miércoles, 27 de abril de 2011

EL PRESIDENTE QUE EL PERÚ NECESITA

Por José Belaunde M.
EL PRESIDENTE QUE EL PERÚ NECESITA
El sábado 9 de abril se celebró en el Movimiento Nacional de Oración un culto de adoración y acción de gracias, para pedirle al Señor por las elecciones del día siguiente. En esa ceremonia pronuncié las palabras impresas más abajo.

El resultado de las elecciones nos ha desconcertado a muchos por lo inesperado. Pareciera que Dios no hubiera escuchado las oraciones que con fervor se le dirigieron de tantos lugares.Preguntándole a Dios al respecto, yo sentí que me decía: “El Perú ha gozado por mi gracia de diez años de prosperidad, pero no los ha usado para hacer mi voluntad sino para que la impiedad y la corrupción aumenten.” Me recordó también sus palabras: “Todas las cosas colaboran para el bien de los que le aman.” (Rm 8:28). Todas las cosas, incluso las que nos sorprenden.


Todos los peruanos deseamos tener un presidente que sea a la vez recto y sabio. Porque lo que, en última instancia, decide la calidad de un período gubernamental no son tanto sus planes de gobierno, o los méritos de sus asesores, o su cartera de proyectos, etc., como el carácter de la persona que asuma ese cargo, porque es su carácter lo que determina las decisiones que tome.
Jesús dijo que el árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Dijo también que el árbol bueno no puede dar frutos malos, ni el árbol malo dar frutos buenos (Mt 7:17,18). Los actos de un gobierno (el fruto) son el reflejo de la personalidad del presidente (el árbol).

Rectitud y sabiduría son cualidades esenciales en el gobernante. La Biblia tiene bastante que decir al respecto.


Hay un pasaje en Deuteronomio que se refiere concretamente a eso. Veamos el contexto. Después de cuarenta años de peregrinación en el desierto el pueblo de Israel ha llegado a las puertas de la tierra prometida. Conciente de que él no va a entrar a esa tierra, Moisés se despide del pueblo hablándoles de lo que será su vida en ella cuando la conquisten. Porque aunque les pertenece, van a tener que conquistarla luchando palmo a palmo contra los pueblos que la ocupan.

Previendo en el espíritu que algún día el pueblo va a querer tener un rey como los demás pueblos de esa región, Moisés les habla de las cualidades que debe tener ese rey.


Dt 17:18-20 dice lo siguiente: “Y cuando se siente sobre el trono de su reino, entonces escribirá para sí en un libro una copia de esta ley, del original que está al cuidado de los sacerdotes levitas; y lo tendrá consigo, y leerá en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra; para que no se eleve su corazón sobre sus hermanos, ni se aparte del mandamiento a diestra ni a siniestra; a fin de que prolongue sus días en su reino, él y sus hijos, en medio de Israel.”

Ese pasaje, establece que cuando Israel tenga un rey, él debe siempre tener consigo un ejemplar del libro de la ley, el Pentateuco, (que Moisés ha estado escribiendo durante esos años bajo inspiración divina, y que concluirá Josué) para que lo lea todos los días, a fin de que aprenda,
  1. a tener temor de Dios;
  2. a poner por obra los mandatos de Dios; y
  3. a no enorgullecerse.
Esos puntos nos dicen tres cosas acerca del gobernante (no sólo del presidente, también de los ministros, de los altos funcionarios y de los congresistas):

1) Deben tener en cuenta que Dios está por encima de ellos, y que Él les pedirá cuenta de todos sus actos de gobierno, sean ejecutivos, administrativos o legislativos. Según cómo actúen en el desempeño de sus funciones serán premiados o castigados por Dios.

Sabemos, como dice Pablo en Romanos, que toda autoridad procede de Dios y que “las que hay por Dios han sido establecidas.” (Rm 13:1)

Por tanto las autoridades son responsables ante Él de que sus decisiones favorezcan al pueblo, a la nación como un todo, y no a un grupito de sus favoritos; o a un sector de la población (a los empresarios, o los inversionistas extranjeros, como con frecuencia ha ocurrido).

2) Deben gobernar de acuerdo a la ley de Dios que está por encima de las leyes humanas, e inclusive, por encima de la Constitución que, por importante que sea, es también una ley humana.

Eso quiere decir que el presidente no puede firmar ninguna ley, u ordenar ninguna acción, que sea contraria a la ley de Dios.

Si hubiera un conflicto entre la ley de Dios y las leyes humanas, él tiene que actuar de acuerdo a la primera, porque “es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5:29).

3) El ejercicio del poder tiende a hacer que el gobernante se enorgullezca, que se infle su ego, y que crea que todo le está permitido.

De esto hay muchísimos ejemplos en nuestra propia experiencia peruana y en la del mundo entero.


El orgullo, la soberbia, es el pecado primigenio de Satanás, que hace que Dios aparte su favor de las autoridades que caen en él, y que por ese motivo con frecuencia acaban mal.

Dios le dio a Josué, sucesor de Moisés, un consejo semejante al que hemos visto: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien.” (Js 1:8).


Le dice que no sólo lea la ley sino que medite en ella, para que la conozca bien a fin de que esté en condiciones de cumplirla. Porque si no la conoce bien ¿cómo la guardaría?


Pero este mandamiento está unido a una promesa maravillosa hecha a todo gobernante: Dios hará prosperar tu camino, es decir, tu gobierno, y tendrás éxito en todo lo que emprendas.
¿Qué gobernante no desearía que esa promesa se haga realidad durante su mandato? “Todo te saldrá bien”. ¿Quién no quisiera tener la fórmula mágica, por así decirlo, para alcanzar ese resultado? Pues aquí está –aunque no tiene nada de mágico: Leer, meditar y poner por obra la palabra de Dios.



Dt 17:20 contiene además una promesa que debe gustar mucho a más de un presidente: Dios hará que se prolonguen los días de tu gobierno.
Traducido en términos de nuestras leyes eso quiere decir que Dios hará que sea reelegido después de cinco años de concluido su primer mandato.



La historia de Israel y del mundo nos muestra que los reyes que han respetado la ley de Dios, son los que más han prosperado y más han beneficiado a su pueblo.
Después de David, el rey ungido por antonomasia, tenemos a Josafat, a Ezequías, a Josías, que fueron fieles a Dios; gobernaron bien y engrandecieron su territorio. En cambio los reyes que cayeron en idolatría tuvieron muchas dificultades y acabaron muy mal, como sucedió con los últimos reyes de Judá.



Salomón en sus primeros años, cuando obedecía a Dios, alcanzó un poder y una riqueza como nunca lo había habido antes ni después que él. Pero cuando se apartó de Dios empezaron a surgir los disturbios y los conflictos con los pueblos vecinos. Él murió amargado y decepcionado, como puede verse en el libro de Eclesiastés, escrito por él.

Durante el reinado de su hijo Roboam su reino se dividió en dos, y eso fue una tragedia para el pueblo hebreo que anunciaba mayores males futuros (2Cr 10).

El reino del Norte, Samaria, estuvo desde el comienzo condenado a la extinción, porque se hicieron idólatras desde el inicio. Al cabo de un siglo fueron conquistados por los asirios. Las diez tribus que lo formaban fueron dispersadas por el Oriente y no se volvió a hablar de ellas.

El reino de Judá, cien años después, por no hacer caso de las advertencias repetidas que les hacían los profetas, particularmente Jeremías, que denunciaban la idolatría en que habían caído, y anunciaban la catástrofe que les sobrevendría, terminó siendo conquistado por Nabucodonosor. Jerusalén y el templo construido por Salomón, fueron destruidos, arrasados por las llamas, y la crema y nata de sus habitantes fueron exiliados a Babilonia.


En la historia secular ha habido muchos gobernantes impíos, pero los ha habido también justos, que el Señor ha bendecido. En el Perú tenemos a Ramón Castilla, que acabó con el caos de las dos primeras décadas de vida republicana. Nos dio el primer presupuesto de la república, llevó a cabo las primeras elecciones ordenadas, e hizo respetar la Constitución. Con él cambió para bien la historia de nuestro país. Pero nunca se dijo de él que se hubiera enriquecido.

En Europa un caso notable reciente es el de Konrad Adenauer, que era un verdadero cristiano. Él gobernó Alemania desvastada por la 2da. Guerra Mundial, y la levantó de los escombros, iniciando el milagro económico alemán. Él asumió el poder a la edad de 73 años y gobernó durante 14 años. Se retiró lleno de energía a los 87 años y vivió hasta cumplir los 91. Aunque no era un hombre sin defectos la mano de Dios estuvo con él, y por ello pudo sentar las bases de la prosperidad alemana actual. (Nota 1)

Esas cosas ocurrían pues no sólo en tiempos de la Biblia; se dan también en nuestro tiempo, y cuánto quisiéramos que se dieran también en el Perú, porque, como dice Proverbios : “Cuando los justos dominan, el pueblo se alegra; mas cuando domina el impío, el pueblo gime.” (29:2) El pueblo se alegra porque el justo gobierna pensando en las necesidades de su pueblo. En cambio el pueblo sufre bajo la opresión de los impíos.


Pr 28:12 lo corrobora: “Cuando los justos se alegran (porque predominan) grande es la gloria; mas cuando se levantan los impíos, tienen que esconderse los hombres,” para huir de los opresores.
Cuando los impíos adquieren poder lo usan para explotar y oprimir. No hay peor azote para un pueblo que los impíos estén en el poder. ¡Dios nos libre de ellos!
¿De qué depende la felicidad del pueblo? De que tenga gobernantes justos y sabios.

Al comienzo del libro de Daniel está escrito que Dios es quien pone reyes y quita reyes. Es decir, que de Él depende quién asume el poder y quién permanece en él. (Dn 2:21)
Entonces, podríamos preguntarle a Dios: “Señor, si tú eres quien pone y quita a los gobernantes, ¿por qué no nos das siempre buenas autoridades?”

Sabemos que en la práctica ha habido muchos gobernantes malos, sea por incapaces o por ladrones, como lo que describe Pr 29:4: “El rey con la justicia afirma la tierra; mas el que exige presentes la destruye.” Presentes, es decir, soborno, coimas, desvío subrepticio de fondos, dobles cuentas, etc. Ese proverbio habla de los gobernantes que se rodean de colaboradores que son tan corruptos o más que él, y que hacen estragos en la administración pública porque la tratan como si fuera su feudo privado, su chacra.



¿Por qué hay malos gobernantes si es Dios quien los pone? ¿Por qué hubo un Hitler, un Stalin, un Idi Amin en Kenya? ¿Por qué hay un Gadafi?
No sabemos por qué Dios permite ciertas cosas. Sin embargo, la misma palabra de Dios nos da un indicio del motivo.

Pr 28:2 dice que “Por la rebelión de la tierra sus príncipes son muchos (es decir, hay caos en el gobierno); mas por el hombre entendido y sabio permanece estable.” ¿Qué rebelión? La rebelión contra Dios. Esto es, cuando el pueblo, conociendo la ley de Dios, vive a sabiendas a espaldas de ella, violándola y desobedeciéndola, corrompiendo su conducta.

La impiedad de los pueblos impide que se cumplan los buenos propósitos de Dios para ellos –que siempre son buenos- y que triunfen los planes de Satanás, que aunque al comienzo sean seductores, a la larga se revelan pésimos.
Dios pone y quita reyes. Es cierto. Pero en el mundo de la política, el enemigo compite con Dios, moviendo sus fichas con la complicidad de sus propias víctimas.



Algo semejante sucede en la vida de los individuos. Dios quiere nuestro bien y ha concebido buenos planes para nosotros. Pero el enemigo se esfuerza por frustrarlos, haciendo que nos desviemos del buen camino. Entonces él puede hacer de las suyas en nuestras vidas, arruinándolas. Muchos podemos dar fe de que eso ha ocurrido con nosotros.

Ahora bien, si ha ocurrido en nuestras vidas personales ¿no podrá suceder eso también en la vida de los pueblos? El diablo tiene muchos servidores en el mundo, en todas las esferas de la actividad humana: en la política, en el ambiente de los espectáculos, en los medios de comunicación, etc. Todas están infestadas por Satanás que usa a sus agentes para confundir a la gente y apartarla de la fe.
Pablo dijo: “No deis lugar al diablo.” (Ef 4:27). Esa es una advertencia dirigida a los individuos. Pero también los pueblos con frecuencia, lamentablemente, dan amplio lugar al diablo, y él lo aprovecha.

El príncipe de las tinieblas se aprovecha de la ignorancia del hombre para ganar espacio y poner a sus peones, voluntarios o involuntarios, concientes o inconcientes, en situaciones de poder en el gobierno, en las finanzas, en los medios de comunicación, en las universidades, etc., para que colaboren con su obra. A través de los medios influye en las opiniones y mentalidad de la gente; a través de las cátedras universitarias influye en la mentalidad y concepciones de los estudiantes, que más tarde van a constituir el grueso de la clase profesional y dirigente del país.


Desgraciadamente, sin ser verdaderamente concientes de lo que hacen, los pueblos contribuyen a los planes del diablo alejándose de Dios y entregándose a una vida de pecado. Cuando los pueblos hacen eso se vuelven sordos a la voz de Dios que los reprende y los llama a arrepentirse. A la voz de Dios que conocen, porque la escucharon en la infancia, y que ahora les habla a través de profetas que Él envía, así como les habla desde los púlpitos.

No debe pues sorprendernos que se desaten guerras, como las dos guerras mundiales del siglo pasado, que trajeron tanta destrucción y tantísimo sufrimiento. Ellas fueron el castigo que merecían el enfriamiento de la fe y la creciente disolución de las costumbres en una Europa que había sido cristiana.

Algo similar ocurrió en la historia de Judá, con el rey Manasés y sus descendientes, quienes pese a las advertencias que les hacían los profetas acerca de la catástrofe que se avecinaba, persistieron en la idolatría, y en la corrupción de costumbres que la acompañaba, hasta que su nación fue destruida.

Pero eso nos habla también del papel importante que juegan las personas que rodean al gobernante: “Quita las escorias de la plata, y saldrá alhaja al fundidor. Aparta al impío de la presencia del rey, y su trono se afirmará en justicia.” (Pr 25:4,5)

Aparta a los aduladores, a los convenencieros, a los falsos partidarios, que le hacen cometer injusticias y lo desprestigian ante el pueblo.


“Si un gobernante atiende la palabra mentirosa, todos sus servidores serán impíos.” (Pr 29:12) ¿A quién escucha el gobernante? ¿Qué palabras oye? Si el presidente escucha consejos malintencionados, o peor, consejos contrarios a la palabra de Dios, se verá rodeado de hombres intrigantes y ambiciosos que conspirarán contra el bien común en beneficio de unos pocos. Si esos consejos vienen envueltos en halagos y adulación el gobernante les prestará el oído porque le agradan.


También dice Proverbios: “Abominación es a los reyes hacer impiedad, porque con justicia será afirmado el trono.” (Pr 16:12) El gobierno se afirma si practica la justicia, tanto en la conducta personal del presidente y sus colaboradores, como en las políticas que implementa.

No sólo se afirma su trono practicando la justicia en sí misma, sino también cuando se preocupa de los más desfavorecidos y defiende su causa: “Del rey que juzga con verdad a los pobres, el trono será firme para siempre.” (Pr 29:14).


¿A quién debe prestar atención sobre todo el gobernante? A los que menos tienen. Pero no suele ocurrir así, sino todo lo contrario.

Los pobres no obtienen audiencia en palacio, pero sí los poderosos, y el presidente los ayuda a engrandecerse porque a él le conviene contar con su apoyo.

Olvida lo que la palabra de Dios dice: “Misericordia y verdad guardan al rey, y con 
clemencia se sustenta su trono.” (Pr 20:28). Ha habido en nuestro país ciertamente gobernantes que han pensado antes que nada en lo que conviene al pueblo, y los ha habido en otros países. A ellos se les recuerda con gratitud. Pero a los otros se les recuerda con odio.


Hay un episodio al final de la vida del rey David que muestra claramente cómo los pueblos sufren las consecuencias de los errores que cometen los gobernantes. Está en 2R 24. Recomiendo leerlo.
Cuando un hombre o una mujer cometen un error, él o ella sufren las consecuencias de su error. Cuando un padre de familia comete un error, su familia sufre las consecuencias de su error. Cuando un jefe de estado comete un error, la nación entera sufre las consecuencias de su error.


¿Cuál es entonces la cualidad que más necesita un gobernante? ¿Qué fue lo que el joven Salomón, cuando iba a acceder al trono de su padre, le pidió a Dios? Sabiduría para gobernar. Y porque no le pidió poder y riquezas, Dios le dijo que le daría la sabiduría que le había pedido, y además el poder y las riquezas que no le había pedido.

Y fue el propio Salomón el que escribió en el 8vo capítulo de Proverbios: “Por mí –es decir por la sabiduría que viene de Dios- reinan los reyes, y los príncipes determinan justicia. Por mí, dominan los príncipes y todos los gobernadores juzgan la tierra.” (8:15,16)

¿Cómo adquiere el gobernante esa sabiduría? ¿Dónde la va a comprar? La adquiere buscándola con ahínco más que al oro y la plata (Pr 3:14). Cavando en la mina de oro de la sabiduría que es la Biblia. El gobernante debe leer y meditar en la palabra de Dios para nutrirse de ella. Pero también debe buscar el rostro de Dios todas las mañanas, como hacía el rey David: “De mañana me presento ante ti y espero.” (Sal 5:3)



Entonces, en estas vísperas de elecciones, ¿qué debemos pedirle a Dios? Sabiduría divina para el presidente que vamos a elegir, y antes que nada, sabiduría para el pueblo que va a votar.

Quiera Dios darnos gobernantes sabios y piadosos, que gobiernen con justicia y piensen en primer lugar en los menos favorecidos. De eso depende el futuro de nuestra nación, nuestra propia felicidad y la felicidad de nuestros hijos.

Nota 1. Un caso notable reciente es el del General Charles de Gaulle, que fue también un cristiano comprometido. Al caer Francia derrotada por Alemania en 1940, de Gaulle no acepto ni la derrota ni la ocupación alemana, y lanzó el movimiento de la Francia Libre, para proseguir la lucha desde las colonias francesas. Después del triunfo de los aliados formó en 1944 el primer gobierno francés de la post-guerra, pero se retiró a los dos años desilusionado por la guerras intestinas entre los partidos.
En 1958, estando Francia al borde de la guerra civil como consecuencia de la crisis argelina, le fue confiado el premierato. Yo estaba entonces en Alemania siguiendo de cerca los acontecimientos. Recuerdo que cuando leí su discurso de posesión comprendí, por la seriedad del tono y la claridad del llamado a la unidad y a la responsabilidad, que él era el hombre que la situación requería. En poco tiempo obtuvo la aprobación de una constitución presidencialista que ha dado estabilidad a los gobiernos franceses que antes estaban a la merced de los caprichos y vaivenes partidarios, y poco después fue elegido presidente por mayoría abrumadora.
Otorgó la inevitable independencia a Argelia, consolidó la economía y lanzó a Francia por el camino de una notable prosperidad económica. Una década después, en mayo de 1969, una agitación obrera y estudiantil provocó una situación que amenazaba convertirse en un caos generalizado. Bastó una sola intervención suya de diez minutos en la televisión para que la agitación se calmara. Un año después renunció a su cargo al haber sido rechazadas en un referendum las reformas constitucionales que él consideraba necesarias. Murió al año siguiente en su casa de Colombey.


Con ocasión de la visita oficial del presidente Manuel Prado a Francia, durante una ceremonia bajo el Arco del Triunfo, por una feliz circunstancia yo tuve oportunidad de observarlo a pocos pasos de distancia (parado en uno de los pilares del arco al lado de una periodista del diario “La Prensa”). Me llamó la atención la sencillez de su atuendo, la austeridad de su porte, y la elegancia de sus palabras. De Gaulle, además de ser un gran estratega militar, era un político muy hábil y un eximio escritor. Él era conciente del papel providencial que Dios le había confiado en momentos difíciles de la historia de su país. Él sentía que él encarnaba el destino de su patria.
NB. Este artículo fue publicado bajo el título de “Las Cualidades del Gobernante.”
#673 (17.04.11) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 12 de abril de 2011

PABLO Y BERNABÉ PROSIGUEN SU VIAJE

Consideraciones al libro de Hechos VII

Por José Belaunde M.

En el artículo anterior hemos dejado a Saulo, ya convertido en Pablo, y a sus compañeros Bernabé y Juan Marcos, con el gobernador romano de la isla de Chipre, que se convirtió a Cristo al ver la forma cómo ellos se enfrentaron al mago Elimas, dejándolo temporalmente ciego.

El trío apostólico se embarcó en Pafos para regresar al continente desembarcando en Perge. Aquí el joven Juan Marcos, a quien se identifica con el autor del Evangelio de Marcos, se apartó de ellos y regresó a Jerusalén. ¿Por qué motivo lo hizo? No sabemos. Quizá se cansó de las penalidades del viaje. Él era un joven rico, acostumbrado a vivir cómodamente, y no a las privaciones inevitables del periplo que hacían sus mayores. O quizá, siendo pariente de Bernabé, estaría molesto de que éste fuera desplazado del liderazgo del grupo por la mayor iniciativa y elocuencia de Pablo. O quizá, por último, él no estaba de acuerdo con la orientación hacia los gentiles que estaba tomando la misión. Ese puede haber sido el motivo por el cual Pablo más tarde (Hch 15:37-39) se opuso tenazmente a que Marcos se les una nuevamente.

Pablo y Bernabé siguieron pues solos y se dirigieron a Antioquía de Pisidia, llamada así para distinguirla de la ciudad del mismo nombre que era capital de la provincia de Siria, a orilla del río Orontes. En esa zona había varias ciudades que llevaban ese nombre pues entonces era costumbre que los reyes, deseosos de perpetuar su memoria, daban su propio nombre a las ciudades que fundaban. La ciudad fue fundada por uno de los reyes seléucidas que llevaba el nombre de Antíoco. (Nota 1)

Para llegar a esa ciudad, que se encuentra a unos 1200 m de altura, los dos compañeros tenían que atravesar la formidable cordillera del Tauro que corre a lo largo del extremo Este de Anatolia. Téngase en cuenta que ellos hacían su camino a pie; aunque no es improbable que hubiera una carretera romana enlozada entre la costa y esa ciudad, la subida debía ser de todos modos pesada.

Esta Antioquía era la capital de la provincia romana de Galacia, que conocemos muy bien por la carta que Pablo, años más tarde, dirigió a los gálatas, los habitantes de esa zona, que en parte descendían de unas hordas galas que habían invadido Europa y se habían instalado en los territorios de lo que es hoy Francia, el sur de Bélgica y de la Renania, siglos antes de que los romanos conquistaran esas comarcas. Siglos después liderados por su rey Clodoveo, se convirtieron al cristianismo el año 437 DC (2). Una parte de ese pueblo bárbaro había llegado hasta el sur de Anatolia y había fundado ahí un reino unos 280 años antes de Cristo, que sobrevivió hasta que fueron incorporados al Imperio Romano, poco antes del inicio de la era cristiana.

Antioquía de Pisidia había sido elevada al rango de una colonia romana por Augusto, y contaba, junto con otras ciudades de la región, como Derbe, con una numerosa población judía, desde los tiempos de Antioco III quien, unos 200 años antes de Cristo, había transferido a Frigia y Lidia en Anatolia, a más de dos mil familias judías desde sus dominios en Mesopotamia y Babilonia. La ciudad estaba poblada por una mezcla de gálatas, frigios, griegos, romanos, además de judíos.

Llegados a ella Bernabé y Pablo “entraron a la sinagoga en día de reposo y se sentaron” (Hch 13:14).

Es interesante notar la escueta pero muy significativa descripción que se hace del orden del servicio. Vemos que primero vino la lectura de la ley y de los profetas, y que luego vino la explicación de la palabra oída. Lucas no menciona los cantos y salmos de alabanza que precedían a las lecturas.

Este orden se ha conservado básicamente en las sinagogas judías hasta nuestros días, y es también el orden del culto que adoptaron las primeras comunidades cristianas, y que fue incorporado a la liturgia de la Iglesia Católica.

En esta ocasión en lugar de que el “archisinagogo” hiciera la homilía correspondiente, los principales de la sinagoga tuvieron el gesto de cortesía de invitar a los visitantes a hablar a la congregación (v.15).

Entonces, como ya era usual, Pablo, poniéndose de pie (3), tomó la palabra dirigiéndose a los oyentes de la siguiente manera: “Varones israelitas y los que teméis a Dios” (v.16). De esta forma estaba indicando que la audiencia, como era habitual fuera de Judea, estaba compuesta tanto por creyentes judíos como por gentiles que adoraban al Dios de Israel.

Su discurso enumera las intervenciones principales de Dios en la historia del pueblo hebreo: su estadía en Egipto; cómo Dios los sacó de ahí con "mano fuerte y brazo extendido” (4), y estuvieron vagando durante cuarenta años en el desierto; cómo les dio la tierra prometida de Canaán, destruyendo a las naciones paganas que la habitaban; cómo les dio jueces que los gobernaran durante muchos años hasta que apareció el profeta Samuel (vers. 17-20). Que se detenga en Samuel es muy significativo, porque la aparición de este profeta marca una nueva etapa en la historia del pueblo escogido: el inicio de la monarquía con un rey que pertenecía a la misma tribu que Saulo, la de Benjamín, y que llevaba el mismo nombre, Saúl (en hebreo). Pero este Saúl no era un hombre conforme al corazón de Dios, por lo que Dios lo removió y colocó en su lugar a uno que sí lo era (1Sam 13:14), a David, el hijo de Isaí, de cuya descendencia, dice Pablo, Dios levantó al Salvador de su pueblo (Hch 13:23).

Dios había prometido siglos atrás a David que su linaje duraría para siempre y que su trono sería estable. (2Sam7:11-16). No obstante, en los siglos siguientes, el reino de Israel, cuya grandeza él había fundado, se dividió en dos, el reino del Norte, o Samaria, y el de Judá, que fueron destruidos por invasores extranjeros y sus habitantes enviados al exilio. Cuando, desde el punto de vista humano, la soberanía de la casa de David parecía haberse esfumado para siempre, el pueblo judío comprendió que esa promesa se cumpliría en un príncipe del linaje davídico, que algún día Dios levantaría y que sería en un sentido pleno el Ungido (e.d. el Mesías) que restauraría y superaría las glorias del pasado (Ez 34:23ss; Jr 23:5;30:9).

Sin embargo, a medida que pasaban los años, pero sobre todo después de que a continuación del corto período de independencia de que Israel gozó bajo los reyes asmoneos, viniera la opresiva conquista romana, el anhelo de que apareciera el Salvador mesiánico se hizo más intenso que nunca. Esa era como sabemos, la ardiente expectativa que reinaba en el pueblo judío cuando Jesús empezó su ministerio público, tal como puede verse en diversos pasajes de los evangelios y de Hechos (como por ejemplo en Lc 1:68-70; Mt 21:1-9; Hch 1:6), pero sobre todo en la literatura apocalíptica y seudoepigráfica de la época.

Luego Pablo continúa narrando la aparición de Juan Bautista, que preparó la venida de Jesús predicando un bautismo de arrepentimiento. “Mas cuando Juan terminaba su carrera, dijo: ¿Quién pensáis que soy? No soy Él; mas he aquí viene detrás de mí uno de quien no soy digno de desatar el calzado de los pies.” (Hch 13:25).

Pablo se dirige entonces a la congregación reunida para decirle que el mensaje de salvación es dirigido a ellos. Escuetamente narra cómo las autoridades de Jerusalén, ignorando lo anunciado por los profetas, no reconocieron a Jesús por lo que era, sino que lo hicieron condenar a muerte por el procurador romano, a pesar de que era inocente. Una vez muerto lo bajaron del madero antes del anochecer (para cumplir con lo que manda Dt 21:23) y lo enterraron. “Mas Dios lo levantó de los muertos.” (Hch 13:26-30).

A continuación narra cómo Jesús se apareció durante muchos días a sus discípulos, los cuales son ahora sus testigos. Éstas pues son las buenas nuevas que Pablo anuncia: La promesa hecha antaño a los padres se cumplió en sus descendientes, en nosotros, resucitando a Jesús, como está escrito: “Mi hijo eres tú; yo te he engendrado hoy.” (Sal 2:7). Pablo demuestra que esas palabras, así como las de Isaías 55:3 y las del salmo 16, que Pedro también citó en su sermón el día de Pentecostés (“No permitirás que tu santo vea corrupción.” Hch 2:25-28; cf Sal 16:10), no podían aplicarse al rey David, porque él vio corrupción después de ser enterrado; en cambio, Jesús no, porque resucitó al tercer día.

Pablo culmina su mensaje diciendo: “Sabed, pues, esto, varones hermanos; que por medio de Él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree.” (Hch 13:38,39).

Estas palabras, y la advertencia final a los que se negaran a creer (v.40,41), corresponden al llamado al arrepentimiento y a la conversión que suele hacerse al final de la prédica en nuestras iglesias. De esas palabras quisiera destacar lo que constituye la esencia de la doctrina paulina: Nadie es justificado mediante la obediencia a la ley de Moisés, pero sí lo es todo aquel que cree en Jesús.

El discurso de Pablo hizo gran impresión en el auditorio, sobre todo en los temerosos de Dios gentiles, quienes les rogaron a Pablo y Bernabé que retornaran el próximo día de reposo a la sinagoga para que les siguieran hablando de estas cosas (vers. 42). Durante la semana muchos de los judíos y de los gentiles buscaron a los dos apóstoles, quienes les siguieron enseñando acerca de Jesicristo, exhortándolos a que perseveraran en la fe que habían recibido (vers. 43).

La consecuencia fue que el siguiente sábado la sinagoga estaba repleta de gente, -“casi toda la ciudad” dice el texto- de modo que podemos pensar que también acudieron muchos paganos que no solían frecuentar la sinagoga.

Pero cuando Pablo se levantó para hablarles, los judíos que no creían en su mensaje, llenos de celos por el éxito que el apóstol tenía, se pusieron a rebatir sus argumentos y a contradecirlos, blasfemando del nombre de Jesús. Entonces Pablo y Bernabé, sin miedo alguno, los apostrofaron diciéndoles que era necesario que primero se predicase la palabra de Dios a ellos -según la frase “al judío primeramente, y también al griego.” (Rm 1:16b)- pero como lo rechazaban y se consideraban indignos de la vida eterna que les era ofrecida, en adelante se dirigirían sólo a los gentiles. Al decir esto ellos citaron la frase de Isaías: “Porque así nos ha mandado el Señor, diciendo: ‘Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra.’” (vers.47; c.f. Is 49:6).

Al mencionar este pasaje Pablo aplica a su ministerio las palabras con que el profeta anuncia la venida del Mesías futuro. En cierta manera la aplicación de esta frase a Pablo estaba implícita en la misión que el Señor le había encargado al enviarlo a predicar a los gentiles (Hch 9:15; 22:21; 26:17).

Cabría preguntarse ¿Por qué motivo muchos de los judíos rechazaba su mensaje mientras que los temerosos de Dios gentiles lo aceptaban? Los judíos lo rechazaban por el mismo motivo por el cual el joven Saulo juzgaba inaceptable el mensaje de los nazarenos: De un lado porque era imposible que un crucificado pudiera ser el Mesías; y de otro, porque según la concepción trascendente de Dios que ellos tenían, Dios no puede asumir una forma humana. Hay demasiada distancia entre Dios y el hombre para que eso pueda ocurrir. Pero también, en este caso concreto, porque Pablo había dicho que por la ley de Moisés nadie puede ser justificado (v.39).

El mensaje de Pablo inevitablemente cuestionaba el valor de la religión ancestral a la que ellos se aferraban. Recordemos que en su epístola a los Gálatas Pablo enseña que la ley de Moisés sirvió al pueblo hebreo como ayo mientras eran niños y esperaban al Mesías (Gal 3:23-25). Pero que, llegada la fe, ya la ley con sus normas minuciosas, era innecesaria. En esencia, Pablo proclamaba la caducidad de la religión judía, algo inaceptable para quienes con tanto ahínco se aferraban a las tradiciones de sus mayores.

¿Pero por qué los gentiles, en cambio, recibían gozosos el mismo mensaje? Porque a ellos se les había dicho que a menos que se sometieran por completo a las demandas de la ley de Moisés y se circuncidaran, no tenían acceso pleno a todas las promesas que Dios había hecho al pueblo de Israel. Pero ahora Pablo les anunciaba que no era necesario someterse a esas normas, y que bastaba que creyeran en Jesús para ser salvos. ¡Esas sí que eran buenas noticias para ellos!

Pero además porque el anuncio del Evangelio les ofrecía algo desconocido inesperado para ellos, y que experimentaban todos los que creían, esto es, el nuevo nacimiento que transforma el ser del hombre y lo regenera.

Es interesante notar la frase: “Creyeron todos los que estaban ordenados para la vida eterna.” (Hch 13:48b). Es decir, creyeron todos aquellos que por su disposición espiritual estaban abiertos a acoger la predicación del Evangelio con gozo. Hay aquí una alusión velada a las doctrinas de la elección y la predestinación que Pablo desarrolla con más detalle en los capítulos octavo y noveno de Romanos.

Pero sus opositores no podían quedarse tranquilos contemplando el éxito con que las enseñanzas de Pablo se difundían en la ciudad, viendo en ellas un peligro para su propia subsistencia.

Ellos comprendieron que lo que Pablo y Bernabé predicaban era una religión diferente a la suya, por lo que no podían permitir que se acogieran a la misma legitimidad y protección de que el judaísmo gozaba como “religio licita” (religión reconocida legalmente) en el imperio, como esos advenedizos pretendían. De modo que recurrieron a algunas mujeres piadosas de su congregación, cuyos maridos gozaban de buena posición e influencia en la ciudad, para gestionar que las autoridades expulsaran a Pablo y Bernabé como perturbadores del orden público.

Los dos apóstoles no se afligieron por eso, sino que hicieron el gesto que Jesús había ordenado a sus discípulos que hicieran si no los recibían bien en alguna ciudad, esto es, que se sacudieran el polvo de esa ciudad que se había pegado a sus pies, como un testimonio contra ella (Lc 9:5; 10:11).

¿Qué significa ese gesto simbólico en este caso? Era una manera de decir: No queremos saber nada de ustedes y rechazamos toda responsabilidad por su incredulidad. Vosotros mismos sois culpables de ella, y algún día sufriréis las consecuencias. Hay un antecedente de este gesto en Nh 5:13.

Sin embargo, su visita a esa ciudad no fue sin fruto pues dejaron allí una pequeña congregación, a la que Pablo volverá más tarde, y cuyos miembros se quedaron “llenos de gozo y del Espíritu Santo” (Hch 13:52).


Notas: 1. El reino de los seléucidas fue fundado por Seleuco, uno de los cuatro generales de Alejandro Magno que se repartieron su imperio a la muerte del joven conquistador macedonio, el año 323 AC.

2. Lo que es hoy día Francia era llamada por los romanos “las Galias”. La mayoría de la población francesa actual es descendientes de ese pueblo bárbaro.

3. Cuando Jesús fue invitado a hablar a la congregación en la sinagoga de Nazaret no se quedó de pie, sino se sentó después de leer el texto de Isaías (Lc 4:16-20). ¿Por qué la diferencia? Israel Abrahams explica que el discurso de Jesús fue una exposición de las Escrituras, mientras que el de Pablo fue una palabra de exhortación.

4. Véase Ex 6:1,6; 15:16; Dt 4:34; 5:15; 1R 8:42; Sal 136:11,12, y muchas otras referencias a la salida del pueblo de Egipto. Esas palabras expresan el poder de Dios manifestado en el Éxodo de Egipto.


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miércoles, 6 de abril de 2011

OREMOS POR NUESTRO PAÍS

OREMOS POR NUESTRO PAÍS

José Belaunde M.

Quiero hacer un llamado urgente a todos los cristianos del país, evangélicos y católicos por igual, para que en estos días que quedan antes del domingo 10, redoblen sus oraciones por el acto cívico que, en cumplimiento de nuestro deber vamos a realizar, para que no sea el mero cumplimiento de una obligación, sino un acto conciente y deliberado de patriotismo y de amor a nuestros hijos.

El destino de nuestra nación, de nuestra población, de nuestros hijos, pende del resultado de estas elecciones, porque existe el peligro de que el régimen que se elija se convierta en poco tiempo en una dictadura como la que maniata la libertad de los venezolanos, y que resultemos eligiendo no un gobierno para los próximos cinco años, sino uno que intente permanecer en el poder por mucho tiempo.

Nuestro país ha hecho en la última década grandes progresos en el desarrollo de nuestra economía, del aumento del nivel de vida, y de la disminución de la pobreza, así como en la extensión de los servicios de salud y en la mejora de la educación pública. Sabemos, sin embargo, que queda mucho por hacer en todos esos campos.

Ese progreso no debe ser detenido, como podría serlo si el país elige a un candidato cuyo programa de gobierno tiene un claro sesgo estatista, controlista y autoritario. Recordemos el proverbio que dice: “Cuando los justos gobiernan, el pueblo se alegra; mas cuando domina el impío, el pueblo gime.” (Pr 29:2).

¡Ay del pueblo que renuncia a su libertad y al derecho de expresar libremente sus opiniones! Sé que muchos cristianos están orando por estas elecciones. Quisiera animarlos a no cejar en ese propósito en estos últimos días, sino a redoblar sus súplicas al Altísimo para que Su voluntad, que es buena agradable y perfecta, se cumpla en estas elecciones, y que ellas aseguren que el candidato que Él en su sabio y eterno consejo ha elegido, sea quien nos gobierne en el próximo quinquenio.

Sabemos, pues la Biblia lo dice claramente, que el enemigo de la Verdad y padre de la mentira levanta oposición para impedir que los buenos propósitos de Dios se cumplan; y que depende en gran medida de la oración intercesora de los fieles el que sus artimañas sean derrotadas.

En esta hora crucial para el futuro de nuestra generación oremos porque Dios incline el corazón del electorado hacia el candidato que Él en su sabiduría ha escogido para guiar a nuestra patria por caminos de prosperidad y de paz.

Roguemos para que Dios coloque en el Congreso a personas intachables, que sean las mejor preparadas para proponer y aprobar las leyes más adecuadas para el bien de nuestra población.

Roguemos porque el próximo gobernante sea una persona honesta, decidida a combatir sin respiro a la corrupción, a alentar la iniciativa privada y el desarrollo de la ciencia, a proseguir con la reforma de la educación pública, y a asegurar que prevalezca una administración de justicia sin reproche.

Y sobre todo, que no olvide que es Dios quien en los últimos años nos ha prosperado, y que seguirá haciéndolo si nuestras autoridades reconocen públicamente que Él es Rey y Señor de toda la tierra, así como de nuestro país, y que toda potestad procede de Él.