miércoles, 24 de febrero de 2010

¿PUEDE EL HOMBRE BENDECIR A DIOS?

Quizá más de alguno pensará que la pregunta del título es absurda. Sin embargo, el salmo 34, atribuido al rey David, comienza con las palabras: "Bendeciré al Señor en todo tiempo". (Nota) Es cierto que en la Epístola a los Hebreos se dice que "sin discusión alguna el menor es bendecido por el mayor". (He 7:7) Y así es como Dios, en efecto, bendijo a Abraham, éste a Isaac, Isaac a Jacob y Jacob a sus doce hijos. ¿Cómo puede pues el hombre bendecir a Dios, el menor al que está por encima de todas las cosas? ¿No es ésta una pretensión casi blasfema? No obstante, así cantan muchos salmos conocidos, como, el numero 103, por ejemplo, que empieza: "Bendice alma mía al Señor y todo mi ser bendiga su santo nombre." (v.1) ("todas mis entrañas" se lee en el original). O el salmo 16 donde se dice: "Bendeciré al Señor que me aconseja..." (v.7)

La noción, pues, de que el hombre puede y debe bendecir a Dios no es una anomalía aislada escondida en un solo salmo. ¿Cómo explicárnoslo? La palabra bendecir tiene dos significados principales. Uno es invocar o pronunciar bendición sobre una persona, e incluso, conferirla. Bendición equivale aquí a gracia, favor, prosperidad, longevidad, etc. todas aquellas cosas que solemos llamar "las bendiciones de Dios". Evidentemente bendecir en este sentido lo puede hacer sólo el mayor y nadie puede hacerlo sino en el nombre de Dios, que es la fuente de toda bendición.

Pero "bendecir" significa también "bien-decir", hablar bien de una persona (del griego "eulogeo", de donde viene nuestra palabra "elogio": "eu", bien, y "logeo" hablar). En este sentido bendecir es algo que sí puede hacer el menor al mayor.

El salmista dice que bendecirá al Señor "en todo tiempo". El famoso poema que figura al comienzo del capítulo tercero del libro del Eclesiastés dice que hay un tiempo para cada cosa y que hay tiempos contrastantes en la vida, tiempos de buenas y tiempo de malas; tiempos en que todo va bien y otros en que todo parece salir mal; tiempo de reír y tiempo de llorar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de callar y tiempo de hablar, etc., y que tenemos que enfrentarnos a cada uno de ellos.

Así pues, según, el salmo que estamos revisando, en todas esas circunstancias sin excepción, tan disímiles y contrarias, es cuando se debe bendecir al Señor. No sólo cuando todo va bien, sino, con mayor razón, cuando todo va mal. Cuando se ríe y cuando se llora, en tiempo de guerra y en tiempo de paz; cuando se está sano y cuando se está enfermo; cuando se tiene dinero y cuando no se tiene; cuando se está bien comido y cuando se padece hambre; cuando se es feliz y cuando se es desgraciado.

Bendecir y alabar a Dios cuando la vida nos sonríe es fácil, pero alabarlo y agradecerle cuando pasamos por días oscuros puede parecer locura a algunos y algunos, en efecto, maldicen al Señor en esas circunstancias. Lo hacen de maneras muy diversas. Lo hacen cuando dicen, por ejemplo: ¿Cómo es posible que Dios permita que me ocurra esto? Si Dios existe, o si Dios es bueno, ¿cómo es posible que haya tanto sufrimiento en la tierra? O simplemente cuando exclaman: ¡Maldita sea!

Los que tal hacen manifiestan con su actitud que son ignorantes de las cosas de Dios; desconocen que, aunque Dios es misericordioso, Él es también justo y que, siendo libre, el hombre debe experimentar las consecuencias de sus actos. Desconocen que Dios puede tener un propósito en mente aun para aquellos acontecimientos que para nosotros son amargos, y que "todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios." (Romanos 8:28).

Ciertamente hay muchos acontecimientos trágicos para los cuales no tenemos explicación alguna, pero, ¿conoce el hombre todas las cosas? Si hay tantos hechos naturales para los cuales no tiene explicación, ¿cómo puede el hombre pretender comprender cómo se teje la urdimbre de las causalidades humanas y cuáles son todos los factores que intervienen o que generan los acontecimientos?

En el plano personal hay momentos de prueba y momentos de recompensa. Tiempos de arar, barbechar y sembrar, que suelen ser arduos, y tiempos de cosechar, que suelen ser alegres. Si no hubiera los primeros tampoco habría los segundos. ¿Y agradeceremos a Dios sólo por la cosecha, mas no por la siembra?

Es en las etapas de prueba cuando más se debe alabar a Dios, porque hacerlo en esas circunstancias es expresar nuestra seguridad de que a la prueba seguirá el triunfo, con tanta certidumbre como que a la noche sigue el día. Bendecir al Señor en los momentos difíciles es expresar nuestra confianza en Él. Maldecirlo (esto es, hablar mal, renegar de Él) es declarar que no creemos en Él, que no creemos en su fidelidad o en su omnipotencia; que estamos convencidos de que sólo merecemos lo bueno. El engreído, el que no reconoce cuánto necesita ser corregido, es quien reniega de Dios cuando las cosas le son contrarias. Pero el que bendice a Dios en los momentos de prueba sabe que Dios, como un padre amante, corrige al hijo que ama y lo disciplina, y que, al hacerlo le muestra su amor.

Más aun, el que ama a Dios aprovecha esos tiempos para examinarse y ver qué cosa hay en él que necesita ser corregido, qué error puede haber cometido que le ha traído dificultades, si no habrá ocasionado él mismo con sus actos lo que ahora lo aflige. El que sabe aprovechar las lecciones de la vida es sabio. Pueblos sabios son también los que aprenden las lecciones que su propia historia les prodiga. Pero nosotros parece que aun no hemos llegado a esa etapa y caemos una y otra vez en el mismo error.

La línea siguiente del salmo dice así: "Su alabanza estará de continuo en mi boca." De continuo, esto es, constantemente, sin cesar. En toda hora del día mi alma alabará y bendecirá al Señor. El que así vive "andará a la luz de Su rostro" (Salmo 89:15), y vivirá continuamente en la presencia de Dios. Es conciente de que Dios le mira todo el tiempo y que observa todos sus actos. Sabe también que Dios le cuida y que nada malo puede sucederle.

¿Nada malo? ¿No vemos acaso a cada rato cómo gente buena e inocente es asesinada sin piedad y cómo los atentados alcanzan a gente que nada tiene que hacer con los objetivos que los dementes tratan de destruir?

En estos tiempos riesgosos, en que nadie puede considerarse libre de peligro, vivir en la presencia de Dios es la mejor seguridad, la mejor arma. Mucha gente, muchas empresas gastan pequeñas fortunas en comprar equipos de seguridad para sus casas y fábricas, en contratar "guachimanes" y guardaespaldas, en adquirir automóviles blindados y armas. Si ellos supieran que Dios ha prometido en su palabra que "el ángel del Señor acampa en torno de los que le temen y los salva", (Sal 34:7) se ahorrarían enormes gastos y vivirían con menos temor de ser secuestrados, o de ser víctimas de atentados.

Mucha gente inocente ha caído víctima de balas asesinas. Es cierto. Pero ¿cuántos de ellos, incluso cristianos, saben que Dios nos ha dado su palabra para aferrarnos a ella y que Dios no miente? Al que "vive al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso" se le ha dicho "caerán a tu lado mil y a tu derecha diez mil, pero a ti no te tocará". (Sal 91:7). Esa es una promesa de Dios. ¿No te basta esa palabra? ¿Crees que es sólo poesía? Si eso piensas, para ti lo será. Si estás dispuesto a poner tu confianza en Dios, que "no es hombre para que mienta" (Nm 23:19), Él "ordenará a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en piedra". (Sal 91:11,12).

¡Qué daño le han hecho a los creyentes los que -envueltos en ropaje eclesiástico y desde una cátedra de teología o desde el púlpito- le han dicho que las palabras de la Biblia deben entenderse sólo metafóricamente, no literalmente; que son sólo poesía arcaica de un pueblo de mentalidad mágica, precientífica! ¡Que Dios no hace milagros y que las narraciones antiguas deben ser desmitificadas para ser comprendidas! ¡Que las Escrituras no son realmente lo que Jesús dice de ellas, esto es, palabra de Dios, sino mera palabra humana! De esa forma le han robado al pueblo sus mejores armas, le han quitado la lámpara que alumbra sus pies, le han privado de la antorcha que ilumina su camino, le han dejado desguarnecido e inerme ante las asechanzas del enemigo.

Pese a ello yo bendeciré al Señor en todo tiempo, sabiendo que su palabra es verdadera y que Dios nunca miente.

Nota: La palabra hebrea "baraq" tiene dos sentidos básicos: arrodillarse y bendecir. Pero también puede significar, según el contexto, ser bendecido, alabar, adorar, invocar, pedir una bendición, saludar, e, incluso, eufemísticamente, maldecir.
Eulogeo aparece en Lc 1:64; 2:28 y St 3:9. Eulogetòs traducido como “bendito” aparece en Lc 1:68: Rm 1:25; 9:5; 2Cor 1:3; Ef 1:3; 1P 1:3. Makarios, que es el verbo que Jesús emplea en las bienaventuranzas, figura en el Nuevo Testamento cuando el hombre bendice a Dios sólo en 1Tm 1:11 y 6:15.

NB. Este artículo fue publicado por primera en la revista “Oiga” bajo el pseudónimo de “Joaquín Andariego”, con que yo firmaba mi columna “El Evangelio y Nosotros”. Lo he revisado y completado para esta ocasión.

#614 (14.02.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

martes, 16 de febrero de 2010

LA VERACIDAD DE LAS PALABRAS Y EL CUMPLIMIENTO DE LO OFRECIDO

Uno de los signos que mejor nos permiten apreciar la madurez que ha alcanzado un cristiano es la veracidad de sus palabras. ¿Dice siempre la verdad sin desfigurarla, o se permite pequeñas libertades al narrar algo? ¿Cumple siempre lo que promete? ¿Acude puntualmente a sus citas? ¿No se le escapan algunas mentirillas blancas para justificarse? Esas son pequeñas señales con las que nosotros damos a conocer a los demás el grado de nuestra adhesión a la verdad, la consistente o deficiente integridad de nuestro carácter.

Haciendo un esfuerzo de imaginación ¿podríamos imaginar a Jesús diciendo una pequeña mentira para salir del paso? Si sus discípulos lo descubrieran con las manos en la masa mintiendo ¿seguirían creyendo en Él? Si Jesús hubiera mentido tan sólo una vez no existiría el Cristianismo, porque nadie habría querido seguirle a riesgo de su vida ni habría muerto por Él. La confiabilidad de una persona depende de la confiabilidad de sus palabras.

Pero no necesitamos hacer ningún esfuerzo imaginativo para visualizar a un creyente mintiendo, porque nuestra experiencia nos ha enseñado que los cristianos también mienten, en algunos casos con tanta o mayor frecuencia que cualquier incrédulo. La mentira está en el ambiente, forma parte de nuestra cultura peruana y los cristianos no nos hemos podido librar de ese mal hábito que contamina a nuestra sociedad.

Sin embargo, si hemos de ser discípulos de Aquel que dijo de sí mismo: "Yo soy la verdad..." (Jn 14:6) no podemos ser menos veraces que nuestro modelo. Por eso tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento condenan la mentira.

El apóstol Pablo escribe en Efesios: "Desechando la mentira (es decir, descartándola, ni siquiera tocándola), hablad verdad unos con otros" (4:25), citando Zc 8:16 (“Hablad verdad cada cual con su prójimo…”). ¿Qué razón hay para insistir en ello? "...porque somos miembros los unos de los otros", miembros de un mismo cuerpo.

Sabemos por la biología que los miembros del cuerpo están interrelacionados y actúan coordinadamente, intercambiando señales -químicas y de otro tipo- sobre su funcionamiento. ¿Sería posible que un miembro mande señales falsas, mentirosas a otro? No, no es posible: las células no son hombres para que mientan. Pero podría ocurrir que un miembro del cuerpo se malogre, que esté enfermo y que envíe señales equivocadas a otros miembros. En esos casos todo el organismo puede trastornarse. La capacidad del organismo para mantener la salud -es decir, sus defensas naturales- son superadas por los agresores y no pueden corregir al órgano que anda mal. El cuerpo entero sufre y se enferma.

Cuando en el cuerpo de Cristo un miembro manda una señal equivocada, o peor, falsa, a otro, todo el cuerpo sufre, se produce confusión. Aquí pues, Pablo nos da una de las razones más poderosas para la veracidad: la salud del cuerpo de Cristo, de la Iglesia, está en juego. La mentira, la hipocresía, le hacen mucho daño, y más aun, la calumnia .

En la epístola a los Colosenses Pablo repite el mismo consejo en otros términos: "No os mintáis unos a otros..." (3:9). Eso pertenece al viejo hombre, del que ya os habéis despojado para vestiros del nuevo. La mentira es cosa del reino de las tinieblas, de su príncipe que, como dijo Jesús, es el padre de la mentira (Jn 8:44).

Si realmente hemos abandonado ese reino, no podemos mentir.

Mentir equivale a retroceder, a volver atrás al reino que hemos dejado. Por lo mismo, no podemos faltar a las citas a las que nos hemos comprometido ni podemos llegar tarde, pues si lo hacemos habremos mentido a la persona a la que aseguramos que llegaríamos a tal o cual hora. No sólo le mentimos, sino que también le robamos el tiempo que perdió esperándonos, sin que podamos sacar ningún provecho de ello, porque nadie puede utilizar el tiempo que hizo perder a otro. El tiempo es intransferible.

Pero hay más: Si mentimos, aunque sea ocasionalmente, o peor, si mentimos regularmente, no podemos crecer espiritualmente hasta el conocimiento pleno de la verdad (Col 3:10), porque la estaríamos negando en los hechos. El que miente hace las obras de su padre, el diablo (Jn 8:44). No podemos tener comunión con el diablo, mintiendo, y, a la vez, tener comunión con Cristo. Es algo incompatible. Él es la verdad, vino a “dar testimonio de la verdad” (Jn 18:37). ¿Cómo puedo yo ser su discípulo si miento, si doy testimonio de la mentira? Creo que no hemos llegado a comprender plenamente la seriedad del pecado de la mentira.

Jesús dijo: "Sea vuestro hablar sí, sí; no, no, porque lo que es más de esto, del mal procede" (Mt 5:37); y más tarde lo repetirá Santiago (5:12). Todo lo que agregamos para dar fiabilidad a nuestras palabras procede del diablo, porque el juramento parece excusar que mintamos cuando no juramos. Esa es la trampa del juramento que Jesús rechazó: Si no juro al decir algo, me está permitido mentir, aunque sea un poquito.

Pero Jesús nos está diciendo: nunca puedes mentir. ¿Que cosa es mentir? Faltar a la verdad. Es decir, negar la verdad, torcerla, desfigurarla, disimularla, ocultarla, herirla afirmando como verdadero lo que no lo es. ¿Cómo podría un discípulo de la Verdad, torcerla, negarla, herirla sin negar a su Maestro?

A veces, sin llegar a jurar, para confirmar la verdad de lo que decimos, en vista de que el otro duda, decimos: “Te doy mi palabra de honor”, con lo cual garantizamos la verdad de lo dicho. Pero toda palabra de un cristiano es palabra de honor, compromete su honor, porque toda palabra emitida nos compromete ante Dios que la escucha. Pero no sólo compromete nuestro honor, sino también el honor de Dios de quien nos declaramos hijos, así como todo acto indigno de un hijo deshonra a su padre.

¿Habías pensado alguna vez en eso? El que miente pierde su honor. En consecuencia, carece de honor, esto es, de honra. El que no tiene honra no es "honrado"; no puede recibir honra de los demás, que es lo que ser "honrado" significa: recibir honor. No merece honor ni honra (Nota 1). Pero el que no es honrado no es honesto, como bien sabemos, porque son palabras sinónimas. Es decir, es un deshonesto, capaz de cualquier acto doloso. Por eso decimos que el que puede mentir, puede también robar. Y, de hecho, el que miente calumniando, roba la honra de otros.

De ahí la importancia que tiene el que el hombre público no mienta. Si miente, pierde autoridad, pierde cara, ya que el pueblo necesita confiar en sus autoridades. Porque ¿cómo confiarán en un mentiroso? La mentira es síntoma de una grave deficiencia de carácter que podría llevarlo fácilmente a robar.

En el salmo 15 se describe al hombre íntegro como al que "aun jurando en daño suyo, no por eso cambia" (v. 4c). Esto es, ni aun en el caso de que cumplir con un compromiso lo perjudique, deja por eso de cumplirlo. El hombre justo, el hombre íntegro, no puede faltar a su palabra, aun si no le conviene cumplirla. Está atado por ella.

En el Antiguo Testamento hay dos ejemplos clásicos de lo que expresa este salmo. Uno es el caso del pueblo de Israel en plena conquista de la Tierra Prometida que, por no consultar con Dios, le creyó a los gabaonitas e hicieron pacto con ellos de respetar sus vidas, a pesar de que Dios les había ordenado que no perdonaran la vida de ninguno de los habitantes de la tierra que iban a conquistar. Cuando se dieron cuenta de que habían sido engañados, ya no pudieron dar marcha atrás: habían comprometido su palabra y tuvieron que cumplirla, mal que les pesara (Jos 9).

El otro caso es el juramento que precipitadamente pronunció Jefta de sacrificar al Señor al primero que saliera de su casa a recibirlo, si Dios le daba victoria sobre sus enemigos. Él pensaba naturalmente que el que primero vendría sería, según la costumbre que tenía, su mascota, su perrito, pero resultó ser su hija. Y cuando la vio, rasgando sus vestidos, le dijo que ya no podía retirar la palabra dada a Dios. ¿Y qué le contestó ella, aunque le costaba la vida? "Si le has dado palabra al Señor, haz de mí conforme a lo que prometiste". (Jc 11:30-36). (2).

Estos episodios están allí, entre otras razones, para enseñarnos la importancia que tiene cumplir la palabra dada. En ambos casos se derivan grandes perjuicios para el que empeñó su palabra -en el segundo, en verdad, toda una tragedia. Pero los hombres fieles al Señor no pueden dejar de cumplir lo dicho. La palabra empeñada es sagrada. Así lo entendían los israelitas, para quienes la palabra era un contrato. Así lo entienden también algunos pueblos no cristianos, que en eso nos dan ejemplo, para vergüenza nuestra.

En el libro de Números leemos: "Cuando alguno hiciere voto al Señor, o hiciere juramento ligando su alma con obligación, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca." (30:2). ¡Cómo esta palabra nos acusa! "Hará conforme a todo lo que salió de su boca". ¿Quiénes son los que pueden decir sinceramente que cumplen esa orden del Señor?

Ese pasaje habla del cumplimiento de los votos. ¿Qué es un voto? Una promesa hecha al Señor. El que ha pronunciado juramento ha ligado su alma. Ya no es libre. Por eso dice Proverbios: "es un lazo, una trampa, para el hombre hacer (precipitadamente) un voto y después de hecho, reflexionar" (20:25). Una vez hecho ya es tarde. Mejor sería que reflexione primero y después hable. El hombre íntegro no se apresura a pronunciar palabra que lo comprometa, sino que la medita primero pausadamente; no vaya a ser que después tenga ocasión de arrepentirse de haber abierto su boca.

Dios dijo: "Sed santos porque yo soy santo" (Lv 11:45; 1P 1:16). Dios no puede mentir porque Él es la verdad misma. Si mintiera no sería Dios. Entonces ¿cómo puede mentir el que quiera ser santo como Dios le manda?

Notas (1) No obstante, el mundo honra a los mentirosos, los encumbra, los halaga. Se diría que mentir es una condición necesaria para tener éxito.

(2) Hoy hay una tendencia a desvirtuar el desenlace trágico de ese episodio, porque no figura en el texto la muerte de la hija y hiere nuestra sensibilidad, que no concibe un sacrificio humano. Pero esos eran otros tiempos y todo el contexto indica que Jefta cumplió su juramento.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”


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domingo, 14 de febrero de 2010

¿PUEDE EL HOMBRE BENDECIR A DIOS?

Quizá más de alguno pensará que la pregunta del título es absurda. Sin embargo, el salmo 34, atribuido al rey David, comienza con las palabras: "Bendeciré al Señor en todo tiempo". (Nota) Es cierto que en la Epístola a los Hebreos se dice que "sin discusión alguna el menor es bendecido por el mayor". (He 7:7) Y así es como Dios, en efecto, bendijo a Abraham, éste a Isaac, Isaac a Jacob y Jacob a sus doce hijos. ¿Cómo puede pues el hombre bendecir a Dios, el menor al que está por encima de todas las cosas? ¿No es ésta una pretensión casi blasfema? No obstante, así cantan muchos salmos conocidos, como, el numero 103, por ejemplo, que empieza: "Bendice alma mía al Señor y todo mi ser bendiga su santo nombre." (v.1) ("todas mis entrañas" se lee en el original). O el salmo 16 donde se dice: "Bendeciré al Señor que me aconseja..." (v.7)

La noción, pues, de que el hombre puede y debe bendecir a Dios no es una anomalía aislada escondida en un solo salmo. ¿Cómo explicárnoslo? La palabra bendecir tiene dos significados principales. Uno es invocar o pronunciar bendición sobre una persona, e incluso, conferirla. Bendición equivale aquí a gracia, favor, prosperidad, longevidad, etc. todas aquellas cosas que solemos llamar "las bendiciones de Dios". Evidentemente bendecir en este sentido lo puede hacer sólo el mayor y nadie puede hacerlo sino en el nombre de Dios, que es la fuente de toda bendición.

Pero "bendecir" significa también "bien-decir", hablar bien de una persona (del griego "eulogeo", de donde viene nuestra palabra "elogio": "eu", bien, y "logeo" hablar). En este sentido bendecir es algo que sí puede hacer el menor al mayor.

El salmista dice que bendecirá al Señor "en todo tiempo". El famoso poema que figura al comienzo del capítulo tercero del libro del Eclesiastés dice que hay un tiempo para cada cosa y que hay tiempos contrastantes en la vida, tiempos de buenas y tiempo de malas; tiempos en que todo va bien y otros en que todo parece salir mal; tiempo de reír y tiempo de llorar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de callar y tiempo de hablar, etc., y que tenemos que enfrentarnos a cada uno de ellos.

Así pues, según, el salmo que estamos revisando, en todas esas circunstancias sin excepción, tan disímiles y contrarias, es cuando se debe bendecir al Señor. No sólo cuando todo va bien, sino, con mayor razón, cuando todo va mal. Cuando se ríe y cuando se llora, en tiempo de guerra y en tiempo de paz; cuando se está sano y cuando se está enfermo; cuando se tiene dinero y cuando no se tiene; cuando se está bien comido y cuando se padece hambre; cuando se es feliz y cuando se es desgraciado.

Bendecir y alabar a Dios cuando la vida nos sonríe es fácil, pero alabarlo y agradecerle cuando pasamos por días oscuros puede parecer locura a algunos y algunos, en efecto, maldicen al Señor en esas circunstancias. Lo hacen de maneras muy diversas. Lo hacen cuando dicen, por ejemplo: ¿Cómo es posible que Dios permita que me ocurra esto? Si Dios existe, o si Dios es bueno, ¿cómo es posible que haya tanto sufrimiento en la tierra? O simplemente cuando exclaman: ¡Maldita sea!

Los que tal hacen manifiestan con su actitud que son ignorantes de las cosas de Dios; desconocen que, aunque Dios es misericordioso, Él es también justo y que, siendo libre, el hombre debe experimentar las consecuencias de sus actos. Desconocen que Dios puede tener un propósito en mente aun para aquellos acontecimientos que para nosotros son amargos, y que "todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios." (Romanos 8:28).

Ciertamente hay muchos acontecimientos trágicos para los cuales no tenemos explicación alguna, pero, ¿conoce el hombre todas las cosas? Si hay tantos hechos naturales para los cuales no tiene explicación, ¿cómo puede el hombre pretender comprender cómo se teje la urdimbre de las causalidades humanas y cuáles son todos los factores que intervienen o que generan los acontecimientos?

En el plano personal hay momentos de prueba y momentos de recompensa. Tiempos de arar, barbechar y sembrar, que suelen ser arduos, y tiempos de cosechar, que suelen ser alegres. Si no hubiera los primeros tampoco habría los segundos. ¿Y agradeceremos a Dios sólo por la cosecha, mas no por la siembra?

Es en las etapas de prueba cuando más se debe alabar a Dios, porque hacerlo en esas circunstancias es expresar nuestra seguridad de que a la prueba seguirá el triunfo, con tanta certidumbre como que a la noche sigue el día. Bendecir al Señor en los momentos difíciles es expresar nuestra confianza en Él. Maldecirlo (esto es, hablar mal, renegar de Él) es declarar que no creemos en Él, que no creemos en su fidelidad o en su omnipotencia; que estamos convencidos de que sólo merecemos lo bueno. El engreído, el que no reconoce cuánto necesita ser corregido, es quien reniega de Dios cuando las cosas le son contrarias. Pero el que bendice a Dios en los momentos de prueba sabe que Dios, como un padre amante, corrige al hijo que ama y lo disciplina, y que, al hacerlo le muestra su amor.

Más aun, el que ama a Dios aprovecha esos tiempos para examinarse y ver qué cosa hay en él que necesita ser corregido, qué error puede haber cometido que le ha traído dificultades, si no habrá ocasionado él mismo con sus actos lo que ahora lo aflige. El que sabe aprovechar las lecciones de la vida es sabio. Pueblos sabios son también los que aprenden las lecciones que su propia historia les prodiga. Pero nosotros parece que aun no hemos llegado a esa etapa y caemos una y otra vez en el mismo error.

La línea siguiente del salmo dice así: "Su alabanza estará de continuo en mi boca." De continuo, esto es, constantemente, sin cesar. En toda hora del día mi alma alabará y bendecirá al Señor. El que así vive "andará a la luz de Su rostro" (Salmo 89:15), y vivirá continuamente en la presencia de Dios. Es conciente de que Dios le mira todo el tiempo y que observa todos sus actos. Sabe también que Dios le cuida y que nada malo puede sucederle.

¿Nada malo? ¿No vemos acaso a cada rato cómo gente buena e inocente es asesinada sin piedad y cómo los atentados alcanzan a gente que nada tiene que hacer con los objetivos que los dementes tratan de destruir?

En estos tiempos riesgosos, en que nadie puede considerarse libre de peligro, vivir en la presencia de Dios es la mejor seguridad, la mejor arma. Mucha gente, muchas empresas gastan pequeñas fortunas en comprar equipos de seguridad para sus casas y fábricas, en contratar "guachimanes" y guardaespaldas, en adquirir automóviles blindados y armas. Si ellos supieran que Dios ha prometido en su palabra que "el ángel del Señor acampa en torno de los que le temen y los salva", (Sal 34:7) se ahorrarían enormes gastos y vivirían con menos temor de ser secuestrados, o de ser víctimas de atentados.

Mucha gente inocente ha caído víctima de balas asesinas. Es cierto. Pero ¿cuántos de ellos, incluso cristianos, saben que Dios nos ha dado su palabra para aferrarnos a ella y que Dios no miente? Al que "vive al amparo del Altísimo y mora a la sombra del Todopoderoso" se le ha dicho "caerán a tu lado mil y a tu derecha diez mil, pero a ti no te tocará". (Sal 91:7). Esa es una promesa de Dios. ¿No te basta esa palabra? ¿Crees que es sólo poesía? Si eso piensas, para ti lo será. Si estás dispuesto a poner tu confianza en Dios, que "no es hombre para que mienta" (Nm 23:19), Él "ordenará a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece en piedra". (Sal 91:11,12).

¡Qué daño le han hecho a los creyentes los que -envueltos en ropaje eclesiástico y desde una cátedra de teología o desde el púlpito- le han dicho que las palabras de la Biblia deben entenderse sólo metafóricamente, no literalmente; que son sólo poesía arcaica de un pueblo de mentalidad mágica, precientífica! ¡Que Dios no hace milagros y que las narraciones antiguas deben ser desmitificadas para ser comprendidas! ¡Que las Escrituras no son realmente lo que Jesús dice de ellas, esto es, palabra de Dios, sino mera palabra humana! De esa forma le han robado al pueblo sus mejores armas, le han quitado la lámpara que alumbra sus pies, le han privado de la antorcha que ilumina su camino, le han dejado desguarnecido e inerme ante las asechanzas del enemigo.

Pese a ello yo bendeciré al Señor en todo tiempo, sabiendo que su palabra es verdadera y que Dios nunca miente.

Nota: La palabra hebrea "baraq" tiene dos sentidos básicos: arrodillarse y bendecir. Pero también puede significar, según el contexto, ser bendecido, alabar, adorar, invocar, pedir una bendición, saludar, e, incluso, eufemísticamente, maldecir.

Eulogeo aparece en Lc 1:64; 2:28 y St 3:9. Eulogetòs traducido como “bendito” aparece en Lc 1:68: Rm 1:25; 9:5; 2Cor 1:3; Ef 1:3; 1P 1:3. Makarios, que es el verbo que Jesús emplea en las bienaventuranzas, figura en el Nuevo Testamento cuando el hombre bendice a Dios sólo en 1Tm 1:11 y 6:15).

NB. Este artículo fue publicado por primera vez en la revista “Oiga” bajo el pseudónimo de “Joaquín Andariego”, con que yo firmaba mi columna “El Evangelio y Nosotros”. Lo he revisado y completado para esta ocasión.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

#614 (14.02.10) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI).

jueves, 11 de febrero de 2010

LA SAMARITANA II

Este segundo artículo sobre la samaritana está también basado en una charla radial que a su vez estaba basada en la prédica del Ps. John Osteen mencionada la semana pasada. En este caso, sin embargo, mi contribución personal es mayor que en el primer artículo.

En la charla anterior hablamos de cómo Jesús, atravesando Samaria, encontró junto al pozo de Jacob, en el pueblo de Sicar, a una mujer que había ido a sacar agua (Jn 4:1-42). Y de cómo Jesús empezó a hablar con ella, pese a que Él era judío y ella samaritana. Vimos cómo Jesús le habló de un agua viva que Él podía darle y que si ella bebía de esa agua nunca volvería a tener sed. Le estaba hablando metafóricamente del agua viva que en otra parte dijo que Él habría de dar a todo aquel que creyera en Él (Jn 7:38).

Y narramos cómo la mujer le dijo: Dame de beber esa agua, y cómo ese pedido encarna la sed que tiene la humanidad de ser salvada del pecado y sus consecuencias. Esa mujer era muy desgraciada, ciertamente. Se había divorciado cinco veces. Yo no sé si ustedes conocen a alguien, hombre o mujer, que se haya divorciado tantas veces y sea feliz. Divorcio es lo mismo que fracaso y nunca ocurre sin que haya sufrimiento de ambas partes y de los hijos. Pero el divorcio para los judíos y los samaritanos era algo mucho peor para una mujer que para un hombre. No era como entre nosotros ahora una sentencia judicial en que uno de los cónyuges, o ambos de común acuerdo, solicitan y que no conlleva deshonra. No. Entonces el divorcio era un estigma para la mujer. De hecho, no se llamaba divorcio, sino repudio. Cuando un hombre quería separarse de su mujer le daba una carta de repudio, esto es, de rechazo. Y eso bastaba para deshacerse de ella. Era una decisión inapelable.

Esta mujer había sido rechazada por cinco maridos sucesivos. No sabemos por qué causa, si por culpa de ella o de los hombres con los que se había casado. Pero lo cierto es que, como consecuencia, ella era mirada como una mujer devaluada, descastada, deshonrada. Y ahora simplemente vivía con un hombre que no era su marido legítimo, quizá porque ya nadie se quería casar con ella. Si alguna vez tuvo algún atractivo físico ya lo había perdido posiblemente. Jesús, aunque nunca la había visto antes, sabía todo eso. Conocía toda su vida. Ella no necesitaba contársela. Pero Él quería tocar su corazón; quería hablarle precisamente de su vida; quería que ella reconociera la condición en que se hallaba. Pero, fíjense, no le reprocha: “Oye ¿Por qué estás viviendo con un hombre que no es tu marido?”. No, no la acusa. Todo lo contrario. La trata con delicadeza, la trata con la cortesía que se debe a una dama. Quizá ya nadie la trataba como a una dama, sino como a una cualquiera. Pero Él no. Él le habla con gentileza. Sabe que ya no está casada, pero le dice: “Llama a tu marido”. No la humilla. Quería que ella reconociera por sí misma su propia condición.

¡Qué distinto es el mundo! ¡Qué distinto se porta la sociedad con los caídos! La sociedad levanta un dedo acusador contra los descarriados; se ensaña con ellos. Jesús sabe cuánto debe haber sufrido esa mujer por haber sido rechazada, abandonada por cinco maridos, uno después de otro. Sabe que ella es infeliz y se compadece de ella.

¡Qué contraste entre los hombres y Dios! Los hombres vemos en el caído lo que es vergonzoso. Dios ve un alma que puede ser salvada. Nosotros vemos a un ser despreciable; Dios ve a alguien que necesita ayuda. Nosotros vemos lo que hay de odioso en él; Dios ve lo que tiene de amable, esto es, digno de ser amado, lo que hay de bueno en él o en ella. ¡Cuán distinto es Dios del mundo!

Y cuando ella se da cuenta de que Él sabe toda su vida, que no hay nada que pueda ocultarle, ella comprende que la persona con quien habla es un ser especial y le dice: Señor, me parece que eres profeta.

Ahí quería llevarla Jesús. Quería que ella reconociera su condición de pecadora y que comprendiera que Él tenía algo decisivo que darle, algo que era mucho más valioso que el agua que se recoge en un balde.

Y eso quiere Jesús también que nosotros hagamos: Quiere que comprendamos que Él sabe todo acerca de nuestras vidas, que no hay nada en nosotros que podamos ocultarle, y que, sea lo que sea lo que nosotros hayamos hecho, Él nos ama a pesar de todo y quiere salvarnos. No ve en nosotros lo que nos avergüenza. Ve la imagen y semejanza de Dios en nuestras almas. Ve el potencial de bien que hay en nosotros. No el mal que hemos hecho.

Esa mujer entonces le dice: Yo sé que ha de venir el Mesías y que cuando Él venga, nos dirá todas las cosas que deseamos saber. Esa mujer de vida desarreglada, que nosotros creeríamos que no tiene ningún pensamiento de Dios, esa mujer espera al Mesías. Espera al Salvador. Ella tiene esa esperanza.

Es que, contrariamente a lo que nosotros solemos suponer, los pecadores, los que están alejados de Dios, no son felices en su situación. Tienen un ansia, quizá inconsciente pero profunda, de algo mejor. Buscan algo que ignoran pero que presienten. Tienen una sed espiritual. Tienen un vacío dentro que sólo Dios puede llenar.

Y a veces lo buscan equivocadamente, lo buscan donde no se halla. Por eso están llenos los locales de las sectas, los conventículos esotéricos. Es gente que busca a Dios donde no se encuentra, pero desean hallarlo.

Y he aquí que entonces sucede algo maravilloso. Sabemos que Jesús ocultó su identidad de Hijo de Dios al mundo hasta el final de su vida pública. A los demonios que sabían quién era Él, les ordenaba que se callaran. No quería que el mundo lo supiera. Pero se revela a ella: El Mesías que tú esperas, soy yo, el que habla contigo. No se reveló a ningún personaje importante, a ningún rey o maestro de la ley. Pero sí se descubre ante esa mujer indigna y humillada, ante esa pecadora.

Recordemos que Él dijo en otro momento: “Yo te alabo Padre, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños.” (Mt 11:25). A los pobres, a los ignorantes, Él les revela cosas que los sabios ni sospechan.

Él hizo todo un viaje para buscar a esta mujer, porque sabía que ella tenía necesidad de Él, y que ella estaba dispuesta a recibir su ayuda. Así es Jesús. Él sabe que la humanidad tiene necesidad de alivio, tiene necesidad de paz, y Él quiere dárnosla. Por eso Él dijo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré, yo os haré descansar.” (Mt 11:28).

Y por eso va a buscar a esa mujer en Sicar, desafiando el calor y el camino áspero. Por eso le habla cuando no estaba bien visto que lo hiciera. Por eso va Él a todas partes donde hay un pecador con el corazón dispuesto a escucharlo.

Sí, por eso viene Él a Lima, por eso va Él a Huancayo. Por eso va Él a Arequipa, al Cuzco, a Lurigancho, al penal San Jorge. Por eso va Él a todas partes. Para eso su Espíritu recorre el mundo entero, en busca de pecadores dispuestos a arrepentirse, a ser renovados interiormente, a ser regenerados, a empezar de nuevo.

Para eso vino Él al mundo, para eso se ha quedado entre nosotros hasta el fin de los tiempos. Y todo el que tenga necesidad de Él puede hallarlo.

Esta mujer, que había ido a llenar su cántaro con agua, lo encontró cuando ni siquiera se imaginó que podría hallarlo. ¡Y cómo habrá sido la revelación que ella tuvo cuando Él le dijo: Yo soy el Mesías. ¡Cuál habrá sido su deslumbramiento, que en un impulso súbito, dejó su cántaro de agua y se fue corriendo al pueblo gritando excitada: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que yo he hecho! ¿No será el Mesías? ¡Vengan, vengan a ver a este hombre.”! (Jn 4:29).

Y de esa manera, esta mujer pecadora, despreciada, se convierte en la primera predicadora del Evangelio, la primera evangelista, porque dice Juan unos párrafos más abajo que los habitantes de la ciudad creyeron por su palabra. Nadie antes que ella había hablado a las gentes de Jesús. Ella lo hizo incluso antes que Jesús enviara a los 72 discípulos de dos en dos a predicar por los pueblos. Una mujer, y no una santa, fue la primera persona que predicó a Jesús. ¿Se dan cuenta? Y lo hizo sin que Jesús se lo pidiera, aunque Él sabía que lo iba a hacer. Lo hizo porque estaba deslumbrada por su descubrimiento, por la chispa de fe que había prendido en su alma.

Justo cuando ella se fue, los discípulos que habían ido al pueblo a buscar comida regresaron y le dijeron: “Maestro, come.” Pero Él contestó: “Yo tengo una comida de la cual vosotros no sabéis nada.” Y ellos se preguntaron: “¿Le habrá dado alguien de comer?” Pero Él les dijo: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre.” (Jn 4:32-34).

¡Cuán importante era para Jesús hacer la voluntad de su Padre que Él la llama comida! ¡Y dejó todo por cumplirla! Él se alimentaba de hacerla.

¿Cuál era la voluntad de su Padre? Lo que estaba Él haciendo en ese momento: Salvar a la gente extraviada, tocar a los desgraciados, a los afligidos, aliviarlos, sanarlos.

“Yo he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido, y no son los sanos sino los enfermos los que tienen necesidad de médico.” (Mt 18:11; 9:12).

Y nosotros ¿qué hacemos? ¿Cumplimos la voluntad de nuestro Padre? ¿Es tan importante para nosotros que por cumplirla nos privamos de alimento si fuera necesario? Esa voluntad no ha cambiado. Sigue siendo la misma que hace dos mil años. Y Jesús nos ha mandado a predicar el Evangelio. Él nos ha dado ese mandato. Nos lo ha dado a todos sus discípulos. No sólo a unos cuantos. Nos lo dio a todos. Y nos mandó a sanar enfermos, a expulsar demonios, a buscar y a salvar lo que estaba perdido; a aliviar, como Él había hecho, las necesidades de nuestros semejantes.

A dar de comer al hambriento, como Él lo hizo. A socorrer a las viudas y a los huérfanos; a visitar a los encarcelados. ¿Y qué cosa oiremos en el día del juicio? ¿Venid benditos de mi Padre?, o ¿apartaos de mí, malditos? ¿De qué lado estaremos: a su derecha o a su izquierda?

¿Sustentamos al hambriento, o no lo hicimos? ¿Dimos de beber al sediento, o no lo hicimos? ¿Fuimos a visitar enfermos, o no lo hicimos? Fíjense que no se trata sólo de hambre, o sed o de enfermedades materiales, sino también de carencias espirituales. ¿Hemos aliviado las necesidades de nuestros semejantes? Porque no hay fe que salve si no se manifiesta en obediencia a los mandatos de Jesús. Él lo dijo bien claro: “Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.”(Mt 7:23).

Y he aquí que mientras Jesús está hablando con sus discípulos viene hacia Él la multitud de los habitantes del pueblo. Y Él comenta con sus discípulos: “Vosotros decís que faltan cuatro meses para la cosecha” porque era finales de marzo o comienzos de abril y faltaban, en efecto, cuatro meses para la siega. Y agrega: “Alzad los ojos y mirad los campos que están blancos para la siega.” Ahora es la cosecha. Esa multitud que viene hacia Él son los campos blancos para la siega. (Jn 4:35).

Esa humanidad necesitada de Dios es el trigo ya maduro que Dios quiere que cosechemos. Ahí está listo para que nosotros lo seguemos. Hoy día. No mañana.

No hay que esperar mejor oportunidad, cuando la ocasión se presenta. Hoy es el día de salvación. Hoy tenemos que hablar al amigo que está en problemas, al hermano que está enfermo, a la madre abandonada que pasa necesidad.

Cuando alguien viene a tocar tu puerta y te pide un pedazo de pan, ahí está la cosecha. Cuando viene alguien a pedirte un favor, un consejo, ahí está la cosecha.

¿Cómo le hablas? ¿Lo despides de mala manera? “Ya, ya ocioso, vete a tocar otra puerta.” ¿O lo acoges y le preguntas: qué necesitas? ¿Te interesas por su problema? ¿Tratas de discernir si es verdad lo que te relata, o si es un cuento? Y si te parece sincero ¿tratas de ayudarlo? Y si te parece que miente ¿no le dices, al menos, que Jesús lo ama y quiere salvarlo?

No nos engañemos. Jesús nos ha dado un mandato y Él nos pedirá cuentas de cómo lo cumplimos: “Porque tuve hambre y me diste de comer, y tuve sed y me diste de beber; estaba desnudo y me vestiste.” (Mt 25:35,36).

¡Ah! ¡Feliz tú si alguna vez lo hiciste! ¡Desgraciado tú si te has negado siempre a hacerlo!

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LA SAMARITANA I

Hace 20 años yo me alimentaba con las prédicas del pastor John Osteen, fundador de Lakewood Church en Houston, que recibía regularmente en cassette. Este artículo y el siguiente del mismo título son la trascripción de una charla dada en Radio Inca el 22.10.88, que a su vez estaba basada en una de las prédicas de John Osteen que más me habían impactado. Los publico como un homenaje a su memoria.

El Evangelio de San Lucas nos cuenta que Jesús, después de haber sido tentado por el diablo y de haberlo vencido, fue a su pueblo natal, a Nazaret, y entró en la sinagoga, que es como si dijéramos, al templo del lugar. Y ahí, según la costumbre, se levantó a leer un pasaje de las Escrituras. Le alcanzaron el rollo del profeta Isaías y Él escogió el pasaje que dice así:

"El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar las buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos y a dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año agradable del Señor." (Lc 4:14-21).

Al leer esas palabras en la sinagoga, al comienzo de su vida pública, Jesús estaba anunciando cuál era la finalidad de su venida al mundo. Mucho se discute entre los entendidos, especialmente entre los agnósticos, acerca de la misión de Jesús. Pero he aquí que Jesús, en unas sencillas palabras, lo dijo muy claro:

"El Espíritu del Señor está sobre mí...para anunciar las buenas nuevas a los pobres..." Si tú eres pobre y te falta dinero para comer, si te falta trabajo para ganar el pan de tus hijos; si te faltan los recursos para subvenir a tus necesidades y a las de tu familia, mira, Jesús te dice: Yo he venido para traer la solución a tus problemas; yo tengo el poder que te permitirá encontrar lo que necesitas; yo sé cuál es tu necesidad y puedo ayudarte.

El Espíritu del Señor... "me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón...". Si tu corazón está quebrantado, si tienes una gran pena, Jesús ha venido para consolarte, para darte sosiego. Él no está lejos de ti, sino cerca de tu corazón humillado. Vuélvete hacia Él.

El Espíritu..."me ha enviado a pregonar libertad a los cautivos". Si tú estás preso en la cárcel, injusta o merecidamente, para Él no hay diferencia. Él ha venido a darte libertad; la libertad interior y la libertad exterior. Él ha venido para sacarte de esa situación.

Si tú estás preso de algún vicio, de un mal hábito, Él tiene el poder de libertarte de esa atadura; Él tiene la fuerza que necesitas para sobreponerte y salir adelante.

Tú quizá te digas: ¿Cómo se va a interesar Jesús por mí si yo he cometido ese crimen, si yo he hecho esto malo o lo otro; si yo no soy bueno, si yo me desprecio a mí mismo. Pues si tú eres eso que dices, tú eres justamente la clase de gente que a Él le interesa, la clase de gente por la cual Él vino al mundo. Él no vino por los santos; no vino por los buenos. Vino por los indignos, por los despreciados, por los pecadores. En verdad, Él está más atraído por la miseria humana que por nuestros méritos.

Jesús en ese pasaje habla del mundo que sufre, del mundo que llora, del mundo que tiene penas, del mundo de los oprimidos. Él ha venido a invadir con su amor el mundo de los que sufren. Él está interesado en la gente desesperada, que ya no puede más. Él busca a la gente que está en el fango, en el arroyo, que ha descendido a lo más profundo de la vileza humana. No hay bajeza que a Él lo espante o lo escandalice, porque Él conoce el corazón humano. No hay envilecimiento que Él no pueda restaurar.

Ah, si tú eres uno de esos, que tu alma se llene esperanza. Jesús ha venido por ti.
Él dijo: "El diablo no ha venido sino para robar, matar y destruir, pero yo he venido para que tengan vida, y vida en abundancia." (Jn 10:10) El enemigo de nuestra alma está empeñado en hacer desgraciada a la gente, en romper hogares, en dividir a las familias, en atraer a los jóvenes a los malos caminos y destrozar sus vidas, en esclavizar a los hombres con el hechizo de los vicios y de las drogas. Pero Jesús vino a destruir esa obra del maligno. Él vino a reconciliar a los que están de pleito, a consolar a los que sufren, a liberar a los enviciados, a devolver la dignidad a los que la han perdido.

Él es el mismo ayer, hoy y siempre. Tal como hacía cuando vino a Galilea hace dos mil años, sigue Él actuando hoy en día.

El episodio de la samaritana que narra el Evangelio de San Juan en su 4to. capítulo es un claro ejemplo de cómo actúa Jesús en el caso de las personas que han tenido grandes caídas. Él no se escandaliza por esa clase de gente. No la desprecia.

La samaritana era una mujer con grandes problemas, una mujer había tenido cinco maridos y el hombre con el que ahora vivía ni siquiera era su marido. Era una mujer como esa de que habla la canción gitana, que es como la moneda de cobre, que rueda de mano en mano pero ninguno se la queda. Una de esas mujeres que la gente desprecia. Pero noten lo siguiente: ¿Hay algún pasaje en los Evangelios que narre el encuentro de Jesús con una mujer del gran mundo, con una señora elegante? ¿Conoce alguien ese pasaje? Nadie lo conoce porque no existe.

En lo que respecta a mujeres los Evangelios narran los diálogos que tuvo Jesús con una pecadora pública, a quien nadie invitaría a su casa; con una samaritana, perteneciente a un pueblo al cual los judíos despreciaban; con una mujer pagana de Sidón, habitante de una ciudad idólatra; con una viuda que había perdido un hijo, y por tanto, desamparada; y con las hermanas de Lázaro que había muerto, que habían sufrido una gran desgracia.

Dice el Evangelio de San Juan que Jesús partió de Judea para ir a Galilea, que queda al Norte, y que tenía que pasar por Samaria. ¿Porqué tenía que pasar por Samaria, si podía haber escogido la ruta más fácil por el Jordán, que era más llana? Sin embargo Él escogió el camino escarpado y fatigoso por las montañas de Samaria. No sabemos por qué, pero quizá por que Él tenía que llegar al pueblo de Siccar, para encontrarse con esa samaritana.

Aunque ella no lo sabía, Él tenía una cita con ella e iba a llegar al pueblo justo cuando ella salía a buscar agua en el pozo, y allí la encontraría. Así era Jesús. Es como si Él se hubiera dicho: Yo tengo que ver a esa mujer desgraciada. Y hoy Él se dice: Yo tengo que ver a ese delincuente; yo tengo que hablar con ese drogadicto; yo tengo que buscar a ese borracho; yo tengo que rescatar a ese ladronzuelo. Tengo que visitar a ese enfermo desahuciado, a esa madre desesperada, a ese huérfano abandonado.

Jesús le dice: “Dame de beber.” Y la mujer le contesta: ¿Cómo tú, siendo judío, me hablas a mí que soy samaritana? Jesús era judío y los judíos despreciaban a los samaritanos; no se hablaban, estaban de pleito.

Y tu quizá te preguntes: ¿Cómo así me va a buscar Jesús, si yo estoy lejos de Dios? ¿Si nunca voy a la iglesia? ¿Si yo más bien, ando por los antros de mala vida, frecuento las cantinas, me paso el día entero en un hueco, volando?

Es que Jesús rompe todas las reglas, todas las convenciones, para ir a buscar a los que están perdidos. Él vino al mundo para eso, y para eso sigue viniendo aún todos los días.

Y Jesús le responde a la mujer: "Si tú conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a Él y Él te daría agua viva?" A veces Jesús nos llama, pero no le hacemos caso, no le damos importancia. ¡Si supiéramos lo que Él puede hacer por nosotros!

Y la mujer se sorprende y le contesta: ¿Cómo me vas a dar agua tú a mí, si no tienes balde ni soga para sacarla del pozo?

Pero Jesús le dice: "Cualquiera que beba de esa agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le daría, no tendrá sed jamás."

Es que en todo ser humano hay una sed que ninguna cosa de este mundo puede calmar. Ni el dinero, ni el éxito, ni la posición social, ni las drogas, ni el sexo. Hay un vacío en todo hombre y mujer que sólo Dios puede llenar. Y la mujer le dice: "Dame esa agua" Yo quiero esa agua.

Ésa es la frase de la humanidad dolida, la frase que expresa el ansia por ese algo que sólo Dios puede dar.

Dame esa agua, grita el encarcelado, quiero salir de Lurigancho.

Dame esa agua, dice el desesperado, quiero que soluciones este conflicto.

Dame esa agua, dice el marido que abandonó su casa, quiero que mi mujer me perdone, quiero amistar con ella.

Dame esa agua, dice la mujer golpeada, yo quiero que mi marido no siga bebiendo y no me siga pegando.

Dame esa agua, dice la prostituta, no quiero seguir vendiendo mi cuerpo.

Dame esa agua, dice el drogadicto, no quiero seguir drogándome.

Dame esa agua, dice el enfermo, no aguanto más este dolor.

Dame esa agua dice el desdichado, no soporto tanto sufrimiento.

Jesús antes de morir, dijo en la cruz: “Tengo sed”. (Jn 19:28) El padeció una sed terrible, para que la humanidad no tuviera que padecerla. El sufrió la sed de todos los seres humanos, para poder calmarla. Sufrió sed por todas las almas que Él quiere salvar, y para que ellas no tengan necesidad de sufrirla en el infierno de esta vida, o en el infierno que está más allá de la tumba.

El sufrió la sed que tú tienes ahora y que tú no tienes necesidad de sufrir, porque él ya sufrió esa sed por ti.

Búscalo a Él, cuéntale tus desdichas, háblale de tus penas.

Él te escucha. Él te comprende. Él está a tu lado y quiere que le hables.

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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lunes, 1 de febrero de 2010

AGRADECIMIENTO III

En nuestra charla anterior hablamos acerca de cómo Dios tiene el mundo bajo su control y cómo, en consecuencia, nada puede ocurrir al hombre sin que Dios lo quiera o lo permita. Eso es lo que su palabra afirma.

Pero entonces, preguntamos, si nada ocurre sin que Dios esté involucrado ¿quiere eso decir que nuestras enfermedades vienen de Dios, y que, cuando nos enfermamos, debemos aceptar la dolencia y el sufrimiento que nos causa sin resistir?

Preguntamos también si es Dios el único origen de todas las cosas buenas y malas que ocurren en el mundo y que nos suceden a nosotros, o si hay otras causas detrás de los males que nos afligen.
El tema es muy vasto y complejo y voy a tratar de cubrir lo esencial en el curso de esta corta charla. En primer lugar, es cierto que todo lo que ocurre, sea bueno o malo, viene en última instancia de Dios. Pero no siempre es Dios el origen inmediato de lo que ocurre en el mundo.
Muchas cosas ocurren porque nosotros, los hombres, las hemos causado. Si yo, por ejemplo, subo a mi automóvil borracho y choco, no puedo echar la culpa del accidente a Dios. Yo soy responsable del choque, aunque Dios haya permitido que ocurra. El hubiera podido, es verdad, impedir que yo choque, y nosotros no sabemos con qué frecuencia Dios interviene para librarnos de sufrir las consecuencias de nuestras imprudencias. ¿Por qué unas veces nos salva y otras no? Eso es algo que quizá un día en el cielo sabremos.
Si yo me dedico a comer en exceso alimentos muy pesados, no puedo echarle la culpa a Dios si me enfermo del estómago. Yo soy el responsable de esa enfermedad.
Pero no todos los males que afligen al hombre son consecuencia de sus propios actos. Pueden ser consecuencia de actos o de omisiones ajenas. En muchos casos resultan de circunstancias en las que no hay responsables identificables, o cuyas causas son para nosotros impenetrables. Sin embargo, detrás de todas las circunstancias y de los factores humanos, en última instancia son el demonio y sus huestes, que actúan en la sombra, los causantes de los males que afligen al hombre.
Hay muchas personas, y hasta teólogos hoy día, que niegan la existencia del diablo como un ser personal. Dicen que es un mito mediante el cual en el pasado el hombre trataba de explicarse la presencia del mal en el mundo, y añaden que en nuestra época ilustrada y científica ya no es dable permanecer aferrados a esa concepción pre-científica superada. Debemos descartar, afirman, toda intromisión de lo sobrenatural en la realidad física, porque lo sobrenatural no existe.
Sin embargo, no se puede estar parado en la palabra de Dios y negar al mismo tiempo la existencia del diablo, porque la revelación divina la afirma. Jesús habló muchas veces explícitamente del demonio y en muchas ocasiones expulsó al espíritu maligno de una persona. No podemos decir que Él era víctima de concepciones míticas. Tampoco se puede sostener, como hacen algunos, que Él condescendió a adaptarse a la mentalidad de su tiempo y adoptó a ella su lenguaje. Eso haría de Él un mentiroso. Él sabía muy bien lo que hacía y lo que decía, y dijo claramente en el Evangelio de Juan: "El enemigo -esto es, el demonio- no ha venido sino para robar, matar y destruir". (Jn 10:10). Ahí Él no está hablando de ningún producto de la imaginación popular, sino de una realidad muy presente en nuestras vidas contra la cual Él vino a luchar.
Satanás ha intervenido en la historia humana desde el comienzo de la creación. Como consecuencia de su rebeldía, Adán cedió a Satanás el señorío sobre la tierra que Dios le había otorgado. Desde entonces Lucifer y sus huestes por envidia tratan de mil maneras de hacer daño al hombre y de apartarlo de Dios.

En el poema de Job hemos visto cómo Dios otorga permiso a Satanás para que después de haber hecho perecer a los hijos de Job y que le arrebaten su fortuna, le permite tocar el cuerpo del patriarca, pero respetando su vida. Como consecuencia, Job se enferma de sarna (Jb caps 1 y 2).
En el episodio en que Jesús sanó a una mujer que vivía encorvada y los fariseos le reprocharon que sanara en sábado, Jesús les preguntó si no era justo liberar, aun en el día de reposo, a una mujer que había vivido 18 años oprimida por el diablo (Lc 13:16).

Pero hay casos en que las Escrituras dicen que es Dios el causante directo de la enfermedad de un hombre, a quien castiga de esa manera por un grave pecado. Eso ocurrió, por ejemplo, con Herodes Agripa, en el libro de los Hechos, a quien un ángel del Señor tocó y que murió en medio de horribles dolores, por haberse atribuido el honor que sólo se debe dar a Dios (Hch 12:23). O con el rey Uzías, en el libro de Crónicas, que enfermó de la lepra por haber usurpado en su soberbia el papel de sacerdote en el templo (2Cro 26:16-21).

Es muy difícil discernir en qué forma se conjugan los diferentes factores que intervienen en las enfermedades. Si es Dios que prueba o que castiga al hombre, o si es Satanás quien lo aflige con el permiso de Dios, o si es el propio hombre quien se ha acarreado con sus propios actos la enfermedad que lo atormenta. Nosotros no podemos penetrar en la mente de Dios. Si, como el libro de Proverbios afirma, no podemos siquiera seguir el rastro en el aire del águila que vuela ¿cómo podríamos saber algo mucho más complejo, como es la forma en que esos tres factores que he mencionado se conjugan para causar la enfermedad? (Pr 30:19).

Pero sí podemos estar seguros de tres cosas: Una es que las causas naturales que originan la enfermedad, esto es, los microbios, las bacterias y virus, así como el desgaste natural del cuerpo, sólo obran o existen a causa del pecado. Sin el pecado original -esto es, sin la corrupción de la naturaleza que trajo la caída de Adán- no habría enfermedad ni muerte en el mundo. Las bacterias, microbios y virus que hubiera sólo ejercerían una influencia beneficiosa. El hombre no moriría y viviría sano.

De otra parte, como lo sugiere la orden dada a Adán antes de la caída, de comer sólo lo que la flora le ofrezca (Gn 1:29), según el proyecto original de Dios el hombre sería vegetariano. Hay un pasaje además en Isaías que sugiere fuertemente que en la restauración de todas las cosas al final de los tiempos, los animales no serán carnívoros -esto es, no se comerán unos a otros- sino herbívoros, y no habrá animales venenosos: “Morará el lobo con el cordero y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro, el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará…Y el león como el buey comerán paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el niño destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán ni dañarán en todo mi monte santo, porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová como las aguas cubren el mar.” (Is 11:6-9).

Segundo, Jesús vino al mundo a librar al hombre del pecado y de la condenación eterna. Vino también a liberarlo de la enfermedad. Esto es, Él no sólo "llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" , como dice la primera epístola de Pedro (2:24), sino también, como dice Isaías, "llevó todas nuestras dolencias y nuestras enfermedades" (Is 53:4).

Hay quienes interpretan esta última frase en un sentido espiritual. Se trata de dolencias y enfermedades del alma, afirman. Pero hay un episodio en el Evangelio de Mateo que claramente muestra que se trata de enfermedades del cuerpo. Narra el evangelista que una tarde le trajeron a Jesús muchos enfermos y Él los sanó a todos con su palabra, "para que se cumpliera -noten bien- lo dicho por el profeta Isaías cuando dijo: 'Él llevó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades'". (Mt 8:16,17). La propia Biblia es el mejor intérprete de la Biblia. Ese pasaje despeja toda duda acerca de cómo debe interpretarse esa frase famosa de Isaías.

La tercera cosa es que Dios quiere sanarnos. Hay muchos pasajes de las Escrituras en que se muestra meridianamente cómo es la voluntad de Dios que sanemos de nuestras enfermedades. Un leproso, según narra Marcos, se acercó a Jesús un día y le dijo: 'Si quieres, puedes sanarme'. Jesús le contestó: 'Quiero' y lo sanó. (1:40-42).

En el libro del Éxodo, Dios le dice a su pueblo Israel, cuando camina por el desierto: "Yo soy Jehová tu sanador." (Ex 15:26) En la epístola de Santiago se nos dan las pautas para vencer a la enfermedad: "Confesaos vuestras ofensas unos a otros y orad unos por otros para que seáis sanados." (St 5:16).

Otra manifestación de la voluntad de Dios de sanarnos es la existencia en la naturaleza de multitud de hierbas y plantas que tienen virtudes medicinales. Esas plantas no existirían ni tendrían esas propiedades curativas si Dios no lo hubiera querido. Si Dios ha provisto en la naturaleza medios para que seamos curados, es porque nuestra salud es su voluntad.

Un hecho indudable permanece, sin embargo, y es que así como Jesús vino al mundo para salvar al hombre de sus pecados, y no obstante, no todos los hombres se salvan, de manera semejante, Jesús ha venido al mundo a librarnos de nuestras enfermedades y, sin embargo, no todos los hombres se sanan.

La razón es que si bien Jesús ha redimido a todos los hombres en principio, para que la salvación provista por Jesús le alcance, cada hombre debe apropiarse de ella individualmente, creyendo en su sacrificio expiatorio. De igual manera, si bien Jesús llevó todas las dolencias de la humanidad en la cruz, cada ser humano personalmente debe apropiarse por fe de la sanidad que Jesús le ofrece.

¿Cómo puede hacerlo? La Biblia explica: Orando sin dudar del poder de Dios, y creyendo en su bondad y en su poder infinitos; reclamando las promesas de salud que contiene la Biblia y saturándose de ellas por la lectura y la meditación.

Por último, hay que tener en cuenta que si hay enfermedades o trastornos que son causados por Satanás sin ninguna otra causa aparente, Jesús nos ha dado autoridad para resistir al demonio y ordenarle que se vaya y que no siga atormentando nuestro cuerpo (Lc 10:19). Esto es algo que todo creyente que tenga un mínimo conocimiento de la palabra de Dios puede hacer, y es un arma muy efectiva contra muchos males, no sólo contra las enfermedades, con que el demonio trata de afligirnos.

Vayamos pues a las Escrituras, estudiemos sus promesas y aferrémonos a ellas para usarlas como armas certeras para deshacer las maquinaciones del demonio contra nuestra salud y nuestras vidas. Recordemos la promesa contenida en Romanos de que frente a todos los ataques del enemigo nosotros “somos más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.” (8:37).

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NB. El presente artículo fue escrito como texto de una charla radial el 15 de octubre de 1998. Se publica por primera vez.