martes, 22 de junio de 2010

EL TEMOR DE DIOS I

Por José Belaunde M.

Un Comentario del Salmo 34:11-14

Con mucha frecuencia se tergiversa la noción del temor de Dios porque se tiene temor de la palabra temor. Pero el temor de Dios es temor de Dios. Nada menos.

Vayamos a los versículos 11-14 donde se dice: “Venid, hijos, oídme; el temor del Señor os enseñaré. ¿Quién es el hombre que desea vida, que desea muchos días para ver el bien? Guarda tu lengua del mal, y tus labios de hablar engaño. Apártate del mal, y haz el bien; busca la paz, y síguela.”

Aquí vemos a un padre que habla a sus hijos, como un maestro habla a sus discípulos, para enseñarles acerca del temor de Dios, porque es algo muy importante. Pero ¿qué cosa es el temor de Dios? El temor es ante todo temor, como he dicho. Esa palabra quiere decir lo que quiere decir. Puede significar también, y en ocasiones se entiende de esa manera, como respeto, reverencia, o también como asombro, espanto, ante la grandeza de Dios, ante los juicios de Dios.

En un escrito anterior yo describía al temor de Dios como una mezcla de espanto ante su majestad, de reverencia ante su santidad, de humildad ante su omnipotencia y de amor ante su bondad.

Pero el temor de Dios ante todo es temor a las consecuencias de pecar contra Dios, temor al castigo. Temor de la ira de Dios, temor de su justicia. Si nosotros revisamos el Antiguo Testamento, podemos ver efectivamente que cada vez que se habla del temor de Dios se habla de eso. Y es natural que sea así, pues Dios emplea con su pueblo una pedagogía adaptada a la vida y a la psicología humana.

Un ejemplo claro es la teofanía divina en el monte Sinaí cuando, después de haber comunicado Dios al pueblo hebreo los diez mandamientos del Decálogo a través de Moisés, el monte humea en medio de relámpagos y el pueblo se pone a temblar de pavor. Para tranquilizarlos Moisés les dice: “No temáis; porque para probaros vino Dios, y para que su temor esté delante de vosotros, para que no pequéis.” (Ex 20:20).

¡Qué interesante! Dios les muestra todo su terrible poder para que lo conozcan, no de oídas sino en vivo y en directo, un poder que descargarse sobre ellos con toda la fuerza, si es que se rebelan contra Él. Y luego les dice: “No temáis.” Es decir, no corréis ningún peligro ahora. Esto que veis es una solemne advertencia para que el temor de Dios os guarde de pecar. En el pasaje paralelo de Dt 5:29, después de que el pueblo se compromete a acatar todo lo que Dios les pide, Dios añade estas palabras: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y que guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!” Al que obedece a Dios le va bien en la vida, pero al que no…¡que espere a ver qué le sucede!

En ambos pasajes aparece una noción básica de la pedagogía divina: El temor de Dios tiene por finalidad apartar al hombre del pecado. Eso se ve desde el Génesis, en el pasaje donde Abimelec reprocha a Abraham que le haya ocultado que Sara es su mujer y él, sin saberlo, casi la hace suya. Abraham, a manera de excusa, le responde: “Porque dije para mí: Ciertamente no hay temor de Dios en este lugar, y me matarán por causa de mi mujer.” (Gn 20:11). Teniendo temor de Dios, piensa él, no me matarán, pero si no lo tienen, estoy muerto.

Nosotros sabemos que los hijos tienen temor de sus padres. ¿Por qué les temen? Tienen por lo menos temor al padre, quizás no tanto de la madre, pero sí y mucho, del padre, porque si el niño se porta mal, su mamá le dice: Le voy a decir a tu papá. Y el niño se muere de miedo de lo que puede pasarle, porque si su padre se entera, se pone bravo y lo castiga.

Ése es el modelo que usa Dios para hacernos entender en qué consiste el temor de Dios, esto es, la conciencia de que Él puede castigar a sus hijos, a sus criaturas, si le desobedecen, o hacen algo contrario a la justicia (Lv 25:35,36).

¿Quién no tiene la experiencia en su vida personal de haber hecho algo malo y haber sufrido las consecuencias? Esas cosas no ocurren de casualidad. Nosotros no vemos las causas de los acontecimientos, no vemos los resortes que hay detrás; pero ciertamente detrás de todas las cosas malas que ocurren a las personas o a la sociedad, hay quienes han hecho algo que ha generado una cadena negativa de causas y efectos detrás de los cuales está la mano de Dios que disciplina.

Esto lo vemos no sólo en la vida ordinaria de la gente sino también en los acontecimientos del mundo. El terrible derrame de petróleo en el Golfo de México que está causando tanto daño, ocurrió porque la compañía operadora concientemente descuidó tomar las precauciones necesarias, a pesar de que había sido advertida del peligro. ¿Es Dios ajeno a ello? No lo creo. Dios nos está advirtiendo que su paciencia se acaba.

El capitulo 3 del Génesis narra cómo Dios castigó severamente a Adán y Eva porque desobedecieron. Vamos a ver hasta qué punto fue grave el castigo que ellos sufrieron. Dios les había dado orden de que no comiesen del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 2:17). Pero viene la serpiente, tienta a Eva, y Eva se deja seducir y come. Luego come Adán. Pero en lugar de sentir ellos lo que la serpiente les había prometido, que iban a tener un conocimiento superior (¡Cómo tienta a los hombres el conocimiento!), que sus ojos serían abiertos, y que serían como Dios, ¿qué dice el Génesis?. La experiencia que tuvieron fue muy distinta de lo que esperaban: “Y oyeron la voz de Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia del Señor entre los árboles del huerto.” (Gn 3:8)

Ahí aparece por primera vez el temor de Dios en la historia de la humanidad. ¿Por qué tuvieron temor de Dios en ese momento? Porque eran concientes de que habían desobedecido. Su sentimiento de culpa hizo que temieran. Hasta ese momento ellos se paseaban felices por el parque, comían a su gusto y hablaban con Dios. Estaban contentos en su presencia. Pero apenas pecaron tuvieron temor de Él.

Fíjense en el vers. 9: “Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí. Y Dios le dijo: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo?” Hasta ahora habían estado siempre desnudos sin ser concientes de estarlo, ni sentir vergüenza. Pero ¿qué les hizo tener conciencia de que estaban? “¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comer?” inquirió Dios que lo sabe todo. Entonces Adán, cobarde que es, le contesta: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”.

Repitamos. ¿Por qué se dieron cuenta de que estaban desnudos? ¿Qué había pasado? Se les habían abierto efectivamente los ojos como les había prometido la serpiente. Lo que les había dicho la serpiente era cierto. Tendrían conocimiento del bien y del mal. Pero no el conocimiento según Dios, inocente; sino el conocimiento según Satanás, con malicia, porque el conocimiento del bien no nos hace sentir vergüenza; pero el conocimiento del mal, sí. Los niños sienten vergüenza instintivamente cuando piensan algo malo. Los adultos, por muy endurecidos que estén, también.

Más allá del sentido literal del estar desnudos, hay un sentido más profundo en esa condición. Hay un pasaje en el Nuevo Testamento que nos hace pensar que ellos quedaron desnudos de la gloria de Dios. Estando en paz con Dios, y estando el Espíritu de Dios en ellos, ellos antes de pecar tenían posiblemente cuerpos gloriosos como serán los nuestros cuando resucitemos. Al verse ellos despojados de esa gloria que antes tenían, y al contemplar su nueva apariencia como cuerpos mortales, se sintieron desnudos y se tornaron concientes de las consecuencias de su desobediencia, y tuvieron miedo.

Pero Dios no les dice para tranquilizarlos: “No hijitos míos, no tengan miedo, no se preocupen, yo los quiero mucho, no es tan grave la cosa.” No, nada de palabras consoladoras. ¿Qué es lo que les dice? A la serpiente la maldice de modo que en adelante se desplazará arrastrándose por tierra. Y a la mujer le dice: “Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti.” (vers. 16) Tener hijos, que debía ser para la mujer una experiencia gozosa, se convertirá para ella en una experiencia penosa, por las incomodidades del embarazo, y porque daría a luz en medio de grandes dolores, que ningún hombre, creo yo, seria capaz de soportar.

Pero además, esas palabras contienen una maldición que establece las condiciones bajo las cuales la mujer se va a relacionar en adelante con el hombre, no una relación de igualdad y compañerismo, como al comienzo sino una relación de sometimiento que, dicho sea de paso, el cristianismo ha aliviado en parte, pero que en la antigüedad pagana y todavía en algunas partes del mundo no alcanzadas por el Evangelio, llega a extremos increíbles.

Pero al hombre no le dice: “Tú vas a mandar sobre tu mujer”, como sería la contraparte, sino le dice: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol del que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida.” (vers. 17) No lo maldice a él sino maldice a la tierra que le da de comer, y con ella maldice a su trabajo. Es decir, esta tierra que yo te había dado para que la cultives, y que antes te daba frutos en abundancia, en adelante será avara en su rendimiento. Tendrás que arrancarle con dolor tu alimento. La mujer parirá con dolor. El hombre cosechará penosamente.

Y prosigue diciendo: “Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.” (vers. 18,19) Esta ultima frase nos recuerda la manera cómo Dios creó al hombre, tomando polvo de la tierra, esto es, barro, y dándole forma. (Gn 2:7) Nosotros, necios que somos, nos jactamos de la fortaleza, o de la belleza, de nuestro cuerpo, pero no somos más que eso, arcilla que Dios modeló y a la que dio vida.

En esas palabras de Gn 3:18,19 que hemos citado (“polvo eres y al polvo volverás.”) se cumple además lo que Dios le había advertido a Adán: “Si comes del árbol que está en medio del jardín, (es decir, si me desobedeces), morirás.” (Gn 2:17). ¿Quieren esas palabras decir que si no hubieran pecado, Adán y Eva y sus descendientes serían inmortales? Eso es lo que algunos intérpretes, y yo con ellos, creen; que llegado el término fijado para su vida terrena, el hombre sería levantado al cielo como lo fueron Enoc y Elías.

Respecto de Gn 3:18,19 notemos cómo a pesar de todos los esfuerzos que ha hecho el hombre a través de los siglos, y de todo el ingenio que ha invertido para hacer que su trabajo sea más fácil por medio de las herramientas y de las maquinarias ideadas por él, incluyendo la automatización, el trabajo sigue costándole gran esfuerzo al hombre. Aunque trabaje en una linda oficina alfombrada, con secretaria y computadora, al final del día está cargado, cansado. Y durante el trabajo mismo, si ya no tiene que dar de azadones en la tierra, se pelea con su compañero, o con su jefe porque no le dan el sueldo que merece y, de repente, hasta lo botan del trabajo. Es decir, a pesar de todos los adelantos de la tecnología moderna, el trabajo sigue siendo para el hombre un motivo de sufrimiento, de modo que realmente puede decirse que come el pan aderezado con el sudor de su frente.

Ahora bien, el trabajo en el mundo caído no es sólo una maldición, porque a través del trabajo el hombre se realiza como ser humano. Mediante el trabajo el hombre desarrolla sus habilidades, sus capacidades, que permanecerían dormidas si él no trabajara. De modo que el trabajo es también un bendición para el hombre. De ahí que a nadie le gusta estar sin empleo. Se siente inútil y se deprime.

Sin embargo, pese a todas esas compensaciones, el trabajo no deja de ser penoso. Por eso tomamos vacaciones una vez al año y la gente aspira a jubilarse algún día para gozar de la libertad de hacer con su tiempo lo que le da la gana.

Hemos visto pues, que como consecuencia de su desobediencia, Adán y Eva fueron expulsados del paraíso. ¿Por qué se le llama paraíso? Porque era un lugar maravilloso, como un parque precioso, lleno de árboles, de caídas de agua y de fuentes, en el que estaban reunidas todas las cosas que hacen la vida agradable.

Expulsados de ese lugar encantado que Dios había preparado para ellos, la tierra se convirtió para ellos en lo que con razón llamamos un valle de lágrimas, con su torbellino de pasiones, de rivalidades y celos, y muy pronto, de asesinatos. Vemos pues cómo desde el comienzo de la historia de la humanidad queda sentado el principio de que desobedecer a Dios trae consecuencias. De esa manera aprende el hombre a conocer el temor de Dios: la noción de que nadie puede desobedecerle sin atenerse a las consecuencias. De ahí que desde las primeras líneas de ese compendio de sabiduría que es el libro de Proverbios queda sentado: “El principio de la sabiduría es el temor de Dios” (Pr 1:7). ¿Cómo comienza la sabiduría? Temiendo a Dios. ¿Cómo aprende el niño a ser sabio? Temiendo al castigo. Se le dice: no hagas eso. Si no hace caso y lo hace, se le castiga y llora el niño; pero ya aprendió. Si quiere volver a hacerlo una segunda vez, se retiene, porque sabe que lo van a castigar. El castigo les enseña la sabiduría a los niños. Aprenden por experiencia que lo que uno hace trae consecuencias.

Nada peor y más dañino que esa filosofía pedagógica que se difundió hace unos cincuenta años y que sostenía que no se debe castigar al niño, porque lo reprime, lo frustra y despierta en él sentimientos agresivos. Naturalmente eso ocurre cuando el castigo es injusto, cruel o excesivo. Pero no cuando el castigo es justo y se aplica con amor. De ahí que Proverbios diga: “El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; mas el que lo ama, desde temprano lo corrige.” (13:24). Y que otro diga: “La vara y la corrección dan sabiduría; mas el muchacho consentido avergonzará a su madre.” (29:15).

NB. Este artículo y su continuación están basados en la trascripción de una charla dada hace más de veinte años en un grupo de oración carismático, lo que explica el estilo libre e improvisado.

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lunes, 21 de junio de 2010

BENDECIRÉ AL SEÑOR EN TODO TIEMPO

Por José Belaunde M.
Salmo 34:1-10
Este es uno de los salmos llamados acrósticos o alfabéticos del Salterio, porque cada uno de sus versos comienza con una letra distinta del alfabeto hebreo –salvo, en el caso de este salmo y del salmo 25, que falta la letra “vav” y que el último verso es libre. (Nota 1) Ése era un procedimiento o recurso poético que tenía posiblemente propósitos mnemotécnicos, es decir, el de facilitar la memorización del texto.
Según la inscripción colocada en el encabezamiento, el salmo habría sido escrito con ocasión, o en recuerdo del episodio relatado en 1Sa, 21:10-15, en que David, huyendo de Saúl, va donde el rey Aquis y se hace el loco, temiendo que éste lo mate.
Se ha discutido mucho el valor histórico de esas antiguas anotaciones que, en todo caso, no forman parte del texto canónico y pueden ser omitidas (a pesar de lo cual algunas ediciones las numeran como si fueran versículos, asignándoles el número 1). En mi opinión es arbitrario relacionar este salmo con el episodio mencionado. Nótese que al rey Aquis de la historia se le llama aquí, equivocadamente, Abimelec (aunque éste pudiera ser un nombre genérico de rey).
El salmo tiene dos partes bastante bien definidas. La primera es una exhortación a la alabanza. La segunda tiene un carácter didáctico, emparentado con la literatura sapiencial. En esta ocasión me limitaré a comentar la primera parte, dejando la segunda para otra oportunidad.

1. “Bendeciré al Señor en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca.” La Biblia dice que el mayor bendice al menor (“Y sin discusión alguna el menor es bendecido por el mayor“ Hb 7:7). ¿Cómo puedo yo, el menor, bendecir al que está por encima de todo? Hay dos sentidos de bendecir: En primer lugar, el de invocar o augurar que venga algo bueno sobre una persona (como, por ejemplo, desearle gracia, favor, salud, prosperidad, longevidad, etc). Eso es en principio función del mayor; y en verdad, nadie puede hacerlo sino en el nombre de Dios porque Él es la fuente de toda bendición. (Por eso decimos: “Dios te bendiga”). (2).
Pero bendecir significa también “bien decir”, esto es, elogiar, alabar, hablar bien de alguien, o agradecer por un favor recibido. Esto es algo que sí puede hacer el menor respecto del mayor. Por eso todos podemos, y debemos en verdad, bendecir a Dios.
“En todo tiempo”. Ecl.3:1-8 dice que hay un tiempo para cada cosa, y que hay tiempos contrastantes, tiempo en que todo va bien y tiempo en que todo va mal; tiempo de reír, tiempo de llorar; tiempo de destruir y de edificar; tiempo de callar y de hablar, así como hay buenos y malos momentos, etc. En todas esas ocasiones, tan disímiles y contrarias, es cuando se debe –sin excepción alguna- bendecir al Señor. Esto es, no sólo cuando todo va bien sino también, y con mayor razón, cuando todo parece ir mal. (Digo parece porque todas las cosas colaboran para el bien de los aman a Dios, Rm 8:28). Cuando se ríe y cuando se llora; en tiempo de guerra y en tiempo de paz.
Cuando todo va mal hablar bien del Señor puede parecer locura a algunos, y algunos, en efecto, maldicen al Señor en esos momentos difíciles (como fue el caso de la mujer de Job, Jb 2:9). Pero esos están lejos de Dios, desconocen cuáles son sus propósitos. Ignoran que así como hay momentos de prueba, los hay también de recompensa; que en los momentos de dolor muchas veces Dios se manifiesta y obra poderosamente y nos llena de gozo. En las tribulaciones es cuando más cerca está Dios de nosotros, aunque no nos demos cuenta.
Por eso en los momentos de prueba es cuando más se debe alabar al Señor, porque a la prueba, si la soportamos bien, seguirá la recompensa con tanta certidumbre como el día sigue a la noche.
Bendecir al Señor en los momentos de tristeza es expresar nuestra confianza en Él; maldecirlo en esas circunstancias es declarar que no creemos en Él; que estamos convencidos de que sólo merecemos lo bueno. El engreído, el que no reconoce cuánto en él debe ser corregido, es el que reniega de Dios en los malos momentos. El que bendice al Señor en los momentos de prueba sabe que Dios, como padre amoroso, corrige y disciplina al hijo que ama, y que de esa manera le muestra su amor.
Bien dice Hebreos, citando a Proverbios: “Hijo mío, no desprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por Él: porque el Señor al que ama disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo.” (Hb 12:5b,6).
El que ama a Dios aprovecha esos tiempos de aflicción para examinarse y ver qué cosas hay en él que necesiten ser corregidas, qué error ha cometido que pudiera haberle traído dificultades, qué ocasión haya dado al diablo para entorpecer sus planes y proyectos.
“De contínuo” quiere decir constantemente, sin cesar. En toda hora del día mi alma alabará y bendecirá al Señor. El que así actúa “andará a la luz de su rostro” viviendo continuamente en su presencia. Sabe que Dios lo mira y observa todos sus actos. Sabe también que Dios vela por él y que nada malo puede sucederle. En estos tiempos peligrosos vivir en la presencia de Dios es la mejor seguridad, la mejor arma.
Si las personas que gastan fortunas en comprar equipos de seguridad, y en contratar “guachimanes” para asegurarse que están protegidas de toda amenaza, supieran que “el ángel del Señor acampa en torno de los que le temen y los defiende” (vers. 7), se ahorrarían un enorme gasto y andarían sin temor de ser secuestrados o de ser víctimas de atentados (3). No tendrían temor de malas noticias, porque “su corazón estaría firme, confiado en el Señor.” (Sal 112:7). El verso que comentamos fue escrito por el rey David, que fue un rey guerrero, que pasó por grandes peligros y pruebas antes de acceder al trono, y que una vez sentado en él tuvo sus altas y sus bajas, sus buenas y sus malas horas, y que, incluso, en una ocasión tuvo que abandonar su capital huyendo ante las tropas de su propio hijo Absalón que quería destronarlo (2Sm 15:14). No por eso dejó de alabar al Señor.
“En mi boca.” No sólo le alabamos con el pensamiento; también lo hacemos con la boca. Nuestra boca a veces está llena de cosas inconvenientes, inútiles, frívolas. Nada mejor que llenarla de palabras de alabanza al Señor. La alabanza no sólo regocija al Señor; también alegra al que alaba. Por eso el Señor dice al que quiere alabarlo: “Abre tu boca y yo la llenaré.” (Sal 81:10b).

2. “En el Señor se gloriará mi alma; lo oirán los mansos, y se alegrarán.” En el Señor me gloriaré, esto es, en Él se goza mi alma (4). Esto lo escribe el rey David. Lo que él decía y hacía era conocido por sus súbditos. Cuando los mansos de su pueblo –o los humildes, esto es, los que se someten a la voluntad de Dios (5)- lo oigan se alegrarán sabiendo que tienen un rey que busca a Dios y que tiene en Dios sus delicias. Fue esta cualidad más que ninguna otra la que hizo que David fuera recordado como modelo de rey.
Gloriarse -en el sentido de gozarse- en el Señor es una experiencia interna que es expresada exteriormente; pero que a su vez es estimulada por la expresión exterior. Cuando alabamos al Señor en voz alta nos sentimos estimulados interiormente.

3. “Engrandeced al Señor conmigo, y exaltemos a una su nombre.” Aunque David empieza este salmo hablando de sí mismo, en primera persona, ahora se dirige a los que le escuchan cantar acompañado por la cítara, y los exhorta a unirse a su adoración con un espíritu unánime: Adorad al Señor conmigo (exhortación que es en verdad dirigida a todos los hombres). Él les da el ejemplo. ¡Cómo fueran todos los gobernantes tal como él! ¡Que fueran ejemplos de la actitud que debe tener el hombre piadoso con su Dios! ¡Que dieran buen ejemplo y no malo! Pero nuestros gobernantes, -y la mayoría de los gobernantes de la tierra, con pocas excepciones- han dado casi siempre mal ejemplo y no bueno, y lo siguen dando al violar ellos mismos las leyes que ellos mismo dictan.
“Engrandeced” ¿Puede nadie engrandecer a Dios, es decir, hacerlo más grande de lo que es? Él es infinito, no puede ser más grande. Pero sí podemos engrandecer su gloria entre los hombres. A esa tarea llama David a todos los verdaderos adoradores de todos los tiempos.

4. “Busqué al Señor, y él me oyó, y me libró de todos mis temores.” El que está lejos de Dios o se ha apartado de Él, o se ha enfriado en su devoción, o ha cedido a la tentación, no necesita más que buscar al Señor con un corazón sincero para recibir su respuesta y para que Él lo libre de sus angustias. “Me buscaréis y me hallaréis porque me buscaréis de todo corazón…” dice el Señor por boca de Jeremías (29:13).
El que pasa por dificultades de cualquier índole encontrará en el Señor una defensa y un refugio. Como dice un salmo: “El día en que temo, yo en ti confío.”(Sal 56:3) Cuando Dios oye el clamor del justo, acude enseguida a librarlo. ¿Qué esperas? ¡Haz que te oiga! ¡Clama!

5. “Los que miraron a Él fueron alumbrados, y sus rostros no fueron avergonzados.” Los que miran al Señor con el semblante triste, con pena en el alma u opresión, serán alumbrados; es decir, su rostro se tornará radiante (6). Su pena se cambiará en dicha, su pesadumbre en alegría, su opresión en entusiasmo, cualquiera que sea la prueba por la que estén atravesando (Véase Is 61:3). Frente a las dificultades inevitables de la vida los que miran al Señor y andan en sus caminos, no verán su confianza defraudada. Él los socorrerá: “Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra…!” (Is 45:22).
Un autor antiguo comenta: “Cuanto más miremos a Dios y menos a nosotros mismos, mejor”. Es obvio. Él es luz, pureza, belleza, sabiduría. Cuanto más lo miremos, más nos llenaremos de lo que Él es, y “seremos transformados de gloria en gloria” en aquello que contemplamos. (2Cor 3:18).

6. “Este pobre clamó, y le oyó Jehová, y lo libró de todas sus angustias.” David se llama a sí mismo pobre, aunque era rico, porque era pobre en espíritu delante de Dios. Había comprendido su pequeñez y cuán poco era él en toda su grandeza real. Había comprendido que él tenía tanta necesidad de Dios como el súbdito más pequeño de su reino y que ante Dios todos somos iguales; todos tenemos semejantes flaquezas y las mismas ansias. Nuestras esperanzas son similares y las cosas en que basamos nuestra seguridad son semejantes: afecto, amistad, compañía; alimento, abrigo, salud.
Aunque él fuera un rey muy rico y poderoso, él tenía que clamar a Dios como cualquier ser humano para que Dios lo escuche, y no tenía derecho especial a ninguna audiencia privada que no fuera común a todos. Clamó como pobre y Dios escuchó su oración y lo libró de todas sus angustias. ¿Cuáles serían? Las del gobierno y las amenazas a su vida; las intrigas de la corte y los peligros externos; las tribulaciones que le causó su familia, según le había predicho el profeta Natán (2 Sm 12:10). Recordemos también que él había sido pobre en un sentido muy literal cuando fue perseguido por Saúl, al comienzo de su carrera, y sólo tenía a Dios por defensa, que es cuando, según la inscripción inicial, habría escrito este salmo.

7. “El ángel del Señor acampa alrededor de los que le temen, y los defiende.” El “ángel del Señor” en muchos pasajes del Antiguo Testamento no es cualquier ángel sino Cristo mismo pre-encarnado, el “ángel de su presencia”, el “ángel del pacto”. Pero yo creo que en esta instancia se trata de los ángeles que están a las órdenes del Príncipe del Ejército de Jehová, a los que Dios encarga cuidar a sus siervos (Js 5: 13-15). (Véase Gn 48:16, pero también Gn 32:1,2, donde Jacob llama al batallón de ángeles que viene a cuidarlo “campamento de Dios”). Pudiera ser que en este verso el salmista se haya inspirado en la antigua costumbre oriental según la cual las tropas del soberano, al plantar sus tiendas estando en campaña, lo hacían alrededor de la tienda real, de tal modo que sus puertas abiertas miraran hacia ella, prontos a acudir a proteger al rey al menor peligro. En todo caso lo que importa aquí es que el ángel acampa, esto es, planta su tienda como antiguamente las tropas que atacaban una ciudad establecían su campamento alrededor de sus muros, haciendo guardia en torno para que nadie entre ni salga. Sólo que en esta ocasión hacen guardia no para atacar sino para defender (7).

8. “Gustad, y ved que es bueno el Señor, dichoso el hombre que confía en Él.” Como dice Spurgeon, con los sentidos se acrecienta el conocimiento. Porque ¿quién podría describir el sabor de la miel tan vívidamente como para que el que lo escuche la guste sin tenerla en su boca. Pero si la tiene en su lengua ya conoce cuál es su sabor y no necesita que nadie se lo describa. En el caso de este versículo se trata de los sentidos de la vista y del paladar. Pero no está hablando de un conocimiento material sino de uno espiritual, que se obtiene por la experiencia de los sentidos interiores. Gustad, probad, sentid la bondad y la dulzura del Señor. Esa es una experiencia interior de lo que el amor y la gracia de Dios pueden obrar en uno: “En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre.” (Sal 16:11).
“Ved”, invita a contemplar las manifestaciones prácticas del cuidado que Dios tiene por nosotros. El ver nos vuelca hacia fuera, así como el gustar es algo interno. Pero, aunque dirigido hacia afuera, hacia el mundo exterior, el ver aquí es una contemplación de orden espiritual, de realidades que sólo para los ojos de la fe son visibles.
Pero nótese que en cierto sentido “gustad y ved” quiere decir “gustad y comprobad”. Así como nadie puede comer por mí para que me alimente, y nadie puede estudiar por mí para que yo sepa, así también hay ciertas cosas que nadie puede hacer por mí. Nadie puede experimentar por mí la dulzura del amor de Dios. Si yo no la experimento, nunca sabré cómo es; me quedaré a oscuras, y de nada me valdrá que alguien me lo explique, salvo para estimular el deseo de experimentarla yo mismo.
“Dichoso” (8) ¿Porqué es dichoso el hombre que en Él confía? Porque la mano de Dios reposa sobre él y su bondad nunca lo desamparará. El fundamento de la felicidad, de la buenaventura, de la dicha humana, es confiar en Dios. El que lo hace anda seguro porque Dios es fiel (1Cor 1:9). Él guarda siempre su palabra y no es inconstante como suelen serlo los seres humanos. El que en hombres confía se aferra a una rama endeble y frágil, y puede ser fácilmente defraudado porque se quebrará bajo su peso. Como leemos en Jeremías: “Maldito el varón que confía en el hombre…porque morará en los sequedales del desierto” (Jr 17:5,6). Pero el que confía en Dios está parado sobre una roca que nunca cede, nunca se desliza, nunca se hunde.

9,10. “Temed al Señor, vosotros sus santos, pues nada falta a los que le temen. Los leoncillos necesitan, y tienen hambre; pero los que buscan al Señor no tendrán falta de ningún bien.” Estos dos versículos hablan de la provisión de Dios. Comienzan exhortando al temor de Dios y dando la seguridad de esa provisión como motivo para temerle. David se dirige a “sus santos”, a los santos de Dios (que somos todos los creyentes), porque nosotros también necesitamos que se nos exhorte al temor de Dios, ya que lo olvidamos fácilmente. El salmista pone como ejemplo a los cachorros de león (símbolo de los orgullosos y arrogantes) que padecen necesidad si la leona nos les trae el alimento, contrastando su caso con el de aquellos que buscan al Señor, para quienes la mesa está siempre servida (Sal 23:5a).
Temer al Señor y buscarle son cosas afines. El que le teme busca conocer su voluntad para cumplirla. ¿Eso hago yo? Proverbios dice que el temor de Dios consiste en aborrecer el mal (Pr 8:13ª). ¿Aborrezco yo el pecado? ¿O me complazco en él? Si me agrado en el pecado es porque no temo a Dios. Para el que no teme a Dios el pecado es sabroso, como lo era antes para mí. Pero ya dejó de serlo.

(Nota 1) Lamentablemente la versión Reina Valera 60 omite colocar las letras hebreas delante del verso correspondiente.
(2) El inicio de este salmo es un ejemplo de cómo la traducción a otro idioma puede dar al texto un matiz de sentido que no tiene el original. El primer versículo de la versión autorizada inglesa (la King James Versión) empieza así: “I will bless the Lord…” Como es sabido el futuro en inglés se forma con el verbo auxiliar “to will”. Pero “to will” significa también “yo quiero” y “will” es voluntad. Por eso Spurgeon, en su comentario a este salmo, entiende esa frase en el sentido de que David está determinado en su voluntad, decidido, a alabar a Dios, lo que no se deduce del original hebreo. Ese pequeño malentendido no le quita valor a su espléndido comentario. Él añade, dicho sea de paso, esta frase que vale la pena citar: “El que alaba al Señor por sus misericordias, nunca carecerá de misericordias suyas por las cuales alabarlo.”
(3) Eso no quiere decir que no se deba tomar precauciones razonables. Yo también contribuyo al pago de la vigilancia de la cuadra en que vivo.
(4) Algunas versiones traducen: “me jactaré. ¿Puede el hombre jactarse de algo? Sí, en rigor, de que Dios sea su Dios, si se jacta humildemente.
(5) “Manso” es aquí una manera de decir “piadoso”.
(6) La palabra hebrea del original indica un mirar ansioso de salvación, como en Nm 21:9 o Zc 12:10.
(7) Nótese que así como el ángel del Señor defiende a unos, persigue también a otros (Sal 35:5,6). Es mejor que nos defienda a que nos persiga, pero de ti depende lo que haga contigo.
(8) Ésher es la misma palabra que en otras partes se traduce “bienaventurado”.

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AUTORIDAD DE DIOS Y AUTORIDAD HUMANA

Por José Belaunde M.
La palabra "autoridad" viene de la palabra "autor" que, a su vez viene de "autós", que, en griego, es el pronombre reflexivo "sí mismo". Dios tiene autoridad sobre el mundo, sobre la creación, porque Él es su autor. Él la creó. Esa autoridad viene de sí mismo. No viene de ningún otro. Él mismo es el origen, el principio, de la autoridad que Él ejerce.
En nuestro mundo todo el que funda o crea alguna cosa, alguna institución, tiene autoridad sobre ella. Por ejemplo, el fundador de una empresa, el dueño, tiene autoridad sobre ella porque él la fundó, él la creó y le pertenece. El padre, o ambos esposos, como padres de familia, tienen autoridad sobre su hogar porque ellos lo fundaron.
Dios instituyó la autoridad en el mundo, porque Él es un Dios de orden, y no hay orden posible sin autoridad. Todas las autoridades que hay en el mundo son un reflejo de la autoridad que Él ejerce como creador, como autor del universo, y proviene de Él. Pablo lo expresa muy claramente en Romanos: "no hay autoridad sino de parte de Dios y las que hay, por Él han sido constituidas". (Rm 13:1)
Pero Dios no sólo ha creado el universo, sino lo sustenta también “con la palabra de su poder” , como dice Hb 1:3. Así como Él lo creó con su palabra, con el Verbo, de igual manera Él lo sustenta día a día, lo mantiene en existencia, momento a momento, con su poder, como quien sostiene un gran objeto con la fuerza de su brazo. Si dejara de sostenerlo un instante, si retirara su brazo, el mundo volvería a la nada de donde salió (Sal 104:29).
Hay quienes, aun creyendo en un Dios creador, piensan que Dios ya no interviene en el mundo; que el mundo tiene una existencia autónoma, independiente de Él. Los que así piensan quieren -inconcientemente quizá- eliminar a Dios de sus vidas, no quieren tenerlo en cuenta a Él en lo que hacen, porque les estorba.
Los filósofos deístas de los siglos XVII y XVIII, hablaban de Dios como del "gran relojero". Dios, decían, creó el mundo, le dio forma, como un relojero fabrica un reloj; le dio después cuerda y, a partir de ese momento, el reloj marcha solo, sin intervención de su creador.
Pero Jesús afirmó que ningún pajarillo “cae a tierra sin vuestro Padre”, y que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados. (Mt 10:29,30)
Dios no se ha ausentado del mundo. No le ha dado la espalda ni se desentiende de él. Nada, ni el más pequeño acontecimiento, ocurre sin la intervención de Dios, sin que Él lo sepa, lo quiera o lo permita. Eso es para nosotros un gran misterio y, a la vez, un gran consuelo, y nos proporciona una gran seguridad.
Al comienzo de la creación Dios ejercía directamente su autoridad sobre sus hijos, Adán y Eva, y andaba con ellos en el huerto. Pero, a causa de su caída, ya no andó Dios en medio de ellos como hacía antes y sólo les hablaba ocasionalmente. Pero como no podía dejar a su creación sin autoridad, a medida que la humanidad crecía en número, Dios empezó a ejercer su autoridad sobre ellos a través de otros hombres, en quienes delegaba su autoridad.
Dice el Génesis que Dios había dado a Adán autoridad sobre toda la tierra, sobre la creación (Gn 1:28). Pero como él se rebeló contra Dios, cediendo a la sugestión de la serpiente, Adán cedió al diablo la autoridad que Dios le había dado. Desde entonces el diablo ha secuestrado o, por así decirlo, ha usurpado una parte de la autoridad que Dios había dado al hombre.
Por eso es que Satanás pudo decirle a Jesús, cuando lo llevó a la cima de un monte, y le mostró todos los reinos de la tierra: "Todo esto me ha sido dado, y a quien quiero se lo doy." (Lc 4:6)
Satanás no mentía. Dijo algo que en parte era cierto. Si no fuera verdad, Jesús le habría dicho: "Mientes, Satanás, lo que dices no es cierto. Eso que me muestras no es tuyo."
Pero Jesús no le contradijo. Y sabemos, como dice el refrán, que el que calla, otorga. Al callarse, aceptaba que lo que el diablo afirmaba era cierto, al menos en parte.
Podría objetarse que la palabra dice que “del Señor es la tierra y su plenitud.” (Sal 24:1) y que, por tanto, los reinos de este mundo no le pertenecen a Satanás sino a Dios, lo cual es verdad. Sin embargo, Jesús llama al enemigo en varios lugares “el príncipe de este mundo” (Jn 14:30), y Pablo lo llama “el dios de este siglo” (2Cor 4:4), (Nota 1) porque él ejerce sobre “el mundo” un señorío temporal pero efectivo. Ese dominio se lo han dado los mismos hombres que se someten a las insinuaciones y ofertas de Satanás, siguiendo “la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire.” (Ef 2:2).
¿Cómo permitió Jesús sin objeciones que Satanás le dijera que a quien él quisiera le daba la potestad de los reinos de la tierra, es decir, que él pone y quita a los gobernantes, cuando el versículo de Romanos que hemos citado antes dice claramente que “no hay autoridad sino de parte de Dios y (que) las (autoridades) que hay por Él han sido constituidas.”? (Rm 13:1)
Lo que Pablo quiere decir es que el “principio” de la autoridad en el mundo procede de Dios y que todos los gobernantes derivan de Él la autoridad que ejercen. Lo cual no quiere de ninguna manera decir que la ejerzan conforme a la voluntad divina, sino muchas veces, más bien, todo lo contrario. Lo pueden hacer porque Dios le ha dado al hombre la potestad de usar sus facultades y atributos en la forma que él quiera, en obediencia o en desobediencia a sus mandatos.
En los hechos Satanás domina el campo de la política humana, poniendo y quitando gobernantes a su capricho, a través de las maquinaciones de los hombres que le sirven, aun sin saberlo. Basta echar una mirada a la política, a la irresponsabilidad, a la arbitrariedad, al egoísmo y a la corrupción que prevalecen en ese campo, no sólo en nuestro país sino en el orbe entero, para constatar que ésa es la triste realidad. La política es una esfera que Satanás y sus huestes de maldad controlan.
Siendo así las cosas, ¿no sería mejor que los cristianos no intervengan en la política para no contaminarse? Al contrario. Si bien el peligro de contagio de las malas prácticas es real, los cristianos están obligados a involucrarse en la política para quitarle a Satanás el dominio que tiene sobre ese campo, y para influir en las decisiones que tomen parlamentos y gobernantes con los principios del Evangelio. Abstenerse de hacerlo es claudicar de la misión que Jesús confió a sus discípulos: “Id por todo el mundo…” (Mr 16:15). Ese mundo incluye, con las debidas precauciones, a todas las esferas de la actividad humana, incluyendo las artes y los espectáculos.
Así es cómo, a consecuencia de la caída de Adán, Satanás interviene e interfiere en el uso de la autoridad que Dios ha delegado en el hombre sobre todo lo que concierne a la tierra y a la humanidad. Por eso están las cosas tan mal como están. Porque el enemigo, por envidia del hombre, y usurpando una autoridad que no le corresponde, ha venido para robar, matar y destruir (Jn 10:10a).
Notemos además que, así cómo Satanás tentó a Adán y Eva, prometiéndoles si seguían su sugerencia, una recompensa maravillosa que no fue cumplida, de manera semejante Satanás sigue tentando al hombre y a la mujer, prometiéndoles recompensas engañosas (placeres, poder, dinero, fama, toda clase de satisfacciones, etc.) que duran muy poco y que pronto se convierten en un tormento.
¿Por qué permite Dios que Satanás siga haciendo de las suyas? No podemos penetrar en las profundidades de la mente divina, ya que sus pensamientos no son nuestros pensamientos y sus caminos no son nuestros caminos (Is 55:9). Pero, por lo que Dios dice en la Biblia podemos deducir que Él lo permite porque desea que el hombre sufra las consecuencias de sus propios actos, de sus decisiones y de seguir las insinuaciones de Satanás, del mundo y la carne, a fin de educarlo. Sufriendo se aprende.
También sabemos que, afortunadamente, Dios quiere recuperar su autoridad plena sobre el mundo, quiere instaurar su reino sobre la tierra. Con ese fin envió Él a su Hijo a vivir entre nosotros y a morir por nuestros pecados. Al comienzo del sermón de la montaña, Jesús nos enseñó a orar diciendo primero: "Venga a nosotros tu reino"; y después, "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo." (Mt 6:10).
La segunda frase explica la primera: el reino de Dios existe sobre la tierra dónde y cuándo se hace la voluntad de Dios, y en la medida en que se hace lo que Él manda. El reinado de Dios, que es lo mismo que decir el gobierno de Dios, consiste en el ejercicio pleno de su autoridad, en el sometimiento de todo lo creado a su voluntad.
Sabemos que Él ejerce autoridad incontrastable en el cielo. Quiere ejercerla de la misma forma en la tierra.
Jesús dijo a sus discípulos: "El reino de Dios está en medio de vosotros." (Lc 17:21) Eso puede entenderse de dos maneras: En primer lugar, el reino de Dios estaba en medio de ellos, o se había acercado a ellos, porque Jesús estaba en su medio. Donde está el rey, está el reino. Pero Él ya no está físicamente en la tierra, de donde, en segundo lugar, el reino de Dios está en medio nuestro espiritualmente, cuando el rey está en nuestros corazones; cuando nos convertimos y Él viene a reinar en nuestras vidas; cuando el Espíritu Santo, por el nuevo nacimiento, entra en nosotros.
Pero ¿hasta qué punto podemos nosotros realmente decir que Él reina en nuestros corazones? Su reino se constituye en nosotros en la medida en que nosotros hacemos su voluntad, en la medida en que le obedecemos. Si sólo le obedecemos a medias, su reino está como opacado, no es plenamente vigente en nosotros.
De otro lado, nosotros no podemos ejercer la autoridad que Dios nos ha dado si no nos sometemos primero a la autoridad de Dios. Puesto que nuestra autoridad viene de la suya, sólo podemos ejercerla en armonía con su voluntad.
Nosotros hemos sido trasladados del reino de las tinieblas al reino de su luz admirable, como dice la primera epístola de Pedro (1P 2:9). Antes vivíamos en el reino de las tinieblas y hacíamos la voluntad del príncipe de las tinieblas. Pero, desafortunadamente, ahora que estamos en el reino de la luz, es decir, en el reino de Dios, seguimos haciendo todavía en parte la voluntad del príncipe de las tinieblas. ¿O no es así? Cuando nos encolerizamos, o cuando hacemos lo que no agrada a Dios y le ofendemos, haciendo cosas de las que después nos avergonzamos, ¿la voluntad de quién hacemos?
¿Por qué obramos así, siendo inconstantes? Porque nuestra vieja naturaleza, la concupiscencia de la carne, aún permanece en nosotros, y sigue obedeciendo a su viejo maestro, a su viejo patrón, al diablo. No nos hemos liberado totalmente de él.
En la medida en que vayamos muriendo a nosotros mismos, y con ello, a la carne en nosotros, -o dicho de otro modo, en la medida en que Cristo sea formado en nosotros (Gal 4:19)- iremos obedeciendo cada vez más a Dios, y su reino se irá estableciendo paulatinamente en nuestras vidas.
En el mundo los gobernantes deben ejercer la autoridad que Dios ha delegado en ellos para bien de los gobernados. Pero la ejercen en la mayoría de los casos, sin saber por cuenta de quién lo hacen y con qué propósito. No son concientes de que es de Dios de quien han recibido la autoridad que ejercen. Creen que la autoridad les pertenece; que es suya. Y por eso la ejercen mal, no para provecho del pueblo, sino para el suyo propio. Y como la ejercen mal, los que están bajo su autoridad sufren.
De esa manera se cumple una maldición divina que, aunque no está expresada verbalmente en el capítulo tercero del Génesis, se puede decir que estuviera implícita. Como si Dios hubiera dicho: Ya que no habéis querido ser gobernados por mí, en adelante seréis gobernados por hombres que no reconocerán mi autoridad sobre ellos; que no sabrán que ejercen la autoridad en mi nombre. (2)
Quizá alguno podría objetar: ¿Ejercen todos los gobernantes su autoridad en nombre de Dios? ¿Podríamos decir, por mencionar algunos ejemplos extremos, que un Hitler, o que un Stalin, ejercieron su autoridad en nombre de Dios?
Sí, aunque nos parezca extraño, en nombre de Dios la ejercieron, porque, como Pablo dice, no hay autoridad fuera de Él. Pero en el ejercicio de esa autoridad, así como en el caso de la mayoría de los gobernantes, sino en todos, se ha entrometido alevosamente el príncipe de este mundo, para inducir o dominar. Y por eso esos dictadores usaron la autoridad que tenían de mala manera y, bajo su influencia, cometieron tantos crímenes.
¿Por qué lo permite Dios? Porque nosotros lo merecemos, porque nos lo hemos buscado, ya que en nuestras vidas privadas y públicas, no obedecemos a su voluntad. Y es su propósito que nosotros experimentemos las consecuencias de nuestros actos. Lo permite, en verdad, para nuestro bien, para que aprendamos.
Él usa a los malos gobernantes para castigar a los países, a las naciones, al mundo, por sus pecados, a fin de traerlos al arrepentimiento, así como usa también a los buenos gobernantes para premiarnos, cuando nos portamos bien. Si observamos la historia de las naciones, las grandes guerras –como las del siglo pasado, que tanto sufrimiento trajeron- fueron causadas sea por la ineptitud y frivolidad de sus gobernantes (la primera guerra mundial), sea por sus ambiciones desmedidas (la segunda).
Cuando vemos el espectáculo de corrupción que se exhibe en estos días, nos preguntamos: ¿A qué se debe esto? La corrupción de los gobernantes es un reflejo de la corrupción de los gobernados. Un pueblo corrupto tolera y vota por el candidato corrupto, porque se le parece, porque se identifica con él. Muchos no pueden identificarse con el candidato honesto porque no se les parece, porque es un bicho raro. Para decirlo en términos criollos: Es fácil ser “pata” del candidato deshonesto, porque habla el mismo lenguaje y tiene los mismos reflejos. En cambio, el candidato honesto no es “de mi barrio”, psicológicamente hablando; no me puedo tomar unas “chelas” con él, porque no toma o toma poco. Al candidato honesto le cuesta conectar con el pueblo. (3)
Lo malo es que los hombres, pese a todo lo padecido, no escarmentamos, nos obstinamos en nuestros pecados y endurecemos nuestros corazones. No queremos volvernos a Dios. ¿Cómo podemos pues quejarnos cuando nos va mal, o cuando la situación se vuelve difícil? Volvámonos pues a Dios, reconozcamos nuestros pecados, pidámosle perdón y Él se compadecerá de nosotros y, en su misericordia, sanará nuestra tierra. Entonces las cosas empezarán a mejorar.

Notas : 1. Ap 13:7 dice: “y se le dio autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación”,
2. Debo esta noción de la “maldición implícita”, que se deduce del tercer capítulo del Génesis, a mi padre, que era un asiduo lector de la Biblia.
3. Por eso es que el mejor presidente que hemos tenido en los últimos veinticinco años no fue elegido por el pueblo sino por el Congreso, y fue elegido de casualidad, para salir de un impasse. Su corto gobierno de transición rescató al Perú del oprobio de la dictadura de la década del 90. Pero cuando se presentó como candidato en las elecciones presidenciales el pueblo le dio la espalda al honesto, y ganó el que no lo era. Y después nos quejamos.
NB Este artículo, que no había sido impreso antes, es el texto de una charla irradiada el 13.2.99 por Radio Miraflores bajo el título de “Autoridad Espiritual”. Lo he revisado y ampliado para ponerlo al día.
#628 (23.05.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

CONSIDERACIONES ACERCA DEL LIBRO DE JEREMÍAS III

Por José Belaunde M.
El rey Nabucodonosor había dado instrucciones al capitán de la guardia Nabuzaradán de tratar bien a Jeremías (literalmente “fijar sus ojos en él”). Posiblemente el rey había sido informado de que el profeta había exhortado al pueblo y a sus príncipes a no oponerse al rey babilónico para evitar un derramamiento de sangre inútil, y que por ese motivo Jeremías había sido echado en prisión (Jr 39:11,12).
Nabuzaradán libera entonces a Jeremías de sus cadenas y le dice: si quieres venir con nosotros eres libre de hacerlo y yo cuidaré de ti; pero si prefieres quedarte en tu tierra, puedes hacerlo. (Jr 40:4).
Como Jeremías opta por quedarse en su tierra, donde de hecho estaba su misión, Nabuzaradán le propone que vaya donde Gedalías, a quien Nabucodonosor había puesto como gobernador de las ciudades de Judá (40:5). Pero el noble, -aunque poco precavido- Gedalías y su séquito, fueron asesinados por un grupo de príncipes liderados por Ismael, quizá envidioso de no haber sido nombrado gobernador (40:13-41:3). Sin embargo, los asesinos fueron derrotados a su vez por otro grupo de gente liderado por Johanán hijo de Carea, quienes se juntaron después cerca de Belén, con el fin de huir a Egipto, porque temían las represalias que los caldeos podían tomar en venganza del asesinato de Gedalías. Fueron ellos entonces donde Jeremías y le dijeron: “Acepta ahora nuestro ruego…y ruega por nosotros a Jehová tu Dios por todo este resto (pues de muchos hemos quedado unos pocos, como nos ven tus ojos) para que Jehová tu Dios te enseñe el camino por donde vayamos, y lo que hemos de hacer.” (42:2,3).
A lo que el profeta les contestó: “He oído. He aquí que voy a orar a Jehová vuestro Dios, como habéis dicho, y todo lo que Jehová os respondiere, os enseñaré; no os reservaré palabra.” (v. 4).
“Y ellos le dijeron a Jeremías: Dios sea entre nosotros testigo de la verdad y de la lealtad, si no hiciéremos conforme a todo aquello para lo cual el Señor tu Dios te enviare a nosotros. Sea bueno, sea malo, a la voz del Señor nuestro Dios al cual te enviamos, obedeceremos, para que obedeciendo a la voz del Señor nuestro Dios nos vaya bien.” (v. 5,6)
Después de haberse negado durante tanto tiempo a obedecer a la reprensiones de Dios, esos israelitas dicen estar finalmente dispuestos a obedecerle. Sea bueno o sea malo según nuestro criterio, es decir, nos guste o no nos guste, haremos lo que Dios nos diga. Para llegar a ese punto ha sido necesario que sean humillados, dispersados y disminuidos en número. Cuando vieron que eran pocos los que quedaban, (es decir, cuando según el habla común, estaban en la “última lona” y no les quedaba otra) entonces finalmente decidieron volverse a Dios. Pero en realidad habían hablado hipócritamente a Jeremías. Lo que ellos querían era tener una confirmación, o un permiso, de parte de Dios, por boca de Jeremías, para hacer lo que ellos ya habían decidido de antemano.
Así también obramos nosotros con frecuencia: pedimos a Dios que nos guíe, que nos muestre su voluntad, cuando en realidad lo que estamos deseando no es saber cuál es la voluntad de Dios para cumplirla, sino que Él apruebe lo que ya hemos por nuestra cuenta decidido hacer, sea porque es lo que nos gusta, o sea porque creemos que es lo que nos conviene. ¿Pero habrá alguien que sepa mejor que Dios qué es lo más conveniente para nosotros?
Jeremías demoró diez días en recibir la respuesta de Dios, pero fue muy distinta de lo que esos hombres esperaban, pues él les dijo que debían quedarse en Judá, y que no tuvieran temor del rey de Babilonia, porque Jehová estaría con ellos para librarlos (v. 11b). Pero si ellos se empeñan en ir a Egipto, donde dicen: “no veremos guerra, ni oiremos sonido de trompeta, ni padeceremos hambre…” (v. 14b), “sucederá que la espada que teméis os alcanzará allí en la tierra de Egipto, y el hambre de que tenéis temor, allá en Egipto os perseguirá; y allí moriréis.” (v. 16). ¿Hay alguien que pueda desobedecer a Dios y salir ganando?
Jeremías concluye premonitoriamente su amonestación diciéndoles: “¿Por qué hicisteis errar vuestras almas? Pues vosotros me enviasteis al Señor vuestro Dios, diciendo: Ora por nosotros al Señor nuestro Dios, y haznos saber todas las cosas que el Señor nuestro Dios dijere, y lo haremos. Yo os lo he declarado hoy, y no habéis obedecido a la voz del Señor vuestro Dios, ni a todas las cosas por las cuales me envió a vosotros. Ahora, pues, sabed de cierto que a espada, de hambre y de pestilencia moriréis en el lugar donde deseasteis entrar para morar allí.” (42:20-22). Jeremías les reprocha su mala intención de desobedecer a Dios y las consecuencias que tendrá su desobediencia. ¿Le harían finalmente caso?
43:1-3 “Aconteció que cuanto Jeremías acabó de hablar a todo el pueblo todas las palabras de Jehová, Dios de ellos,…dijo Azarías hijo de Osaías y Johanán hijo de Carea, y todos los varones soberbios dijeron a Jeremías: Mentira dices; no te ha enviado el Señor nuestro Dios para decir: No vayáis a Egipto para morar allí, sino que Baruc hijo de Nerías te incita contra nosotros, para entregarnos en manos de los caldeos, para matarnos y hacernos transportar a Babilonia.” Como ellos se habían propuesto no obedecer, para justificarse a sí mismos y ante Jeremías, inventan un pretexto. No es que Dios te haya hablado, sino que Baruc te incita contra nosotros para hacernos caer en una trampa y destruirnos. La excusa que ellos inventan es traída de los cabellos, pero está encaminada a reforzar su decisión ya tomada de ir a Egipto. Lo que ellos alegan equivale a decir: tu secretario Baruc sabe muy bien que si nos quedamos, moriremos; por eso él ha urdido esta estratagema, engañándote para inducirnos a quedarnos y que seamos destruidos. Con tanto mayor motivo no debemos hacer caso de tus palabras, pues ellas están encaminadas para nuestro mal. La desobediencia de los rebeldes les inspira a veces excusas ingeniosas pero tristemente necias en sus resultados.
Los versículos 4 al 7 del cap. 43 narran la emigración del grupo rebelde a Egipto, llevándose a la fuerza a Jeremías y a su secretario Baruc. Una vez llegados a la ciudad de Tafnés en Egipto Dios les anuncia que el faraón será derrotado por Babilonia y que aquello de lo que habían querido escapar les alcanzaría en la tierra donde se habían refugiado: “Y vino palabra de Jehová a Jeremías en Tafnes, diciendo: Toma con tu mano piedras grandes, y cúbrelas de barro en el enladrillado que está en la puerta de la casa de Faraón en Tafnes, a vista de los hombres de Judá: y diles: Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: He aquí yo tomaré y enviaré a Nabucodonosor rey de Babilonia, mi siervo (Nota 1), y pondré mi trono sobre estas piedras que he escondido, y extenderá su pabellón sobre ellas. Y vendrá y asolará la tierra de Egipto; los que a muerte, a muerte, y los que a cautiverio, a cautiverio, y los que a espada, a espada." (43:8-11) ¡Qué interesante! Dios dice que los que Él ha destinado a morir, morirán; y los que él ha destinado para que sean llevados en cautiverio, a cautiverio irán; y los que Él ha destinado a ser víctimas de la espada, por la espada caerán. Cada cual según lo que Dios ha previsto.
La destrucción que sufrirá el orgulloso imperio egipcio será total. Ella se manifiesta especialmente en la destrucción de sus templos. (v. 12,13). Es como si el invasor quisiera decirles: Tus dioses no sirven para nada porque no han podido protegerte.
Más tarde vino palabra de Dios para los judíos que se habían establecido en diversas ciudades de Egipto: "Así ha dicho Jehová Dios de los ejércitos, Dios de Israel: Vosotros habéis visto todo el mal que traje sobre Jerusalén… causa de la maldad que ellos cometieron para enojarme, yendo a ofrecer incienso, honrando a dioses ajenos, que ellos no habían conocido..." (44:2,3). Es extraordinario que los israelitas hubieran desobedecido al mandamiento más importante de la ley, el que figuraba en primer lugar en la tabla, el que les prohibía servir a dioses ajenos (Ex 20:3; Dt 5:7). Eso es lo que Dios les reprocha, no su fornicación, o su deshonestidad y sus otros pecados, aunque también los denuncia. Pero es a causa de los dioses ajenos ante los cuales se inclinaron que Él trajo destrucción al pueblo elegido, hasta el punto de hacerlos desaparecer como nación independiente.
Ahora bien, ¿por qué figuraba ese mandamiento en primer lugar? ¿Por qué le da Dios tanta importancia? ¿No son los puntos relativos a la moral, a la rectitud de vida, a la conducta con el prójimo, lo más importante? Es que si lo primero falla -la relación con el Creador, la adoración exclusiva al Dios único y verdadero- todo lo demás fallará en consecuencia. Si el hombre rinde culto a otros dioses, a otras fuerzas, a otros espíritus, a otras entidades (que son representantes del demonio), toda la estructura de su conciencia moral y de su conducta recta se desvirtúa, se corrompe y se desmorona. De ahí que fuera tan importante que el pueblo elegido no se desviara hacia otros cultos, que no contaminara su adhesión al Dios viviente con otras devociones. Con buen motivo Dios dice de sí mismo que Él es un Dios celoso (Ex 20:5); celoso no sólo de su gloria, sino también de nuestro bien.
Ese principio sigue siendo válido hoy día. Aquí no cabe sincretismo alguno. En gran medida la inmoralidad generalizada del peruano en los campos de la conducta sexual y del dinero, es consecuencia de que nuestro pueblo no ha mantenido incontaminada la adoración al Dios único y verdadero, sino que su culto está infestado de excrecencias de la mal llamada "religiosidad popular" que se le han ido agregando. Y es grande la responsabilidad de quienes no han guardado al pueblo de ellas, sino que incluso las han estimulado.
44:15-17. “Entonces todos los que sabían que sus mujeres habían ofrecido incienso a dioses ajenos, y todas las mujeres que estaban presentes, una gran concurrencia, y todo el pueblo que habitaba en tierra de Egipto, en Patros, respondieron a Jeremías, diciendo: La palabra que nos has hablado en nombre del Señor, no la oiremos de ti; sino que ciertamente pondremos por obra toda palabra que ha salido de nuestra boca, para ofrecer incienso a la reina del cielo, derramándole libaciones, como hemos hecho nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros príncipes, en las ciudades de Judá y en las plazas de Jerusalén, y tuvimos abundancia de pan, y estuvimos alegres, y no vimos mal alguno." Este pasaje pone al desnudo el endurecimiento del corazón humano y la esperanza terca que suele poner en supersticiones. Han visto todo el mal que les ha sucedido por abandonar a Jehová y la destrucción que les trajo y, no obstante, atribuyen con nostalgia la felicidad que gozaron en el pasado al culto de una falsa diosa (que puede haber sido la diosa cananea Astarté, o la babilónica Ishtar, o la egipcia Hazor), y no a la bondad de Dios. Atribuyen el mal que ahora les aflige al haber seguido las exhortaciones de Jeremías. Frente a tanta ingratitud no es sorprendente que Dios diga que pondrá especial cuidado en que les sobrevenga todo el mal que Él ha preparado para ellos:
A continuación hablan las mujeres reiterando la obstinación de sus maridos: “Mas desde que dejamos de ofrecer incienso a la reina del cielo y de derramarle libaciones, nos falta todo, y a espada y de hambre somos consumidos. Y cuando ofrecimos incienso a la reina del cielo, y le derramamos libaciones, ¿acaso le hicimos nosotras tortas para tributarle culto, y le derramamos libaciones, sin consentimiento de nuestros maridos?” (v. 18,19). Las mujeres involucran a sus maridos en su idolatría, porque en efecto, ellas no podían pronunciar votos o juramentos (como los que se pronuncian en el culto idolátrico) sin el consentimiento de sus maridos (Nm 30:3-16)
20-25: “Y habló Jeremías a todo el pueblo, a los hombres y a las mujeres y a todo el pueblo que le había respondido esto, diciendo: ¿No se ha acordado el Señor, y no ha venido a su memoria el incienso que ofrecisteis en las ciudades de Judá, y en las calles de Jerusalén, vosotros y vuestros padres, vuestros reyes y vuestros príncipes y el pueblo de la tierra? Y no pudo sufrirlo más el Señor, a causa de la maldad de vuestras obras, a causa de las abominaciones que habíais hecho; por tanto, vuestra tierra fue puesta en asolamiento, en espanto y en maldición, hasta quedar sin morador, como está hoy. Porque ofrecisteis incienso y pecasteis contra el Señor, y no obedecisteis a la voz del Señor, ni anduvisteis en su ley ni en sus estatutos ni en sus testimonios; por tanto, ha venido sobre vosotros este mal, como hasta hoy. Y dijo Jeremías a todo el pueblo, y a todas la mujeres: Oíd palabra del Señor, todos los de Judá que estáis en tierra de Egipto. Así ha hablado el Señor de los ejércitos, Dios de Israel, diciendo: vosotros y vuestras mujeres hablasteis con vuestras bocas y con vuestras manos lo ejecutasteis, diciendo: Cumpliremos efectivamente nuestros votos que hicimos, de ofrecer incienso a la reina del cielo y derramarle libaciones; confirmáis a la verdad vuestros votos, y ponéis vuestros votos por obra.”
En este pasaje se da mucha importancia a las mujeres. Creo que es la primera vez que un profeta se dirige directamente a ellas en esta forma (si exceptuamos Is 32:9-12). ¿Sería el motivo el hecho de que en esta desviación del pueblo tuvieran mucha parte las mujeres? Eso sería plausible dado que se trata aparentemente de una forma de idolatría específicamente femenina. ¿O será más bien que el profeta aprovecha esta ocasión para poner en relieve la influencia que las mujeres tienen en sus maridos, para bien o para mal, y la parte que ellas siempre han tenido en las desviaciones idolátricas del pueblo? Ya este aspecto había sido destacado en la historia de la infidelidad de Salomón (1R 11:1-8). Si así fuera, el profeta, saliéndose del patrón usual de poner el énfasis en el varón, sigue aquí una línea más intimista y personal, dejando lo abstracto y hierático, para dirigirse a la situación humana en su realidad concreta.
26,27: “Por tanto, oíd palabra del Señor, todo Judá que habitáis en tierra de Egipto: He aquí he jurado por mi grande nombre, dice el Señor, que mi nombre no será invocado más en toda la tierra de Egipto por boca de ningún hombre de Judá, diciendo: Vive el Señor. He aquí que yo velo sobre ellos para mal, y no para bien; y todos los hombres de Judá que están en tierra de Egipto serán consumidos a espada y de hambre, hasta que perezcan del todo.” Este oráculo tuvo pronto un terrible cumplimiento. Su nombre santo no sería invocado más en Egipto por ningún hombre de Judá porque todos los que emigraron a ese país contra su voluntad (salvo un pequeño remanente), perecerían. (2)
Sin embargo, un pequeño remanente escapó a la carnicería y retornó a Judá: “Y los que escapen de la espada volverán de la tierra de Egipto a Judá…” Y he aquí la enseñanza: “sabrá pues todo el resto de Judá que ha entrado a Egipto para morar allí, la palabra de quién ha de permanecer: si la mía o la suya.” (v. 28). ¿Habrá palabra humana que prevalezca sobre la de Dios?
Al final del capítulo Jeremías da un signo de parte de Dios de que lo anunciado sucederá: “Y esto tendréis por señal, dice Jehová, de que en este lugar os castigo, para que sepáis que de cierto permanecerán mis palabras para mal sobre vosotros…He aquí que yo entrego a faraón Hofra, rey de Egipto, en mano de sus enemigos…así como entregué a Sedequías, rey de Judá (Véase cap 39), en mano de Nabucodonosor, rey de Babilonia, su enemigo que buscaba su vida.” (v.29, 30).
Según el historiador judío Josefo, cinco años después de haber capturado Jerusalén, Nabucodonosor invadió Egipto y lo sometió a su yugo, matando al faraón. Es muy probable que él entonces vengara la muerte de Gedalías, aniquilando a los judíos que habían querido refugiarse en Egipto. (3)
Según una tradición antigua Jeremías fue apedreado en Egipto por los judíos que no quisieron escuchar sus advertencias, pero su muerte no está registrada en las Escrituras.

Notas: 1. Dios llama a Nabucodonosor “mi siervo”. ¿Cómo podría ser un siervo de Dios el rey que destruyó el templo de Jerusalén? Por que lo hizo por orden suya. Dios lo usó como instrumento de castigo.
2. No obstante, siglos después habrá una numerosa colonia judía en Alejandría que invocará el nombre de Dios, pero que vivirá en constante conflicto con el pueblo de ese país.
3. Según el historiador griego Herodoto, Hofra fue asesinado por su sucesor Amasías unos diez años después, el año 570 AC. Sin embargo no es seguro que se trate del mismo faraón.

NB. Este artículo, como los dos anteriores del mismo título, están basado en trabajos escritos para un curso de “Entrenamiento Ministerial” seguido hace más de veinte años, que he revisado para ésta su primera impresión.

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