viernes, 30 de julio de 2010

CONSIDERACIONES ACERCA DEL LIBRO DE HECHOS II

Por José Belaunde M.
El Ministerio de Pedro

Después del martirio de Esteban (Hch 7), y contrariando la prudencia aconsejada por el fariseo Gamaliel al Sanedrín (Hch 5:34-39), se desató en Jerusalén una gran persecución contra los discípulos, que los obligó a dispersarse por las ciudades vecinas de Judea y Samaria. Esa represión, que tenía por fin suprimir en brote la naciente fe, tuvo el efecto contrario, pues contribuyó a difundir el Evangelio por todos los lugares donde los perseguidos se refugiaban, pues ellos, llenos de fuego evangelístico, no dejaban de anunciar a Cristo adonde quiera que fueran. (Hch 8:4). Aquí se cumple el dicho: “No hay mal que por bien no venga.” En cristiano: “A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien.” (Rm 8:28). Podemos ver también cómo los propósitos de Dios se cumplen a veces a través de las persecuciones y pruebas que sufren sus siervos.

El hecho de que los discípulos al huir de Jerusalén se refugiaran también en Samaria y predicaran allí el Evangelio es un hecho fuera de lo común para quienes eran judíos piadosos, ya que los judíos despreciaban a los samaritanos, como bien sabemos (Jn 4:9; Nota 1). Los samaritanos no eran paganos como algunos creen, sino adoraban al Dios verdadero en el templo que tenían en el Monte Gerizim (que fue destruido es cierto por los judíos el año 128 AC, es decir, casi doscientos años antes de los episodios que narramos acá). Ellos eran, por decirlo de alguna manera, israelitas “mestizos”, es decir, descendientes del remanente de los miembros de las diez tribus de Israel que formaban el reino del Norte o Samaria, que se habían juntado con los pueblos extranjeros que los asirios habían establecido allí cuando conquistaron ese reino, deportando a la mayoría de sus habitantes de acuerdo a la política de dominación que ellos aplicaban (Es 4:2. Nota 2). Pero los apóstoles deben haber recordado que Jesús había predicado a los samaritanos a su paso por esa región, después de haberse revelado como Mesías a una mujer que había ido a buscar agua al pozo de Jacob (Jn 4:5-42).

Pedro que, junto con los otros apóstoles, se había quedado en Jerusalén durante la persecución, fue a Samaria acompañado por Juan “cuando oyeron que Samaria había recibido la palabra de Dios” (Hch 8:14), gracias a la predicación de Felipe –el diácono, no el apóstol (Hch 6:5; 8:5-13). Estando allí Pedro y Juan imponían las manos a los nuevos creyentes, porque éstos, dice el texto, sólo habían sido bautizados, pero aún no había descendido sobre ellos el Espíritu Santo (Hch 8:15-17). Esta corta anotación nos hace ver claramente que el bautismo en el Espíritu Santo es una experiencia diferente a la conversión, en la cual, ciertamente, el Espíritu Santo viene a habitar en el convertido.

Es curioso que Felipe, además de predicar el Evangelio a los samaritanos, y seguramente de bautizarlos en agua, no les hubiera impuesto las manos para que reciban el Espíritu Santo. ¿Pensaría él que ésa era una función que estaba restringida a los doce apóstoles, y que él no estaba autorizado a hacerlo? Es posible, pero más adelante vemos que un simple creyente como Ananías, el de Damasco, le impone las manos a Pablo para que recobre la vista y reciba el Espíritu Santo (Hch 9:17,18).

En Samaria también Pedro confrontó a Simón el Mago quien, antes de la venida de Felipe, atraía con sus artes mágicas a mucha gente que después lo abandonó al adherirse al Evangelio. Él mismo creyó y fue bautizado y se hizo discípulo, no sabemos cuán sinceramente (Hch 8:9-13). Pero cuando vio cómo, por la imposición de manos de Pedro, los creyentes recibían el Espíritu Santo y hablaban en lenguas, le ofreció dinero para que le transmitiera ese poder y que él pudiera hacer lo mismo. Pedro, naturalmente, rechazó esa pretensión y lo reprendió severamente (Hch 8:18-24).

Es interesante, no obstante, que el episodio de Simón el Mago, haya pasado a la historia, porque de él deriva el término de “simonía”, con que se designa la práctica corrupta de vender por dinero los cargos eclesiásticos, que estaba muy difundida durante la Edad Media, y que fue una de las causas de la Reforma.

Después de su visita a Samaria Pedro se puso a recorrer las poblaciones cercanas en donde habían surgido congregaciones de discípulos, posiblemente como consecuencia de los acontecimientos de Pentecostés. La frase “visitando a todos” (Hch 9:32) nos sugiere que Pedro se había propuesto visitar a todas la iglesias que se habían formado recientemente fuera de Jerusalén. En la ciudad de Lida, al sur de la llanura de Sharon, “halló a uno que se llamaba Eneas, que hacía ocho años que estaba en cama, pues era paralítico. Y Pedro le dijo: Eneas, Jesucristo te sana; levántate y haz tu cama. Y en seguida se levantó.” (Hch 9:33,34). Ya Pedro tenía experiencia en sanar paralíticos. Diríamos que era “canchero” en ese oficio. El que le dijera “arregla tu cama” significa que ya no iba a necesitar más de ella para estar echado durante el día, porque había recibido una sanación completa. El texto comenta que, impresionados por el milagro, muchos de la ciudad y de la vecindad creyeron en Jesús.

Enseguida fue llamado por los discípulos de Jope para orar por una enferma muy querida por todos. Jope había sido antes de que Herodes fundara la ciudad de Cesarea a orillas del mar, el puerto principal de Palestina. Allí había hecho desembarcar Salomón los troncos de cedro del Líbano que había adquirido para construir el templo de Jerusalén (2Cro 2:16), y allí se había embarcado Jonás para ir a Tarsis (Chipre) huyendo del mandato del Señor de predicar el arrepentimiento de los pecados en la ciudad de Nínive (Jon 1:3).

Cuando Pedro llegó a Jope halló que Tabita, como se llamaba la hermana enferma (Dorcas en griego), ya había fallecido. Ella era muy amada por las obras de caridad que hacía, y por las túnicas y mantos que tejía para las viudas. Lo llevaron al aposento alto donde habían puesto el cadáver después de lavarlo, según la costumbre. Pedro entonces, después de hacer salir a todos, “se puso de rodillas y oró; y volviéndose al cuerpo dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al ver a Pedro se incorporó. Y él, dándole la mano, la levantó; entonces, llamando a los santos y a las viudas, la presentó viva.” (Hch 9:40,41). Nótese, primero, que antes de hacer nada, Pedro oró; y, segundo, que para resucitar a Tabita, él usó palabras semejantes a las que Jesús había pronunciado en una ocasión similar, cuando resucitó a la hija de Jairo (Mr 5:41).

Ya pueden imaginarse la conmoción que este milagro produjo en la ciudad y cuántos, como consecuencia de ese acontecimiento, creyeron en el Salvador que Pedro anunciaba. Aquí podemos ver cuán fielmente se estaban cumpliendo las palabras de Jesús de que sus discípulos, después de su partida, harían cosas iguales y aun mayores que las que Él hacía (Jn 14:12). Pues no sólo se produjeron los hechos que hemos relatado, sino que en Jerusalén era tal la expectativa que la curación del paralítico en la puerta del templo había causado (Hch 3), que ponían a los enfermos sobre lechos en las calles para que la sombra de Pedro cayera sobre ellos y los sanara, “y aun de las ciudades vecinas muchos venían a Jerusalén trayendo enfermos y atormentados por espíritus inmundos; y todos eran sanados.” (Hch 5:15,16).

Seguramente para aprovechar el clima favorable al Evangelio creado por la resurrección de Tabita, Pedro se quedó un tiempo en Jope, alojándose en casa de un tal Simón, que era curtidor (Hch 9:43). Este dato es muy significativo, porque debido al hecho de que por su profesión los curtidores debían manipular cadáveres (lo que los volvía impuros según Lv 11:39), su oficio no era muy bien visto en Israel, ya que los judíos eran muy celosos en cuestiones de pureza ritual. Pero para el Evangelio no hay persona, ni el peor pecador, que no pueda ser acogido, cualquiera que fuese su ocupación, pues hasta con las prostitutas y los publicanos había departido el Señor, para escándalo de muchos (Mr 2:16; Mt 11:18,19).

En esa época el gobernador romano de Judea contaba con tres mil soldados para mantener el orden, repartidos en cinco “cohortes” de seiscientos hombres cada una, los cuales no eran ciudadanos romanos, sino que eran enrolados entre las poblaciones vecinas, como Samaria o Siria. Los judíos estaban exentos de prestar servicio militar por dos motivos: primero, a causa de las restricciones alimenticias a las que la ley de Moisés los obligaba, pues las tropas romanas se alimentaban principalmente de carne de cerdo, que era inmunda para los judíos (Lv 11:7); y segundo, debido a que la misma ley no les permitía desplazarse los sábados sino dentro de estrechos límites. (3).

Los soldados mercenarios reclutados de los países vecinos no les tenían mucha simpatía a los judíos que debían vigilar, lo cual no era muy favorable para el cumplimiento de sus tareas, ni para el clima de paz deseable, y a veces suscitaba conflictos. Ese hecho motivó que en cierto momento, el gobernador –quizá el propio Poncio Pilatos- solicitara que se le enviara una “cohorte itálica”, formada por ciudadanos romanos voluntarios.

A esa cohorte, o compañía italiana, pertenecía el centurión romano Cornelio, de quien nos vamos a ocupar enseguida. Él era un hombre “piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre.” (Hch 10:2). El Nuevo Testamento distingue dos clases de adherentes a la religión judía, los “prosélitos” y los “temerosos de Dios”. Los primeros eran gentiles que se habían convertido al judaísmo, que se habían circuncidado y ofrecían sacrificios en el templo, y obedecían a la ley judía. Los segundos, sin haberse circuncidado ni adoptado todas las costumbres judías, creían en el Dios de Israel y asistían a la sinagoga. De entre los prosélitos y los temerosos de Dios, dicho sea de paso, se reclutaron la mayoría de los creyentes gentiles que se convirtieron bajo el fecundo apostolado de Pablo.

También sea dicho al pasar que los evangelios mencionan a otro centurión, sin duda también “temeroso de Dios”, el cual pronunció aquella frase famosa que se ha afincado en el culto (“Yo no soy digno de que vengas a mi casa…”) y cuya fe asombró a Jesús (Mt 8:5-10). En su amor por la religión judía había llegado a construirles una sinagoga (Lc 7:5). ¿Qué atractivo podía tener esta religión que volvía a los gentiles tan generosos? No era la religión judía en sí misma la que poseía ese atractivo, sino el Dios verdadero que ella adoraba. El hombre sincero, de cualquier raza y nación, tiene una gran sed de la verdad y cuando la encuentra en algún lugar la abraza de todo corazón.

Este Cornelio, estando en oración, tuvo una visión en la que un ángel lo instó a enviar a buscar a un hombre que no conocía –a Simón Pedro- y a una casa en la que él nunca había puesto el pie –la casa de Simón el curtidor- en Jope, junto al mar, porque “él te dirá lo que tienes que hacer.” (Hch 10:3-6). “Al día siguiente…Pedro subió a la azotea para orar, cerca de la hora sexta (es decir, al mediodía). Y tuvo gran hambre, y quiso comer; pero mientras le preparaban algo, le sobrevino un éxtasis; y vio el cielo abierto, y que descendía algo como un gran lienzo, que era…bajado a la tierra; en el cual había todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo.” Y oyó una voz que le ordenaba: “Levántate Pedro, mata y come.” (Hch 10:9-13).

Debe recordarse que la ley de Moisés prohibía a los judíos comer la carne de reptiles –que eran para ellos abominación- de aves y de animales que no tuvieran la pezuña partida, es decir, de burros, caballos, camellos, entre otros (Dt 14:7-19). Pedro, como judío piadoso que era, así como todos sus compañeros, guardaba celosamente esas prescripciones. Pero la visión le dijo tres veces: “No llames impuro lo que Dios ha limpiado”, a cada negativa de Pedro, antes de desaparecer (Hch 10: 14-16).

Pedro estaba atónito pensando en lo que esa visión podía significar, cuando llegaron los tres hombres enviados por Cornelio preguntando por él. La voz del Espíritu le advirtió que él debía ir con ellos, “porque yo los he enviado.”. Entonces él los hospedó y al día siguiente partió con ellos, acompañado por algunos hermanos de Jope (Hch 10:17-23).

¿Con las palabras sorprendentes que había pronunciado la visión le estaba Dios advirtiendo a Pedro que las leyes dietéticas promulgadas por Moisés habían sido abolidas para la nueva dispensación? Sí, indudablemente (ya lo había hecho Jesús en Mr 7:19), pero más importante aun, le estaba diciendo que los pueblos paganos a quienes los judíos consideraban impuros, y en cuyas casas ellos no podían entrar a riesgo de contaminarse, dejaban de serlo; y que, en adelante, los creyentes en Jesús podían tener amistad con todos los hombres de todas las razas, naciones y pueblos de la tierra.

Pablo lo expresó claramente cuando escribió que Cristo había derribado la barrera que separaba a judíos y gentiles (Ef 2:14) y que, de ahora en adelante: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús.” (Gal 3:28). Es decir, que el mensaje de salvación que trajo Jesús era también para los no judíos, algo que los primeros discípulos, que eran todos judíos, todavía no habían comprendido del todo, pese a que Jesús, después de resucitado, les había mandado hacer discípulos en todas las naciones de la tierra (Mt 28:19). (4) En este episodio de Hechos el universalismo cristiano se opone al particularismo de la religión judía abriendo una brecha para la predicación del Evangelio a todos los hombres.

Llegado Pedro al día siguiente a casa de Cornelio, que había congregado a amigos y parientes, después de los saludos y las explicaciones mutuas acerca de porqué Cornelio había llamado a Pedro, y éste había acudido a la invitación, pese a que ningún judío podía juntarse con extranjeros, el apóstol empezó a hablarles de Jesucristo. Les narró sucintamente la obra de bien que Jesús había hecho, y cómo lo habían matado crucificándolo cruelmente, pero cómo Dios lo había levantado al tercer día, y lo había constituido juez de vivos y muertos (Hch 10:34-42). Llegado al punto en que Pedro proclamó que todos los que creen en Jesús reciben el perdón de sus pecados, el Espíritu Santo cayó sobre los que oían su discurso, para asombro de los judíos que lo acompañaban, pues los oían hablar en lenguas y alabar a Dios (Hch 10:44-46).

¿Cómo pudo el Espíritu Santo haber venido sobre los que no creían en Jesús, sobre los que no habían sido bautizados? En primer lugar debemos tener en cuenta que Cornelio y los suyos creían en el Dios de Israel, es decir, no eran paganos. Tenían una base de fe en el Dios verdadero, aunque aún no se les había predicado a Cristo. Y segundo, podemos pensar que en el momento en que Pedro habló del perdón de pecados mediante la fe en Jesús, ellos creyeron y fueron salvos. E inmediatamente vino el Espíritu Santo sobre ellos. El hecho de que ellos recibieran el Espíritu Santo antes de ser bautizados quiere decir que Dios no sigue las reglas que establecemos los humanos, y que en cada ocasión Él actúa de acuerdo a lo que demandan las circunstancias y el bien de todos. Recordemos que también Pablo recibió el Espíritu Santo por la imposición de manos de Ananías antes de ser bautizado en agua (Hch 9:17,18).

Posteriormente Pedro tuvo que justificar ante sus compañeros en Jerusalén que él hubiera entrado a casa de gentiles impuros y que hubiera comido con ellos, algo inaudito para un creyente judío.

Este acontecimiento, que ha sido llamado el “Pentecostés de los gentiles”, cambió el curso de la historia de la iglesia, que en adelante –contrariamente a lo que ocurría al comienzo- empezó a recibir en su seno a los no judíos como hermanos con los mismos derechos y prerrogativas, y herederos de las mismas promesas que los judíos, como los compañeros de Pedro tuvieron que reconocer como quien recibe una revelación inesperada: “¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hch 11:18) (4)

Sin embargo, las tensiones entre los del “partido de la circuncisión” y los que consideraban que no debía exigirse que se circuncidaran a los gentiles que creían en Jesús, no acabaron con este episodio. Demoró algún tiempo para que la iglesia de Jerusalén, que al principio era exclusivamente judía, aceptara que la universalidad del mensaje de Jesús exigía que se abolieran las prescripciones rituales de la ley. Ese es el tema polémico del que se ocupa Pablo en la epístola a los Gálatas. Pero notemos que si la iglesia no hubiera comprendido el propósito de salvación universal de Dios, los seguidores de Jesús no hubieran pasado de ser una secta más dentro del mundo exclusivo del judaísmo, y el Evangelio no hubiera sido predicado a todas las naciones, como lo había ordenado Jesús (Mt 28:19; Mr 16:15).

Notas: 1. En Esdras 4 se relata cómo al retornar los judíos del cautiverio, los samaritanos hicieron cesar la obra de la reconstrucción del templo de Jerusalén iniciada por el grupo de exiliados que retornó con Zorobabel. En Nehemías 4 se lee también cómo ellos, esta vez sin éxito, se opusieron a la reconstrucción de las murallas de la ciudad santa emprendida por Nehemías.
2. En 2R 17:24-40 se relata cómo los asirios, después de deportar a la mayor parte de los habitantes del reino de Israel, repoblaron Samaria con gente traída de diversos lugares de su imperio, la cual se volvió sincretista, porque siguieron adorando a sus propios dioses, al mismo tiempo que adoraban al Dios de Israel, cuyo culto habían encontrado en las ciudades a los que los habían traído.
3. Los límites precisos de esa restricción sabatina habían sido establecidos por las “tradiciones de los mayores”, que todos los judíos de entonces respetaban. Recuérdese, por ejemplo, la indicación “camino de un día de reposo” que figura al inicio del libro de los Hechos (1:12) para describir la distancia en que se hallaba el monte Olivar de Jerusalén.
4. Pero no sólo después de resucitado. Poco antes de morir Jesús les anunció a sus discípulos que su Evangelio sería predicado a todas las naciones de la tierra (Mt 24:14; c.f. 26:13). Es cierto que cuando Jesús envió a los doce a predicar Él les ordenó: “Por camino de gentiles no vayáis, y en ciudad de samaritanos no entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” (Mt 10:5,6) A la mujer sirofenisa le dijo “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.” (Mt 15:24). Sin embargo, en su propio ministerio Él no se mantuvo dentro de esos límites porque fue la región de los gadarenos, que criaban cerdos (Lc 8:26ss), visitó las ciudades paganas de Tiro y Sidón (Mt 15:21), y pasó por la Decápolis (Mr 7:31), región en donde había diez ciudades griegas. Es de notar que si bien al ir a territorio pagano no dejó de hacer algún milagro, sí se abstuvo de predicar, aunque no en la ciudad de Sicar en Samaria (Jn 4:40-42).
5. Si a Pedro no le fue fácil convencer a los discípulos de Jerusalén que él había acudido a casa de un gentil obedeciendo a una visión del Señor, esta audacia suya hizo que él perdiera la estima de que hasta entonces él gozaba entre los judíos no cristianos, y que lo vieran como un transgesor de la ley que ordenaba una separación estricta entre judíos y gentiles.
#637 (25.07.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 20 de julio de 2010

CONSIDERACIONES ACERCA DEL LIBRO DE HECHOS I

Por José Belaunde M.
El Ministerio de Pedro

Después de haber presenciado en las afueras de Jerusalén la ascensión de Jesús a los cielos (Hch 1:9-11. Nota 1), los once apóstoles retornaron al aposento alto donde moraban y “perseveraban unánimes en oración” junto con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y sus hermanos (Hch 1:14).

Antes de ser llevado al cielo Jesús les había anunciado que recibirían poder “cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” para que fueran testigos de su nombre y del mensaje de salvación (la Buena Nueva) no sólo en Jerusalén, en Judea y en Samaria, sino hasta los confines de la tierra. (Hch 1:8). A este encargo solemne (que figura también en los pasajes finales de otros Evangelios) se le suele llamar “la Gran Comisión.”

El aposento alto donde moraban era posiblemente el mismo cenáculo donde Jesús había pasado con ellos su última noche y había celebrado la Santa Cena. Muy probablemente la casa pertenecía a María, la madre de Juan Marcos, el autor del segundo evangelio. (Hch 12:12).

¿Quiénes eran las mujeres que hemos visto menciona el libro? Podían ser las esposas, y quizá algunas hijas de los once, a las que se habían juntado las mujeres que apoyaron a Jesús en su ministerio, y que Lucas menciona (Lc 8:2; 24:10).

También se menciona por primera vez entre los creyentes, junto con su madre, a los hermanos de Jesús que antes lo rechazaban (Jn 7:5) pero quienes seguramente habían creído después de la resurrección. El libro no menciona cómo ni cuándo sucedió esto, pero uno de ellos, Santiago (o Jacobo) (2) a quien, según Pablo, Jesús resucitado se apareció (1Cor 15:7), llegó a ocupar un posición importante en la iglesia de Jerusalén. (Véase Hch 15:13-21).

Estando pues reunidos ciento veinte “hermanos” (3), número que posiblemente incluye sólo a los varones, Pedro se levantó en medio de ellos como su líder natural para hablarles. (4). Después de mencionar la traición y muerte de Judas Iscariote, les señaló la necesidad de nombrar a uno que tomara el lugar que había quedado vacío entre los doce que habían estado con Jesús desde el bautismo de Juan y que habían sido testigos de su resurrección.

Para ello escogieron a dos: a José llamado “hijo del sábado” (que es lo que Barsabas quiere decir), a quien conocían como “el Justo”, y a Matías, cuyo nombre no aparece en los evangelios, ni vuelve a mencionarse después de este episodio, lo cual no es muy significativo en sí mismo porque, aparte de Juan, tampoco menciona el libro de los Hechos a ninguno de los otros apóstoles. (5) .

El método de usar suertes para conocer la voluntad de Dios y escoger entre los dos fue muy usado en el Antiguo Testamento (Pr 16:33. Véase Ex 28:30; Nm 27:21; 1Sm 28:6; Nh 7:65), pero es la única vez que se emplea en el Nuevo Testamento. Después de Pentecostés los apóstoles se apoyaron solamente en la guía del Espíritu Santo para las decisiones que debían tomar.

Es interesante que, más adelante, cuando se vuelve a producir un vacío en el número de los doce con la muerte de Santiago, hijo de Zebedeo (Hch 12:1,2), los apóstoles no sintieron la necesidad de reemplazarlo por otro que tomara su lugar. Esto sólo lo consideraron necesario cuando ellos empezaron a dar testimonio de la muerte y resurrección de Jesús al mundo, esto es, desde nuestra perspectiva, al comenzar la vida de la iglesia.

Todos conocemos lo que ocurrió en Pentecostés, el primer derramamiento del Espíritu Santo experimentado por la naciente congregación de los seguidores de Jesús. Muchos creen que ese acontecimiento, y la fiesta que celebramos anualmente para conmemorarlo, se llaman así porque justamente ese día descendió el Espíritu Santo sobre los discípulos congregados en el aposento alto. Pero no es así.

Pentecostés es el nombre en griego de una fiesta judía que se celebraba cincuenta días después de la Pascua, y que se llamaba así porque esa palabra griega quiere decir quincuagésimo. (Lv 23:15,16) El nombre en hebreo de la fiesta era Shavuot, o “fiesta de las semanas”, y que caía según el calendario judío, siete semanas y un día después de que se hubiera mecido delante del Señor “una gavilla por primicia de los primeros frutos” el día de la·fiesta de los panes sin levadura. (Lv 23:10,11).

Pentecostés era una fiesta agrícola que festejaba el fin de la cosecha. Y es interesante constatar el sentido simbólico de la ofrenda de esa gavilla mecida como primicia de los primeros frutos pues, de un lado, la transformación que se operó en los ciento veinte congregados es la primicia de los primeros frutos de la acción del Espíritu Santo en los creyentes; y, de otro, la conversión y el bautismo de tres mil personas ese mismo día es el primer fruto de la predicación apostólica al inicio de la vida de la iglesia. (Hch 2:41)

Tres eran los festivales anuales que atraían a Jerusalén multitud de peregrinos judíos de todas las regiones del Medio y Cercano Oriente, y de la cuenca del Mediterráneo a donde habían sido dispersados (6). ¿Cuán grande era su número? Según el historiador judío Josefo, la cifra alcanzaba a tres millones de personas. Pero ese número parece inverosímil para una ciudad cuya población permanente ha sido calculada entre cincuenta mil y cien mil habitantes. Pero así sólo fueran unos cuantos cientos de miles los peregrinos es obvio que Dios había programado calculadamente el descenso del Espíritu Santo y el inicio de la predicación apostólica para que tuviera el mayor impacto posible en su primera audiencia, y en los días que siguieron y, a través de esta primicia de convertidos, a todas las regiones de donde esos nuevos cristianos provenían, pues muy pronto empezaron a surgir comunidades cristianas en lugares a los que aún no habían llegado los apóstoles. Eso quiere decir que si la venida del Espíritu Santo, y la predicación apostólica que suscitó, hubieran tenido lugar en una época del año en que la ciudad de Jerusalén no estaba colmada de peregrinos, el impacto inicial hubiera sido mucho menor y la difusión inicial del Evangelio, bastante limitada y menos rápida.

¿Quiénes fueron los fundadores de esas congregaciones alejadas, o quiénes llevaron la semilla del Evangelio a esos lugares todavía no alcanzados por los apóstoles? Muy probablemente los que habían sido bautizados el día de Pentecostés y en los días subsiguientes. Ellos fueron los embajadores de Cristo no previstos por los hombres, pero sí por Dios.

La curva de crecimiento numérico de la iglesia de Jerusalén en esos días es exponencial De ciento veinte personas congregadas en la mañana, a tres mil varones convertidos ese mismo día, que se elevaron a cinco mil poco después con los que se agregaron cuando Pedro predicó en el pórtico de Salomón después de haber sanado a un paralítico que pedía limosna a la puerta del templo. (Hch 3:1-10; 4:4) (7).

Poco más de treinta años después, el año 64, el emperador Nerón dio inicio en Roma a la primera persecución de cristianos en el imperio, en el curso de la cual, según el historiador romano Tácito “una vasta multitud fue condenada”.

¿Cómo había surgido esa congregación? Que se sepa ningún apóstol había llegado aún a la capital imperial. ¿Quién pudo haber llevado la fe a esa ciudad? Aunque no se tengan datos precisos muy probablemente fueron algunos de los escucharon predicar a Pedro el primer o el segundo día, y que fueron subsiguientemente bautizados, entre los que se encontraban también algunos romanos, dice el texto (Hch 2:10). Ellos retornaron a casa con su nueva fe transformados e imbuidos de gran celo evangelístico, como suele ocurrir con los nuevos creyentes.

Y si eso sucedió en Roma podemos suponer que algo similar ocurrió en muchas otras de la ciudades y regiones de donde provenían los peregrinos que acudieron a Jerusalén para las fiestas (Hch 2:9-11). Podríamos pues decir, parafraseando una frase popular, que “Dios lo tenía todo calculado.” Podemos pensar no sólo que todo eso había sido previsto por la Providencia que gobernaba la marcha de la iglesia, sino que también la gracia acompañaba a todos los que se habían convertido en Jerusalén en esas fechas cuando retornaron a sus lugares de origen y los urgía a compartir su fe.

Un aspecto singular del fenómeno de Pentecostés que no se debe olvidar es el de las lenguas "como de fuego” que flotaban sobre cada uno de los ciento veinte congregados en el aposento alto. No eran de fuego físico, como el que conocemos, sino de algo inmaterial que se le asemejaba. Sabemos que en el Antiguo Testamento en varias ocasiones la presencia de Dios se manifestaba con la aparición de algo que asemejaba al fuego. El primer caso es el del arbusto ardiente que contempló Moisés, desde el cual Dios le habló, y que no ardía de un fuego material sino de otra naturaleza, porque no se consumía (Ex 3:1-5). Otro es el de la columna de fuego que iba delante de los israelitas en el desierto para alumbrarlos y guiarlos de noche cuando caminaban (Ex 13:21,22), y que reposaba sobre el tabernáculo cuando se detenían (Ex 40:38). Pero en Pentecostés el fuego simbolizaba además el fuego interno de entusiasmo y de amor que ardía en el pecho de los que recibían el Espíritu Santo. ¿Qué cristiano no ha sentido alguna vez ese fuego por Dios arder en su pecho?

Pero no todos los que escuchaban predicar a Pedro y a los apóstoles por primera vez estaban asombrados por lo que oían, sino que algunos se burlaban de ellos diciendo: “están llenos de vino dulce.” (“mosto” en Reina Valera 60, Hch 2:13), por lo que Pedro tuvo que alzar su voz para negar que estuvieran ebrios. (Hch 2:15). La palabra que aparece en el original griego en ese lugar es gleukos (que se pronuncia “gliucos”), que designaba al vino dulce nuevo que era altamente inebriante, y de la cual deriva nuestra conocida palabra “glucosa”.

Los últimos versículos del capítulo dos describen cómo era la vida de la naciente comunidad de creyentes en Jesús, con qué atención recibían la enseñanza de los apóstoles, cómo acudían diariamente al templo (aún no se había producido un rompimiento con la religión oficial judía), cómo se reunían para comer juntos todas las tardes y partían el pan (lo cual parece ser una alusión a la Santa Cena) y cómo compartían en común todas las cosas, en una forma espontánea de comunismo primitivo.

¿De qué vivían los hermanos, puesto que muchos de ellos habían abandonado sus ocupaciones? Los que tenían posesiones las vendían y se repartía el producto entre todos (Hch 2:45). Más adelante se precisa que “ninguno decía ser suyo propio lo que poseía” sino que lo vendían y traían el precio, y “lo ponían a los pies de los apóstoles”, que lo administraban según las necesidades de cada cual (Hch 4:32-35).

Uno de esos generosos fue un creyente llamado Ananías quien, de acuerdo con su mujer, vendió una propiedad, pero no trajo a Pedro el precio completo de la venta, sino que se reservó una parte. Pero Pedro, advertido por el Espíritu Santo del engaño, le increpó su falsedad y que pretendiera mentir al Espíritu Santo, esto es, a Dios (8). Ananías al instante cayó muerto como fulminado, y poco después a su mujer, que se acercó a Pedro sin saber lo acontecido a su marido, le sucedió lo mismo (Hch 5:1-11). Este un ejemplo temprano de consagración falsa a Dios, de querer aparentar una devoción hipócrita para jactarse ante los demás de su supuesta generosidad. ¿Cuántos seguidores han tenido Ananías y Safira en la historia de la iglesia?

Según su costumbre Pedro y Juan subían al templo todos los días a orar a la hora novena, esto es, a las tres de la tarde, la hora de la oración y de los sacrificios. Al entrar al templo por la puerta llamada la Hermosa, que daba al atrio de las mujeres, vieron a un paralítico que pedía limosna. En ese momento Pedro pronunció una frase que se ha hecho famosa: “Oro y plata no tengo, pero lo que tengo te doy. En el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda.” Alzado por Pedro, el paralítico enseguida lo hizo y comenzó a caminar y a saltar siguiendo a los apóstoles (Hch 3:1-8).

El milagro hecho en un mendigo conocido por todos hizo que el pueblo se agolpara en el Pórtico de Salomón, al interior del templo. Ahí Pedro pronunció su segundo discurso que registra el libro de Hechos, con un éxito semejante al primero. Esta vez Pedro reprochó al pueblo que en lugar de acoger al Santo enviado por Dios, hubieran matado al “autor de la vida”, a quien Dios ha resucitado de los muertos; y los instó a arrepentirse para que fuesen perdonados sus pecados. (Hch 3:19)

Era normal que los sacerdotes y sus partidarios, los saduceos, no apreciaran que los apóstoles anunciaran que Jesús había resucitado, en primer lugar, porque ellos habían conspirado contra su vida; y en segundo lugar, porque ellos no creían en la resurrección de los muertos (Mt 22:23). Llevados ante el Sanedrín, Pedro, que es el que siempre toma la palabra, “lleno del Espíritu Santo”, se dirigió a la asamblea sin temor alguno y les reprochó haber crucificado a Jesús (9), a quien su Padre había resucitado de los muertos, y en cuyo nombre el paralítico estaba ahora delante de ellos sano. Y concluyó proclamando que “no hay otro nombre bajo el cielo… en quien podemos ser salvos.” (Hch 4:12)

Como no podían encarcelarlos ese momento porque el pueblo estaba a su favor, las autoridades del Sanedrín los conminaron bajo amenazas que no siguieran enseñando en el nombre de Jesús. Poco contaban ellos con el fuego interno que animaba a Pedro y Juan, así como a los otros discípulos, el cual no les iba a permitir permanecer callados, porque no sólo no les hicieron caso, sino que continuaron predicando enfervorizados y haciendo milagros, de modo que hasta de las ciudades vecinas traían a los enfermos para que fueran sanados (Hch 5:12-16).

Disgustados por lo que estaba ocurriendo, los sacerdotes y los saduceos mandaron apresar a los apóstoles y los echaron a la cárcel, pero un ángel vino y los sacó de la prisión, y los animó a seguir anunciado las palabras de vida al pueblo (Hch 5.17-20). Convocado el Sanedrín al día siguiente para ver el asunto, cuando los alguaciles fueron a la cárcel a traer a los apóstoles se dieron con la sorpresa de que no estaban, a pesar de que todas las puertas estaban cerradas, de modo que cuando se enteraron las autoridades perplejas “dudaban en qué vendría a parar aquello.” (Hch 5:24).

Encima les informaron que los apóstoles, contraviniendo su orden expresa, estaban en el templo enseñando al pueblo. Entonces los volvieron a apresar y los trajeron nuevamente ante el concilio para echarles en cara: “¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre.” (Hch 5:28). Pero Pedro y los apóstoles sin miedo alguno respondieron: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” (v. 29) Esas palabras resuenan todavía en nuestros oídos porque fueron dirigidas también a nosotros y a los cristianos de todos los tiempos.

Los apóstoles volvieron a proclamar ante ellos el mensaje de salvación de Jesús, de tal manera que las autoridades enfurecidas querían matarlos. Entonces se levantó Gamaliel, doctor de la ley muy apreciado por el pueblo (10), y habiendo hecho sacar a los apóstoles, les recordó a sus colegas cómo en el pasado habían surgido líderes que habían atraído a muchos seguidores, pero que sus movimientos se habían desvanecido en poco tiempo. Y concluyó: “Si ésta es obra de hombres, se desvanecerá, pero si es de Dios, no la podréis destruir.” (Hch 5:38,39)

Como los demás convinieron con su consejo de soltar a los apóstoles para ver qué pasaba, los volvieron a llamar y “después de azotarlos, les intimaron que no hablasen en el nombre de Jesús, y los pusieron en libertad.” Los apóstoles salieron “gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre.” Y siguieron predicando igual en el templo y en las casas. (Hch 5:40-42).

Notas: 1. En realidad lo que debe haber ocurrido es que el cuerpo glorioso de Jesús se desvaneció ante sus ojos, así como se materializaba en sus apariciones. Su cuerpo ascendió, es decir, se fue hacia arriba, porque Jesús se adoptó a la concepción espacial que tenían los hombres de su tiempo, según la cual el cielo espiritual estaba en las alturas. De lo contrario no entenderían lo ocurrido.

2. El nombre del segundo hijo de Isaac en hebreo es Yaacov, (que quiere decir “el que coge el talón”, esto es, “el suplantador”) de donde viene “Jacobo” en español. En griego se escribía “Iacov”, de donde viene en español antiguo el nombre de “Iago”. Si a éste le anteponemos el prefijo “san” e intercalamos una “t” por razones de pronunciación, tenemos nuestro conocido nombre “Santiago”, que es más usual entre nosotros que Jacobo.

3. Esta es la primera vez que se usa esta palabra para designar a los creyentes en Jesús.

4. En dos ocasiones Jesús lo había designado para ocupar esa posición: Mt 16:13-18; Jn 21:15-19.

5. Su nombre es posiblemente una variante de Matatías, Matiyahu en hebreo (“don de Jehová”), que figura dos veces en la genealogía de Jesús que consigna Lucas (2:25,26).

6. Pesaj ( Pascua) -que se había fusionado con la fiesta de los panes sin levadura-, Shavuot (Pentecostés) o fiesta de las semanas, y Sucot, o fiesta de los tabernáculos.

7. Muchos interpretan la cifra de cinco mil que menciona el último versículo citado como la del número de hombres que se convirtieron ese día. Pero el sentido del texto hace pensar más bien que con los nuevos convertidos, la cifra total de creyentes llegó a esa cantidad.

8. Esta es una de las primeras declaraciones que afirman sin lugar a equívocos la divinidad del Espíritu Santo.

9. Ojo, no culpa a los romanos que llevaron a cabo la crucifixión, sino a los que la promovieron.

10. Pablo declarará más tarde haber sido discípulo de Gamaliel (Hch 22:3). Leyendas posteriores aseguran que luego se convirtió al cristianismo. Pero eso es altamente improbable porque Gamaliel fue el fundador de una dinastía famosa de rabinos.

NB. Este artículo, y los siguientes del mismo título, han sido inspirados por la lectura del interesante libro de Paul L. Meier, ”In the Fullness of Time”, de donde procede también parte de la información consignada.

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lunes, 12 de julio de 2010

¡CUÁN AMABLES SON TUS MORADAS! I

Por José Belaunde M.

Un Comentario del Salmo 84

Este es uno de los salmos más bellos de todo el Salterio, según la mayoría de los comentaristas. Es uno de los salmos compuestos “para los hijos de Coré”, que posiblemente era uno de los coros que cantaban en el templo. Algunos atribuyen su composición al rey David, sea por su estilo, o porque no figura el nombre de otro autor al inicio. El encabezamiento (“Al músico principal; sobre Gitit”) es idéntico al del salmo 8, que menciona el nombre de David, pero también al del salmo 81, que fue escrito por Asaf, de manera que ése no es un argumento conclusivo a favor de la autoría davídica. El autor bien pudiera ser un cantor o sacerdote. “Gitit” es un instrumento musical, posiblemente un arpa, o cítara de ocho cuerdas.
No se tiene idea de cómo pudo haber sido la melodía con que se cantaba en el templo, que naturalmente no ha llegado a nosotros. Pero el compositor alemán del siglo XIX, Johannes Brahms, compuso sobre este texto uno de los movimientos más bellos de su “Réquiem Alemán”, para solistas, coro y orquesta, refiriendo la palabra “moradas” a las moradas celestiales.


1. "¡Cuán amables son tus moradas, oh Señor de los ejércitos!" (Nota 1)
Este salmo expresa el deseo de un israelita piadoso, posiblemente un levita o sacerdote, de habitar en el templo, en la casa del Señor, o, por lo menos, de vivir lo más cerca posible para poder visitarlo con frecuencia. Recuérdese que los sacerdotes oficiaban en el templo por turnos de 15 días una vez al año, y que su número estaba dividido en 24 “cursos” anuales (1Cro 24:3-19). Terminado el tiempo de su servicio regresaban a la ciudad de residencia que les estaba asignada.

El salmista empieza pregonando lo amables que son las moradas del Señor, agradables, deleitosas. ¿Por qué lo serían? Porque en ellas se sentía la presencia del Señor, expresada en la solemnidad del culto y de los sacrificios, en la belleza de los cánticos de alabanza, y en el perfume del humo del incienso. (Nota 2)

2. “Anhela mi alma, y aun ardientemente desea los atrios del Señor; mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo.”
Los pensamientos expresados por este versículo están inspirados por un intenso amor al Señor. Mi anhelo y aun más que eso, mi ardiente deseo (la repetición refuerza el ansia), es estar en los atrios del templo del Señor, que los tenía varios en su recinto. Este amor que palpita en mí es tan fuerte que mi corazón (es decir, mi alma) y mi carne (es decir, mi cuerpo) cantan al unísono a Dios, que no es inmóvil como los ídolos que están muertos, sino que, en verdad, aunque sea invisible, se mueve y es real en nuestras vidas.

¿Puede el hombre amar a un ídolo inmóvil y que no habla? Difícilmente, pero sí puede amar a un Dios que está vivo y que habla silenciosamente al corazón.

De conformidad con la interpretación brahmsiana –que es la tradicional- podemos considerar que estos dos versículos iniciales expresan el deseo del alma de llegar al término de su carrera terrestre, y de entrar en las mansiones celestiales, cuya belleza no puede compararse con ninguna morada o templo acá abajo. Jesús dijo: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay.” (Jn 14:2), y que Él iba a prepararnos un lugar que sería nuestra morada definitiva.

3.
“Aun el gorrión halla casa, y la golondrina nido para sí, donde ponga sus polluelos, cerca de tus altares, oh Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío.”
El salmista siente una santa envidia por dos géneros de avecillas –el gorrión y la golondrina- que hacen su nido en los recovecos de la arquitectura del templo, no lejos del altar de los sacrificios. ¡Quién pudiera ser como ellos que viven constantemente tan cerca de ti, oh Señor, mi rey y mi Dios!

4. “Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán.”
¡Qué felices son esas criaturas que no siendo sino avecillas, que hoy están vivas, y que en poco tiempo estarán muertas; y que se venden en el mercado por unas cuantas monedas, pero que residen en tu casa! Los que tienen ese privilegio tienen sobradas razones para alabarte sin cesar. ¡Bien pueden considerarse, y ser llamados bienaventurados, porque lo son realmente!

Pero nosotros, que no tenemos un templo visible como tenían los antiguos israelitas en Jerusalén, sabemos que nuestro cuerpo es un templo del Espíritu Santo (1Cor 3:16) y que, por tanto, podemos entrar en todo momento en los atrios de su presencia dentro nuestro sin desplazarnos, para alabarlo sin cesar.

La palabra “bienaventurados” nos recuerda a personas como el anciano Simeón, que vivía tan cerca del templo de Jerusalén como para ir rápidamente, movido por el Espíritu Santo, a tomar al niño Jesús en sus brazos (Lc 2:25-27); o como la profetisa Ana, que “no se apartaba del templo, sirviendo de día y de noche con ayunos y oraciones.” (Lc 2:36,37).

5. “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos.”
El salmista prosigue llamando feliz al hombre que vive en la cercanía del Señor, esta vez por dos motivos nuevos y diferentes. El que tiene en Dios sus fuerzas es el que no se apoya en las propias, sino que descansa enteramente en las de Dios. Es bienaventurado porque Dios es omnipotente y sus fuerzas son inagotables e incontrastables. Pero lo es además, en segundo término, y con mayor motivo, si los caminos del Señor están grabados en su corazón indeleblemente, de modo que nunca se aparte ni se desvíe de ellos.

Todos hemos experimentado alguna vez, estando en una situación apremiante, cómo de una manera inesperada el Señor ha intervenido para ayudarnos, o para guiarnos a buen puerto. De ello hay abundantes promesas en la Biblia: “Entonces tus oídos oirán a tus espaldas palabra que diga: Este es el camino, andad por él.” (Is 30:21). O “En todas estas cosas somos más que vencedores, por medio de Aquel que nos amó.” (Rm 8:37).

Algunas versiones traducen: “En cuyo corazón están los caminos de peregrinaje,” lo que haría que este cántico fuera afín a los salmos llamados graduales o de las subidas (120 al 134), que entonaban los peregrinos que subían a Jerusalén para las fiestas.

6. “Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente, cuando la lluvia llena los estanques.”
De este versículo viene probablemente la expresión “valle de lágrimas” con que se designa a este mundo terreno donde existe tanta aflicción. Las lágrimas en cuestión son las que derrama el hombre o la mujer afligidos. En la visión del salmista es como si el valle estuviera inundado por su llanto. Pero gracias a la ayuda de Dios esa inundación se transforma en una fuente alimentada por la bendita lluvia del cielo que llena los estanques donde se almacena el agua que regará la tierra y que beberá la gente para calmar su sed.

Algunas versiones traducen: “atravesando el valle de Baca”, que habría sido un paraje desértico sumamente seco, y que es, por tanto, símbolo de las dificultades que uno puede encontrar en el camino de la vida o, como lo sugiere el versículo siguiente, en el trayecto hacia la montaña de Sión.

7. “Irán de poder en poder; verán a Dios en Sión.”
¿Quién es el sujeto de esta frase? Los hombres que tienen en Dios sus fuerzas, los que mediante su ayuda transforman el valle de lágrimas en uno donde crece una cosecha abundante de toda clase de frutos. Porque confían en Dios ellos verán cómo su poder aumenta de día en día y de victoria en victoria, hasta llegar a la cima del monte santo. (Nota 3)

En el monte Sión estaba ubicado el templo construido por Salomón como casa de Dios en la tierra, para que la gloria del Señor habitara en ella (1R 6). Los que ponen su esperanza en Dios podrán contemplar en el templo en el que sirven como sacerdotes o levitas, o al que se acercan como peregrinos para adorarlo, la manifestación de su gloria, que es como si lo vieran a Él mismo.

8.
"Señor Dios de los ejércitos, oye mi oración; escucha, oh Dios de Jacob.”
¿Por qué se le llama a Dios “Señor de los ejércitos”? En esa época eminentemente guerrera -en la que la principal ocupación de los pueblos, además de las labores agrícolas, consistía en hacerse mutuamente la guerra- los ejércitos concitaban una gran parte de la atención de la gente. El tamaño del ejército era una manifestación del poder del rey (Véase a ese respecto Pr 14:28).

Contar con ejércitos bien armados y poderosos, pero sobre todo, contar con la ayuda de Aquel que podía decidir el desenlace de las batallas, era una preocupación vital. Al dirigirse a Dios de esa manera el salmista le está diciendo que el ejército de Israel es suyo, y que suyas son las batallas que libra su pueblo.

Este versículo contiene la doble invocación de un hombre que pone su confianza totalmente en el Señor. La segunda invocación es dirigida al “Dios de Jacob”, al Dios del que fuera padre de las doce tribus del pueblo escogido, de quien descienden todos los miembros del pueblo que lleva el nombre que fue dado a su antepasado en Peniel (Gn 32:28-30).

Con frecuencia se usa en la Biblia la expresión “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, y a veces se le invoca solamente como el “Dios de Abraham”, o como el “Dios de Jacob”, pero nunca, que yo sepa, se le invoca sólo como el “Dios de Isaac”. ¿Cuál será el motivo? Creo yo porque en la historia del surgimiento del pueblo escogido, Isaac es un personaje menor, de transición; un personaje sin mayor brillo, que jugó un papel de puente entre Abraham, el padre de la fe, y su nieto Jacob, el progenitor de las doce tribus, y que no tuvo otro papel que ése, recibir las promesas y bendiciones hechas a su padre y transmitirlas al hijo que Dios había escogido, desechando al primogénito Esaú (Gn 27).

9. “Mira, oh Dios, escudo nuestro, y pon los ojos en el rostro de tu ungido.”
El salmista le pidió primero a Dios que oiga. Ahora le pide que mire y fije su mirada en el que clama. No sólo oye mi oración, le dice, sino mira además mis circunstancias para que comprendas cuál es mi situación –como si Dios no lo supiera y lo entendiera mejor que él.

La petición tiene un carácter bien preciso: Pon tus ojos en el rostro de tu ungido. ¿De qué ungido se trata? Podría ser el rey de Israel –el mismo David, si fue él quien compuso el salmo. Pero como el salmo fue escrito para “los hijos de Coré”, bien podría tratarse del sumo sacerdote, o también ¿por qué no? del Mesías esperado, que es el Ungido por antonomasia, que traducido al griego es “Cristo”.

Pero ¿por qué pide a Dios que ponga sus ojos en el rostro del que clama? En primer lugar, es una manera de decir: Fíjate en mí. Pero también porque la expresión del rostro delata el estado del alma, la aflicción de su espíritu. La expresión de nuestro rostro refleja nuestros sentimientos, nuestra angustia, nuestra pena, o nuestra alegría. Es como si dijera: Mira el estado en que me encuentro, mi aflicción, y socórreme.

Al dirigirse a Dios el salmista lo llama “escudo nuestro”. Esta expresión es también reflejo de la cultura guerrera de ese tiempo, que ya hemos mencionado. Dios es nuestro escudo contra los ataques del enemigo. San Pablo habla en Efesios del “escudo de la fe” que nos protege de los dardos encendidos del enemigo (Ef 6:16). Pero para el salmista Dios mismo es el escudo. Sea lo uno o lo otro, sabemos que nuestra protección viene de Dios. Estando en situaciones de peligro, es bueno mirarlo a Él como al escudo que nos guarda de toda clase de amenazas.

10.
“Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad.”
¿Podemos imaginar cuál sería el ambiente en los atrios del templo de Jerusalén en esos lejanos tiempos? ¿Qué atmósfera de piedad y de unción prevalecía? Ahí se sentía la presencia de Dios, la Shekiná, pues Dios lo había escogido como su casa. Por eso el salmista escribe que prefiere pasar un día en los atrios del templo que mil días gozando de toda clase de satisfacciones fuera de ellos. Si se tiene en cuenta, como ya hemos dicho, que los sacerdotes servían en el templo por turnos anuales de quince días, podemos imaginar cuánto ansiaban ellos que les llegara la oportunidad anual de ministrar en el templo y de vivir en las habitaciones reservadas para los sacerdotes. El salmista, que era él mismo probablemente sacerdote o levita, dice que prefiere estar a la puerta del templo, esto es, como portero o guardián (un oficio que era entonces muy apreciado), o incluso, estar fuera de su recinto bajo la lluvia o el sol inclemente, que estar con los malvados que prosperan, y participar en sus diversiones y deleites.

Pero nosotros podemos habitar en los atrios del Señor, esto es, en su presencia, todos los días sin restricción alguna, pues nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, según se dijo, y Él vive dentro de nosotros. Para gozar de su presencia sólo necesitamos retirarnos al interior de nuestra cámara secreta, de nuestro corazón, para tener intimidad con Él.

Y ciertamente para nosotros es mil veces preferible gozar de su compañía que la de los hombres, por muy atractiva que sea su conversación, o seductoras las comodidades que el mundo nos ofrece. ¡Oh, cómo debemos estimar la presencia del Señor en el interior de nuestra alma! Teniéndolo tan cerca ¿Cómo podemos vivir a diario tan lejos de Él? ¿Cómo despreciamos la compañía de Aquel a quien debemos todo, y que está esperando que le dirijamos tan sólo una mirada, una palabra? Se nos ha concedido un tesoro que no estimamos como debiéramos. ¿No es acaso la presencia de Dios en nosotros un adelanto del cielo?

11.
“Porque sol y escudo es el Señor Dios; gracia y gloria dará el Señor. No quitará el bien a los que andan en integridad.”
Dios es el sol en cuyos rayos nos calentamos apenas amanece y dirigimos nuestro pensamiento a Él. Es sol porque nos hace sentir el calor de su amor, y porque ilumina nuestra mente disipando las tinieblas de nuestra ignorancia y confusión. Y es escudo porque nos defiende y protege de los ataques del enemigo, que con sus dardos encendidos trata de perturbar nuestra fe y debilitar nuestra constancia, tentándonos con la duda.

Dios tiene reservada para nosotros una maravillosa recompensa si perseveramos en su amor, por encima de los halagos con que el mundo trata de desviarnos del recto camino.

La gracia es su favor, su benevolencia, con la cual Él derrama sus beneficios sobre nosotros; y la gloria es la exaltación con que premia a los que le son fieles hasta el final. Él revindica a los que le sirven y los defiende de sus acusadores.

La garantía más firme de que podemos contar con el favor de Dios es caminar en integridad. A los que lo hacen, Dios les promete que no les quitará el bien prometido. ¿Qué es la integridad? La integridad es más que honestidad, aunque la comprende. Abarca todos los actos, actitudes y palabras de la persona, e incluye la rectitud, la veracidad, la fidelidad, la santidad y la pureza. Sólo la persona íntegra es enteramente confiable.

12. “Señor de los ejércitos, dichoso (o bienaventurado) el hombre que en ti confía.”
¡Cuántas veces aparece en la Biblia esta frase! (Sal 34:8: Sal 2:12; Pr 16:20; Jr 17:7). Ella es la exclamación que profiere el hombre que ha experimentado los beneficios de la protección divina. ¿De qué depende el que podamos contar siempre con su protección? De que confiemos indesmayablemente en Él. La confianza en Dios es un aspecto de la fe y actúa como un seguro que nos cubre contra todo riesgo. Si confías en Él, lo tienes. Si no confías en Él, no lo tienes. La confianza es, por así decirlo, la moneda con que pagamos el derecho a su protección. ¿Quiere eso decir que a los que no confían en Él Dios los abandona a su suerte? No ciertamente, porque Él ama a todas sus criaturas, incluso a los que lo ignoran. Pero Él se ocupa de una manera preferente de los que ponen toda su confianza en Aquel que no defrauda a los que en Él confían, de los que voluntariamente “habitan al amparo del Altísimo y viven a la sombra del Omnipotente.” (Sal 91:1).

Notas: 1. La palabra hebrea que Reina Valera 60 y otras versiones traducen como “moradas”, es mishkán, tiene el sentido básico de residencia, y por eso se aplicó al santuario o “tabernáculo de reunión” construido por Moisés en el desierto (Ex 25:8,9), y más tarde al templo de Jerusalén, construido por Salomón. Por ese motivo la King James Version y la Vulgata la traducen como “tabernáculo”. Más tarde llegó a designar todo el gárea que rodeaba al templo.
2. Nótese que la solemnidad del culto litúrgico tiene un atractivo que toca el corazón de mucha gente.
3. Según algunos este salmo expresa los sentimientos del peregrino que acude a Jerusalén para asistir al festival de otoño, o de los tabernáculos, llamado Sucot en hebreo.

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INTEGRIDAD II

Por Josè Belaunde M.

En la charla pasada hablamos del primero de los componentes de la integridad, esto es, de la pureza de pensamiento y de acción, que forma parte de la santidad. Hoy vamos a hablar de otros dos componentes importantes de la integridad. Y comenzaremos por la honestidad, u honradez, en todos nuestros tratos con el prójimo. La honestidad se refiere sobre todo a los asuntos económicos, a los casos en que hay dinero o bienes materiales involucrados. ¡Y con cuánta facilidad pecamos cuando hay dinero de por medio! San Pablo dice con toda razón que el amor al dinero es “la raíz de todos los males.” (1Tm 6:10).

Sabemos instintivamente qué es la honestidad, pero vamos a tratar de definirla por referencia a sus contrarios. Y el primero de ellos es el robo, esto es, el apoderarse de lo que no es de uno, de lo ajeno. La honradez consiste, en primer lugar, en no tomar, o en no recibir, o en no obtener nada que no nos pertenezca legítimamente. En no coger nada que tenga dueño, incluso cuando el dueño no nos sea conocido.

Por ejemplo, la persona honrada que encuentre en algún lugar una billetera que se le ha perdido a su dueño, no tomará el dinero que contiene, sino que tratará de ubicar al propietario para entregársela intacta.

Otro contrario a la honestidad es el fraude. Es decir, el engañar a alguien en alguna operación, sea comercial o financiera, o en algún contrato, aprovechándose de su ignorancia o de su buena fe. La persona honesta no trata de obtener ninguna ventaja, o ninguna ganancia, mediante engaños, o silenciando alguna información que la otra parte no tiene.

Para tomar un ejemplo común, es muy frecuente que el vendedor de un automóvil usado oculte o disfrace los choques que tuvo el auto, o los desperfectos de sus partes mecánicas, para engañar al comprador sobre el estado real del vehículo. Incluso puede llegar a modificar el tacómetro para ocultar el uso que ha tenido el auto.

Pero el hombre honesto que vende un objeto cualquiera no ocultará al comprador potencial ningún aspecto negativo que tenga lo que está vendiendo, sino que lo revelará honestamente, para que la persona interesada pueda tomar una decisión basada en la verdad de lo que compra. Es decir, el vendedor honesto no tratará de engañar al comprador obteniendo alguna ventaja aprovechándose de algo que el comprador ignore. Eso es lo que hoy se llama transparencia, por usar una palabra de moda.

En la práctica, lamentablemente, sabemos cuán desconfiados hay que ser cuando compramos algún objeto usado, e incluso, cuando es nuevo.

Los bancos con frecuencia engañan a sus clientes cuando no les explican claramente el alcance de las cláusulas que están en letra pequeña en su contrato de préstamo, que es laborioso de leer y entender, y luego el prestatario se encuentra con que su deuda ha crecido más allá de lo que nunca hubiera imaginado. Esos son casos de fraude legal que no deberían permitirse.

La persona honesta, si es comerciante, no engañará en el peso, ni usará una balanza falsa. El libro de Proverbios dice al respecto: "Pesa falsa y medida falsa son abominación al Señor." (20:10). El comerciante honesto venderá su mercancía al precio justo sin tratar de obtener una ganancia excesiva, ni de especular con el precio, aprovechándose de la escasez ocasional del producto.

Pero lo deshonestidad va más lejos. Muchas de las prácticas comerciales en boga son la negación misma de la honestidad. Todo el que haya estudiado "marketing" sabe que con frecuencia, los precios no se fijan en función del costo de producción, sino dependiendo de cuál sea lo que se llama "el mercado objetivo", esto es, el público al cual se quiere llegar. El mismo producto, vendido masivamente y en un envase corriente al gran público, costará por decirlo 10 soles. Pero vendido en locales exclusivos y en un empaquetamiento de lujo a un público selecto, tendrá un precio de 100 soles, sin que la diferencia esté justificada por el valor del envase ni por el costo de la publicidad. Esa práctica comercial, admitida por el mercado, y enseñada en las universidades e institutos de mercadeo, es un fraude en perjuicio del comprador de lujo, aunque pudiera ser que a éste no le importe pagar más, por el prestigio que le otorga comprar un producto "de marca". Hay más bien quienes se ofender si se les propone comprar un producto barato. Eso está por debajo de ellos.

Si tiene algún litigio en los tribunales, la persona honesta no tratará de influir en los jueces a su favor mediante el soborno. La palabra de Dios condena tanto al que recibe un soborno como al que lo da (Dt 16:19). Y hoy día, que se ha implementado la conciliación previa al juicio, la persona honesta acudirá a la conciliación de buena fe, y con el propósito de llegar a un acuerdo justo y razonable con su adversario.

La honestidad es violada cuando el carpintero no fabrica el mueble que le han encargado usando la madera fina pactada, sino que utiliza una madera corriente que se apolilla fácilmente. O cuando el mecánico cambia las piezas buenas del auto que repara por otras malas, o cuando no usa repuestos legítimos, aunque cobre por ellos; o cuando no hace una reparación competente y exhaustiva, sino "así no más", para salir del paso. O, en otro campo, cuando el médico convence al paciente de que se someta a una operación que no es necesaria, sólo para cobrarle los honorarios. O cuando el abogado se arregla con la parte contraria para que su cliente pierda el juicio.

He aquí tantos casos en que la honestidad queda por los suelos, pero que son tan comunes en nuestro medio que ya no nos escandalizan.

Otro elemento esencial de la integridad es la veracidad en todas nuestras palabras. Conocemos el mandamiento del catecismo antiguo: "No levantar falsos testimonios ni mentir", pero nos reímos de él.

En la epístola a los Efesios Pablo escribió: "Por tanto, desechando la mentira, hablad verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros." (4:25).

¡Ah! ¡Con qué facilidad mentimos nosotros! Mentimos tan tranquilos como si tomáramos un vaso de agua, y ni siquiera nos inmutamos. Nos parece normal, tan normal que si alguno dice crudamente la verdad, desconfiamos, porque no estamos acostumbrados a ese lenguaje. Pero, en realidad, todo el que miente sabe que lo hace, pues tiene un instinto que le hace adherirse a la verdad aunque no lo quiera y que lo delata. Ese instinto se revela en las alteraciones involuntarias del potencial eléctrico de la persona que miente, que ni el oído ni el ojo humano detectan, pero que sí detecta el aparato llamado "polígrafo", o "detector de mentiras".

Ese aparato se usa en los tribunales de algunos países para constatar la veracidad o detectar la falsedad de las declaraciones de los testigos, pero en realidad acusa a todo el que miente, como si le dijera: Tú crees que nadie se da cuenta de tu mentira, pero tu propio estremecimiento interior te delata.

Es curioso que en el Perú no se use ese aparato. Será quizá porque si se usara se vería que casi todo el mundo miente en los tribunales. De hecho, por lo general casi todos los que acuden, o son llevados a los tribunales, creen que es su derecho mentir mientras puedan salirse con la suya.

Ese instinto de la verdad, que hace que el hombre se estremezca imperceptiblemente sin quererlo cuando miente, es un signo de la imagen de Dios que todo ser humano tiene en su interior y en la que está grabada la verdad como patrón o "standard". Ese instinto le hace repudiar inconcientemente toda mentira, y lo acusa de falsario cuando miente.

Recientemente ha aparecido otro método superior en sus resultados al polígrafo, y que consiste en filmar mediante cámara lenta (en verdad, super rápida) el rostro de la persona cuando es sometida a un interrogatorio. Cuando se pasa lentamente el film se puede observar que ante preguntas incómodas la cara del testigo se altera, o hace una mueca que el ojo no capta, pero el aparato sí. Se infiere que eso ocurre cuando el testigo miente y que el cambio instantáneo de expresión de su rostro lo delata.

Dios detesta la mentira porque es lo más contrario a su esencia, que es verdad pura. Jesús dijo de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida." (Jn 14:6). Y a Pilatos le dijo: "Yo he venido...para dar testimonio de la verdad." (Jn 18:37).

Dios detesta la mentira, "pero los sinceros alcanzan su favor", dice el libro de Proverbios (12:22). No sólo Dios la detesta. También el justo, dice Proverbios, "aborrece la palabra de mentira." (13:5).

El Espíritu Santo, dijo Jesús a sus apóstoles, los guiaría a toda la verdad, y Él mismo es llamado “Espíritu de Verdad” (Jn 16:13). ¿Comprendes ahora amigo lector por qué es tan importante que el cristiano sólo hable la verdad y se aferre a ella? El Dios a quien adora es la verdad en sí misma. No le rinde culto en su vida si miente, sino más bien, al hacerlo, le niega.

El diablo -esto es, el enemigo de Dios y de los hombres- dijo también Jesús, "es el padre de la mentira”, y “es mentiroso." (Jn 8:44). Él es quien nos incita a mentir. ¿Cómo puede pues el cristiano mentir sin sonrojarse de vergüenza si al hacerlo obedece al diablo? Y ¿qué confianza podemos tener en un hombre que miente? Si miente, puede también robar.

Nosotros vemos cómo en la vida pública la verdad es violada constantemente y la mentira es moneda corriente. Vemos a cada rato cómo mientes nuestros gobernantes, nuestros parlamentarios, nuestros jueces. Y, por ello, el pueblo desconfía. Pero mienten porque saben que el pueblo es fácilmente engañable. El pueblo mentiroso cae en su propia trampa.

Hay mucha verdad en este dicho de Proverbios: "Si el gobernante atiende a la palabra de mentira, todos sus colaboradores serán impíos." (29:12). El consejero honesto se aparta del gobernante que se rodea de hombres mentirosos que lo halagan, porque no será escuchado.

No nos engañemos. No hay mentira blanca ni inocente. A lo más, mentiras concientes y mentiras inconcientes. A veces mentimos para evitar un daño mayor, porque creemos que revelar la verdad puede hacer daño a la persona que la ignora. Pero si bien la prudencia nos aconseja ser discretos, siempre hay maneras, guiados por el Espíritu Santo, de no revelar la verdad plena a quienes no tienen derecho de conocerla, porque harían mal uso de ella. O a quienes, por su propio interés, no conviene revelarla. Y se puede hacer sin mentir propiamente.

Otra forma de mentira común, en la que caemos todos con frecuencia, es la exageración. La exageración, dijo un hombre sabio, es la mentira de las personas honestas. Pero si exageran, ya no son tan honestas, porque la exageración deforma la verdad, la distorsiona y, por ende, produce una impresión falsa de las cosas, que puede llevar a alguno a tomar decisiones equivocadas basado en una información que, sin ser mentira, no sea fiel reflejo de la verdad.

La exageración en el cristiano, aun dicha con la mejor intención del mundo, no da gloria a Dios. Muchas veces, al dar un testimonio, exageramos los hechos, sea por entusiasmo, o para causar un mayor impacto. Pero el Espíritu Santo se contrista cuando lo hacemos.

El que ama a Dios de veras, diremos para concluir, ama la verdad y se aleja de todo engaño, porque la mentira proviene del diablo, le da gusto al diablo y nos aleja de Dios, puesto que le ofende.

Y ahora que estamos en vísperas de elecciones ¿qué diremos de las decisión que vamos a tomar? ¿A quién daremos nuestro voto? Como cristianos tenemos la obligación de emitir un voto de conciencia, no llevados por las emociones o la simpatía. Se lo daremos al candidato que sea más fiel a la verdad, no sólo en sus palabras, sino también en sus hechos, en su vida; a aquel cuya vida sea un ejemplo, y de cuya honestidad no existan serias dudas.

Como dice Proverbios: "Como es su pensamiento en su corazón, así es él." (Pr 23:7). Tal como son los pensamientos de una persona, así es su carácter. Y su carácter se manifestará inevitablemente en sus actos y en las decisiones que tome. Todo gobernante imprime su carácter a su gestión. Su veracidad, su honradez, su sentido de justicia, su ponderación, o la ausencia de estas cualidades (virtudes, más propiamente) determinarán sus decisiones. Y las decisiones que tome determinarán la dirección que tome el distrito, o la provincia, o la región, o el país, según sea el caso, durante su mandato, si hacia arriba o hacia abajo.

Pidamos pues a Dios que nos ilumine al emitir nuestro voto para que sea conforme a su voluntad y no a la del enemigo que trata de influenciarnos con sus argumentos falaces. Recordemos que si bien la voluntad de Dios se cumple siempre a la larga, en el corto plazo el diablo se sale muchas veces con la suya.

PD. A veces se sostiene que es Dios quien coloca a los gobernantes. Es cierto, lo hace cuando quiere en algunos casos y entonces su voluntad es incontrastable. Pero en muchísimos otros, como en casi todos las circunstancias que rodean al hombre, el resultado de las elecciones es la suma de decisiones humanas. Así como el hombre peca y toma decisiones equivocadas, así también se equivoca muchas veces al votar, y las consecuencias de su error lo pueden perseguir durante años.

UNA LEY CONTRA LA OBSCENIDAD Y LA PORNOGRAFÍA

La Comisión de Justicia del Congreso ha aprobado un proyecto de ley –presentado por un conocido “broadcaster” y ex-alcalde de Lima- que condena a prisión no menor de dos años a los directores de los medios de comunicación que difundan material obsceno o pornográfico. Tanto el proyecto de ley como su autor han sido acerbamente criticados por los propios medios, así como por algunas autoridades connotadas, como constituyendo una amenaza para la libertad de prensa y de expresión.

Se afirma que ya existe legislación que penaliza poner material pornográfico al alcance de menores de edad. Pero es un hecho que esa ley no se está cumpliendo porque son varios los periódicos tabloides –incluso algunos de prestigio, y algún suplemento sabatino- que publican material decididamente pornográfico, y que por el solo hecho de que son comprados por hogares donde puede haber menores de edad, ponen inevitablemente al alcance de éstos el material incriminado. De otro lado, es ilusorio contar con el supuesto autocontrol que los medios deberían ejercer sobre sus contenidos, porque ese control no se está realizando.

Por ese motivo el proyecto de ley en cuestión –aun admitiendo que su redacción pueda contener algunas imprecisiones de lenguaje que deban ser mejoradas- viene a llenar un vacío en nuestra legislación que es conveniente cubrir, y que, hechas las correcciones necesarias, debe ser aprobado.

No se puede minimizar el daño moral que produce la pornografía, no sólo en los menores de edad, sino también en los adultos. La pornografía con mucha frecuencia se vuelve adictiva y engendra conductas peligrosas y antisociales. Está probado que todos los asesinos en serie condenados en las últimas décadas en los EEUU, eran adictos a la pornografía. Puede ser también causal de divorcios o de enfriamiento en las relaciones conyugales. Es necesario defender a nuestra sociedad del flagelo de la pornografía –que, por lo demás, es un sucio negocio que mueve miles de millones- y la legislación que lo haga debe ser promulgada y puesta en práctica. La pornografía no debe estar protegida por la libertad de prensa. Al contrario, en aras de la libertad, debe ser reprimida.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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INTEGRIDAD I

Por José Belaunde M.
Hoy vamos a hablar de uno de los aspectos más importantes de la vida no sólo cristiana, sino de la vida humana en general, y ése es la integridad. Y hoy, que estamos “ad portas” de un proceso electoral, comprender lo que es la integridad es más importante que nunca.

La palabra de Dios nos da a entender que Dios ama al íntegro de corazón, y habla de la integridad en numerosos pasajes (Sal 15:2; Pr 10:9; 19:1, etc.).

¿Qué cosa es la integridad? La integridad va más allá de la honestidad, aunque la honestidad sea uno de sus componentes. La integridad comprende un conjunto de cualidades morales que se complementan y se integran en un todo. Decimos que algo es íntegro, cuando es algo completo, algo a lo que no le falta nada.

La persona íntegra es la que tiene todos aquellos elementos de carácter -y subrayo la palabra "carácter"- que hacen que no haya contradicción entre lo que es en público y lo que es en privado; entre lo que dice y lo que hace, y que aseguran además que sea una persona confiable, de una sola cara.

Es aquí especialmente donde podemos apreciar la integridad de una persona: ¿Hace esa persona lo que dice y preconiza? Si la observamos en su intimidad ¿es tal cual se presenta ante los demás o en público? ¿O tiene un comportamiento que cambia según quiénes sean los que lo observan? La persona íntegra es de una sola pieza y se comporta siempre igual, sea quien sea el que tiene delante.

Hay otras preguntas reveladoras que se pueden hacer para apreciar la integridad de un hombre o de una mujer, preguntas que podríamos también plantearnos en primera persona, es decir, dirigidas a nosotros mismos, para evaluar cuán íntegros somos nosotros y así podernos juzgar con objetividad.

¿Cumple esa persona las promesas que hace, o tiende a olvidar lo que ha prometido? ¿Ofrece y luego se retracta? (Nota) ¿Asiste a las citas concertadas, o las olvida con frecuencia? ¿O llega tarde a ellas? La puntualidad es un elemento muy revelador de nuestro carácter. El que es impuntual tiende también a ser incumplido en sus compromisos y es, por tanto, poco confiable. El hombre íntegro es siempre confiable. Es decir, es alguien en quien se puede confiar.

¿Cambia con frecuencia las intenciones de su accionar? La persona íntegra sigue el rumbo fijado sin vacilaciones. No se comporta como una veleta. El apóstol Santiago escribe que "el hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos" (St 1:8).

¿Sabe esa persona guardar los secretos que se le confían, o los publica a los cuatro vientos? Ten cuidado a quién haces tus confidencias. No vaya a ser que te encuentres después con que todos conocen tus asuntos más íntimos.

¿Devuelve esa persona los objetos o los libros que se le prestan? ¿Los devuelvo yo? Dicen los cínicos que hay dos clases de tontos: los que prestan un libro y los que lo devuelven. Es bueno que pertenezcamos a la segunda clase de tontos y que devolvamos los libros prestados; aunque también sería bueno que seamos de la primera clase de tontos, no siendo egoístas, siempre y cuando nos fijemos bien a quién prestamos los libros que no queremos perder.

¿Da cuenta esa persona de las pequeñas sumas de dinero ajeno que le son confiadas? Buenos amigos, dice el dicho, hacen buenas cuentas.

He mencionado algunos signos exteriores que nos dicen mucho acerca de la integridad de una persona. Convendría que los tengamos en cuenta cuando tengamos que depositar nuestra confianza en alguien. Pero examinemos más de cerca los elementos de la integridad.

El primero y más importante es la santidad de vida. En la sociedad contemporánea no se da importancia a la santidad; más bien provoca a risa cuando se la menciona, porque vivimos en un mundo inmoral y amoral. La santidad está pasada de moda y se opone a la forma cómo vive la mayoría. Pero la palabra de Dios dice: "Como Aquel que os llamó es santo, sed vosotros también santos en toda vuestra manera de vivir; pues está escrito: Sed santos porque yo soy santo." (1P 1:15,16).

¿Quién es el que nos llamó, según se dice ahí? Dios es el que nos ha llamado a formar parte de su reino. Ese es un gran privilegio, inmerecido ciertamente por todos. Yo no sé si tú quieres formar parte de su reino. Pero si lo quieres, escucha bien lo que Dios te dice: "Si deseas ser uno de los míos, si quieres llamarte cristiano de verdad y no de palabra, sé santo porque yo soy santo. No puedes pertenecer a mi rebaño, si no vives santamente."

¡Oh, la santidad de Dios es algo tremendo! Al profeta Isaías en su juventud le fue dado contemplar en visión la santidad de Dios y, anonadado, exclamó: "¡Ay de mí, que soy muerto; porque siendo un hombre inmundo de labios y habitando en medio de un pueblo de labios inmundos, mis ojos han visto al Rey, al Señor de los Ejércitos!" (Is 6:5).

Es imposible ciertamente para el hombre alcanzar una santidad perfecta, pero todos debemos aspirar a ella. Y de cuánto nos acerquemos a ese ideal, depende nuestra recompensa futura.

Ahora bien, la santidad no es algo abstracto, etéreo, sino es algo muy concreto, específico. Se desarrolla en la vida diaria, en las actividades de todos los días. Y podemos analizarla bajo sus aspectos más esenciales. El primero de ellos es la pureza de pensamiento y de acción.

Guardar la pureza de pensamiento no es fácil, porque el pensamiento es veloz como un relámpago y esquivo. Si controlar la lengua es difícil, más difícil aún es controlar nuestra imaginación.

El filósofo francés, Blas Pascal, llamaba a la imaginación "la loca de la casa", porque corre de aquí para allá en un instante y casi no la podemos sujetar. En un instante y sin quererlo, imaginamos las cosas más terribles. ¿Por qué es así?

En primer lugar, la mente es un motor que nunca cesa, que está siempre en actividad. Y en segundo, nuestros pensamientos y nuestra imaginación están sujetos a toda clase de influencias interiores y exteriores que determinan su curso. Las influencias exteriores son las cosas que vemos: imágenes, espectáculos, lecturas, etc.; y las cosas que oímos (palabras, sugerencias, músicas) que impresionan nuestra sensibilidad y que dejan una huella en ella.

Las influencias interiores provienen de nuestros recuerdos, de nuestras heridas, de nuestros rencores, de nuestros deseos, de nuestras apetencias, de nuestras frustraciones, de nuestros afectos y de nuestras pasiones. Y todo ello influye en nuestra imaginación.

Jesús dijo: "Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mire a una mujer para codiciarla, ya cometió adulterio con ella en su corazón." (Mt 5:27,28).

Cometer un pecado de adulterio no es una empresa sencilla; es complicado, pues supone dar una serie de pasos, exponerse a ciertos riesgos y asumir sus consecuencias, quizá impensadas. Por eso hay muchas personas que se abstienen de cometer el adulterio que desearían, simplemente por prudencia, para no complicarse la vida. Hacen de su temor una virtud.

Pero pensar no cuesta nada; deleitarnos imaginando lo que está fuera de nuestro alcance, es gratis y sin peligros, al menos aparentes. Por eso es que tantas veces hemos pensado en cosas que nunca haríamos, aunque las deseamos, o que nos sería difícil llevar a cabo.

Sin embargo, los pensamientos inmorales que cultivamos en nuestra mente nos contaminan igual y manchan la pureza de nuestras almas, aunque no se manifiesten hacia afuera.

Aunque no se note exteriormente, la impureza de pensamientos es peligrosa y traicionera, porque los pensamientos llevan a la acción, tienden a convertirse en actos concretos. Si nos detenemos a pensar en una cosa con insistencia, esa cosa puede convertirse en una obsesión, que suscite un deseo irresistible que nos empuje a actuar. Y he aquí que, una vez cometidos, nuestros actos son irreversibles. Las consecuencias echan a andar y darán su fruto en nuestra vida. Como dice la Escritura: "Vuestros pecados os alcanzarán." (Nm 32:23).

Pablo escribió: "Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa queda fuera del cuerpo; mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo." (1 Cor 6:18).

Hoy día vivimos en la era de la libertad sexual. Todo es lícito. Hombre y mujer, y, a veces, personas del mismo sexo, se aparean sin el menor escrúpulo. El sexo se ha convertido en un juguete, en una fuente de recreación. Pero el apóstol dijo: el que fornica, y peor, el que adultera, contra su propio cuerpo peca. ¿Qué es lo que quiso decir?

Él mismo lo explica: "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en vosotros?" (1Cor 6:19) Si nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo ¿no debemos mantenerlo limpio? ¿Le brindaremos a Dios un santuario sucio, contaminado por impurezas? La inmoralidad sexual profana el templo de nuestro cuerpo.

Dios dio al ser humano una naturaleza sexual y creó la unión física para que hombre y mujer expresaran en la intimidad el amor mutuo que Dios puso en el corazón humano; y para que se manifestara a través de los esposos su poder creador. El acto sexual es santo cuando es practicado en el matrimonio, como dice la Escritura en otro lugar: "Honroso sea el matrimonio y el lecho sin mancilla" (Hb 13:4) Pero es inmundo fuera de él.

Dios creó el sexo para deleite de los que se unen en matrimonio casto, pero para maldición de los que hacen uso de él fuera del matrimonio. Los que lo hacen creen que gozan, pero ¿por cuánto tiempo?

Podríamos hablar durante horas de las consecuencias nocivas de la inmoralidad sexual en la vida de las personas. Los hombres no las ven, aunque las sufren, porque están ciegos, engañados. Sufren como la bestia que no sabe quién la golpea. Pero muchas de sus desdichas vienen por haberse entregado a la lascivia.

El libro de Proverbios nos advierte: "No des a los extraños tu honor y el vigor de tus años al cruel. No sea que extraños se sacien de tus bienes y el fruto de tus trabajos vaya a parar a casa del extraño, y gimas al final cuando tu carne y tu cuerpo se hayan consumido." (6:9-11).

Pérdidas económicas, ruina, angustias, remordimientos, enfermedades del cuerpo, decisiones equivocadas, vidas descarriadas, tragedias humanas, infidelidades, rompimientos, separaciones, divorcios, depresiones, suicidios. He ahí algunas de las consecuencias de la inmoralidad sexual en la vida diaria de los individuos.

Mucha gente sufre de estas cosas pero no saben de dónde provienen, tienen la memoria corta, no hacen la conexión; ignoran que ellos mismos las originaron con sus actos inmorales.

Pero las consecuencias de este pecado no se detienen ahí, en el sufrimiento. Van más lejos. La sensualidad corrompe el carácter del hombre y abre la puerta de su alma a toda clase de influencias perniciosas. Es muy difícil que el que se entrega a la lujuria sea honesto. El que es inmoral en los asuntos del sexo tenderá a serlo también en lo tocante al dinero. El que es corrupto en esos aspectos de su vida, lo será en todos, porque el hombre está hecho de una sola pieza y no hay compartimentos estancos en su alma.

El inmoral en su vida privada lo es también en su vida pública. Si se introduce en el huerto ajeno, meterá también la mano en el bolsillo ajeno. Si no resiste al encanto de unos ojos seductores, tampoco resistirá al atractivo de un fajo de billetes. El que vende su conciencia no tiene reparos para cometer otras bajezas porque, como suele decirse, todo tiene su precio.

He aquí la cara opuesta a la integridad. La he expuesto en algo de su crudeza para que apreciemos cuánto vale la santidad de alma y cuerpo, y cuáles son los frutos de su ausencia.

Si en nuestro país sufrimos las consecuencias de la corrupción del gobierno, de la administración pública y de los tribunales, es bueno que sepamos que esa corrupción tiene su origen en la vida inmoral, corrupta de sus ciudadanos. Si nosotros somos así, corruptos en nuestras vidas personales, estamos viviendo en el país que merecemos y no podemos quejarnos.

En pocos meses vamos a elegir a nuevos alcaldes y presidentes regionales, y dentro de un año, a un nuevo presidente. Es importante que estudiemos el carácter de los que se disputan nuestro voto. Porque el que no es íntegro en su vida privada, tampoco lo será en la pública. La integridad de las personas en autoridad, esto es, su carácter, es mucho más importante para el país que su simpatía, que su labia, que su programa económico, y hasta que sus alianzas políticas.

Pascal decía que el carácter de una persona decide su destino. Parecidamente podemos decir que el carácter de un gobernante marca el destino de su nación. Aunque ciertamente hay muchos factores que influyen, podemos decir que el carácter de las autoridades que lo gobiernan hacen el destino del país. Cómo le fue al Perú en los últimos quinquenios fue fiel reflejo del carácter de sus presidentes. Cómo le vaya a nuestros distritos, a nuestras provincias, a nuestras regiones, en los próximos años, será fiel reflejo del carácter de las autoridades que elijamos. ¿De qué depende pues la calidad de vida de nuestro país en el futuro próximo? En gran medida del carácter de los candidatos que salgan vencedores. Me temo que la mayoría de los que votan no ha pensado en ello.

Postdata: Aquí podemos hacernos una pregunta: ¿Le confiaríamos a ciegas nuestro dinero a tal o cual candidato? Y si no se lo podemos confiar, ¿podemos confiarle nuestro país?

Nota: Es muy malo cuando los padres incumplen las promesas que hacen a sus hijos, porque les enseñan con su ejemplo a ser incumplidos. Si se vieran obligados, por razones de fuerza mayor, a dejar de cumplir lo prometido, deben explicárselos claramente y ofrecerles alguna compensación, para que no guarden resentimiento o no piensen mal de sus padres. Con tanto mayor motivo hay que pensar bien antes de prometer algo, y no hacerlo locamente.

NB. El presente artículo y el segundo del mismo título fueron publicados el año 2001, en víspera de las elecciones presidenciales. Los he revisado y adaptado ligeramente a las actuales circunstancias.

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EL TEMOR DE DIOS II

Por José Belaunde M.
Un Comentario del Salmo 34:11-14
Este artículo, y el anterior del mismo título, están basados en la trascripción de una charla dada hace más de veinte años en un grupo de oración carismático, lo que explica el estilo libre e improvisado.
Volvamos al salmo 34: “Venid hijos, oídme, el temor del Señor os enseñaré” (vers. 11) Aquí se enseña lo que es el temor de Dios. Dios va a usar como estrategia pedagógica el método conocido del palo y la zanahoria. La zanahoria que se pone delante del burro para que camine queriendo comérsela, y el palo con que se le pega para azuzarlo cuando se queda parado. Dios obra de manera semejante con el hombre. Él no usa solamente el castigo, del que hemos hablado bastante, sino que le ofrece algo nuevo y bueno: “¿Quién es el hombre que desea vida, que desea muchos días para ver el bien?” (v. 12) Le ofrece una recompensa, ya no el castigo como consecuencia de la desobediencia, sino un premio como consecuencia de su obediencia.
¿Quién no quiere larga vida? El hombre no quiere larga vida para sufrir, sino para ver el bien y ser feliz. ¿Qué debe hacer para ello? “Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño”. (v. 13) Guarda tu lengua del mal, esto es, de insultos, de chismes, de ofensas. Efesios 4:29 lo corrobora: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.” Si no hemos de dar gracia a los que nos escuchan, mejor es que no hablemos. Pero, como dice Santiago, ¡cuántas veces pecamos con nuestra lengua! (St 3) Por eso el salmo nos exhorta: “Guarda tu lengua del mal”. Es decir, nada de chismes, de calumnias, de pleitos, de seducciones, de fraude; sino sólo palabras buenas. Más adelante la misma epístola advierte: Griteríos y maledicencias no se oiga entre vosotros, “antes bien sed benignos unos con otros, misericordiosos; perdonándonos unos a otros…” (Ef 4:31,32) Eso es lo que Dios espera de nosotros.
El salmo sigue diciendo: “Apártate del mal, y haz el bien” (v. 14ª). Está enseñando acerca del temor de Dios. ¿En qué consiste el temor de Dios? En apartarse del mal y hacer el bien. En muchos lugares de las Escrituras se exhorta al hombre a apartarse del mal, de todo aquello que Dios prohíbe, de todo pecado. Con ese fin se dieron los mandamientos en el Sinaí que guardan al hombre de cometer los delitos más graves, como matar, robar, mentir, etc.
Pero este salmo no es el único lugar en que se dice que el temor de Dios es apartarse del mal. Vamos a Proverbios 8:13: “El temor de Dios es aborrecer el mal”. No sólo apartarse del mal, sino aborrecerlo, ni siquiera mirarlo. En la vida práctica el temor de Dios se manifiesta en el aborrecimiento del mal. No solamente del mal en actos concretos, sino también en los sentimientos, como la soberbia, o la arrogancia, o el mal camino o la boca perversa.
Más adelante Pr 16:6b nos da la fórmula para hacer que los hombres eviten el mal: “Con el temor de Dios los hombres se apartan del mal.” ¿Porqué se apartan del mal? Por miedo al castigo. Esa es una de las funciones del temor de Dios: hacer que los hombres se alejen del mal porque temen las consecuencias. De allí podemos deducir: El temor de Dios es igual al temor al castigo que viene de parte de Dios, aunque opere mediante medios naturales.
Pero no todo es advertencia negativa en el temor de Dios, sino que se trata de una cualidad que atrae el favor de Dios, tal como dice el Salmo 147:11ª: "El Señor se complace en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia." Temer a Dios lleva de una manera natural a esperar en su misericordia. Es decir, así como está ligado a la fe y al amor, el temor de Dios está también ligado a la esperanza. Si yo no tengo mérito alguno de qué jactarme, sí puedo poner mi esperanza en un Dios que es no sólo severo en sus juicios, sino que también es misericordioso. Este es un tema que, como veremos luego, desarrolla el Nuevo Testamento.
El temor de Dios, según anunció el profeta Isaías, es una de las cualidades que adornarían al Ungido, a la vara que brotaría del tronco de Isaí: “Y reposará sobre Él el Espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor del Señor.” (Is 11:2).
Ahí el temor de Dios está unido al conocimiento, pues el Mesías tendría una mente penetrante que miraría más allá de las apariencias, como lo demostró Jesús más de una vez. Dice que el Espíritu del Señor que reposaría sobre Él lo haría diligente en el temor de Dios. ¿Con qué fin? Para que juzgara no “según la vista de sus ojos, ni …por lo que oigan sus oídos, sino… con justicia a los pobres…y con equidad a los mansos de la tierra.” (Is 11:3) ¿A cuántas buenas cosas no puede llevar el temor de Dios?
El temor de Dios es además fuente de larga vida, según Proverbios 10:27: “El temor de Dios aumentará los días”, porque aleja de la vida licenciosa que agota el cuerpo. Si quieres pues tener larga vida, teme a Dios. Lo contrario también es cierto, pues “los años de los impíos –que no temen a Dios- serán acortados”. ¿Por qué motivo? Porque la misma vida que llevan, su arrogancia, su búsqueda insaciable de dinero y de placer, los expone a muchos peligros; y porque su desconsideración con los demás, atrae el odio de la gente. ¿No lo estamos viendo patentemente en un caso policial vigente?
Más adelante Pr 14:27 nos dice que “el temor de Dios es manantial de vida para apartarse de los lazos de la muerte.” Los lazos de la muerte son muchísimos, pero el primero de ellos es la enfermedad, que es una de las consecuencias del pecado, y es, como sabemos bien por experiencia, embajadora de la muerte. Por eso decimos en el habla común, que alguno padece de una “enfermedad mortal” cuando no hay esperanza de curación. Pero no todas las enfermedades son ahora mortales, porque los avances de la medicina, que Dios ha permitido, han encontrado cura para muchas de ellas. Sin embargo, las antiguas enfermedades mortales que antes hacían estragos, han sido reemplazadas por dolencias nuevas, antes desconocidas, que acortan la vida. Pero de todas ellas puede librarnos el temor de Dios, que por eso es “manantial de vida”.
Proverbios dice además: “Riquezas, honra y vida son la remuneración de la humildad y del temor de Dios.” (Pr 22:4) ¿Quién no quiere tener esas tres cosas? Aunque no toda riqueza es material, pues Pablo aconseja ser “rico en buenas obras” (1Tm 6:18), todos deseamos –y debemos- gozar de buen nombre para que el Evangelio no sea vituperado por nuestra causa, y para satisfacción de nuestros hijos.
Este proverbio menciona al temor de Dios junto con la humildad, porque ambos van juntos por necesidad. ¿Podríamos imaginarnos a una persona que sea a la vez temerosa de Dios y arrogante? Difícilmente, porque el temor de Dios nos vuelve humildes.
El libro de Proverbios dice tantas cosas acerca del temor de Dios que podríamos dedicar todo un artículo al tema. Pero volvamos al Salmo 34 donde dice: “Haz el bien”. No solamente huye del mal, sino positivamente, haz el bien, todo el bien que puedas, porque cosecharás tu recompensa. ¿Qué cosas buenas podemos hacer? La ayuda, la generosidad, el consolar, el confortar, visitar enfermos, todo lo que menciona Jesús en Mateo 25: “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recogisteis…” etc. (v. 35). Todo eso es hacer el bien.
Pablo tiene también mucho que decir al respecto: “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra.” Luego dice algo que no solemos poner en práctica: “No debáis nada a nadie sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo ha cumplido la ley.” (Rm 13:7,8) Entonces, haz el bien. Deja que el temor de Dios te impulse a hacer todo el bien que puedas. Pero también no incurras en deudas, salvo en casos de urgencia, o para adquirir una vivienda propia.
Del impío dice la Escritura que “no hay temor de Dios delante de sus ojos” (Sal 36:1) ¿Por qué actúa de esa manera? ¿Por qué es un criminal? ¿Por qué se ensaña cruelmente con sus semejantes? Porque no tiene temor de Dios. Si tuviera temor de Dios no actuaría así. El temor de Dios retiene a las personas de hacer el mal. Su ausencia es una característica de los malvados.
El Salmo continúa diciendo: “Busca la paz, y síguela.” (v. 14b). Sigue todo aquello que conduce a la paz y sé tú mismo un pacificador, para que seas uno de esos bienaventurados que son “llamados hijos de Dios.” (Mt 5:9).
Pablo nos ha dado una fórmula práctica perfecta acerca de la paz en la vida diaria: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres.” (Rm 12:18). A veces no es posible estar en paz con todo el mundo, porque algunos pueden tenernos una antipatía irreconciliable, con frecuencia fruto de la envidia; o quizá nuestra propia fe nos pone en conflicto con personas que odian la cruz de Cristo. Pero en cuanto dependa de nosotros, debemos procurar estar en paz con todos, como lo promete Proverbios al que busca agradar a Dios: “Cuando los caminos del hombre son agradables al Señor, aun a sus enemigos hace estar en paz con él.” (Pr 16:7).
Algunos creen que el temor de Dios es un concepto exclusivo del Antiguo Testamento. Pero también el Nuevo Testamento habla de él, comenzando con Jesús, que nos dice que no debemos temer “a los que matan el cuerpo”, sino que debemos temer “a Aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno.” (Lc 12:4,5). Algunos creen que Jesús se está refiriendo ahí al diablo. Pero el diablo no puede echar al infierno a nadie; sólo Dios puede hacerlo; sólo Él puede condenarnos. Con mayor motivo debemos temer ofenderlo.
Nótese que en ese pasaje que hemos citado Jesús anuncia implícitamente a sus discípulos que serán perseguidos, y que algunos, incluso, perderán la vida por su causa. Pero que aun, si así sucediere, estarían siempre en las manos de su Padre porque, como se dice en el evangelio de Juan, nadie podrá arrebatarlas de su mano (Jn 10:28).
Más adelante, en los primeros tiempos de la predicación del Evangelio, las iglesias eran fortalecidas por el Espíritu Santo porque “andaban en el temor del Señor.” (Hch 9:31). (Nota) Pablo aconseja a los fieles de Corinto perfeccionar “la santidad en el temor de Dios.” (2Cor 7:1). Y a todos los creyentes los insta a someterse “unos a otros en el temor de Dios.” (Ef 5:21). A los creyentes de Filipos les aconseja: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor.” (Flp 2:12).
Ahora bien, algunos pueden decir: ¡Temor! ¡No! El temor es muy feo. Siendo Él un Dios bueno, ¿cómo puede pedirle al hombre que le tema? No, el temor de Dios en la Biblia quiere decir respeto. También es respeto, pero temor significa en primer lugar temor. Pero Juan dice otra cosa, alegan algunos. No. Juan dice lo mismo.
Hay quienes contraponen lo que yo sostengo con lo que Juan dice en su primera epístola. Pero no es así. Juan confirma lo que estoy diciendo, si leemos con los ojos abiertos.
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo.” (1Jn 4:18) Es decir, el que teme, teme el castigo. “De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.” Juan yuxtapone el amor al temor. Lo que él dice es que cuando el amor es perfecto ya no hay temor. Ya no se obra por temor sino por amor. Ya no se obra por temor al castigo, sino se obra porque se ama. Jesús lo dijo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra.” (Jn 14:23) ¿Por qué la guarda? Por amor. No dice: “Si alguno me teme, guardará mi palabra”, sino “si alguno me ama”. O sea que el amor sustituye al temor cuando el amor es profundo, cuando el amor ha sido perfeccionado.
Entonces, ¿qué es lo que impulsa a los creyentes a la obediencia? Obedecen porque quieren agradar a Dios; porque su alegría, su gozo, consiste en agradarlo, así como el niño hace ciertas cosas porque quiere agradar a su padre. Ya no las hace por temor al látigo, sino porque quiere agradarle, porque quiere que su padre esté contento con él. Igual actuamos nosotros cuando el amor ha sido perfeccionado.
El temor de Dios –dijimos al inicio- es el principio, o comienzo, de la sabiduría. Por ahí empieza el aprendizaje de la obediencia. Pero cuando el amor ha sido perfeccionado, el temor ya cumplió su misión, ya hizo su papel. Por eso el amor de Dios es la culminación de la sabiduría que comenzó por el temor. No hay conflicto. Al contrario. Lo uno completa lo otro. El amor completa, perfecciona, el temor. Se comienza temiendo y se termina amando.
¿Quién puede decir que su amor sea perfecto? En el camino a veces obedecemos impulsados por el temor; otras veces obedecemos impulsados por el amor. Ésa es la realidad. No podemos dejar de lado el temor, porque somos testarudos. Yo no tengo solamente temor de Dios. Yo tengo pánico; pánico de lo que Dios pueda hacer si le desobedezco, porque Él me ha dado tanto, que si yo le fuera infiel en tan solo una cosa pequeñita, me caería con todo. Eso no es algo que me apena, sino que al contrario, me alegra, y yo le agradezco que me cuide así y me conduzca con una rienda corta. Es una muestra de amor.
Nuestro progreso, nuestro avance, en los caminos del Señor se manifiesta en cómo el amor, como motivación de nuestros actos, sustituye poco a poco al temor.
Así que agárrate de las dos cosas: agárrate del temor y agárrate del amor, y que las dos cosas te guarden. Amén
Nota: Recuérdese a ese respecto el episodio de Ananías y Safira en Hch 5:1-11, en especial el vers. 11, donde se dice que, como consecuencia de la muerte de ambos esposos que habían mentido al Espíritu Santo, vino gran temor de Dios sobre toda la iglesia.
Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare y que sea tan necesaria. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) ¿De qué le serviría tener todo el éxito que desea si al final se condena? Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:
“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, lava mis pecados con tu sangre; entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”
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