martes, 31 de mayo de 2011

LA DIVINIDAD DE JESÚS EN LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS I

Estudio Bíblico y Aplicación

Por José Belaunde M.

¿Qué testimonio dio Jesús de sí mismo? ¿Quién dijo Él que era?

La alta crítica y los escritores racionalistas han negado con frecuencia que Jesús afirmara de sí mismo que Él fuera Dios. Esto es, alegan, una invención de sus discípulos, hecha después de su muerte, en especial por Pablo.

Escritores, como el famoso francés Ernesto Renan –autor de una vida de Jesús que fue un gran éxito de librería a mediados del siglo XIX- exaltan la grandeza de su personalidad y de su obra. Dicen que era divino en ese sentido, no en el sentido de que fuera Dios. Su personalidad, argumentan, era muy atrayente, adorable, y por eso sus discípulos terminaron endiosándolo. Pero aunque era un hombre casi perfecto, arguyen, era hombre al fin.

Se suele negar que Jesús en los evangelios sinópticos haya dicho de sí mismo que Él era Dios. Los evangelios sinópticos (Nota 1) fueron escritos antes del año 70, quizá incluso antes del año 50, en base a tradiciones orales memorizadas según los hábitos de memorización tradicionales judíos, y de apuntes hechos por sus discípulos, tal como los discípulos de los rabinos en ese tiempo solían registrar los dichos de sus maestros. (2)

Es bueno recordar que Jesús era un maestro itinerante, seguido por discípulos, como los había muchos en ese tiempo en Israel. En ese sentido, y salvo por los milagros que hacía, Él no era un fenómeno excepcional en su tiempo. Su ministerio público corresponde a lo que era la práctica común del judaísmo de su tiempo.

Pues bien, en los cuatro evangelios se llama a Jesús “Hijo de Dios” más de 50 veces. ¿En qué sentido deben entenderse esas palabras tantas veces citadas?
Examinemos primero qué quiere decir la expresión hebrea “hijo de…” tan usual en la antigüedad. Varias cosas.

1) Filiación natural: hijo de tal persona, como cuando Jesús se refiere a Pedro llamándolo: Simón bar Jona, es decir, Simón hijo de Jonás (Mt 16:17).
2) Filiación espiritual, como cuando Pablo llama a su discípulo Timoteo, “hijo amado”. (1Cor 4:17)
3) La expresión puede denotar cierta característica encomiable: José, el levita de Chipre que fue compañero de Pablo en su primer viaje misionero, es llamado “Bernabé”, es decir, “hijo de consolación”. (Hch 4:36)
4) O lo contrario, una característica negativa: “hijo del diablo” (Hch 13:10) (3).

De todos los seres humanos se suele decir en el lenguaje común que son “hijos de Dios”, en el sentido de que son sus criaturas, porque han sido creados por Él. Pero nosotros sabemos que sólo los cristianos somos “hijos de Dios” en sentido estricto. Lo somos por adopción, al haber recibido el Espíritu Santo cuando creímos, que clama “Abba, padre”. (Gal 4:6; Rm 8:15).

El Prólogo del Evangelio de Juan dice que Jesús es el Hijo Unigénito “que está en el seno del Padre” (Jn 1:18).

Lo llama “el Verbo”, la Palabra, por quien todo fue hecho. Dice también que “el Verbo era Dios” (Jn 1:1-3) y, que, además, “en Él estaba la vida”. Es decir, que la vida residía en su persona. (v. 4).

Más adelante dice que el “Verbo fue hecho carne (lo cual se refiere a su encarnación) y habitó entre nosotros y vimos su gloria como del Unigénito del Padre…” (v. 14).

Esas frases afirman sin ambages la divinidad de Jesús.

Vamos a ver a continuación cómo los evangelios sinópticos lo llaman “Hijo de Dios” en el mismo sentido exaltado que el evangelio de Juan, pese a las opiniones contrarias de algunos eruditos que lo niegan, porque no hay peor ciego que el que no quiere ver. Los evangelios sinópticos lo llaman así a veces de una manera explícita, y otras de una manera implícita.

En ellos –y esto es muy importante- Jesús revela su divinidad por etapas, y al principio con mucha reticencia.

Estando en Cesarea, cuando a la pregunta de Jesús: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?” Pedro le contesta: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, Jesús ordena a sus discípulos que no se lo digan a nadie. Le dice además a Pedro: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque (eso) no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” (Mt 16:15-20). Los hombres podían inferir de sus actos y palabras que Él era un profeta; podían creer por las mismas evidencias que Él era el Mesías, el Cristo, pero su divinidad era algo que sólo Dios podía revelar a un hombre, porque ése era un conocimiento demasiado alto para que “carne y sangre” lo pudiera tener sin ayuda del Altísimo.

Cuando estando a orillas del mar, después de haber sanado a muchos, los espíritus impuros se postran delante de Él (en gesto de adoración) proclamando que Él es el “Hijo de Dios”, Él les ordena callarse la boca (Mr 3:11,12).

Cuando se transfigura en el Tabor, y aparecen junto a Jesús, Moisés y Elías en su cuerpo glorioso, Él ordena a sus discípulos no contar la visión a nadie (Mt 17:9; Mr 9:9).

¿Por qué esa reserva? Porque el pueblo judío no estaba preparado en ese momento para recibir esa revelación.

En esa época el pueblo judío vivía en un estado de efervescencia patriótica; habían habido varios levantamientos contra el invasor romano que habían terminado en baños de sangre (Lc 13:1; Hch 5:35,36). Ellos esperaban un salvador militar, un mesías político, guerrero, que derrotara a los romanos y restaurara la independencia de su nación. No esperaban a un rabino o maestro religioso.

Si Él se hubiera revelado desde el comienzo como el Mesías esperado, el entusiasmo, el fervor patriótico que se hubiera generado en el pueblo, le habría impedido hacer su obra y proclamar su mensaje como Él quería. Su prédica habría sido distorsionada y lo hubieran aclamado como líder político, tal como ocurrió, en efecto, cuando, después de su entrada triunfal en Jerusalén, quisieron proclamarlo Rey (Mt 21:8). Si la intención de Jesús hubiera sido política, Él habría aprovechado el entusiasmo y las aclamaciones de la multitud para hacerse proclamar rey. Pero, lejos de eso, Él se retiró a Betania, frustrando las esperanzas de muchos (Mr 11:11). Él había venido para otra cosa que ellos no podían entender.

Todavía al final de su ministerio Él les dice a sus discípulos: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero no las podéis soportar.” (Jn 16:12) Les serían reveladas por el Espíritu Santo después de que Él se hubiera ido, a partir de Pentecostés.
Vemos aquí un ejemplo de la humildad de Jesús. En Él estaban “escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia”, como dice Pablo en Col 2:3, pero Él permanece oculto.

Él se fue revelando poco a poco. Esa es pedagogía divina, para que la luz no los deslumbre, como le sucedió a Pablo, que quedó ciego cuando Jesús resucitado se le apareció. (Hch 9:3-9).

Pero hacia el final de su ministerio Jesús se fue revelando a sus discípulos cada vez con mayor claridad y franqueza.

En los evangelios sinópticos vemos que Él empezó reclamando para sí ciertos privilegios que son propios de Dios, hasta llegar a afirmar claramente que Él era el Hijo de Dios.

Veamos la progresión.

Él reclama para sí siete privilegios que sólo pertenecen a Dios.

1. Él es superior a todas las criaturas, mayor que los grandes profetas, mayor que los ángeles, que son “sus” ángeles.
Es más grande que Jonás y más grande que Salomón (Mt 12:41,42). Imagínense que alguien venga en nuestros días diciendo algo semejante. ¿Qué pensaríamos de él? ¿Alguien que dijera que es mayor que Salomón, el hombre más sabio que jamás haya existido?

Él es más grande que David, el rey más amado de Israel, el cual en el Salmo 110:1 llama al Mesías “Mi Señor”, dando a entender que el Mesías es mayor que él (Mt 22:41-45).

Es mayor que Moisés y Elías, que aparecen al lado suyo como escolta en el episodio ya mencionado de la transfiguración; es decir, mayor que los dos profetas más grandes de la historia de Israel (Mt 17:3).

Es más grande que Juan Bautista, quien dijo que él no era digno de desatar el calzado de los pies de Aquel que habría de venir después de él (Lc 3:16).

Sin embargo, Jesús dijo de Juan Bautista que él era más que un profeta, y que no había habido “hijo de mujer” (es decir, hombre alguno) que hubiera sido más grande que Juan, salvo Él mismo (Mt 11:11).

Jesús es mayor que los ángeles, porque después de su victoria sobre Satanás en el desierto, ellos vinieron y le sirvieron (Mr 1:13; Mt 4:11).

Dijo que vendría en la gloria de su Padre con “sus” ángeles (Mt 16:27). Al final de los tiempos enviaría a “sus” ángeles a recoger de los cuatro vientos a sus escogidos (Mt 24:31).

Ni Isaías ni ningún profeta se atrevió a hablar de los ángeles como siendo suyos. Ahora bien, el que es superior a los profetas y a los ángeles, es superior a toda criatura. ¿Quién puede ser ése sino Dios mismo? Implícitamente Jesús estaba diciendo “Yo soy Dios”. Y sus discípulos, que eran duros de entendimiento al comienzo, lo fueron comprendiendo poco a poco. Entendieron que ese hombre cuya personalidad los atraía tanto, que hacía milagros, y que tenía palabras de vida eterna, no era un mero ser humano, sino que había en Él algo más que trascendía lo humano: que Dios habitaba plenamente en Él (Col 2:9).

2. Jesús demandó para sí fe, obediencia y amor, por encima de todo afecto humano, hasta el sacrificio de la propia vida, cuando dijo: “El que ama a su padre o madre más que a mi, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.” Y termina diciendo: “El que halla su vida la perderá; y el que pierda su vida por mi causa, la hallará.” (Mt 10:37-39).

¿Qué hombre ha dicho cosa semejante de sí mismo y demandado tal lealtad? Sólo a Dios se debe amar por encima de todas las personas y las cosas, y por encima incluso de los vínculos familiares. Sólo Dios puede demandar tanto.

Lo que Jesús promete en ese pasaje (cuando dice que “el que pierda su vida por mi causa la hallará”) es algo que sólo Dios puede prometer, ya que sólo Dios tiene el poder para cumplir una promesa semejante.

Cuando Jesús pronunció esas palabras Él sabía que sus discípulos sufrirían persecución y martirio, y que eso sucedería muy pronto después de su muerte.
A ellos les dijo: “Si pierden su vida por mi causa la hallarán.” ¿Qué vida es la que hallarán? No la vida carnal que perdieron, sino la vida futura en el cuerpo resucitado.

Si Jesús no fuera Dios esas palabras serían señal de una terrible arrogancia, de una egolatría enfermiza.

Sabemos muy bien que cuanto mayor es la santidad de un hombre, más grande es su humildad. El santo borra su ego. ¿Cómo podía Jesús, modelo de santos, decir esas cosas de sí mismo y arrogarse tanta majestad, si Él no era conciente de su divinidad?

Él podía decirlo porque era conciente de que era Dios. Él era un hombre como nosotros, sujeto a las mismas fragilidades humanas. Él tuvo hambre y sed. No sabemos si alguna vez estuvo enfermo, pero sí sabemos que experimentó el dolor y, aunque nos parezca una irreverencia pensarlo, estuvo sujeto a las mismas necesidades naturales de todo ser humano. Y sin embargo, Él era a la vez Dios.

Él se había despojado de su forma divina, como dice Pablo en Filipenses, y se había humillado a sí mismo hasta el punto de tomar forma de siervo, haciéndose como uno de nosotros (Flp 2:7). Pero nunca dejó, ni podía dejar de ser Dios.

Hemos dicho que un santo arrogante es una contradicción de términos. O es humilde, o no es santo, sino un farsante.

Pero de Jesús sabemos muy bien que fue muy humilde, y que aceptó en su pasión las más indignas humillaciones. Lo golpearon, le escupieron en la cara, le pusieron encima un viejo manto de púrpura y una corona de espinas para humillarlo. Permitió que se mofaran de Él y que lo abofetearan.

Si era tan humilde ¿cómo pudo haber dicho: “De cierto os digo que no hay ninguno que no haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna.”? (Mr 10:29,30). Con razón algunos pensaban que Él desvariaba.

Sólo Dios puede hacer una promesa semejante. Jesús la hizo porque Él sabía quién era. Si hay alguien que haya sabido quién era, ése fue Él. Y porque sabía que Él era Dios; porque sabía que Él era el Verbo por quien todo fue hecho, Él podía tomar la forma más humilde y aparecer como el más despreciado de los hombres. Conciente de su grandeza Él no tuvo temor de humillarse y de desprenderse completamente de lo que era.

Hay aquí una lección para todos nosotros, empezando por el que escribe. Todos nos sentimos orgullosos de lo que somos, de la posición que ocupamos, de los títulos que tenemos, y todos, o casi todos, hemos redactado alguna vez nuestro “Curriculum Vitae”, poniendo todos nuestros méritos cuando hemos solicitado trabajo.

No hay nadie que se presente buscando trabajo diciendo: “Yo soy un pobre diablo, pero hago mi trabajo más o menos, y me conformo con un sueldito.” ¿Quién lo haría?

Todos de una manera u otra estamos orgullosos de lo que hemos alcanzado y de lo que sabemos, y exhibimos nuestros méritos. No los ocultamos. Pero delante de Dios ¿qué somos? Menos que el polvo que pisamos.

Sin embargo, nosotros somos concientes de nuestra dignidad como hijos de Dios, y de que Dios habita en nuestro interior, no figuradamente, sino realmente. Si ustedes me escuchan y yo puedo hablarles, es porque Jesús está dentro de mí, y eso me da una dignidad extraordinaria. ¿Pero vamos a jactarnos de eso? ¿Puede alguno decir ante el mundo: “Yo soy hijo de Dios. Inclínense delante de mí.”? Al contrario, porque soy un hijo de Dios, yo puedo inclinarme delante de otros para lavarles los pies, como hizo Jesús.

Jesús dijo: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.” (Mt 12:30). Obviamente sólo Dios puede decir algo semejante de sí mismo, porque el que no está a favor de Dios, está en contra suya necesariamente, ya que Dios es todo y, en tanto que Dios, requiere la mayor fidelidad y abnegación.
En el campo de batalla de un lado está un bando, y al otro, el bando contrario. Y en medio de ambos hay un extenso campo que decimos es tierra de nadie. En el mundo del espíritu no hay tierra de nadie. O estás en el reino de la luz, o estás en el reino de las tinieblas. No cabe estar en los dos a la vez, aunque algunos creen que sí pueden. Pero eso es imposible.

Por eso esas palabras de Jesús son una manifestación categórica de su divinidad. No las podía decir a menos que fuera realmente Dios, o que estuviera loco, o fuera de sí, o que fuera un falsario.

En última instancia uno puede ser neutral respecto de los hombres, pero uno nunca puede serlo respecto de Dios. O estás con Dios, o estás contra Él. Si no estás con Jesús, estás contra Él, porque Él es Dios (Lc 11:23).

Eso es lo que la gente del mundo no entiende, y eso debe ser para nosotros una carga. Muchos hay que andan por el mundo sin ser concientes de que están contra Dios; que actúan contra Dios, y que son en realidad hijos del diablo, aunque sean buenas personas.

Nosotros no podemos acusarlos por ese motivo, porque nosotros hemos sido como ellos. ¿Hay alguno que naciera convertido? ¿Hay alguno que naciera espiritualmente al mismo tiempo que físicamente? Todos hemos venido en su momento a Cristo, y hemos sido regenerados cuando éramos pecadores.

Esa gente es nuestro mercado objetivo, como suele decirse en el lenguaje publicitario. A ellos debemos llevar nuestro mensaje. Pero para que ellos puedan creer en nuestras palabras, nuestras palabras tienen que estar respaldadas por nuestro testimonio. Es necesario que nuestras acciones no contradigan nuestras palabras, para que la gente no pueda decir. “Mira ése cómo actúa, cómo trata a los demás, al revés de lo que predica.”

En verdad, nosotros deberíamos poder dar testimonio de Cristo sin palabras, sólo con nuestras actitudes y nuestra conducta. De esa manera podríamos convertir a muchos sin abrir la boca, lo cual no quiere decir que además no prediquemos.
Jesús dijo: “Bienaventurados sois cuando os vituperen y os calumnien, y os persigan por mi causa.” (Mt 5:11).

No dijo por una causa justa, sino por “mi” causa.

Él es más que todas las causas justas juntas, y promete una gran recompensa en los cielos a los que le son fieles hasta la muerte.

Sólo Dios puede hacer una promesa semejante. ¿Por qué? Porque es Dios quien da las recompensas. (Mt 16:27). (Continuará)

Notas: 1. A los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas se les llama “sinópticos” (de sun, “común” en griego, y ópsis, “vista”) porque, aunque tienen bastante material propio, comparten mucho material común, en contraste con el evangelio de Juan, en el que figuran milagros y palabras de Jesús que los otros tres evangelios no registran.
2. Los eruditos de la Alta Crítica sitúan la composición de los evangelios entre el año 65 DC y el año 100 DC, aunque algunos empujan la última fecha hasta el año 150 DC. Hoy hay una opinión creciente -a la que yo adhiero- que sostiene, que todos los libros del Nuevo Testamento fueron escritos antes del año 70 DC. Este debate académico no carece de consecuencias para la fe porque cuanto más alejada esté la composición de los evangelios de los hechos que relata, menos fidedignos serían los acontecimientos y las palabras de Jesús que consigna.
3. Veamos algunos de los usos en la Biblia de la expresión “hijo de…”. En los libros proféticos se llama con frecuencia al ser humano varón “hijo de hombre” o “hijo de mujer”. En el Génesis se llama a los ángeles “hijos de Dios” (6:2). Isaías llama a las mujeres israelitas “hijas de Sión” (Is 3:16). Jesús llama a los judíos “hijos del reino” (Mt 8:12). A los pacíficos los llama “hijos de paz” (Lc 10:6). A los incrédulos los llama “hijos de este siglo”, y a los creyentes, “hijos de luz” (Lc 16:8). A una mujer israelita la llama “hija de Abraham” (Lc 13:16), y de Zaqueo dice que él es también un “hijo de Abraham”, pues es judío (Lc 19:9). A los que resuciten en el último día los llama “hijos de la resurrección.” (Lc 20:36). A los creen en la luz (es decir, en Él) Jesús los llama “hijos de luz” (c.f. Ef 5;8). Pablo dirá que los creyentes son “hijos de Abraham” (Gal 3:7). A los pecadores los llama “hijos de desobediencia”, e “hijos de ira” (Ef 2:2,3).

NB. Este artículo y el siguiente están basados en la transcripción de una enseñanza dada recientemente en la Iglesia Evangélica Pentecostal de San Juan, Argentina, la cual estuvo basada en parte, a su vez, en el 2do capítulo del libro “El Salvador y su amor por nosotros”, de R. Garrigou-Lagrange.

#678 (22.05.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

viernes, 20 de mayo de 2011

UNA MADRE EJEMPLAR II

Por José Belaunde M.


En el artículo anterior hemos visto cómo Jocabed, en una acción desesperada, con el fin de salvar la vida de su hijo, lo puso en una canasta de mimbre previamente calafateada, y lo depositó en un carrizal a orillas del Nilo, dejando a su hermana para que viera qué pasaba con el niño.

Dios no defraudó la confianza de Jocabed (que debe haber estado orando fervientemente por su hijo), porque al poco rato la hija del faraón vino a bañarse en el río junto con sus doncellas. Ella “vio la arquilla en el carrizal y envió a una criada suya a que la tomase”. (Ex 2:5). Dios hizo que la hija del faraón, al ver al niño que lloraba, fuera movida a compasión y decidiera salvarle la vida, tomándolo a su cargo (v. 6).

Para ella no debe haber sido fácil tomar esa súbita decisión porque ella se dio bien cuenta de que se trataba de un niño hebreo, que no debía estar vivo, según la orden que había dado su padre. ¿Cómo se dio ella cuenta de que era un niño de los hebreos? ¿Tendría una marca en la frente, o una estrella de David en la muñeca? No. ¿Cómo se dio cuenta entonces? ¿Qué fue lo que Dios le mandó a Abraham que hicieran sus descendientes con los hijos varones que tuvieran? Que los circuncidaran al octavo día de nacer. Cuando ella vio al niño desnudo y vio que estaba circuncidado, supo que era una criatura hebrea, porque sabía que ésa era una práctica de los israelitas. Los egipcios, como otros pueblos de la antigüedad, también circuncidaban a los hombrecitos, pero no tan temprano sino en la adolescencia.

Ella tuvo, sin embargo, compasión del niño. Su compasión fue más fuerte que el temor de desafiar la orden de su padre. ¡Cuántas cosas no puede hacer la compasión!

Ella era pagana, no conocía al Dios verdadero, pero tuvo un sentimiento que proviene del corazón de Dios. Con frecuencia nos olvidamos de que también los paganos tienen sentimientos buenos, porque ellos también fueron creados a imagen y semejanza de Dios. No nos apresuremos pues a condenarlos, porque Dios puede no sólo salvarlos, sino también usarlos para sus fines.

¿Cuántos paganos ha habido que se convirtieron y que luego fueron grandes cristianos, apóstoles o teólogos o misioneros? Agustín de Hipona, uno de los más grandes teólogos de la iglesia, es un buen ejemplo. Él era un filósofo pagano, hijo de un ciudadano romano y de una mujer cristiana que oraba sin cesar por la conversión de su hijo.

Sería bueno que nos preguntemos: ¿Hasta qué punto somos nosotros compasivos con los que sufren y nos salen al paso? ¿Cuántos de los que están aquí, hombres y mujeres, recogerían por compasión de la calle a una criatura abandonada, y se harían cargo de ella? Yo me temo que yo no lo haría por no complicarme la vida.
Pero conozco el caso de una madre muy pobre, abandonada por su marido y con varios hijos, que recogió a una criatura de padres desconocidos, abandonada y enferma, y que la crió como si fuera propia. No ha salido de la pobreza por ese acto de caridad, pero ¡cómo la recompensará Dios algún día!

Enseguida Dios inspiró a la hermana que vio lo que pasaba, la idea de sugerirle a la hija del faraón que contratara como nodriza del niño a una mujer de los hebreos. Con su asentimiento fue a buscar a Jocabed y la hija del faraón le encargó a ella el niño para que lo críe ¡sin saber que era su madre! Y encima le dijo que le pagaría por hacerlo. Así Jocabed resultó ser nodriza por encargo de su propio hijo (Ex 2:7-9). ¡Cuán admirables y maravillosos son los caminos de Dios que utilizó a la hija del faraón para devolver sano y salvo a Jocabed el hijo que ella le había confiado! Utilizó para salvarlo de morir nada menos que a la hija del soberano que lo había condenado a muerte antes de que naciera.

Encima de eso le devuelve a Jocabed su hijo con un premio: Ya que la princesa lo adopta como propio, el niño pertenecerá a la familia real. Ella fue la que le dio el nombre de Moisés (esto es, "sacado de las aguas") por el cual hoy lo conocemos (v. 10). ¿Cuál sería el nombre que le pusieron sus padres? No lo sabemos. Sólo conocemos el nombre que le puso esa princesa. ¿No es esto extraordinario? El niño condenado a muerte se convierte en hijo, esto es, en nieto, que es casi como si fuera hijo del hombre que lo había condenado a morir. Y encima su madre fue recompensada económicamente por criar a su propio hijo (v. 9).

Si el faraón se hubiera enterado del asunto se habría jalado los pelos. ¡Yo lo he condenado a muerte y ahora resulta siendo mi nieto!

¡Cuán admirables son los caminos de Dios que convierte en un bien lo que el enemigo tramó para el mal! ¡Con cuánta razón escribió Pablo que todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios! (Rm 8:28). Que no sólo le aman. sino que también confían en Él.

Pablo escribió en Efesios: "Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros….” (3:20).

Dios hizo mucho más de lo que Jocabed había soñado. ¡Cómo iba ella a imaginar que ese niño que había depositado en las aguas del Nilo, donde podría haberse ahogado o muerto de hambre, le sería devuelto para que se ocupe de él y lo críe, recibiendo un pago por hacerlo, y que encima ese hijo suyo iba a ser un príncipe de la casa real de Egipto!

Las cosas que Dios hace superan en mucho los sueños del hombre. Así que no tengas temor de soñar cosas maravillosas, porque Dios puede darte mucho más de lo que le pides.

El instinto maternal de Jocabed puso su confianza totalmente en Dios, y Dios no la defraudó sino que la recompensó ampliamente, más allá de lo que ella hubiera podido ni siquiera imaginar, porque ese hijo llegaría a ser el instrumento usado por Dios para salvar de la esclavitud a su pueblo.

¡Quiera Dios que Jocabed tenga muchas imitadoras entre las madres cristianas, y ¿por qué no también?, entre las abuelas!

¿Cuántas abuelas hay aquí? Dios puede usarlas para que enseñen a sus hijos y a sus nietos a tener una fe en Dios tan firme como la que tuvo Jocabed. Dios premió la fe de esa mujer, y puede premiar también la fe de todas las madres y abuelas que pongan su confianza en Él, si cumplen con la misión de enseñar a sus hijos y a sus nietos a tener una confianza semejante en Dios, que nunca defrauda a los que en Él confían.

Cuando el niño creció, Jocabed se lo entregó a la hija del faraón para que se cumpliera su destino. En todo esto vemos la acción providencial de Dios, poniendo en obra el proyecto que había concebido desde la eternidad para salvar a su pueblo de la esclavitud y llevarlo a la tierra prometida por medio de este niño, cuyo bautismo simbólico había sido el ser salvado de las aguas del Nilo en una frágil canastilla.

Dios no sólo rectificó el decreto malvado del faraón salvando de la muerte al futuro profeta y caudillo que Él había escogido, sino que además creó las circunstancias necesarias para que el muchacho (a quien ciertamente sus padres habían instruido acerca de las promesas que Dios hizo a Abraham, y enseñado a creer en el único Dios verdadero) fuera instruido también en toda la sabiduría y las costumbres de los egipcios.

Podemos pensar asimismo que Dios permitió que Moisés se familiarizara con las ceremonias y la etiqueta de la casa real, para que, cuando décadas más tarde, regresara para cumplir su misión, él pudiera moverse con desenvoltura y autoridad en medio de los egipcios, y pudiera entrar a palacio, según dice el refrán, "como Pedro en su casa", y hablarle al soberano de tú por tú, como a un familiar, seguramente porque lo conocía desde su juventud. No podían cerrarle la puerta porque él era un príncipe de la casa real.

Pero tomemos nota de cómo todo el plan de Dios comienza con unos esposos fieles que tienen fe en Él, y con una madre valiente que arriesga todo por su hijo, confiando en que Dios es poderoso para salvar aun en las circunstancias más difíciles. Ella dio un primer paso de fe cuando conservó a su hijo con vida, pese al decreto del faraón; y un segundo paso cuando puso a su hijo en una canasta entre los juncos del Nilo. Ella lo hizo sin saber que al hacerlo estaba salvando la vida del hombre que más tarde salvaría a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Ella no lo sabía en ese momento, y quizá no lo supo nunca, pues debe haber muerto antes de que Moisés empezara a cumplir su misión, ya que no se le menciona. Dios no le dijo: Este niño va a ser un gran líder y profeta. No le dijo eso. Ella actuó en fe, sabiendo que Dios cumpliría su propósito, cualquiera que éste fuera.

Cuando nosotros damos un paso de fe no sabemos qué es lo que Dios va a hacer con ese acto de confianza en Él, con el que quizá arriesgamos nuestra comodidad, o hasta nuestra vida. No sabemos qué es lo que va a hacer Dios. Por eso es que hay que obedecerle siempre, aunque nos cueste, porque Dios usará nuestra fe y nuestra obediencia para sus propósitos. Si por miedo, o por timidez, dejamos de hacer lo que Dios espera de nosotros, frustramos sus planes para nuestras vidas, ¿y quién sabe?, también para las vidas de otros a quienes nosotros hubiéramos podido bendecir.

Es bueno que veamos brevemente lo que la tipología nos revela en este episodio, esto es, cómo los personajes y acontecimientos del Antiguo Testamento prefiguran y anuncian a los personajes y acontecimientos del Nuevo. Moisés es un "tipo" de Jesús, porque salvó al pueblo de Dios de la esclavitud de Egipto, así como Jesús lo salvará más tarde de la esclavitud del pecado.

Retrocediendo en el tiempo la arquilla nos hace pensar en el arca que Noé construyó por orden de Dios, y en la que hizo entrar a los suyos cuando comenzó el diluvio (Gn 6:14). Ambas, el arca y la arquilla, fueron calafateadas por dentro y por fuera, para hacerlas impermeables al agua. En una se salvaron Noé y su familia, es decir, un pequeño remanente de la humanidad que sobrevivió al diluvio, y que salvó al género humano de la extinción; en la otra se salvó del agua un niño que había de salvar a su pueblo. Esa arca y esa arquilla son símbolo de la iglesia en la que se salvan todos los entran en ella, es decir, los escogidos.

A su vez, la madre de Moisés, que no tuvo miedo del decreto del faraón, pese a que su osadía pudo haberle costado la vida, es figura de María, la madre de Jesús, que aceptó tener un hijo no estando casada, no teniendo miedo de la deshonra que caería sobre ella por esa causa, ni del desprecio de su novio, ni de las piedras que lapidaban a las desposadas acusadas de adulterio.

Así como Dios confió a Jocabed al futuro salvador de Israel en la carne, así Dios confió a María al futuro Salvador del Israel de Dios (Gal 6:16). Así como Jocabed y Amram salvaron a Moisés del faraón que quería matarlo, así también María y José salvaron a Jesús del rey Herodes que quería acabar con su vida.

Un pequeño detalle en la historia del pueblo hebreo que narra el 2do libro de Reyes, nos hace ver la importancia que puede tener una madre. Cada vez que ese libro menciona el nombre de uno de los reyes buenos que tuvo el reino de Judá, menciona también el nombre de su madre. En cambio cuando habla de los reyes idólatras que hubo en el reino de Samaria no menciona el nombre de la madre. ¿Qué nos está diciendo eso? La gran influencia espiritual que la madre tiene sobre sus hijos, para que más tarde sean fieles a Dios, o para que vuelvan a Él algún día, si acaso por un tiempo se desviaron.

La madre tiene en sus manos el destino de los hijos que lleva en el seno, porque lo que la madre encinta piense, contribuye a formar el corazón de la criatura que está en su vientre. Lo que la madre siente, piensa y ora –o deja de orar- tiene una enorme influencia en la futura personalidad y en el carácter del niño. Si ella se la pasa viendo cosas frívolas en la televisión, está formando el corazón de su criatura con esas cosas vanas. En cambio, ella puede formar a la criatura ya nacida enseñándole a amar a Dios y a orar; enseñándole a juntar sus manitas para dirigirse a Papá Dios. ¿Saben ustedes que las oraciones de los niños son muy poderosas? Lo son en la medida en que sean inocentes. ¡Oh, cuidemos la inocencia de los niños!

Suele decirse que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. Esa puede ser su esposa, claro está. Pero también puede haber sido su madre.
Muchos de los grandes héroes de la fe de la historia del cristianismo tuvieron una madre creyente que les enseñó a amar a Dios y a orar desde pequeños. Esa es una de las benditas funciones de las madres: Enseñar a sus hijos desde pequeños a amar a Dios y a orar (Véase 2Tm 1:5).

¡Cómo no hemos de alabar a Dios y a glorificarlo por tales madres que cumplen fielmente el propósito de Dios para con sus hijos! ¡Sean benditas con todas las bendiciones del cielo las madres que así lo hagan!

Yo quiero pronunciar bendición sobre las madres y las abuelas que están acá, para que no tengan temor de cumplir el propósito por el cual fueron llamadas por Dios, y que sean concientes de que Dios bendijo sus vientres cuando concibieron un hijo o una hija, y que bendecirá la vida de ese fruto de sus entrañas si se ponen de rodillas con frecuencia para orar por esa criatura.

Algún día Él va a hacer maravillas en esa vida que quizá alguna vez se descarrió, pero que, en su momento, como el hijo pródigo, retornará a la casa del Padre que lo espera.

¿Están dispuestas a creerlo?

Gracias te damos, Señor, por todas las madres que acogen a los hijos que tú les mandas sin tratar de impedir que nazcan; que los reciben como un don tuyo, Señor; que están dispuestas a tenerlos, y luego a criarlos, y a darles de mamar, y a alimentarlos con su propia sustancia, pese al sacrificio que para ellas eso representa; que están dispuestas a criarlos en el temor de ti, a fin de que un día sean varones y varonas que te obedezcan y te sirvan, de modo que este país, Señor, pueda ser bendecido abundantemente por tu gracia.

NB. Este artículo y el precedente están basados en la transcripción de una charla dada en el Ministerio de la Edad de Oro de la CCAV, anticipándose a la celebración del Día de la Madre, la cual estuvo a su vez basada en un artículo sobre Jocabed, publicado el 2001, y vuelto a publicar en mayo del 2009.

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martes, 10 de mayo de 2011

UNA MADRE EJEMPLAR I

Por José Belaunde M.


El libro del Éxodo narra cómo una vez muerto José, y de acuerdo a la promesa que Dios le hizo a Abraham de hacer de él una nación grande (Gn 12:2), el pueblo hebreo empezó a multiplicarse en Egipto en gran manera, al punto que los egipcios comenzaron a temer que si seguía aumentando su número, pronto podían convertirse en una amenaza para ellos en caso de guerra, porque podían aliarse con sus enemigos. (Ex 1:9,10) Y comenzaron a tenerles miedo, y como ustedes bien saben, el miedo conduce al odio. Esto es, el que teme termina odiando al que le inspira miedo. (Nota 1)



Cuando subió al trono un faraón que no había conocido a José personalmente, el nuevo soberano decidió oprimir a los hebreos con tributos y faenas pesadas para impedir que se siguieran multiplicando (Ex 1:11,12). Pero fue inútil. Ocurrió al revés. Ni aun el hecho de incrementarles las cargas y hacerles la vida penosa surtió el efecto deseado. ¿Y cómo podría, si la bendición de Dios estaba sobre ellos?


¿Por qué se multiplicaba el pueblo hebreo? Se multiplicaba en cumplimiento de la promesa que Dios le había hecho a Abraham de que sus descendientes serían tan numerosos como las estrellas del cielo. (Gn 15:5). Faraón no podía hacer nada contra la bendición de Dios.


La bendición de Dios estaba sobre los esposos israelitas y sobre los vientres de las madres israelitas.
¿De dónde sale la población de los pueblos? Del vientre de las mujeres, del vientre de las madres.


Por eso la Escritura, en un pasaje del evangelio de Lucas, declara que el vientre de la mujer es bendito: “Mientras Él decía estas cosas (hablando al pueblo que le escuchaba) una mujer de entre la multitud levantó la voz y le dijo: Bienaventurado el vientre que te trajo y los senos que mamaste.” (Lc 11:27)


Eso lo dice de la madre de Jesús. ¿Pero acaso no es aplicable a toda mujer? ¿Cuántos padres hay acá? ¿Ustedes no dirían que el vientre de la esposa que les dio los hijos que tienen no es bendito? Sí, Dios bendice el vientre de las madres.
Noten el realismo del lenguaje del pueblo hebreo de entonces. ¿Qué persona pronunciaría en público una frase semejante en nuestros días?


La madre es la que lleva el peso del embarazo durante nueve meses, una carga que a ratos puede ser muy, pero muy pesada, por las incomodidades que causa.


Ningún hombre, por mucho que ame a su mujer, aceptaría llevar el peso del embarazo en lugar de ella. No tendría el valor suficiente. El embarazo es una prueba dura para la mujer, por el peso que carga en los últimos meses, por las náuseas de los primeros meses, y los antojos que le vienen de comer tal o cual cosa, etc. Pero las mujeres aceptan de buena gana esas molestias, por la satisfacción y la alegría que les proporciona tener un hijo. No hay para muchas de ellas satisfacción mayor.


En el episodio de Lucas que hemos citado, la mujer gritó además: “(Bienaventurados) los pechos que te amamantaron.”


Dar de lactar es una función excelsa y muy bella. Durante unos meses, o durante todo un año, o aún más, la madre alimenta a su hijo de su propia sustancia, de su propio cuerpo. Le transmite el calcio de sus huesos, por lo que, con los años, puede llegar a sufrir de osteoporosis, por la pérdida de calcio que sufrió durante la lactancia.


Pero sobretodo, la lactancia crea una relación de intimidad amorosa entre la madre y su criatura, que no sólo fortalece psicológicamente a ésta, sino también la fortalece físicamente.


La medicina ha probado que los hijos que fueron amamantados por sus madres son más sanos, y resisten mejor a las enfermedades, que los que fueron alimentados con leche artificial. Son también más sanos psicológicamente, porque el amor de la madre que han absorbido durante esos meses junto con la leche, los fortalece anímicamente. El amor de su madre es un alimento para el alma del niño pequeño. ¿Y cuándo pueden ellas manifestárselo mejor que cuando le dan de mamar?


Pero no hay duda de que la lactancia es también una carga para la mujer que puede en ocasiones volverse dolorosa. Sin embargo, es algo que ella hace con gozo.
¡Qué triste es que en nuestro país el espíritu de codicia de algunas empresas trate de limitar, como se ha denunciado, el derecho que tienen las madres que trabajan a un tiempo libre para dar de mamar a sus hijos.


Pero Dios no sólo bendice el vientre de la mujer, sino que bendice el fruto de su vientre (es decir a sus hijos), no únicamente en el caso de María (Lc 1:42), sino en el caso de todas las mujeres, porque la frase con que Isabel saludó a su pariente María está tomada de las Escrituras (“Bendito el fruto de tu vientre,” Dt 28:4).


No solamente eso. Dios dice que hará sobreabundar el fruto del vientre de las mujeres del pueblo elegido si le son fieles (Dt 28:11). Promete bendecir con fecundidad al pueblo hebreo. Y por extensión, a todo pueblo que camine según sus leyes y principios. ¿Sobre quién recae esa bendición primeramente? Sobre las madres que dan a luz hijos.


La fecundidad es una bendición para los padres, y para los países, porque cuando crecen sus poblaciones, aumenta su poder. En cambio, la esterilidad es una causa de tristeza para la mujer y para los esposos.


El mundo moderno rechaza la fecundidad, que es un don de Dios, y trata de limitarla. Trata de limitar las bendiciones de Dios. Por eso se han inventado tantos métodos anticonceptivos.


Cuando crece la población de un país, aumenta su poder, aumenta su economía. ¿Cuáles son los países económicamente más fuertes del mundo? Los que tienen mayor población, suponiendo que su población esté educada.


Antes los países económicamente más fuertes estaban en Europa. Pero cuando la población de los EEUU empezó a crecer a lo largo del siglo XIX por la emigración, la economía americana creció con su población y terminó por superar a la de los países europeos, que eran menos poblados.


¿Y ahora qué está pasando? La supremacía económica está empezando a pasar al otro lado del Océano Pacífico, a la China, porque tiene una población cuatro o casi cinco veces mayor que la de los EEUU.


¿Qué es lo que produce esa prosperidad económica? Por supuesto la laboriosidad de los chinos, que son muy trabajadores. Pero también la enorme población que tienen que proporciona a sus industrias un enorme mercando interno.


Los pueblos son bendecidos cuando su población crece; son bendecidos cuando los vientres de sus madres son bendecidos con fecundidad. Bien lo dice Proverbios: “En la multitud del pueblo está la gloria del rey; y en la falta de pueblo, la debilidad del príncipe.” (Pr 14:28).


Por eso es que el enemigo trama proyectos, ciertamente satánicos, para impedir que las madres tengan hijos, como lo que ocurría en nuestros barrios populares cuando se inducía a las mujeres a ligarse las trompas.


¿Quién es el que hace eso? El enemigo que está tratando de frustrar el porvenir de nuestro país porque, a la larga, la riqueza de nuestro país estará en su población debidamente educada.


¿Por qué es que el Brasil es más poderoso que nosotros? Porque tiene seis o siete veces más población que el Perú, y claro, también más territorio. De ahí que nunca debemos hacer caso de los que predican la limitación de nacimientos. Lamentablemente ya han obtenido parte de su objetivo, porque la tasa de crecimiento de nuestra población, que antes era de 2.5% anual, ha bajado a 1.7%.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que esos métodos persiguen no sólo limitar los nacimientos, sino también promover el libertinaje sexual. Ese es uno de los propósitos del enemigo, porque cuando se corrompen las costumbres, la fe se apaga.


Puede alegarse que en el mundo moderno las circunstancias han cambiado. Ya no son favorables para las familias numerosas, porque las cargas económicas son mucho mayores que hace unas décadas, o que hace un siglo. Es verdad. Pero yo conozco el testimonio de muchos padres cristianos que se arriesgaron a aceptar todos los hijos que Dios les mandara sin recurrir a ningún método que los limitara, y que fueron grandemente bendecidos por Dios. (2)


Pero volvamos a nuestra historia. Cuando el faraón vio que la opresión no detenía el aumento de la población hebrea, ordenó a las parteras que atendían a las mujeres israelitas, que no dejaran vivir a los hijos varones que les nacieran, y que sólo dejaran con vida a las hijas.


Las parteras pueden, en efecto, desatender al niño que nace, y dejar que se asfixie, o que contraiga una infección si no lo limpia bien.


Pero ellas no obedecieron al faraón; se negaron a cumplir sus órdenes. Dice la Escritura que ellas “temieron a Dios y no hicieron como les mandó el rey.” (Ex 1:15-21).


Ellas temieron más al Dios que no veían, que al faraón que sí veían. ¿Por qué? Porque tenían fe. Ellas fueron valientes y no tuvieron temor de ofender al faraón, aun a riesgo de sus vidas, con tal de obedecer a Dios.


¿Cuántos médicos, obstetrices y enfermeras se negarían a cumplir las órdenes impías de las autoridades cuando son contrarias a la voluntad de Dios?


En el Perú, en el caso de las esterilizaciones masivas que hubo en los años 90, buena parte del personal médico de provincias se sometió a sus jefes para no perder sus puestos, violando sus conciencias al ligar las trompas de las mujeres campesinas, sin advertirles de lo que estaban haciendo, y sin ni siquiera consultar con sus maridos. Eso fue un crimen abominable. Un atentado contra la maternidad y contra Dios, que es el origen de la vida. Temieron más al hombre que a Dios. Después las pobres mujeres campesinas, para las que los hijos son riqueza, se extrañaban de que no concebían más hijos, y sufrían porque sus maridos no las querían en consecuencia, y no podían entender la causa. ¡Cuánto sufrimiento causó esa mala práctica!


Hay países, como la China, donde se hace abortar a la fuerza a las mujeres que tienen más de un hijo, para cumplir con la política draconiana de permitir sólo un hijo por pareja, para que no aumente más su población, que ya consideran excesiva. En la India durante un tiempo se esterilizaba a la fuerza a los hombres para que no engendren hijos. ¿Quién es el que promueve esas medidas? El enemigo de la vida creada por Dios.


En ambos casos hacen eso para frenar el crecimiento de la población.


¡Qué ironía! En Europa los gobiernos dan toda clase de beneficios a las parejas para estimularlas a que tengan hijos porque no quieren tenerlos, pues criarlos demanda muchos sacrificios. Como consecuencia la población de los países europeos tiende a decrecer año tras año, y eso amenaza su futuro, porque algún día podrían carecer de la mano de obra que necesitan sus industrias. (3)


En una parte del mundo faltan los nacimientos, y en otra sobran, o creen que sobran. Pero la orden que Dios dio a Adán y Eva fue “fructificad y multiplicaos” (Gn 1:28).


¿Hay alguien que pueda frenar la mano de Dios si Él quiere alimentar a miles de millones de habitantes más en el mundo? Si el Perú tuviera cien millones de habitantes ¿ustedes no creen que la agricultura peruana podría alimentarlos a todos?


Pues bien, volviendo nuevamente a nuestra historia, Dios recompensó a las parteras de Israel haciendo prosperar a sus familias. (Ex 1:21) Dios recompensa a los que ponen la obediencia a sus mandatos por encima del temor a los hombres. Como solemos decir: “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8:31). A Dios hay que temer, no al hombre. Si tú pones tu confianza en Dios, Él te sacará adelante.


¿Y qué hacemos nosotros? ¿Nos comportamos con la misma valentía que esas mujeres? Si lo hacemos Dios también nos recompensará abundantemente, y hará prosperar nuestras familias, porque la prosperidad está en sus manos; no depende de las circunstancias.


Es cierto que el diablo puede también hacer prosperar económicamente a la gente. Pero lo hace para su daño, para hacerles caer en sus garras. Pero él no puede hacer prosperar a nadie espiritualmente, salvo de una manera engañosa.


Al faraón, finalmente, no le quedó más remedio que ordenar que todo hijo varón de los hebreos que naciera fuera echado al río para que muriera, y que sólo quedaran con vida las niñas (v. 22).


Cuando fracasan los planes de los malvados, ellos recurren al asesinato.


Fue entonces cuando Jocabed (cuyo nombre quiere decir “gloria de Dios”), esposa del levita Amram (4), dio a un luz un hijo tan hermoso que no pudo entregarlo a la muerte, sino que lo escondió durante tres meses (Ex 2:2), a sabiendas de que si eran descubiertos, ella y su marido morirían junto con el niño. Hasta que llegó el día en que no podían seguir ocultándolo.


¿Por qué no podían seguir ocultándolo? Posiblemente porque al crecer la criatura, sus gritos y llantos pidiendo el seno de su madre eran demasiado fuertes para ocultarlos, y serían escuchados por los guardianes egipcios.


Ella y su marido arriesgaron su vida para salvar la vida de su hijo. ¿Qué madre no haría eso? ¿Qué madre no arriesgaría su vida por salvar la de su hijo?


Las madres expenden su vida criando hijos. Pero Dios las premia por ello si lo hacen con amor y no de mala gana.


Entonces tomaron una pequeña canasta (el texto dice “una arquilla”, es decir, una pequeña arca) y la calafatearon por dentro y por fuera para que pudiera flotar en el agua (Ex 2:3); pusieron al niño en ella y lo llevaron al río Nilo, donde lo depositaron escondido entre los carrizos que crecían en sus orillas.


Esa fue una medida desesperada, pero también un acto de confianza enorme en Dios, pues equivalía a poner al niño en sus manos, seguros de que Dios cuidaría de él. La epístola a los Hebreos elogia la fe de los padres de Moisés que no dudaron en arriesgar sus vidas al desobedecer la orden del faraón. (Hb 11:23).


Muchas madres cristianas depositan a sus hijos en las aguas del río tumultuoso de la vida, en medio del cañaveral de los obstáculos y tentaciones que entorpecen su camino; pero ellas, como Jocabed, lo hacen confiando en que Dios cuidará de ellos. Su confianza no será defraudada. ¿Cómo podrían ellas calafatear la canasta en que ponen a sus hijos al depositarlos en las aguas de la vida, para que no se hunda? Orando por ellos, con el ejemplo, y con las enseñanzas y principios que les impartieron cuando eran niños.


Tan confiada estaba Jocabed en que Dios cuidaría a su hijo, que dejó a su hermana en el lugar vigilando, para que viera lo que sucedería (Ex 2:4). Eso nos habla de la unidad de la familia.


Aquí hay varias madres. Yo les pregunto: ¿Dejarían ustedes a su hijo en una canasta entre los carrizos a las orillas de un río? ¿Quién de ustedes tendría ese valor? ¿O tendría tanta confianza en Dios como para tomar ese riesgo?

(Si quiere saber cuál fue la suerte del niño Moisés en esta situación de peligro, lea usted la continuación de esta apasionante historia en el próximo número, o mejor, lea su Biblia.)

Notas: 1. ¿Podría entonces decirse que el temor de Dios inspira odio a Dios? No, porque el temor de Dios es un sentimiento reverente que está mezclado con amor y con la seguridad de que Dios, a su vez, nos ama. Por eso Juan pudo escribir en su 1ra. Epístola: “En el amor no hay temor”, (1Jn 4:18) en el sentido de miedo.


2. Un caso concreto es el del pastor luterano Larry Christenson, que ha contado en un bello libro cómo él y su esposa, después de investigar el asunto y de orar, se decidieron a no tomar ninguna precaución para evitar los hijos, y tuvieron todos los que Dios les mandó para felicidad de ellos y de su familia.


3. Debido al rechazo de la natalidad que existe en la mayoría de países europeos que fueron antes cristianos, y que contrasta con la alta natalidad que exhibe la población árabe que vive en su seno, el viejo continente amenaza convertirse en Eurabia hacia el año 2050, y tener una población mayoritariamente musulmana. Europa, como advierten alarmados algunos de sus líderes, se está suicidando.


4. El relato del Éxodo no menciona aquí el nombre de los padres de Moisés, pero sí lo hace más adelante al consignar los nombres de los descendientes de Leví (Ex 6:20; Nm 26:59). La versión Reina-Valera 60 dice aquí "su tía" y la King James, "la hermana de su padre". Pero la palabra hebrea del original: "doda", puede significar también "descendiente", "prima" o "sobrina". Lo más probable es que Amran y Jocabed fueran primos.

NB. Este artículo y su continuación están basados en la transcripción de una charla dada en el Ministerio de la Edad de Oro de la CCAV, anticipándose a la celebración del Día de la Madre, la cual estuvo a su vez basada en un artículo sobre Jocabed, publicado el 2001, y vuelto a publicar en mayo del 2009.

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martes, 3 de mayo de 2011

LOS QUE HABITAN EN EL MONTE DE SIÓN I

Por José Belaunde M.


Un Comentario del Salmo 15:1,2.

Este salmo es muy semejante al salmo 24 (en especial los vers. 3 y 4) que fue compuesto en relación con el traslado del Arca de la Alianza al monte de Sión (2Sam 6:12-15; 1Cro 15), después de que fracasara un primer intento, porque intervinieron en él personas indignas de cargarla (2Sam 6:1-11; 1Cro 13:5-14). Habría que pensar pues que el salmo 15 responde en última instancia a la necesidad de saber quiénes serían dignos de llevarla a su destino. Es notable también su semejanza con Is 33:13-16.

1. Señor, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?
(Nota 1)
I. ¿Quién será digno de acercarse al santuario de Dios, al monte santo donde está edificado el templo y entrar en él? Hoy podríamos preguntar, ¿quién podrá acercarse al altar de Dios y tener comunión con Él? No sólo acercarse al templo, sino morar en él, en el tabernáculo de Dios mismo, donde está el Arca de su presencia y donde se manifiesta su gloria.

La santidad de Dios es una cosa terrible que infunde espanto, un fuego consumidor. El profeta Isaías, cuando tuvo una visión inesperada de la santidad de Dios, exclamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, mis ojos han visto al Rey, a Jehová de los ejércitos.” (Is 6:5).

Sin embargo en nuestros días todo tipo de personas entran a los templos, justos y pecadores, cristianos sinceros y nominales, y muchos de ellos tienen labios tan inmundos o más que los que denunciaba Isaías. Pero de unos y otros, ¿quién será digno de acercarse al altar de Dios? El poeta cantor inspirado por Dios contesta en este salmo a esa pregunta, poniendo las condiciones que deben cumplir el hombre, o la mujer, que quieran acercarse al altar de Dios y tener comunión con Él.

No obstante, nosotros sabemos que, en rigor, nadie es digno de hacerlo, a menos que sus pecados hayan sido lavados en la sangre de Cristo (simbolizada en el pasaje citado de Isaías por los carbones encendidos que, llevados por un serafín, enseguida tocaron y purificaron sus labios, Is 6:6,7). Y esto es aun más cierto si consideramos al tabernáculo de Dios como símbolo de su trono en el cielo. Sólo puede acercarse a él quien tenga a Jesucristo como abogado y garante. Pero a la iglesia vienen no solamente los salvos, que ya han sido regenerados, sino también los pecadores, para recibir mediante la predicación de la palabra el don de la salvación y el nuevo nacimiento, sin el cual nadie puede ver ni entrar en el reino de Dios, como dijo Jesús (Jn 3:3,5).

Tradicionalmente se ha interpretado que el monte de Sión y el tabernáculo, a los que se refiere simbólicamente el salmo, son la Jerusalén celestial, de que hablan Hb 12:22 y Ap 21:2,10, y el tabernáculo no hecho por manos humanas de que habla Hebreos 8 y 9. En la parábola del banquete de bodas Jesús ha contestado a la pregunta de quién puede ser admitido en el reino de los cielos: sólo el que lleva puesto el vestido de bodas resplandeciente (Mt 22:11-13).

II. Notemos que la pregunta es dirigida a Dios mismo (“¿Quién habitará en tu tabernáculo?”), y es Él quien da la escueta pero tajante respuesta. Es la misma pregunta que en diferentes formas y en diversos lugares se encuentra en la Biblia: “¿Quién subirá al monte de Jehová?” (Sal 24:3a); “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?” (Hch 16:30); “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Lc 18:18; cf 10:25); “Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hch 2:37).

En estas preguntas está la noción implícita de que hay que hacer algo para entrar y permanecer en el tabernáculo de Dios. La respuesta divina viene en forma de mandatos, de cosas que hay que hacer o evitar, de condiciones que cumplir: “El limpio de manos y puro de corazón.”; “Cree en el Señor Jesucristo.”; “Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres.”;
“Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros.”

Si el tabernáculo de Dios se encuentra en una montaña, se da por supuesto que lo que uno tiene que hacer es ascender, subir; lo que implica, a su vez, hacer un esfuerzo para vencer la fuerza de la gravedad de nuestra naturaleza caída; y que es más difícil ascender que descender. No se trata pues, de hacer lo que todos hacen, ni de seguir la corriente, que siempre fluye hacia abajo, sino que hay un esfuerzo, una lucha de carácter ético involucrada en el ascenso.
Así como Moisés tuvo que escalar el Sinaí para recibir las tablas de la Ley que contenían los imperativos morales que Dios exigía de su pueblo, fue también de lo alto de una colina donde Jesús dio a sus discípulos una nueva ley, más exigente que la primera; y fue desde una montaña en Galilea donde les dijo: “Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.” (Mt 28:19,20). (2)

2. “El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón.”
Dios contesta por boca del salmista a la pregunta que se le hace, de acuerdo a la concepción de la antigua dispensación bajo la ley, enumerando once condiciones o requisitos, que serán expuestos en éste y en los tres versículos siguientes, y que todo hombre debía cumplir para poder acercarse dignamente al trono de Dios en la tierra, al templo de Jerusalén, donde moraba su gloria.

Digo dignamente, porque eran muchos los que se acercaban indignamente al templo y ofrecían sacrificios que la palabra dice que Dios rechazaba porque los consideraba abominables. Cuando el corazón no es recto es inútil que uno pretenda llevar al altar una ofrenda que sea aceptable.

En la nueva dispensación Jesús hará aun más estrictas las condiciones para presentar una ofrenda, pues dice que si tu prójimo tiene una queja contra ti, anda y reconcíliate con él primero antes de que puedas presentar una ofrenda que Dios acepte (Mt 5:24).

El primer requisito que David postula es “andar en integridad”, es decir, que no haya contradicciones ni incoherencias en la conducta del hombre; que la palabra que confiese no sea negada por sus obras. Esto es, que no diga una cosa y haga otra.

¿Qué es la integridad? Es más que honestidad, aunque la comprende. Abarca también rectitud, sinceridad, lealtad, fidelidad, veracidad, confiabilidad, etc. Una persona puede ser honesta en lo económico, pero no ser íntegra en su vida conyugal. Persona íntegra es aquella de quien se puede decir que es de una sola pieza, y que todos los aspectos de su vida son coherentes.

La segunda condición es “hacer justicia”. Esto no quiere decir exactamente –aunque no lo excluya- que sea justo en sus tratos, que no abuse del prójimo, en especial, del desvalido, o del que depende de él; o que si le toca administrar justicia como juez, lo haga rectamente. “Hacer justicia” en el contexto véterotestamentario (pero también en el Sermón del Monte) es vivir de acuerdo a los mandatos y estatutos de la ley de Moisés consignados en el Pentateuco (que Jesús hará más exigentes). El que trata de cumplirlos lo mejor que puede es el hombre que el Antiguo Testamento llama “justo”. Pero nadie puede “hacer justicia” si él mismo no es justo, como escribió Juan: “El que hace justicia es justo, como Él es justo.” (1Jn 3:7).

Jesús dijo: “Si vuestra justicia (es decir, si vuestra rectitud de conducta) no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mt 5:20). Aquí podría naturalmente preguntarse ¿por qué motivo el salmista describe al miembro de la iglesia y heredero del reino, en términos de las obras que debe cumplir, y no menciona en primer lugar la fe, cuando sabemos que somos salvos por la fe y no por las obras? A esa objeción podemos contestar que en todos los lugares donde la Escritura ordena realizar determinados actos, seguir determinada conducta, la fe está sobrentendida, porque nadie obedece a los mandamientos de un Dios en quien no cree.

La fe es el nido –dice un autor antiguo- en que crecen los polluelos de las buenas obras. Sin fe nada de lo que hagamos tiene algún valor, porque “sin fe es imposible agradar a Dios.” (Hb 11:6). Las obras no son la causa de nuestra salvación, pero sí son el medio por el cual nuestra salvación, y nuestra pertenencia a Cristo, se ponen de manifiesto. San Juan dice al respecto: “Todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.” (1Jn 3:10), pues sus actos niegan la fe que afirma tener.

Hablar “verdad en su corazón” es ser sincero consigo mismo. Si es sincero consigo mismo, lo será también con los demás; será transparente y hablará sin dobleces. El justo es incapaz de mentirse a sí mismo en lo secreto de su corazón, porque sabe que Dios es el testigo que escudriña hasta lo más profundo de su espíritu (3). También será incapaz de mentir a su prójimo. Si estamos unidos a Aquel que dijo de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida,” (Jn 16:6) nuestro corazón será un refugio y un santuario de la verdad, pero si nuestro interior está corrompido nuestras acciones también lo serán. Todos reflejamos en nuestro exterior, aun en los rasgos y gestos de nuestra cara, por no decir con nuestras palabras, lo que somos por dentro. Pero ¡cuántas veces intencionalmente nuestras palabras no están de acuerdo con lo que pensamos o sentimos! Podemos engañar a nuestro interlocutor, pero no a Dios. Tampoco podemos engañar a nuestra conciencia, por endurecida que esté, pues un ligero temblor de nuestro cuerpo –que no registra el ojo humano, pero sí el detector de mentiras- nos delatará.

Una versión judía de estudio dice: “Reconoce la verdad en su corazón.” Esto es, tiene discernimiento, revelación, para percibir y adherirse a la verdad.

Notas: 1. Dado que la palabra del texto hebreo que está detrás del verbo “habitar” (gur) tiene el sentido de una permanencia temporal, y la que está detrás del verbo “morar” (shaján) tiene el sentido de una residencia permanente, se podría decir que la primera pregunta se refiere al derecho de entrar en el santuario para tomar parte en el culto divino, y que la segunda se refiere al residir en el monte de Sión, la parte más alta de la ciudad de Jerusalén. Visto de esa manera podríamos identificar al tabernáculo, donde se habita temporalmente, con la iglesia en la tierra, formada por los creyentes en Cristo (la iglesia militante), y al monte santo, donde se reside eternamente, con la congregación de los santos en el cielo (la iglesia triunfante).


2. Esta sección está basada, a ratos casi literalmente, en el bello comentario escrito por Patrick Reardon, en su libro “Christ in the Psalms”.


3. Esta es una idea que se repite insistentemente en las Escrituras, como para grabarla a fuego en nuestra mente: 1Cro 28:9; Sal 26:2; Pr 20:27; Jr 11:20; 17:10; Rm 8:27; 1Cor 2:10.

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