Para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos”, v.17,18). Para ello la Septuaginta universaliza el mensaje de Amós vocalizando la palabra “Edom” (nombre de unos de los pueblos ancestralmente rivales de Israel), de modo que se lea como “Adam” (humanidad, es decir el resto de los hombres); y que la palabra “posean” (yireshu) sea leída como “busquen” (yiareshu) (5).

De esa manera la misión a los gentiles es vista como el cumplimiento de la promesa de que la casa de David sería algún día restaurada con el advenimiento de un descendiente suyo, el Mesías que, después de muerto y resucitado, extendería su soberanía a todo el mundo (Véase Mt 28:18).

Santiago propone entonces que sólo se ponga cuatro condiciones a los gentiles que se conviertan, a saber: “que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre.” (v.20).

¿Qué significan estos cuatro requisitos? En primer lugar notemos que no se exige a los gentiles que se conviertan que se circunciden (“Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios.”, v.19). En esto Santiago se pone de lado de Pablo, Bernabé y de Pedro, quitándole el piso a los que, apoyándose en su nombre, exigían que los gentiles convertidos se circuncidasen. Esto significa que los creyentes judíos deben reconocer a los hermanos incircuncisos como miembros de pleno derecho de la comunidad de seguidores del Mesías, al igual que ellos.

En segundo lugar los requisitos están dirigidos a facilitar la unidad de la asamblea cristiana, de modo que judíos y gentiles puedan sentarse juntos a la mesa y participar juntos en la Cena del Señor.

Eso supone que los gentiles respeten la sensibilidad de los creyentes judíos guardando las dos condiciones que el Pentateuco exigía a los extranjeros que vivían entre los hebreos: no comer sangre ni carne (de animal ahogado o estrangulado) que no hubiera sido previamente desangrada, prohibición que data de tiempos de Noé (Gn 9:4) y que fue repetidamente reiterada bajo pena de muerte siglos después (Lv 7:26,27; 17:10; 18:26-29; Dt 12:16,23. Véase Ez 4:14 donde el profeta asegura que nunca ha comido carne de un cadáver de animal, o que haya sido despedazado, por otro animal, se entiende).

Adicionalmente se les pide que se abstengan de comer carne comprada en el mercado que hubiera podido ser sacrificada a los ídolos. Esto es lo que significa apartarse “de las contaminaciones de los ídolos”, requerimiento que en Hch 15:29 es formulado de una manera ligeramente diferente (“que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos”). A los judíos les estaba estrictamente prohibido comer esta carne. Ahora esta prohibición, que los cristianos judíos naturalmente respetaban, se hace extensiva a los creyentes gentiles. La conclusión práctica de esta prohibición es enfatizar el principio de que al convertirse a Cristo el pagano renuncia completamente al culto idolátrico al cual estaba acostumbrado. No basta con quitar todo ídolo de su casa, sino también es necesario no participar en ningún rito pagano, que podía incluir banquetes en los que solía servirse carne que había sido previamente sacrificada a ídolos. Pablo advierte a los corintios: “Por tanto, amados míos, huid de la idolatría.” (1ª Cor 10:14). Y posteriormente añade: “…lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios; y no quiero que vosotros os hagáis partícipes con los demonios. No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios.” (1Cor 10:20,21) (6). En el libro de Apocalipsis el apóstol Juan también fulmina a los que enseñan a los cristianos a comer carne sacrificada a los ídolos (Ap. 2:14,20).

Por último se exige a los gentiles apartarse de fornicación. Esto no significa simplemente no mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, que era algo que todo cristiano sin más debía guardar, sino que debían respetarse las prohibiciones de la Torá sobre los vínculos matrimoniales consanguíneos que eran considerados incestuosos, y que, de no respetarse, hubieran sido un obstáculo para la hospitalidad y la comunión mutua. Esas prohibiciones, que están contenidas en Lv 18:6-18, incluyen las relaciones con parientes cercanos, a saber: con “la mujer de tu padre”; con la media hermana en sus diversas formas; con la tía materna o paterna; con la nuera, con la cuñada; así como no tener relaciones simultáneamente con la madre y con su hija, ni con dos hermanas; ni con mujer en su período. Recuérdese la severidad con que Pablo juzga en 1ª Cor 5 el caso de fornicación: de un cristiano que tomó como mujer a la mujer de su padre.

Santiago terminó su discurso con una frase cuya intención no es fácil de discernir: “Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quién lo predique en las sinagogas, donde es leído cada día de reposo.” (v.21). Lo que él quiere decir es que para las demás cosas de las que conviene que los gentiles estén enterados, basta que asistan a las sinagogas los sábados donde la Torá de Moisés es predicada (esto es, leída y comentada). Con esas palabras Santiago anima a los creyentes gentiles a concurrir regularmente a las sinagogas, como hacían los temerosos de Dios y los prosélitos del judaísmo, para que aprendan lo que enseñan las Escrituras. Para entonces no se había producido ningún rompimiento entre los nazarenos y los practicantes de la religión judía, aunque ya se manifestaban crecientes fricciones.

Vale la pena notar que la cuádruple decisión tomada en esta reunión, y especialmente, la decisión transcendental de no exigir que se circunciden a los gentiles que se conviertan, es el primer ejemplo de la historia en que la iglesia hace uso de la autoridad que Jesús le dio de “atar y desatar” (Mt 16:19; 18:18), que no es otra cosa -en el sentido en que los judíos usaban entonces esa expresión- sino la autoridad para prohibir y permitir determinadas cosas.

Notas: 1. Aunque se da el nombre de “concilio” a esta reunión de apóstoles y ancianos, convocada para resolver un asunto importante pero de orden práctico, ella no puede asimilarse a las siete grandes asambleas ecuménicas que, bajo el nombre de “concilios”, se celebraron del siglo IV al VIII, a partir del primer Concilio de Nicea el año 325 DC, con gran asistencia de obispos, y en los que se definieron importantes puntos doctrinales que estaban en debate, comenzando por el de la deidad de Jesús, que el arrianismo cuestionaba.
2. Algunos otros pueblos, como el egipcio, la practicaban, pero no al octavo día de nacido el varón, sino en la adolescencia. Por eso fue que la hija del faraón al ver al niño Moisés en la canasta que flotaba en el Nilo, pudo reconocer que era hebreo: había sido circuncidado (Ex 2:1-6).
3. Notemos que el texto nombra a Bernabé antes que a Pablo, porque el primero gozaba de más consideración en la iglesia de Jerusalén que el segundo.
4. La Septuaginta (LXX) era, como sabemos, el texto del Antiguo Testamento que Pablo y los apóstoles usaban preferentemente en su predicación.
5. Recordemos que el alfabeto hebreo sólo tiene consonantes y que, antes de que fueran fijadas mediante rayas y puntos que se colocaron debajo de las consonantes, las vocales eran pronunciadas de acuerdo a la tradición.
6. Sin embargo, fiel a su concepción de la libertad en Cristo, Pablo hace una distinción entre el participar de los banquetes idolátricos y el comer carne que se venda en el mercado, que pudiera haber sido previamente sacrificada a ídolos. En lo primero no se puede participar, pero de lo segundo se puede comer sin escrúpulos de conciencia (puesto que los ídolos nada son), salvo si alguno advirtiera que se trata de carne sacrificada en algún templo, para no ser tropiezo “ni a judíos ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios”, absteniéndose por consideración a la conciencia débil del hermano (1Cor 10:25-29).

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EL CÁNTICO DE MARÍA II


Llamado también “Magníficat”

Por José Belaunde M.

Un Comentario de Lucas 1:51-55

51. “Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.”
Aquí empieza la segunda estrofa del himno en la que María se dedica a exaltar proféticamente las cosas que Dios ha hecho, pero sobre todo, hará en el mundo a través del Hijo que ella lleva en su seno, y que ella da ya por realizadas. El lenguaje que ella usa es el lenguaje colorido y lleno de imágenes antropomórficas del Antiguo Testamento: “Hizo proezas” como los grandes paladines de antaño, “con su brazo” (Véase los Salmos 118:15b,16 y 89:10).

La fuerza del hombre, con la que él hace lo que se propone, está sobre todo en sus brazos. Ella pinta a Dios como un héroe, que con la fuerza de su brazo, derriba y dispersa a sus enemigos, tal como con frecuencia figura en el Antiguo Testamento (Ex 6:6; 15,16; Dt 3:24; 4:34; Is 40:10; 51:5,9; 53:1). Hablando de Dios Isaías 59:16 dice: “Se maravilló que no hubiera quien se interpusiese y lo salvó su brazo…”.

¿Quiénes son los enemigos de Dios? Los soberbios de corazón. El orgullo del hombre radica en sus pensamientos y se manifiesta en sus palabras, gestos y acciones, y en la forma despectiva con que trata a los demás, porque se siente superior. Los soberbios no guardan ninguna consideración con sus semejantes, y se imaginan que pueden oponerse a Dios violando sus leyes. Siguen las pisadas de Lucifer que quiso hacerse igual a Dios, elevándose hasta las estrellas, pero fue derribado hasta el Sheol, como se dice en Is 14:12-15.

52. “Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes.” (Nota 1)
Aquí se refiere María a una de las proezas características de Dios: humillar y derribar a los poderosos, y exaltar a los humildes, como se menciona en varios lugares del Antiguo Testamento, y resaltó Jesús en más de una ocasión (Lc 10:13-15; 14:11; 16:19-31; 18:14).

En este obrar se muestra a la vez la justicia de Dios y su misericordia que, de un lado, derriba de su trono a los opresores de sus semejantes, y de otro socorre a los que sufren opresión. (2)

Dios vela por su creación, por lo más precioso de ella, por lo último que salió de sus manos, esto es, el género humano. Él ha dado libertad al hombre para vivir y obrar de acuerdo a sus deseos. No hizo de él un robot, sino que le dio una voluntad libre, pero vigila sus acciones para rectificar lo que el hombre hace de malo, y enderezar lo torcido. Sin embargo, la misericordia de Dios se inclina sobre todo hacia los pobres y a los humildes, cuya aflicción Él conoce bien porque se hizo como uno de ellos.

Él quiere que el hombre cuando reciba autoridad haga igual: que reprima a los que obran injustamente abusando de su poder, y que ayude a los que padecen necesidad. Siempre que veamos que ocurren esas cosas en la tierra, es la mano de Dios obrando a través de seres humanos, a quienes Él llama sus siervos, aunque no le conozcan personalmente. Por eso es también que son los cristianos los que más se distinguen en las obras de compasión a favor de sus semejantes, y cristianos los que se ciñen de poder para abatir a los opresores.

Cuando las instituciones internacionales y las entidades filantrópicas privadas intervienen a favor de pueblos oprimidos, o de poblaciones que sufren escasez o enfermedades, están cumpliendo los designios de Dios, quizá sin saberlo, y obedecen a un impulso que Él ha puesto en el alma humana, y que el cristianismo ha fomentado en sus conciencias, aunque no sean concientes de ello, o incluso, nieguen el mensaje cristiano.

53. “A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos.”
Estrechamente vinculada a la labor de derribar y exaltar está la de socorrer a los necesitados, dejando de lado a los ricos. Esta labor, además de entenderse literalmente, puede entenderse en un sentido altamente espiritual.

Un erudito francés de inicios del siglo XX decía que este versículo debe ser explicado teniendo como telón de fondo las costumbres de las cortes orientales, en las que se negaba el acceso a los pobres, porque no tenían nada que dar, mientras que se admitía a los ricos que se presentaban con las manos llenas de regalos para los soberanos, que siempre los recompensaban con munificencia real.

Sin embargo, Dios invierte las costumbres humanas tratando a pobres y a ricos de una manera contraria a los hábitos del mundo. Al pobre que no tiene nada que ofrecer en bienes materiales se le colma de lo que carece, mientras que el rico, cuyas manos vienen cargadas de regalos, es despedido con las manos vacías. Jesús dijo: “Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.” (Lc 6:21) y “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.” (Mt 5:6). María es un ejemplo de alguien que era pobre en términos materiales, pero que a la vez tenía “hambre y sed de justicia”, y cuyos anhelos son satisfechos.

A los hambrientos por conocer la verdad, a los pobres en espíritu, a los que tienen un hambre profunda de Dios, a los ignorantes en términos humanos, Dios los colma de sus bienes, esto es, derramando sobre ellos el conocimiento que anhelan y satisfaciendo su sed por la verdad. En cambio, a los ricos en espíritu, a los que se jactan de sus conocimientos intelectuales y de su ciencia profunda, pero que no sienten necesidad alguna de Dios, Él los deja en su ignorancia de las verdades más altas que desprecian.

San Agustín aplica esta frase de María a la parábola del fariseo y del publicano que acuden al templo a orar. El publicano que se arrepiente de sus pecados es el hambriento que sale justificado; mientras que el fariseo, que se enorgullece de sus virtudes y desprecia al otro, es el rico que no recibe nada (Lc 18:9-14).

Vistas desde esta óptica las palabras de María recuerdan a las que dice Jesús al ángel de la iglesia de Laodicea: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo.” (Ap 3:17).

A los que creen tenerlo todo y no necesitar nada, Dios los deja en esa vana ilusión –a menos que tenga para ellos otros planes, como ocurrió con Saulo. Pero sobre los que son concientes de su pobreza, aunque tengan posesiones materiales, Dios derrama los bienes espirituales que satisfacen las verdaderas necesidades de su vida. En esta manera de obrar Dios se muestra justo. ¿Por qué ha de socorrer al que es demasiado orgulloso para admitir necesitarlo? ¿Por qué ha de darse a los saciados lo que no piden? De ahí que Jesús exclamara: “¡Cuán difícil es que los ricos hereden el reino de los cielos!” (Mt 19:23). Como tienen todo lo que a su juicio necesitan y sus rostros rebosan de autosatisfacción (Sal 73:7a), no puede ofrecerles algo que ellos desprecian. Eso sería como arrojar perlas a los cerdos (Mt 7:6). La basura de su pocilga es todo el bien que anhelan. Están tan acostumbrados a su hedor que les parece perfume de rosas.

¿No se comportan así los pecadores, y no nos hemos comportados nosotros en un tiempo de igual manera? ¡Qué necios éramos! Pero Dios tuvo piedad de nuestra miseria y derramó su luz sobre nuestras vidas. ¡Cómo no hemos de darle gracias!

54,55. “Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre.” (3)
En estos versículos María habla de cómo a través de lo que ha hecho en ella, Dios está empezando a cumplir las promesas hechas a Israel de enviarles un Salvador. La concepción de Jesús en su seno –que es la primera de las grandes cosas que el Poderoso ha hecho en ella- es el inicio de la obra redentora que cumplirá su Hijo a favor de la humanidad.

A ella en ese momento Dios no le concedió sino un conocimiento limitado de la redención que obrará su Hijo, porque ella lo ve en términos nacionales de Israel. “Israel su siervo” es para ella literalmente el pueblo al cual ella pertenece, y al cual fueron hechas las promesas como descendencia de Abraham, y que fue siervo de Dios en tanto que le adoró a Él solo. (4).

Claro está, nosotros podemos entender, gracias a la revelación plena recibida con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, que descendencia de Abraham y linaje de Israel somos todos aquellos que creemos en Jesús y que hemos sido justificados por la misma fe que tuvo nuestro común antepasado (Rm 2:28,29; 9:6-8).

La misericordia para con Abraham (Gn 17:4-7; Mic 7:20) son las promesas hechas al patriarca, que no tenía descendencia en ese momento, de darle una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar, así como darle en posesión perpetua la tierra de Canaán en la que él moraba, la cual es figura de nuestra morada celestial eterna. Pero sobre todo aquella promesa de que en su simiente serían algún día bendecidas todas las naciones de la tierra. Esa simiente, como explica Pablo, es Jesús que se encarnó en el seno de María (Gal 4:4).

Las misericordias hechas a Abraham fueron completadas con las misericordias hechas a David de darle un heredero (Is 55:3-5) que se sentaría en su trono para siempre y “cuyo reino no tendría fin” (Lc 1:32,33, cf 2 S 7:16,24,26; Sal 98:3; 136:23). Ese Hijo del Altísimo sería el “jefe y maestro a las naciones”, que llamaría a pueblos que nunca habían oído hablar de Él, y al cual acudirían naciones que no le habían antes conocido, con lo cual se indica el número de las multitudes de todos los pueblos que alcanzarían la salvación por el Hijo que ella había concebido en su seno. ¡Oh misterios de la Providencia divina que va actuando en la historia tejiendo una trama de acontecimientos que sólo Él conoce, pero que nos beneficia a todos nosotros!

Notas: 1. Los vers 52 y 53 son un ejemplo de paralelismo antitético frecuente en los escritos del Antiguo Testamento, pero especialmente en Proverbios: “quitó” y “exaltó”, “colmó de bienes” y “envió vacíos”.
2. Los casos del faraón de Egipto (Ex 14:24-31) y de Nabucodonosor (Dn 4) no son los únicos de la historia bíblica, pero sí los más notorios. Sin embargo, en el curso de los últimos veinte siglos de la historia del mundo ¡cuántos poderosos que se creían invencibles han sido derribados de su posición eminente!
3. El texto dice: “acordándose de la misericordia…” ¿Puede Dios acordarse de algo como si lo hubiera olvidado? No, ciertamente. Esas palabras expresan en términos humanos, antropomórficos, que ya había llegado “el cumplimiento de los tiempos” anunciado por los profetas, para que se llevara a cabo todo lo que Dios había previsto.
4. Al pueblo de Israel le cupo en la historia la misión de ser testigo del Dios verdadero en medio de pueblos idólatras, y de que de su seno, es decir de su linaje, naciera el Salvador del género humano. Por ese motivo Israel es llamado siervo de Dios: Is 41:8,9; cf Is 42:1,19; 44:1,21; 45:4.

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martes, 2 de agosto de 2011

EL CÁNTICO DE MARÍA I

Por José Belaunde M.

Llamado también el Magníficat
Un Comentario de Lucas capítulo 1, vers. del 46b al 50

El Evangelio de Lucas narra cómo María escucha atónita y sumisa el anuncio del ángel de que ella va a concebir un hijo por el poder del Espíritu Santo, sin conocer varón, y que para prueba de que para Dios no hay nada imposible, su pariente Isabel, ya anciana y estéril, lleva seis meses embarazada. Entonces ella, sin dudar del anuncio del ángel, se apresura a ir a las montañas de Judea, para visitar a su pariente y asistirla (Lc 1:39,40).

Cuando Isabel oye el saludo de su joven pariente que viene desde su lejana Nazaret a visitarla, ella, llena del Espíritu Santo, irrumpe en unas palabras inspiradas de acogida, algunas de las cuales han pasado a formar parte de una oración que ha sido y es mil veces repetida por gran parte del pueblo cristiano a lo largo de los siglos. (Nota 1)

En respuesta al saludo gozoso e inesperado de Isabel, María a su vez, eleva un cántico que expresa los sentimientos de asombro y de agradecimiento a Dios que llenan su alma por la obra extraordinaria que el Todopoderoso ha hecho en ella. El cántico brota de un alma casta y piadosa que ha recibido una gracia extraordinaria de Dios, la más grande recibida por mujer alguna en la historia de la humanidad, al concebir en su seno, sin intervención de varón, y por obra del Espíritu Santo, a un hijo que sería el Salvador de Israel. De este acontecimiento se puede decir que es, sin lugar a dudas, el milagro más grande de todos los tiempos y, a la vez, el evento más importante de todo el devenir humano en la tierra: que Dios se hiciera hombre.

El corto himno que ella entona da expresión no sólo a la alegría de María, sino también a los pensamientos que deben haber embargado su mente desde el día en que recibió el anuncio del ángel. No obstante, el texto del himno está lleno de reminiscencias de otro cántico pronunciado siglos atrás por Ana, la madre de Samuel cuando, después de años de infertilidad, Dios le concede la gracia de concebir un hijo (1 Sm 2:1-10), cántico que María, como todas las doncellas piadosas de Israel, debe haber conocido muy bien y que posiblemente hasta sabía de memoria. (2)

Pero el “Magníficat”, como este himno ha pasado a ser llamado en la tradición cristiana latina, debido a la palabra que lo empieza en su traducción a ese idioma, presenta también reminiscencias y alusiones a otros textos de la Escritura que María sin duda conocía y que iremos señalando en nuestro comentario.

María pronuncia sus palabras en arameo, que era la lengua hablada por el pueblo judío desde el exilio babilónico –aunque un número creciente de eruditos, con evidencias sólidas a la mano, sostiene que el idioma hablado en Israel en esa época era el hebreo y no el arameo. Lucas, que debe haber recibido su texto de María misma, lo tradujo al idioma griego común (koiné) en el que él escribió su evangelio, y en esa lengua ha llegado a nosotros.

Antes de examinarlo en detalle vale la pena notar que este himno ha sido musicalizado por numerosos compositores del renacimiento y del barroco –desde el siglo XV al XVIII- durante la época de apogeo de la música polifónica religiosa. La más famosa de las composiciones musicales basadas en su texto es la bellísima cantata para solistas, coro y orquesta, de poco más de media hora de duración, titulada “Magníficat”, compuesta por el gran compositor luterano alemán del siglo XVIII, Juan Sebastián Bach (1685-1750), una de las obras más geniales salidas de su pluma. Esta obra de difícil ejecución, dicho sea de paso, se cantó en Lima en la década del sesenta, cuando nuestra ciudad contaba con recursos musicales mayores que en el presente. (3)

46b,47. “Engrandece (o magnifica) mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.” (El original dice: “Mi espíritu exulta en Dios mi Salvador”) (4)
Mi alma y mi espíritu, es decir, no sólo mi cuerpo, sino mi ser entero con todas sus facultades, engrandecen al Señor.

¿Cómo puede el hombre engrandecer a Dios que es infinito por naturaleza? De dos maneras, lo engrandece dentro de sí mismo, cuando le da dentro de su alma el mayor espacio posible, rindiéndole todo su ser. Pero sobretodo, y éste es el sentido más cercano, proclamando su grandeza ante el mundo.

Engrandecerlo es una forma de alabarlo, bendecirlo, glorificarlo y adorarlo. Mi alma se postra ante Él y reconoce que Él es mi todo. Inclinarme ante Él lleva a que mi espíritu se regocije en gran manera y se alegre en Él. Cuando Dios ocupa todo el espacio de mi alma, cuando llena todo mi ser, el gozo del Señor me inunda y me transporta en gritos de júbilo.

(Notemos que María dice: “en Dios mi Salvador”. Ella, como todo ser humano, necesita ser salvada, con la diferencia crucial en su caso, que ella lleva en su seno al Salvador suyo y de toda la humanidad).

En las palabras de María hay una reminiscencia clara de las que entona Ana al iniciar su cántico: “Mi corazón se regocija en Jehová… por cuanto me alegré en tu salvación” (1Sm 2:1). Pero también las palabras de María nos recuerdan al Salmo 34 “Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre”. (v. 3).

Las palabras de María expresan una actitud de adoración y alabanza a Dios frecuente en Israel. ¿Cuánto de ese espíritu se conserva entre nosotros, aparte del culto al que asistimos dominicalmente? ¿Nos colma este espíritu de sentimientos de adoración y de gozo ante el Señor todos los días? ¿Le agradecemos continuamente por lo que Él es y por lo que ha hecho en nosotros?

El comienzo del Salmo 103 expresa sentimientos afines: “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios” (vers 1,2).

Como veremos enseguida, María engrandece al Señor por las cosas extraordinarias que ha hecho en ella. La suya es un alma agradecida porque aprecia lo que el Señor ha hecho en su ser. Pero más que apreciar, está en realidad anonadada por el favor que Dios le ha hecho a ella, indigna criatura, de escogerla como madre del Mesías que Israel esperaba; un privilegio que todas las muchachas piadosas de Israel deseaban les fuese otorgado.


48ª. “Porque ha mirado la bajeza de su sierva”
Dios se ha fijado en la humildad –o mejor, en la humilde condición- de su esclava. Yo no soy nada pero, pese a ello, Dios ha puesto sus ojos en mí. ¿Quién soy yo para merecer ese honor? Pero son justamente la humildad, acompañada de la pureza, las virtudes que más atraen a Dios en el ser humano, porque son las que más lo acercan a Él. Son también con frecuencia las menos cultivadas. La humildad, se ha dicho, es la llave que abre el corazón de Dios.

Lo que en María atrajo a Dios no fue su intelecto, ni su belleza, ni sus virtudes domésticas; lo atrajo su santidad, hecha de humildad y pureza. ¿No es esto extraordinario? ¿Nos fijamos los hombres en estas cualidades cuando escogemos por novia a una muchacha? ¿Quién ha vista alguna vez en los periódicos un aviso que diga: “Se busca una muchacha pura y humilde para contratarla como empleada”?

¿Quieres que Dios se fije en ti? Sé humilde y lo hará. En cambio “al altivo lo mira de lejos”. (Sal 138:6). La humildad reemplaza a los pergaminos y títulos académicos, y sustituye con creces a la hoja de vida más nutrida.

¿Cuántos hombres y mujeres de Dios se han enfriado y han perdido el favor del Señor porque se enorgullecieron? ¿A cuántos el éxito de su ministerio se les subió a la cabeza y se debilitó su dependencia de Dios? Si Dios premia tus esfuerzos con el éxito, humíllate ante Él y reconoce que es por su gracia y no mérito tuyo, para que Él te siga bendiciendo.


48b “Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones.”
María osa pronunciar una profecía extraordinaria, que es tanto más sorprendente si se piensa en lo que ella era. Aunque descendiente del rey David, y pariente de sacerdotes, ella era una muchacha de humilde condición, comprometida con un artesano; sin medios de fortuna, y que vivía en una aldea que no gozaba de ningún prestigio (Jn 1:46). No obstante se atreve a predecir que desde ahora en adelante todas las generaciones; la proclamarán bienaventurada. ¿Está ella loca? ¿Cómo se atreve a profetizar una cosa semejante para sí misma? Se atreve por la gracia extraordinaria que ella ha recibido: que el mismísimo Hijo del Altísimo venga a tomar carne humana en su seno (Lc 1:32). Esta es la gracia extraordinaria de la que ella es consciente y que le permite hacer esa inaudita profecía.

Pues bien, preguntémonos: ¿Se ha cumplido o no la profecía que ella pronunció acerca de sí misma? ¿Hay algún personaje entre sus contemporáneos, como el rey Herodes que reinaba en Jerusalén en esos días, o como el emperador Augusto, que desde Roma daba órdenes que se cumplían en todos sus vastos dominios, que sea tan famoso en el mundo entero como lo ha sido y sigue siendo ella, veinte siglos después de que pronunciara esas palabras? ¿Ha habido mujer en el mundo que haya sido y que sea más admirada que ella? ¿Hay nombre de mujer que sea más popular que el suyo?


49ª. “Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso” (O “el Poderoso ha hecho grandes cosas en mí.”)
Esa es la razón por la que ella se atreve a predecir que las generaciones la proclamarán bienaventurada. ¿Qué grandes cosas son las que Dios ha hecho en ella? Nada de lo que pueda ella jactarse, o que sean mérito suyo, sino que son exclusivamente obra de Dios. El Todopoderosos ha hecho un milagro extraordinario en su vientre: que ella conciba sin la intervención indispensable de la semilla masculina. El Espíritu Santo ha suplido la esperma y los genes que normalmente la naturaleza provee para que se produzca la concepción.

Ella no sabía nada de biología, y los conocimientos que se tenía entonces acerca del surgimiento de la vida humana eran rudimentarios. Sin embargo ella comprende que lo que Dios ha realizado en ella es algo maravilloso, fuera de lo común.

Pero aún más maravilloso que ese milagro es el Ser que en ella ha cobrado vida y que empieza a crecer en su seno: El Verbo, el Hijo de Dios mismo, que venía como Mesías esperado a salvar a su pueblo. Y esto es lo que debe haberla sumido a ella en el más grande asombro: que Dios mismo venga a habitar en ella. ¡Cómo no la habrían de llamar bienaventurada todas las futuras generaciones! Es por medio de ella cómo Jesús, el Salvador, tomó carne humana. A ella se le concedió el privilegio de ser su madre. Con toda razón la recibió Isabel con las palabras: “Bendita tú entre todas las mujeres” (Lc 1:42), porque lo era en verdad. Isabel, llena del Espíritu Santo, se había adelantado a proclamar lo que María diría de sí misma. Y fue el Espíritu Santo también el que movió los labios de María para que ella hiciera esa profecía, que de no surgir por inspiración divina, sería escandalosamente presuntuosa.

¡Ah, qué cosas puede hacer el Espíritu de Dios en el hombre! ¡Y cómo ha levantado Dios a la naturaleza humana para que su Hijo venga a hacerse uno con nosotros! María dijo de sí misma que Dios se había fijado en la humildad de su sierva. Pues bien, a través de ella, la humilde, el propio Jesús se humilló a sí mismo tomando forma de siervo (Flp 2:7). ¡El Siervo que nace de la sierva! ¡La sierva que concibe y da a luz a tal Siervo! Y que no sólo lo alumbrará un día no lejano, sino que lo estrechará entre sus brazos y lo amamantará con sus pechos. ¡Cómo no había ella de ser bendita entre las mujeres y ser llamada bienaventurada en adelante por todas las generaciones!


49b, 50. “Santo es su nombre, (5) y su misericordia es de generación en generación a los que le temen.”
Sí, santo es el nombre de Aquel que puede hacer tales cosas, de Aquel cuya misericordia no se agota, sino que perdura de generación en generación para todos los que se rinden a sus pies, lo aman y lo reconocen como su Señor. (6)

María rubrica con palabras de alabanza la declaración de las maravillas que Dios ha hecho en ella. Ella está llena de agradecimiento, tanto más que se siente indigna de tanto favor.

Pero ¿quién no se sentiría indigno? ¿Hay alguien que pueda decir que merece los favores que Dios le ha hecho? ¿Qué sea digno de ellos? Nadie. La condición de María es la nuestra. Todos somos indignos; todo lo que hemos recibido, comenzando por la salvación, es por pura gracia. María lo puede decir en nombre de todos. Pero María puede estar también anonadada por el conocimiento de las cosas de Dios que en esos días el Espíritu Santo le ha infundido. Porque no debemos pensar que al cubrirla el Espíritu Santo con su sombra, como le dijo el ángel, lo único que ocurrió en ella fue esa concepción milagrosa, sino que, pienso yo, la sabiduría de Dios y muchos otros dones deben haberse derramado en ella para que pudiera cumplir bien el papel de madre de su Hijo, para el cual Él la había escogido.

¿No necesitaba Jesús cuando naciera que su madre hubiera sido santificada e iluminada por el Espíritu? A tal Hijo, tal madre era necesaria. Por eso puede ella exclamar con el salmista: “¡Santo es Su Nombre!” (Sal 111:9). Santo y temible, dice ese salmo, porque también es temible en las cosas que hace cuando la ira mueve su brazo.

La santidad de Dios es un fuego ardiente que abrasa y purifica todo lo que toca, como los carbones encendidos que tocaron los labios de Isaías (6:6,7). ¡Oh, que también tocaran los nuestros y los purificaran para que nunca pronuncien palabras indignas u ociosas!

María, al concebir a Jesús, debe haber sentido la santidad de su Hijo arder en su pecho y debe haber quedado abismada por su propia insuficiencia.

Al hablar María de la misericordia de Dios, que es de generación en generación, ella debe haber percibido en el Espíritu –conscientemente o inconscientemente- la obra salvadora que su Hijo haría en todos los hombres que, en el curso de los siglos, creerían en Él (cf Sal 103:17). Porque si la misericordia de Dios es grande, lo es grande sobre todo porque salva a los peores pecadores, a los que están más lejos de su gracia, a los que menos merecen ser salvados. Ella había sido objeto de la misericordia de Dios; a partir de lo que Dios hizo en ella, incontables seres humanos serían objeto de la misericordia inmerecida de Dios, y entre ellos nos contamos tú y yo, amado lector. ¡Démosle gracias a Dios por ello!

María fue instrumento de la misericordia de Dios, de la más grande misericordia, porque con la encarnación de Jesús “vino el cumplimiento del tiempo, (en que) Dios envió a su Hijo, nacido de mujer…”, para llevar a cabo su gran obra (Gal 4:4). A partir de la encarnación la misericordia de Dios se derramará sobre toda la humanidad y una nueva era, un nuevo tiempo de esperanza la iluminará.

¡Que Dios se humillara a hacerse hombre, su Espíritu purísimo a tomar carne humana! ¿Ha habido jamás mayor portento? De todas las obras que Dios ha hecho ésta es la más maravillosa, la más extraordinaria. Y se cumplió en una humilde doncella de una aldea perdida de Israel.

Notas: 1. La primera parte del “Ave María” está formada por las palabras de saludo del ángel a María en la anunciación según la Vulgata latina (Lc 1.28), seguidas por las que consigna el vers. 42 pronunciadas por Isabel: “Bendita tú entre las mujeres…” (Lc 1:42).
2. Las muchachas judías de esa época no eran analfabetas, y es sabida la importancia que se daba entonces a la memorización en la instrucción de niños y jóvenes, lo cual explica en parte que el niño Jesús a los doce años, pudiera discutir con los doctores de la ley sobre el texto de la Escritura que él sabía de memoria.
3. No está demás señalar que Martín Lutero, escribió un bello comentario de este bello texto.
4. Estas dos frases están en paralelismo sinónimo pero, adicionalmente, hay un triple paralelismo entre las palabras “magnificar” y “exultar” (regocijarse en gran manera), “alma” (nefesh) y espíritu (ruaj), “Dios” y “Salvador”. El verbo “exultar” está en tiempo pasado. Se suele traducir en tiempo presente, pero al decir María que exultó, se refiere a la enorme alegría que la inundó al aceptar el privilegio inmerecido que le anunció el ángel. ¡Cuál debe haber sido el gozo increíble que ella debe haber sentido al saberse la escogida!
5. Para los judíos el nombre de Dios era tan santo que no se atrevían a pronunciarlo. Por ese motivo se valían de sustitutos para referirse a Él: Señor, el Altísimo, el Poderoso, etc.
6. Recuérdese que Ana llama también “santo” al Señor que le concedió el tener un hijo (1Sm 2:2).

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