martes, 19 de enero de 2010

AGRADECIMIENTO II

En nuestro artículo pasado dijimos que nosotros debíamos dar gracias a Dios por todo, incluso por las cosas malas, desagradables, dolorosas, que puedan sucedernos, porque todo en última instancia, procede de Dios, y sin su permiso, nada malo ni bueno puede sucedernos.

Esta afirmación puede quizá llamar la atención, o hasta chocar a alguno, que tal vez se diga: Si yo sufro la pérdida de un ser querido y ésa ha sido para mí una experiencia muy dolorosa ¿Cómo voy a dar gracias a Dios por ella?

Veamos. Nosotros los cristianos ¿no damos acaso gracias a Dios por la muerte de Jesucristo? Sí lo hacemos. Sin embargo, su pasión y su muerte fueron acontecimientos terribles, la más grande tragedia ocurrida en la historia.

En primer lugar porque Jesús era inocente y su muerte fue totalmente inmerecida. Él había pasado sus años en la tierra enseñando y sanando y haciendo el bien a todos los hombres (Hch 10:38). Pero sus enemigos, llenos de celos y odio, lo acusaron injustamente y, en su afán por eliminarlo, lo torturaron de la manera más cruel.

Por último, su muerte fue una gran victoria para el diablo, que desde su nacimiento había tratado de destruirlo. ¿Cómo alabar pues a Dios por un acontecimiento tan terrible? ¿Cómo gloriarnos de que el diablo se saliera con la suya? Sin embargo, nosotros lo hacemos. Sí, agradecemos a Dios por la muerte de su Hijo en la cruz, y lo hacemos con justo motivo, porque mediante su sacrificio Él nos salvó y nos reconcilió con el Padre. Lo cual quiere decir que de su muerte provino un bien mucho mayor que el daño que Él había sufrido. No sólo eso sino que, además, su sacrificio había sido, querido y planeado por Dios desde la eternidad, y había sido aceptado por Jesús.

Entonces, si yo puedo dar gracias a Dios por un acontecimiento tan terrible como la muerte de Jesús ¿cómo no voy a poder dar gracias a Dios por la muerte de alguien cercano a mí, cuya vida vale objetivamente mucho menos que la suya?

Y si Dios fue capaz de sacar un bien de la muerte horrenda de su Hijo, ¿no podrá también sacar un bien de la desaparición que a mí me afecta? Ciertamente puede y quiere y lo hace. Porque todo lo que Dios permite, ocurre para nuestro bien, aunque en primera instancia pueda parecernos un mal. Como dice su palabra: "Todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios." (Rm 8:28)

Cuando yo le doy gracias a Dios por una pérdida o por un dolor sufrido, estoy reconociendo que su Providencia está sobre mi vida, que Él todo lo controla y que Él sacará un bien de lo que para mí ha sido ocasión de sufrimiento. Y lo hará tanto más rápido y cumplidamente cuanto más acepte yo lo ocurrido como viniendo de Él y reconozca que su Providencia está obrando a mi favor.

Pablo dice en Efesios que Dios todo lo hace según el designio de su voluntad (Ef 1:11). Es bueno que tengamos esto en mente: Dios gobierna el mundo, todo está en sus manos. Aunque el hombre sea libre y Dios le deje actuar a su capricho, nada ocurre sin que Dios lo quiera. Él puede impedir que el hombre lleve a cabo sus propósitos, o puede cambiárselos, o puede desviarlos. Pero no siempre hace una cosa ni la otra, sino muchas veces deja que el hombre actúe a sus anchas sin impedírselo.

En general, podemos decir que todo el mal que ocurre en el mundo y que es consecuencia del pecado, está controlado por su misericordia. En el mundo vivimos a veces bajo oleadas de maldad desatadas. Las guerras, los regímenes dictatoriales, el terrorismo, el Holocausto, las persecuciones despiadadas, etc., nos dejan la impresión de que el mal triunfa. Pero en realidad, tenemos razones para pensar que Él nunca deja que el mal llegue a su colmo, ni tampoco sus consecuencias. Y en todo esto Él tiene un designio, una intención, y esa intención sólo puede ser buena, porque en Dios no hay ni puede haber sombra de mal. (Véase Sal 103:10; Is 57:16)

Sabemos que Dios manifestó su sabiduría infinita al crear el mundo entero. Él mismo dio su sello de aprobación a lo creado cuando dijo en Génesis: "Y vio Dios que todo lo que había hecho… era bueno en gran manera." (Gn 1:31)

¿Hemos de asumir que al gobernar el mundo Dios manifiesta menos sabiduría que la que empleó para crearlo? ¿Habrá disminuido la sabiduría de Dios? ¿Se habrá gastado? Sería absurdo suponerlo. Dios gobierna el mundo con una sabiduría tan perfecta como la que usó para crearlo. Dios no existiría, no podría existir, si no fuera perfecto e inmutable en sus atributos. El bien de sus criaturas es siempre la meta de sus actos, incluso de aquellos que calificaríamos como expresiones de su ira.

El episodio de la tentación y caída del rey David nos puede ayudar a entender cómo Dios actúa. Cuando David era ya rey incuestionado de todo Israel, respetado y temido por sus enemigos, él no necesitaba ir a la guerra personalmente contra el enemigo como cuando era joven. Ahora enviaba a uno de sus generales (2Sm 11:1).

Un atardecer de verano, mientras descansaba en la terraza de su palacio, vio en el jardín de una casa vecina, a una bella mujer bañándose, cuya belleza enseguida le atrajo. Era Betsabé, la esposa del capitán Urías, uno de sus treinta valientes (v. 3).

Inflamado por la pasión, David la hizo traer esa noche a su palacio, a pesar de que sabía que era casada, y durmió con ella. (v.4)

Cuando posteriormente Betsabé resultó estar en cinta y no de su marido que estaba en el campo de batalla, David, para acallar el escándalo, hizo venir a Urías del frente para que durmiera con su mujer y descansara, y pareciera de esa manera que el hijo que ella tendría era suyo. Pero Urías, quizá sospechando alguna maniobra, se negó a ir a dormir a su casa y pasó la noche con la guardia de palacio (v.8,9,13). A David no le quedó más salida que recurrir a un acto abominable. Para ello dio instrucciones a uno de sus generales para que mandara al fiel Urías a una incursión riesgosa en el frente y lo dejara solo para que el enemigo lo matara (v.15-17). En buenas cuentas, David ordenó arteramente la muerte de Urías por mano ajena.

Dios pudo haber protegido a David de la tentación. O pudo haber desviado sus malos propósitos, para salvaguardar la virtud de Betsabé. O pudo haber salvado a Urías de morir. Pero Dios dejó que David fuera arrastrado por los impulsos de su naturaleza sensual y dejó que las cosas siguieran su curso inevitable. ¿Por qué lo hizo y no intervino? (Nota). No sabemos concretamente, pero es bueno que recordemos que si bien Dios tiene todo bajo su control, eso no quiere decir que él intervenga constantemente en los asuntos humanos, interfiriendo con su libertad.

Posteriormente Dios envió al profeta Natán para echarle en cara su conducta abyecta, y David se arrepintió y lloró amargamente su pecado (2Sm 12:7-13). Sin embargo, Natán le anunció que, como consecuencia de su crimen, la espada nunca se apartaría de su casa y que más tarde habría alguno que se acostaría públicamente con las mujeres de su harén, para humillarlo.
Si a alguno de mis lectores estos pormenores le chocan, será bueno que tenga en cuenta los tiempos en que vivió David, y que él era un rey oriental, y que, como acostumbraban, y acostumbran todavía los reyes de Oriente, él tenía una harén.

Notemos que fue Dios quien ordenó que los infortunios anunciados por Natán ocurrieran a David, pero esos hechos sucedieron a través de acciones libres y autónomas de seres humanos, que actuaban movidos por sus pasiones. Esto es, concretamente, a través de los hijos del propio David. Uno de ellos, Amnón, se enamoró de su media hermana Tamar y la violó. Absalón, hermano de padre y madre de la muchacha, juró vengarla y esperó la ocasión propicia para hacer matar a su medio hermano ¡Cuánto dolor debe haber causado a David este drama familiar, la deshonra de su hija y la muerte de Amnón! (2Sm 13)

¿Fue Dios quien ordenó que Amnón fuera avasallado por una pasión que había de conducirlo a la muerte? En modo alguno. Pero Dios usó la pasión incestuosa de ese príncipe para golpear a David, así como usó el deseo de venganza de Absalón para castigar a Amnón por su mala acción, y dar por ese medio también un nuevo golpe a David.

Dios no ordenó directamente las malas acciones de Amnón y de Absalón, pero sabía que las harían y usó sus malos propósitos para alcanzar los fines que Él se había propuesto, esto es, el cumplimiento de la profecía hecha por Natán de que la espada no se apartaría de la casa de David. Dios es como un espectador que, desde una gran altura, contempla las acciones humanas y las va usando como piezas de ajedrez para sus propias intenciones.

Él sabe todo lo que puede ocurrir. Cuando quiere deja que las cosas sigan su curso, y cuando quiere desvía los propósitos humanos. Todo lo hace de acuerdo a las intenciones secretas de su corazón, que son santas y buenas.
Posteriormente Absalón se levantó en armas contra su padre para derrocarlo. Por algún tiempo las vicisitudes de la guerra lo favorecieron y David, ya anciano, tuvo que huir de Jerusalén a pie acompañado por unos cuantos hombres que le permanecían fieles (2Sam 15:13-17).

Absalón entró con sus tropas en la capital y para mostrar al pueblo que él era el nuevo rey, se acostó con las mujeres del harén de su padre en la terraza del palacio, para que todo el pueblo lo vea (2Sam 16:22).

¿Fue Dios el causante del acto irreverente de ese hijo malvado? No. Pero Dios sabía que Absalón obraría de acuerdo a los designios de su maldad y Él usó su mal corazón para humillar a David, su padre, y para darle el castigo que merecía el pecado que él había cometido contra el fiel Urías. De otro lado, no podemos dejar de notar que, así como la mala acción de David había comenzado en la terraza de su palacio, en donde él deseó a Betsabé, era también justo que él fuera humillado en el mismo lugar.

¿Protestó David contra Dios por haber permitido el crimen de Absalón? No, porque él reconocía la mano de Dios en todos esos acontecimientos; reconocía que merecía ser humillado, e inclinó la cabeza ante el justo juicio de Dios.

Mientras huía David de Jerusalén, Simeí, el benjaminita, le salió al encuentro y lo maldijo tirándole piedras. Los acompañantes de David querían matar al insolente, pero él les dijo: Déjenlo que me maldiga, porque es Dios quien lo ha ordenado (2Sam 16:5-13). David era conciente de que detrás del infortunio que padecía estaba Dios que quería hacerle experimentar las consecuencias de su pecado.

Así pues, si alguna vez te sucede algo malo, si alguien viene y te hace un daño, no le eches la culpa a Dios por lo que sucede. Han sido los sentimientos de odio de tu enemigo los que han impulsado su brazo, no Dios. Sin embargo, Dios le permite que actúe. Esta vez no te ha protegido como en tantas otras, o te ha protegido a medias, para que no te mate. Pero El sabe por qué lo hace. Si lo permite es porque tiene un propósito bueno para tí, aunque tú no puedas saber cuál sea. Pero puedes estar seguro de que si de ese mal no se siguiera un bien para ti, Él no lo permitiría.

¿Qué vas a hacer entonces? ¿Quejarte porque Dios te corrige o te hace pasar por el fuego de las pruebas? Lo que debes hacer es alabarle y darle gracias, porque Él todo lo hace según el designio perfecto de su voluntad y para tu bien, aunque tú no lo entiendas.

Si tú lo alabas en lugar de quejarte y maldecirle, le estás manifestando que tú crees en Él, y que confías que, cumplido su propósito, te va a compensar ampliamente por el mal sufrido.

¿Quiere todo lo dicho decir que si yo me enfermo, por ejemplo, debo aceptar el sufrimiento que la enfermedad me causa y no tratar de sanarme? ¿O si un padre tuviera un hijo que se volviera drogadicto, quiere lo dicho decir que debe resignarse a su suerte y no hacer nada por salvarlo? ¿Hay que ver sólo la mano de Dios detrás de todo acontecimiento malo, o hay otro factor a tener en cuenta y contra el cual debemos luchar? El tema es muy vasto y a él le dedicaremos otro artículo.

Nota Recuérdese que en el caso del incidente con Nabal Dios no dejó que David cumpliera su propósito de venganza (1Sam 25:32,33).

Amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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NB. El presente artículo fue escrito como texto de una charla radial el 10 de octubre de 1998. Se publica por primera vez.

martes, 12 de enero de 2010

AGRADECIMIENTO I

¿Quién no ha experimentado alguna vez esa gran alegría que se siente cuando uno le hace un regalo a una persona y ella le devuelve una sonrisa conmovida diciendo "¡Gracias!" desde el fondo del alma, "¡Cuánto me alegra que lo hayas pensado!"?

Pero también ¿quién no ha sentido esa gran desilusión que produce hacer un regalo que nos ha costado tiempo y dinero, o hasta fatiga encontrar, y que la persona lo reciba sin darle importancia, como si no valiera nada, o como si fuera su derecho recibirlo, y no diga una sola palabra de agradecimiento, o si lo dice lo haga secamente?

¿A qué se debe esa diferencia de actitudes? Al corazón de la persona que recibe el regalo. Según el estado de su corazón responde y habla el ser humano.

Un corazón duro recibe lo que le dan como si fuera su derecho y es incapaz, a su vez, de dar a otro ni siquiera una sonrisa a cambio, salvo que le convenga.

Un corazón mezquino no reconoce el bien que recibe de otros, porque le cuesta admitir que en los demás haya algo bueno, y sospechará que hay una intención oculta detrás del regalo.

Un corazón herido tiene dificultades para salir de su propia pena y gozar del bien que recibe de otros, agradeciéndolo como debiera, porque piensa que no lo merece.

Un corazón egoísta sólo piensa en lo que necesita, y no en lo que otros puedan necesitar, y cuando recibe algún regalo, lo toma como si fuera el pago de una deuda largo tiempo vencida.

Pero un corazón sano verá en la menor muestra de generosidad ajena una ocasión para demostrar su aprecio por el dador.

El que se siente por encima de los demás, no agradece porque considera que todos le deben pleitesía. Pero el que está debajo, agradece todo lo que le dan, como si fuera un favor inmerecido.

El orgulloso considera indigno reconocer que hay algún valor en lo que su prójimo le alcanza. Él no necesita de regalos porque todo lo tiene y todo lo puede, aunque sea un miserable. Pero cuanto más humilde sea la persona, más reconocerá el valor del favor que le hacen y más agradecida estará.

Mientras la soberbia levanta barreras entre los hombres, la humildad las derriba. Dios actúa de una manera semejante pues, según dice su palabra, Él “resiste a los soberbios, mas de gracia a los humildes.” (1P 5:5)

Ahora bien, ¿cuál debe ser nuestra actitud con Dios? Nosotros hemos recibido todo de Él. No sólo la existencia, sino la vida misma. Ese aliento que hincha nuestros pulmones es un eco del espíritu que Dios sopló en las narices de Adán y que aún resuena en nuestro pecho. Es una pequeña parte de la propia vida de Dios que respira en nosotros.

Y si Él retirara por un solo instante su atención de nosotros, retornaríamos súbitamente a la nada de la que salimos, pues dice la Escritura que "Él sustenta todas las cosas con la palabra de su poder." (Hb 1:3)

Pero no sólo la vida, el cuerpo y los sentidos; la mente con sus facultades, la memoria, la imaginación y la inteligencia; los sentimientos y emociones que hacen bella la vida; y la voluntad que nos permite dirigirla; todo lo hemos recibido de Dios; nada hemos obtenido por nuestro propio esfuerzo; y nada de lo material que poseemos nos llevaremos cuando dejemos este mundo.

San Pablo escribió en primera a Tesalonicenses: "Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús." (5:18)

Hemos de dar gracias a los demás por los favores que nos hacen. Pero sobre todo, hemos de dar gracias a Dios por todas las cosas. No sólo en las alegrías y por las alegrías, sino también en las penas y por las penas. Porque todo viene de Dios.

“¿Cómo?” -dirá alguno. “¿Acaso lo malo viene de Dios?” Cuando a Job le fue quitado todo lo que tenía y se quedó en la miseria, él exclamó: "Dios me lo dio; Dios me lo quitó; bendito sea su nombre." (Jb 1:21)

Sin embargo, sabemos que no fue Dios sino el demonio quien destruyó las posesiones de Job y quien mató a sus hijos, porque en el prólogo del poema leemos cómo Satanás le dice a Dios que si Job le permanece fiel es porque le conviene, ya que Dios lo ha bendecido sobremanera. Pero quítale lo que le has dado, ¡a ver si no te maldice! agrega el demonio.(Jb 1:11) Entonces Dios da carta blanca a Satanás para que haga con Job lo que le parezca, siempre y cuando no toque su cuerpo (v. 12).

Más adelante le otorga permiso para enfermarlo también si quiere, pero sin tocar su vida (Jb 2:6). Y cuando estaba sentado sobre un montón de ceniza, rascándose sus llagas con una teja, Job fue tentado por su mujer para maldecir a Dios. Pero él le contesta: "¿Recibiremos sólo lo bueno de Dios y no lo malo?" (Jb 2:10).

Todo lo que sucede al hombre, sea bueno, sea malo, viene de Dios, porque nada puede ocurrirnos sin que Él lo permita. Para recalcar esta verdad, dice su palabra en Deuteronomio: "Yo hago morir y yo hago vivir; yo hiero y yo sano." (Dt 32:39) Ciertamente, como dice la epístola de Santiago, “toda buena dádiva viene de lo alto” (St 1:17), y no es Dios quien da a sus hijos una piedra o una serpiente -símbolo de desgracia- cuando le piden algo bueno (Lc 11:11). Muchas de las cosas malas que le suceden al hombre son simplemente consecuencia natural de sus propios actos. Pero muchas también son cosas con las que Satanás busca afligirnos, porque "él ha venido -dijo Jesús- sólo para robar, matar y destruir." (Jn10:10)

Sin embargo, nada de lo que el diablo nos quiera hacer para atormentarnos, puede sobrevenirnos si Dios no lo permite; sin que Dios, en última instancia, no lo quiera. Y si Dios lo permite, o lo quiere directamente, no es por maldad, no es por hacernos daño, tampoco por darle gusto al diablo, sino para nuestro bien. Fue Dios quien permitió que el diablo afligiera a Job. Si no se lo permitía, no hubiera podido hacerle nada.

A nosotros nos es difícil comprender cómo de un mal puede Dios sacar un bien. Hay un refrán español, sin embargo, que expresa esa verdad: “Dios traza renglones derechos con pautas torcidas.” Y hay otro que expresa una verdad semejante: “No hay mal que por bien no venga.” (Nótese que muchos refranes antiguos expresan pensamientos basados en la Biblia).

Dios está mucho más alto que nuestros pensamientos y sus caminos -dice su palabra- no son nuestros caminos (Is 55:8,9). El amor infinito que Dios tiene por el hombre hace que todo lo que a su criatura le sucede, aun el castigo, sea para su bien, no para su mal. Y si el hombre, al final de su carrera, recibe el fruto de su rebeldía, esto es, la separación eterna de Dios, no es porque Dios lo haya deseado, sino porque el propio hombre así lo ha querido, a pesar de todo lo que Dios hizo para salvarlo, incluso dando la vida de su Hijo único en rescate de sus pecados.

Por eso es que, cualesquiera que sean las circunstancias, debemos dar gloria a Dios por ellas, como dice Efesios: "...dando gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo." (5:20).

Si nosotros le damos gracias a Dios también en las malas, estaremos reconociendo que Dios es rey soberano sobre toda la tierra y que Él gobierna el mundo según su beneplácito; reconoceremos que Él tiene una intención superior -para nosotros inescrutable- al permitir que temporalmente algo malo nos venga al encuentro. Al agradecerle nosotros manifestamos también nuestra fe de que Él puede sacar de lo ocurrido un bien mayor a lo que hemos perdido, porque Él todo lo puede; porque Él es bueno y su misericordia es para siempre (Sal 136:1). En suma, al agradecerle y alabarle en todas las circunstancias, buenas o malas, elevamos un cántico de fe a Dios.

De ahí viene que en el salmo 103 David cante: "Bendice alma mía al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas sus iniquidades; el que sana todas tus dolencias; el que rescata tu vida de la fosa; el que te corona de favores y de misericordias; el que sacia de bien tu boca, de modo que te rejuvenezcas como el águila." (1-5).

No olvides que todo lo que tienes viene de Él y que tú no has ganado con tu esfuerzo ni un solo latido de tu corazón. Que todo se lo debes a Él, y que así como viniste a este mundo desnudo, desnudo también te irás.

El salmo 34 expresa cuál debe ser nuestra actitud permanente: "Bendeciré al Señor en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca." (v. 1) Sí, en todo tiempo lo he de bendecir y su alabanza estará de continuo en mi boca. Es decir, incesantemente; sin dejar de alabarlo un solo instante.

¿Es posible esto? Sí es posible dar gracias a Dios a lo largo del día por todo lo que podemos hacer, por todo lo que recibimos y por todo lo que nos sucede. Basta proponérnoslo. Como dice Pablo en Colosenses: "Y todo lo que hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él." (3:17)

Vivir de esta manera trae consigo una gran recompensa. En primer lugar, nos hace estar alegres, porque la alabanza y el agradecimiento ahuyentan la tristeza. Uno no puede dar gracias y a la vez quejarse. Porque uno de dos: o agradezco, o me quejo. El que se queja está triste por lo que causa su lamento; el que agradece, está lleno gozo por el bien recibido. Y si acaso le sobreviene un percance, agradece a Dios de antemano por la solución que Él le envía.

En segundo lugar, agradecer nos prepara para recibir más de lo bueno y bienes mayores. Si nosotros hacemos a alguien algún regalo y no lo agradece, difícilmente tendremos deseos de volverle a regalar. Pero si nos lo agradece de todo corazón, cuando podamos le haremos otro regalo, aunque más no fuera, por la dicha que nos produce su agradecimiento.

Pues igual es Dios, porque Él tiene nuestros sentimientos, sólo que más altos y más intensos. Si Él ve que su hijo no agradece el bien que le ha hecho, pensará que no lo necesita o no lo aprecia. Pero si ve que lo atesoramos y se lo agradecemos, volverá a abrir las ventanas de los cielos para bendecirnos, porque al alabarlo, lo honramos. El que no agradece a Dios por todo, se pierde la oportunidad de recibir todas las bendiciones que Él le tiene preparadas.

En tercer lugar, el agradecimiento nos mantiene humildes y combate el orgullo. No es posible ser soberbio cuando uno reconoce que lo que tiene no es por mérito propio, sino al contrario, es inmerecido. Porque si uno merece lo que recibe, no necesita agradecerlo, es un pago.

En cuarto lugar, nuestro agradecimiento agrada a Dios. Conocemos el episodio de Lucas en que Jesús sana a diez leprosos que encuentra. Él les manda presentarse al sacerdote, según lo ordenado por Moisés, a fin de que certifique su curación, y en el camino son limpiados de la lepra. Entonces uno de ellos, que era samaritano, viendo que había sido sanado, vuelve donde Jesús dando gloria a Dios a gritos. Pero Jesús pregunta: “¿No eran diez los que fueron sanados? ¿Cómo es que sólo uno y todavía extranjero, regresa a agradecerlo? ¿Dónde están los otros nueve?” (Lc 17:17,18)

Entonces le dice al hombre: "Levántate, tu fe te ha salvado." (v. 19)

Fíjense, fueron nueve los que recibieron de Jesús su curación, pero este samaritano agradecido recibió algo más, algo mucho mejor y más valioso que su curación física: su salvación eterna. No sabemos si los otros nueve, se perdieron o no. Pero el agradecido fue salvado, esto es, regenerado, y recibió en ese instante la seguridad de que algún día estaría con Dios.

Así pues, al agradecer a Dios, nosotros nos preparamos para recibir bienes cada vez mayores a los ya recibidos. Y el bien mayor que se puede recibir en vida es el quinto beneficio del agradecimiento:

Esto es, el que agradece y alaba a Dios todo el tiempo, permanece todo el tiempo en su presencia. Ese es el mayor beneficio que el hombre puede recibir en esta vida, porque constituye un adelanto de lo que será el cielo.

¿En qué consiste el cielo? No sabemos en verdad qué cosas que ojo humano nunca vio, ni oído humano nunca escuchó, prepara Dios para los que le aman (1Cor 2:9; Is 64:4). Pero de todos los bienes que Él puede darnos, ninguno hay mayor que Él mismo, ninguno mayor que estar en su presencia, ver su gloria, contemplar su belleza, bañarse en su amor por los siglos de los siglos.
Pues bien, el que vive en la presencia de Dios tiene en esta vida un adelanto, un anticipo, de lo que será algún día su dicha eterna.

Por eso te digo amado lector: Si tú no estás seguro de que cuando mueras vas a ir a la presencia de Dios, es muy importante que adquieras esa seguridad, porque no hay seguridad en la tierra que se le compare. Como dijo Jesús: “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mt 16:26) Para obtener esa seguridad tan importante yo te invito a hacer una sencilla oración como la que sigue, entregándole a Jesús tu vida:

“Yo sé, Jesús, que tú viniste al mundo a expiar en la cruz los pecados cometidos por todos los hombres, incluyendo los míos. Yo sé también que no merezco tu perdón, pero tú me lo ofreces gratuitamente y sin merecerlo y quiero recibirlo. Yo me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y de todo el mal que he cometido hasta hoy. Perdóname, Señor, y entra en mi corazón y gobierna mi vida. En adelante quiero vivir para ti y servirte.”

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NB. El presente artículo fue escrito como texto de una charla radial el 3 de octubre de 1998. Se publica por primera vez.