martes, 28 de abril de 2009

FE PRÁCTICA

En su primera epístola el apóstol Juan escribió: "Todo el que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él..." (1Jn 3:9). Esto es, no peca en forma habitual porque hay en él algo que no se lo permite. Ese algo es la simiente de Dios que ha dado nueva vida a su espíritu. La simiente de Dios, esto es, el espíritu de Cristo que ha entrado en él cuando le rindió su vida.

Quiero adelantarme a decir que aquí hay una dificultad en la traducción de este versículo, porque el original griego dice exactamente: “El que es nacido de Dios no peca”, y así es como aparece en muchas traducciones, especialmente antiguas como la King James Version de 1609 (Nota 1). Tomado literalmente ese texto parecería indicar que el cristiano no peca nunca, no puede pecar absolutamente, lo cual sabemos no es verdad y está en contradicción con nuestra experiencia (2). Estaría además en contradicción con lo que San Juan ha dicho unos párrafos antes en su epístola, que si alguna vez pecamos, tenemos un abogado con el Padre, a Jesucristo (1Jn 2:1).

La dificultad estriba en que en el idioma griego hay un tiempo verbal, el presente del indicativo, que indica una acción continua o repetida, no una acción puntual. Ninguna de las lenguas europeas modernas, que yo sepa, salvo los idiomas eslavos o el griego actual (cuya gramática deriva del griego antiguo), tiene un tiempo verbal equivalente. La versión Reina-Valera 1960, y muchas otras con ella, resuelve la dificultad usando la expresión "no practica el pecado", que es una solución aceptable pues se acerca bastante al sentido del original.

Ahora bien, si el cristiano no practica el pecado ¿qué puede practicar? Todos los seres humanos suelen practicar algún deporte, sea el fútbol, o el basket, o el voley, o el tennis, o algún otro. Y si no, tienen algún hobby sedentario, como el ajedrez, o alguna actividad manual, como podría ser la carpintería, o el "crochet" en las mujeres.

Podríamos decir entonces que el creyente puede practicar la gimnasia. Pero no estoy hablando de esas cosas, sino de cosas espirituales. San Pablo le escribió a su discípulo Timoteo que el ejercicio corporal de poco aprovecha y que él debía ejercitarse más bien en la piedad que sí es provechosa (1Tm 4:7,8).

Entonces, pues, el cristiano practica la piedad. Eso quiere decir, por ejemplo, practicar las tres virtudes llamadas antiguamente teologales: fe, esperanza y caridad. Es fácil concebir cómo se puede practicar la caridad, es decir, el amor desinteresado, el "agápe" del Nuevo Testamento. La misma palabra "caridad" (que viene del latín "cáritas") ha venido a significar los actos con que llevamos a la práctica la virtud del amor sobrenatural (3).

Pero ¿cómo practicaríamos la fe? Eso parece menos evidente. Sin embargo, al igual que con cualquier otra cualidad, la fe se practica ejerciéndola, tal como se ejerce un oficio.

¿Y cómo se ejerce la fe? Evidentemente no repitiéndose: "Yo tengo fe, yo tengo fe..." sino en situaciones concretas. Cada dificultad, cada problema, cada prueba con que nos enfrentamos es una ocasión para ejercitar y poner en práctica nuestra fe y no debemos desaprovecharla, sino al contrario, darle la bienvenida y utilizarla con ese propósito.

Si tú, por ejemplo, te encuentras sin trabajo, se han secado todas tus fuentes de ingresos y has consumido todos tus ahorros, y tienes que hacer frente a una serie de gastos impostergables (¿y quién no ha pasado por este tipo de situaciones?), ejercitas tu fe si, en lugar de desesperarte y arrancarte los cabellos ante esa situación tan difícil, miras más allá de las circunstancias visibles y te afirmas en la seguridad de que Dios es tu Padre, que El cuida de tí y que Él no te va a desamparar sino que de alguna forma te va a dar el dinero que necesitas.

Ejercitar la fe en una situación semejante equivale a cambiar el giro de nuestros pensamientos. Ante las dificultades insuperables (digo, aparentemente insuperables) nuestro pensamiento tiende a seguir una dirección derrotista, negativa, y a empujarnos a la desesperación. Muchas de las personas que se suicidan pasan por un proceso mental semejante: Ya no hay esperanza, ya todo se perdió.

Ése es el momento de cambiar la dirección de nuestros pensamientos y darles la vuelta, dirigiéndolos en un sentido contrario. En lugar de desesperarse, confiar; en lugar de desalentarse, levantar el ánimo; en lugar de decirse: "todo está perdido", decirse: "yo sé que Dios me ayudará".

Y nótese que ese cambio de dirección de nuestros pensamientos se efectúa en sólo unos instantes de reflexión. En quince segundos, como escribió un autor. No requiere de mucho tiempo. Es un acto prácticamente instantáneo, si tenemos el conocimiento necesario.

Nosotros tenemos ocasiones innumerables de llevar este principio a la práctica, esto es, de ejercitar nuestra fe. ¿Quién no recibe alguna vez malas noticias en esta vida? Te niegan un aumento de sueldo que necesitas urgentemente, o fracasaste en tu nuevo intento de ingresar a la universidad, o el banco en que tienes tus ahorros ha cerrado sus puertas, o la empresa en que trabajas se declara en quiebra, o te comunican que tienes una enfermedad incurable, etc., etc. Tantas circunstancias en que parece que se nos cierra el camino, o que se levanta de pronto una pared infranqueable, y el corazón se nos sube a la garganta.

Pero en verdad, todas esas circunstancias difíciles son otras tantas ocasiones para afirmar nuestra fe y no desesperar. ¡Ah claro! ¡Qué fácil es decirlo cuando la cosa no es con uno! ¡Qué difícil, sin embargo, llevarlo a la práctica cuando se está en medio de la tormenta! Una cosa es hablar y otra cosa es hacerlo. Muy cierto. Entonces ¿Qué es lo que se requiere para tener esa actitud que no se da por vencida?

Se cuenta que el General Simón Bolívar, en una etapa de la lucha por nuestra independencia, se hallaba enfermo en la ciudad de Pativilca, impedido de ponerse al frente de sus tropas, cuando le llegaron noticias de que los patriotas habían sido vencidos en todos los frentes y que los españoles recuperaban todas las posiciones que habían perdido. Uno de sus asistentes le preguntó: ¿Que vamos a hacer, mi General? Entonces, ese hombre de cuerpo frágil, minado por la enfermedad, se puso de pie y dijo con voz decidida: ¿Que vamos a hacer? Triunfar.

¿Qué fue lo que permitió a ese hombre enfermo no desalentarse ante las malas noticias, no darse por vencido, sino, al contrario, estar seguro del triunfo final? La fe que él tenía en su propio destino, en la victoria final. Una firme convicción interior que nada podía quebrantar. Y estamos hablando aquí de una fe puramente humana (4).

Pero lo que a nosotros cristianos, nos permite no darnos por vencidos, sino más bien esperar contra toda esperanza y confiar en el triunfo, es la certidumbre de aquello que somos: hijos de Dios, hijos de un Padre todopoderoso que nos ama, que es más poderoso que todas las circunstancias del mundo, y que tiene todas las cosas en sus manos, incluso la situación desesperada en que tú te encuentras.

Y eso es lo que Dios espera de nosotros: que confiemos en Él; que confiemos en su poder infinito; que confiemos en su misericordia, en su amor por nosotros y en que Él nunca nos abandonará. Como cantó el rey David: "Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo Él me recogerá." (Sal 27:10).

Aunque todos mis amigos me abandonen, aunque todos mis familiares me den la espalda, aunque el mundo se vuelva en contra mío, Dios nunca me fallará porque Él es fiel. Dios es el padre más tierno, el padre más amoroso y para él no hay nada imposible. ¿Cómo no confiar en Él?

Pero alguno se dirá: ¿Cómo puedo confiar en alguien a quien no veo, en alguien de cuya existencia no tengo ninguna prueba verificable? Pues bien, en eso consiste precisamente la fe. Como explica la epístola a los Hebreos: "La fe es la convicción de lo que no se ve" (Hb 11:1b). No lo veo con mis ojos materiales, pero sí lo veo con mis ojos espirituales. Es esta convicción lo que nos permite decir con el rey David: "El día en que temo, yo en ti confío" (Sal 56:3).

El día en que todo se derrumba, el día en que todo está perdido, el día en que el huaico se llevó mi casa, el día en que se me vence la letra y no tengo con qué pagarla, el día en que me roban el automóvil en que puse todos mis ahorros, el día en que me despiden de mi trabajo y tengo a mi mujer enferma. Ese día en que temo lo peor, es el día en que yo más confío en Dios.

Hay muchos versículos de la Biblia que hablan de esta fe inconmovible en Dios y que pueden ayudarte a alimentarla. Fue Jesús quien dijo: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios." (Mt 4:4). Tu fe vive y se alimenta de la palabra de Dios, y es en esos momentos difíciles cuando más se necesita de ese alimento.

La Biblia habla de ese Dios y de lo que tú eres para Él. Habla de un Dios que nos amó hasta lo sumo. Si tú no conoces a ese Dios, si no estás familiarizado con su poder ¿cómo puedes confiar en Él? Si tú no estás seguro de que tú eres su hijo y de que él es tu Padre y de que lo hará todo por tí, entonces sí tienes motivos para temer que la tempestad te ahogue.
El Evangelio de San Juan dice que Jesús vino a los suyos, esto es, a su pueblo, pero los suyos no lo recibieron. Y agrega: "Mas a todos los que lo recibieron les dio el derecho de ser hechos hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre" (Jn 1:11,12).

Ves tú, hay quienes son hijos de Dios en sentido pleno, y los que sólo son sus criaturas. Quizá estas palabras te sorprendan porque en nuestros días se ha perdido el sentido de esa realidad. Nadie es hijo de Dios en virtud de su nacimiento. Nadie nace siendo hijo de Dios. Sólo es hijo de Dios el que ha sido adoptado como hijo por Él, el que recibió el espíritu de adopción que le permite decir: "Abba, Padre" (Gal 4:6). ¿Y cómo se recibe ese espíritu? Creyendo en el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz.

Oh sí, Dios ama a todos los seres humanos, y ayuda a todos aunque lo ignoren o lo nieguen, porque los ha creado. El quiere además "que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad." (1Tm 2:4) Esto es, que todos lleguen a ser sus hijos adoptivos por el conocimiento de Cristo. Pero nadie es adoptado como hijo suyo si no lo quiere, si no lo acepta, si no cree en Aquel que dijo de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida." (Jn 14:6).

Ese es el secreto de la fe. La fe en el poder de Dios comienza por la fe en que Jesús es el Hijo único de Dios, y que Dios lo envió a morir por nosotros. ¿Crees tú en eso? El vino a morir y a resucitar para salvarte. ¿Es eso para tí un hecho del pasado que no te concierne, o quizá una bonita leyenda piadosa, pero al fin, leyenda? ¿O es para tí el acontecimiento más importante de toda la historia y el hecho central de tu propia vida? De cuál sea la respuesta que tu des a esa pregunta depende el que tú puedas decir o no con el salmista: "Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado." (Sal 27:3). (3.11.01)

Notas: 1. Así también en Nácar-Colunga. La "Biblia del Oso" de Casiodoro de Reina de 1569, y todas sus revisiones hasta la Reina-Valera de 1909 traen: "no hace pecado". La Nueva Versión Internacional traduce: "no continuará pecando." Quizá más exacto sería: "no peca habitualmente".


2.
Eso es lo que algunos heréticamente sostienen: que el hijo de Dios, aunque haga algo malo, no peca.

3.
Todas las versiones de Reina-Valera, hasta la de 1909 traen también “caridad”, que es una traducción más exacta que “amor”.

4.
Y parece que durante el tiempo que permaneció en cama concibió los planes que poco después le darían la victoria definitiva. Su enfermedad fue pues quizá una bendición escondida.

#571 (19.04.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M. Dirección: Independencia 1231, Miraflores, Lima, Perú 18. Tel 4227218. (Resolución #003694-2004/OSD-INDECOPI). SUGIERO VISITAR MI BLOG: JOSEBELAUNDEM.BLOGSPOT.COM.

lunes, 20 de abril de 2009

UNA LECCIÓN INESPERADA

A veces Dios utiliza nuestras lecturas de su palabra para darnos lecciones que nos cogen por sorpresa. No hace mucho la lectura de la parábola de la gran cena en el Evangelio de San Lucas (14:15-24) me produjo un efecto de esa naturaleza, provocando una cadena de pensamientos que tuvieron una conclusión inesperada para mí. En la medida en que me sea posible, quisiera transmitirles algo de lo que creo que Dios me habló a través de ese pasaje, porque creo que encierra una lección para todos. (Sugiero a mis lectores abrir sus Biblias en el pasaje indicado antes de seguir adelante).

Jesús asistía a un banquete en casa de un fariseo, cuando uno de los asistentes le dijo: "Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios" (Lc 14:15).

Jesús aprovechó inmediatamente la alusión al banquete del reino, hecha por uno de los comensales, para hablarles en parábola del reino de los cielos como de un banquete al que Dios nos invita a ingresar ya en esta vida.

Jesús nos invita a todos a entrar a su reino creyendo en Él y arrepintiéndonos de nuestros pecados. La parábola transmite la idea de que los primeros que fueron invitados al banquete se excluyeron a sí mismos porque le daban más importancia a sus asuntos personales. Estaban demasiado ocupados para que el reino que Dios les ofrecía pudiera interesarles (Lc 14:18-20). Entonces Jesús invita a los desechados, a los despreciados, a aquellos a quienes nadie toma en cuenta.

Para reemplazar a los que no aceptaron la invitación el dueño de casa ordena a su siervo que vaya por las calles y plazas de la ciudad y traiga a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos (v. 21). Es decir, que traiga a los mismos que Jesús poco antes ha dicho que deberíamos invitar nosotros cuando hagamos un banquete, "y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos." (v. 13,14).

Jesús nos está diciendo ahí: invita a tu casa a aquellos a quienes yo invito. Porque yo los invito, invítalos tu también. ¿Podemos hacer esto? Jesús dice que lo hagamos literalmente. Es decir, que invitemos a aquellos a quienes nadie invita y que no pueden devolvernos el favor.

Generalmente la gente invita a su casa y a las reuniones sociales que organiza, sea a las personas a las que tienen una invitación que corresponder, o a aquellos que les gustaría que en reciprocidad los inviten a su vez. Es decir, a aquellos con los que les gustaría, o les convendría, relacionarse. Pero Jesús te dice, invita a aquellos que no tienen nada que darte, a aquellos de quienes no puedes obtener ningún provecho y a los que nunca harías pasar a tu casa. ¿Realmente ningún provecho? En verdad, sí, el más grande provecho, porque es Jesús quien te lo repagará. ¿Y quién podría pagarte más que Él?

En otras palabras, siguiendo el ejemplo de Jesús, debemos buscar a los pobres para tenerlos como amigos. Es fácil tener como amigos a los que son como uno. Esto es, a los que ocupan una posición semejante a la nuestra en el mundo, a los que están en un nivel semejante de bienes y riqueza. ("Dios los cría y ellos se juntan" dice el refrán).

Muchos son, es cierto, los que buscan tener amistad con los que están situados más arriba que ellos en la escala social. Ahí están las oportunidades. Pero no es fácil tener como amigos a los que en el mundo son más que uno, o a los que tienen más que uno, porque ni te miran, y si llegas a codearte con ellos puede ser frustrante, porque con facilidad se nota la diferencia y, de repente, te desprecian, o sientes que te miran con cierta conmiseración. A los ricos les gusta estar entre ricos; entre los que pueden darse los mismos lujos que se gastan ellos.

Mucho más difícil es, sin embargo, ser amigo de los que tienen menos que uno, o de los que no tienen nada, esto es, de los indigentes, de los pobres. Hay algo en ellos que nos desagrada, por lo que no deseamos su compañía. Así es el ser humano, se aleja de los mendigos, los evita, aunque sean sus parientes, como dice el proverbio: "Todos los hermanos del pobre le aborrecen; ¿cuánto más sus amigos se alejarán de él!" (Pr 19:7) Se requiere hacer un esfuerzo para acercarse al pobre.

Pero Jesús está más presente en el pobre que en el rico; está más presente en los que sufren que en los que gozan de la vida. "Porque tuve hambre y me diste de comer..." (Mt 25:42ss). Nunca dijo: "porque me sonreíste cuando estaba alegre, gozándome en un banquete...", aunque Jesús ciertamente asistió a más de un banquete. Nunca dijo: “porque me felicitaste cuando alcancé un gran triunfo…”, a pesar de que tuvo grandes éxitos entre las multitudes. Claro está que sonreír es bueno y felicitar es bueno, pero es más fácil sonreír al que es dichoso que al desdichado.

Esa frase en tiempo pasado que hemos citado (“Porque tuve hambre…”) será pronunciada por Jesús el día del juicio. El tiempo pasado al que la frase se referirá cuando sea pronunciada, es este nuestro tiempo presente, el tiempo que transcurre actualmente en la tierra entre la ascensión de Jesús y su regreso, y que será tiempo pasado cuando Él venga.

A nosotros nos cuesta imaginar que Jesús pueda tener hambre y padecer necesidad ahora que Él está en el cielo. Pero eso es lo que Él dice. ¿Cómo así tiene Él hambre ahora? Lo tiene en la persona del pobre. Cuando el pobre tiene hambre, o tiene frío, o tiene sed, o sufre soledad, Jesús tiene hambre, o tiene frío, o tiene sed, o sufre soledad. Y nos pide que aliviemos su necesidad aliviando la del pobre. Si lo hacemos Él nos recompensará por el bien que hicimos.

Terminada la parábola del banquete Jesús empieza a hablar de lo que cuesta seguirlo y de la necesidad de calcular de antemano lo que nos pueda ser requerido para seguir sus pasos, y compararlo con lo que uno está dispuesto a hacer (Lc 14:26-32). En seguida habla de la necesidad de renunciar a todo lo que uno posee para ser su discípulo (v. 33).

Al comienzo me era difícil ver la conexión lógica entre ese renunciar a lo que uno posee y el hacer las paces con un rey poderoso: "Y si no puede (enfrentársele), cuando el otro (es decir, el rey) está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz" (v. 32).

Pero luego lo vi claro: Si quieres estar en paz con el rey más poderoso, con Aquel con quien no te conviene estar en guerra, es decir, con Dios, renuncia a todo lo que tienes. Eso es lo que Él te pide que hagas; esas son sus condiciones para hacer las paces con Él. Esto es, para trabar amistad con Él. Eso es lo que Él te pide, y es mejor que accedas a ello porque no podrás oponerte a Él.

Al narrar esa corta parábola -y piénsese que el Evangelio quizá sólo nos da la esencia de las palabras de Jesús, no todas las que pronunció- Jesús estaba quizá pensando en el episodio del conflicto entre Acab y el rey de Siria que narra el primer libro de Reyes. Ahí vemos cómo Ben-adad le exige al rey de Israel, como condición para hacer la paz, que le entregue todo lo que tiene, su plata, su oro, sus mujeres y sus hijos. Acab le contesta: "Oh rey, tuyo soy y todo lo que tengo" (1R 20:4). Es decir, se rinde incondicionalmente. Para tener una buena relación con Dios, tienes que entregarle sin reservas, semejantemente, todo lo que tienes. Tienes que rendirte totalmente a Él tal como estaba dispuesto a hacer ese rey de Israel.

Seguir a Jesús es una cuestión de costos. Todo el que emprenda una obra calcula el costo, dijo Jesús, para ver si cuenta con los recursos necesarios para afrontar los gastos en que tendrá que incurrir para terminarla. Si quieres seguir a Jesús tienes que calcular también el costo en términos de renuncias y sacrificios, y ver si estás dispuesto a asumirlo. No vaya a ser que no puedas y después lo abandones y te quedes en el camino, como el que abandona la carrera porque se cansó, y todos se burlen de ti (Lc 14:28,29).

Aquí el primer costo que hay que calcular es si se tiene o no el propósito de renunciar a todo lo que uno posee. El que no lo tiene, no puede seguir a Jesús por mucho entusiasmo que tenga, porque abandonará la prueba y se quedará en algún momento botado. Por eso, si no te sientes capaz de renunciar a todo lo que tienes, mejor es que no trates de seguir a Jesús, porque, como Él dijo: "cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo." (v. 33).

Ahí surge inevitablemente la pregunta: la persona que se encuentra en la etapa más productiva de la vida –digamos entre los 30 y los 40 años- y está trabajando para alcanzar una determinada posición en el mundo, para hacer carrera ¿cómo puede renunciar a todo lo que posee? ¿Cómo puede renunciar a aquello por lo que está luchando?

Los que piensan que no pueden renunciar a lo que poseen porque no tienen ese llamado, o porque tienen obligaciones en el mundo que no pueden esquivar, y necesitan de sus bienes para atender a ellas, tienen, no obstante, mucho a qué renunciar sin renunciar a sus posesiones materiales. Pueden hacer, para comenzar, lo que recomienda Pablo: Poseer como si no poseyesen, comprar como si no comprasen (1Cor 7:30). Esto es, desprenderse en el espíritu de lo que poseen.

Pero aun hay más. Seguir a Jesús, hemos dicho antes, tiene un costo muy grande. Pues bien, ser humilde cuesta mucho. Renunciar a mi orgullo de ser alguien cuesta mucho.

Todos queremos ser alguien. Todos tenemos un pedestal personal en el que estamos parados, en el que basamos nuestra seguridad en nosotros mismos, nuestra imagen y nuestro valor ante los demás: dinero, posición en la sociedad, capacidades, conocimientos, títulos, prestigio, fama, belleza, etc. Incluso se da en el ámbito de la iglesia: renombre, liderazgo, pastorado, conocimientos, ministerio, etc.

Quizá no podamos renunciar literalmente a esas cosas, porque cumplimos una función en la sociedad o en la iglesia, pero sí podemos -en verdad, debemos- renunciar al sentimiento de orgullo que nos proporcionan esas cosas y bajarnos del pedestal en que estamos parados. ¿Cómo nos bajamos? Dejando de gloriarnos de esas cosas y siendo humildes, y reconociendo, además, que si no fuera porque Dios nos ha dado lo que hemos alcanzado, no seríamos nada.

El cristiano no tiene nada de qué jactarse. ¿De nuestro conocimiento de las Escrituras? Si pudiéramos llenar volúmenes con nuestro conocimiento, eso es nada comparado con lo que ignoramos. ¿De que Dios escuche nuestras oraciones? No lo hace por nuestros méritos, sino porque es bueno. ¿De las muchas almas que hemos traído a los pies de Cristo? No lo hicimos nosotros sino el Espíritu Santo. ¿De qué podemos jactarnos? A lo más de una cosa: De que siendo unos miserables pecadores, Dios se compadeció de nosotros. Ya lo dijo el salmista: "¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo de hombre para que lo visites?" (8:4).

El hecho de que enseguida Jesús hable de la sal en ese pasaje, muestra que hay una conexión efectiva entre el renunciar a todo y la sal que puede perder su sabor: "Buena es la sal –dice Jesús- mas si la sal se vuelve insípida ¿con qué se sazonará? Ni para la tierra, ni para el muladar es útil; la arrojan fuera. El que tiene oídos para oír, oiga." (Lc 14: 34,35)

La sal que pierde su sabor es el que se quedó a mitad de camino porque no pudo renunciar a todo lo que tenía. El sabor de la sal radica en eso. El que la quiere tener fácil, es la sal sin sabor. Es decir, el sabor de la sal, su capacidad de sazonar los alimentos, esto es, de salar al prójimo, radica en la capacidad de renuncia, en el sacrificio. Sin sacrificio no podemos ser ni hacer nada por los demás, no los podemos salar. No podemos hacer nada por la causa del Evangelio. (Nota 1)

Así pues, si queremos realmente seguir a Jesús debemos renunciar al pedestal en que nos hemos colocado -cualquiera que sea- y aprender a ser humildes para parecernos a Él. No podemos pretender ser sus discípulos si no lo imitamos en este punto, pues, o somos humildes o somos orgullosos. Pero al orgulloso, dice su palabra, Dios lo “mira de lejos”. (Sal 138:6)

La humildad es una virtud tan humilde que ni siquiera figura entre los frutos del Espíritu Santo (Gal 5:22,23), ni en la lista de virtudes que enumera Pedro en su segunda epístola (2P 1:5-7), pero es condición indispensable para que los demás frutos florezcan. Es una virtud esquiva y difícil de adquirir. Ha sido comparada con la violeta que esconde su perfume entre las hierbas del campo y apenas se ve. ¿Cómo coger esa flor? ¿Como aprenderemos a ser humildes?

Una vez encontré la siguiente receta que les voy presentar, resumiéndola y adaptándola a nuestro medio. Quizá les parezca demasiado dura, pero eso es parte del costo que hay que asumir para seguir a Cristo. (2)

En primer lugar, hablar lo menos posible de uno mismo. (Todos tendemos a hablar demasiado de nosotros, es nuestro tema de conversación preferido).

Segundo, no tratar de controlar las vidas ajenas. (Eso es algo muy común en el campo de la iglesia: tratar de dominar a la gente. Pero es una tendencia que no proviene de Dios sino de nuestro “ego”, inflado por el gran manipulador que es el diablo, el príncipe de los orgullosos).

Tercero, aceptar gustosamente que nos contradigan y nos critiquen. (Pero ¡cómo nos duele que nos cuestionen!).

Cuarto, aceptar con mansedumbre que nos insulten. (¡Eso es más que difícil!)

Quinto, aceptar sin protestar que nos dejen de lado, que nos marginen, que no nos tomen en cuenta y que se olviden de nosotros. (Pero ¡cómo nos ofende y nos deprime! ¡Y qué bien nos sentimos ocupando los primeros lugares!).

Sexto, no estar siempre buscando que nos aprecien, que nos admiren. (Eso es justamente lo contrario de lo que solemos hacer, porque nada nos gusta más sino que nos elogien y hablen bien de nosotros. Pero Jesús nunca buscó el reconocimiento público y cuando quisieron proclamarlo rey, huyó: Jn 6:15).

Sétimo, no enorgullecernos cuando nos alaben y elogien.

Por último, ser siempre amable y gentil aunque nos traten mal. (En lo humano eso es algo imposible).

He aquí pues una tarea nada fácil, que se opone a nuestros impulsos más naturales. Pero quien no trate de cumplirla no podrá decir que cumple la exhortación de Jesús de negarse a sí mismo y no podrá seguirlo ni ser verdaderamente su discípulo.

Notas: 1. Téngase en cuenta que “sacrificio” en la Biblia no quiere decir “sufrimiento”, aunque en el lenguaje común asociemos ambas cosas, sino “ofrenda”, una ofrenda quemada al fuego. ¿Qué fuego? El fuego del amor sobrenatural, del amor “ágape” o “caridad”. Cuando tú pues le ofreces un sacrificio a Dios, le ofreces en el altar de su amor algo que te cuesta. Puede haber ocasiones difíciles en las que aun ofrecerle un sacrificio de alabanza puede sernos costoso (Hb 13:15).
2. Quien quiera ahondar en el tema puede leer con provecho el tercer capítulo del libro "Sed de Realidad" de George Verwer, el fundador de "Operación Movilización", la entidad dueña de los barcos "Logos" y "Doulos".
NB. Este artículo es el texto revisado de una charla irradiada el 10.11.01.

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viernes, 17 de abril de 2009

NOEMÍ, LA SUEGRA DE RUT II

En el artículo anterior hemos dejado a Noemí empezando el camino de retorno a Belén, acompañada de su nuera Rut. Veamos cómo la recibieron en su ciudad.

"Anduvieron pues ellas dos hasta que llegaron a Belén; y aconteció que habiendo entrado en Belén, toda la ciudad se conmovió por causa de ellas, y decían: ¿No es ésta Noemí?" (Rt 1:19).

El retorno de Noemí fue un verdadero acontecimiento que conmocionó a la pequeña ciudad. Al saludo de sus coterráneos ella responde: “No me llaméis Noemí, -es decir, dulce, amable, placentera- sino llamadme Mara –esto es, amarga, sufrida, desgraciada- porque en grande amargura me ha puesto el Todopoderoso.” (v.20) (Nota1).

“Yo me fui llena –esto es, casada y con hijos- y regreso con las manos vacías” –esto es, sola con mi nuera, viuda como yo. “Por qué me llamaréis Noemí, ya que Jehová ha dado testimonio contra mi, y el Todopoderoso me ha afligido?" (v.20). Ella no puede dejar de dar expresión a su amargura al regresar a la ciudad de la que se alejó feliz y a la que regresa desdichada.

“Así volvió Noemí, y Rut la moabita, su nuera, con ella; volvió de los campos e Moab, y llegaron a Belén al comienzo de la siega de la cebada.” (v.22). Esto es, poco después de la Pascua.

¡Cuál debe haber sido la impresión de la gente de su pueblo, que la vio partir joven y bella, pero ya no era ni lo uno ni lo otro al regresar! Sus mejores años habían pasado, pero ella debe haber conservado algo de belleza en la expresión de su rostro, que a la gente le recordara su galanura pasada.

No obstante ella insiste: “Llamadme Mara”, como las aguas amargas que los israelitas no pudieron beber en un episodio de su peregrinaje por el desierto, -y en un lugar llamado precisamente Mara- que fueron endulzadas cuando Moisés echó en ellas un árbol que el Señor le había mostrado, figura de la cruz de Cristo (Ex 15:22-25).

La amargura que experimentaba Noemí pronto sería endulzada porque el Señor tenía un propósito especial para ella y su nuera, y ellas llegaban en un momento especialmente propicio, el de la siega.

Sabemos ya que Rut era buena y sabia, pero que, sobre todo, era una muchacha virtuosa y casta. Y como era obediente, ella se dejó guiar por los consejos de su suegra, que ya empezaba a vislumbrar las posibilidades favorables que le brindaban las circunstancias. “Tenía Noemí un pariente de su marido, hombre rico de la familia de Elimelec, el cual se llamaba Booz.” (Rt 2:1).

Ella y su nuera tenían que comer, y no querían vivir de la caridad pública. Era pues necesario que Rut trabajara en el campo; para ello le pide permiso a su suegra: “Te ruego que me dejes ir al campo, y recogeré espigas en pos de aquel en cuyos ojos hallare gracia. Y ella le respondió: Ve, hija mía.” (Rt 2:2).

Entonces era costumbre en Israel, como Dios le había ordenado a Moisés, que en el momento de la siega se dejara que los necesitados recogieran las espigas que los segadores hubieran dejado en el campo (Lv 19:9; 23:22; Dt 24:19). La orden establecía que sólo se debía recoger las espigas del campo una vez, dejando lo que quedara para ser recogido por los pobres.

Dio la casualidad (si así podemos llamar a las circunstancias que Dios prepara) que el dueño del campo a donde fue a espigar Rut fuera Booz, el pariente de Elimelec (Rt 2:3). Booz se interesó por saber quién era la joven que espigaba en su campo, y cuando se enteró de que era Rut, la nuera de Noemí, cuya lealtad con su suegra había sido loada por los pobladores de la ciudad, dio órdenes de que la dejaran trabajar sin molestarla, e incluso ordenó que le permitieran beber del agua que él ponía a disposición de sus trabajadores (vers. 4-9). Eso fue ocasión para que Booz conociera a Rut, y lo impresionara favorablemente. Por ello dio instrucciones de que además se le permitiera comer del alimento que hacía llevar para sus trabajadores. No les voy a contar en detalle toda la historia del romance que se empieza a tejer entre Rut y Booz, porque nuestro tema ahora es Noemí y no su nuera, pero lo cierto es que Noemí, enterada de la buena disposición de Booz hacia Rut, empezó a concebir la estrategia que debía llevar la historia a un final feliz.

Ella era dueña de un campo que había pertenecido a su esposo Elimelec, y tenía el derecho de ofrecerlo en venta al pariente más cercano para que –según la terminología usada entonces en Israel- lo rescatara o redimiera (Rt 3:2, c.f. Lv 25:24,25). También, según la costumbre, el que rescatara tenía que casarse con la viuda (la llamada “Ley del Levirato” –de “levir”, “cuñado” en latín. Véase Dt 25:5-10). Booz cautivado por la virtud de Rut, y siendo el segundo en la línea de parentesco, busca al primer pariente en la línea sucesoria y le propone que redima la propiedad. En realidad lo desafía a hacerlo en presencia de diez vecinos (Rt 4:2-4).

El pariente se muestra dispuesto al comienzo, pero cuando Booz le recuerda que al rescatar la propiedad tiene que casarse con la viuda para darle un hijo al fallecido, el pariente desiste y le cede el derecho a él (Rt 4:5-12). Gracias a la unión que tendrá lugar, del tronco de Farés, nieto de Judá, que habría sido cortado si Booz no tenía descendencia, brotaría un nuevo retoño (1Cro 2:4-12). ¿Quién va a ser ese retoño? El hijo que Rut le dé a Booz cuando se casen (Rt 4:13).

Ese vástago, o retoño, nos recuerda un conocido pasaje de Isaías: “Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces.” (Is 11:1). Ese vástago que saldrá del tronco de Isaí, será en primer lugar el rey David (1Cro 2:13-15). Pero más allá de David, esa profecía nos habla del retoño de todos los retoños, del hijo de David, es decir, de Jesús, de quien Isaías sigue diciendo: “Y reposará sobre él el espíritu del Señor; espíritu de sabiduría y de inteligencia; espíritu de consejo y de poder; espíritu de conocimiento y de temor del Señor”. (Is 11:2).

¿Comprenden ahora qué es lo que hay detrás del destino de Noemí y cuál era el plan que Dios tenía con ella? ¿Por qué la hizo salir de Belén para ir a Moab y luego retornar? Ella salió de Belén para traer de Moab a una mujer de ese pueblo a la que Dios había escogido para que formara parte de la cadena genealógica del Mesías, en la que, según lo consigna Mateo al inicio de su evangelio, figuran sólo cuatro mujeres en medio de muchos hombres, antes de mencionar a su madre, María (Mt 1:1-16). ¿Qué cosa tan singular? ¿Y quiénes eran esas mujeres?

La primera es Tamar, viuda de Farés, que se disfrazó de prostituta para seducir a su suegro Judá y tener de él un hijo, porque él se había negado a darle como marido al último hijo que tenía, como debió haber hecho siguiendo la ley del Levirato (Gn 38). Nótese que ésa era una ley ancestral anterior a Moisés, posiblemente vigente en toda la región..

La segunda es Rahab, la prostituta, que salvó a los espías hebreos que habían entrado en Jericó (Js 2). Aclamada como heroína en Israel (Js 6:17-25), fue dada como esposa a Salmón y fue madre de Booz (Mt 1:5). (2).

La tercera es Rut, una extranjera y por tanto, indigna para los hebreos, porque pertenecía a un pueblo pagano enemigo del pueblo escogido.

La cuarta es Betsabé, la mujer infiel de Urías (2Sm 11), que fue madre de Salomón (2Sm 12.24).

En suma, una incestuosa, una prostituta, una extranjera y una adúltera. Oye Mateo ¿no estás loco? ¿No había mujeres virtuosas en la lista de antepasadas de Jesús que hubieras podido mencionar en lugar de ésas? ¿Cómo pones a esas mujeres cuyo origen, o cuya conducta, nos avergüenza? ¿Por qué no figuran Sara, o Raquel, o tantas otras cuyas virtudes adornarían esa genealogía? ¿Por qué sólo mencionas a cuatro pecadoras? Sí había mujeres virtuosas que mencionar en esa genealogía, pero sólo figuran mujeres indignas porque ellas representan la condición pecaminosa del hombre con la cual Jesús se vino a solidarizar. Ellas representan el pecado del hombre que el Redentor vino a quitar de en medio para reconciliarnos con Dios. Su presencia en la genealogía anuncia cuál sería la misión del Salvador, que dijo de sí mismo que había venido a “buscar y salvar lo que se había perdido.” (Mt 19:10).

“Y las mujeres decían a Noemí: Alabado sea el Señor que hizo que no te faltase hoy pariente, cuyo nombre será celebrado en Israel; el cual será restaurador de tu alma y sustentará tu vejez; pues tu nuera, que te ama, lo ha dado a luz; y ella es de más valor para ti que siete hijos.” (Rut 4:14,15). Siete hijos era el número proverbial de la familia perfecta, y más que eso había sido su nuera para ella. En verdad Noemí tuvo en ese nieto un hijo que reemplazó a los dos hijos y al marido que había perdido.

“Y tomando Noemí al hijo, lo puso en su regazo, y fue su aya.” (vers.16).

La vida de Noemí se había renovado porque ella se hizo cargo del hijo de Rut, y fue el aya de su nieto. ¿Cuántas mujeres están leyendo este artículo que alguna vez fueron ayas de un hijo ajeno? En el Perú es costumbre que las madres –a veces por necesidad, otras porque sus medios se lo permiten- tomen un aya para que cuide de su hijo pequeño. Y muchas veces el aya es mejor madre que lo que la madre verdadera podría haber sido. En esos casos el niño ama al aya más que a su madre, porque el aya es quien lo alimenta, lo baña y lo limpia, lo pasea y lo acuesta. El niño, indefenso a esa edad, depende de ella para todo y se aferra a ella. Por eso le da todo su cariño. Pero ¡cuánto mejor es que la madre sea el aya de su hijo! Los lazos de afecto profundos se forjan en los primeros años de la vida.

“Y le dieron nombre las vecinas diciendo: Le ha nacido un hijo a Noemí; y lo llamaron Obed. Este es el padre de Isaí, padre de David.” (vers. 17). ¡Qué curioso! El hijo lo tuvo Rut, pero ellas dicen que le ha nacido a Noemí. Eso dicen porque, según las leyes de Israel, Noemí pudo haber reclamado a su nieto como hijo propio. Pero la relación que ella tuvo con ese niño no fue de orden legal, sino de cariño y de cuidado.

¿Qué cosa quiere decir Obed? El que sirve. ¿Y quién fue Obed? Obed engendró a Isaí; Isaí engendró a David (vers. 22). David es el antepasado epónimo de Jesús. ¿Cómo aclamó la multitud a Jesús cuando entró triunfante en Jerusalén, montado en un pollino? “Hosanna al Hijo de David” (Mt 21:9). El libro de Rut apunta a Jesús, y el nexo de unió entre ambos es la genealogía que figura al inicio del evangelio de Mateo. ¡Cuán importantes son las genealogías en la Biblia!

Dios quiso usar a Noemí para que ella fuera la antepasada del Salvador de Israel. Ella, la pobre viuda, es realmente dulce y placentera en la historia de la salvación, y para nosotros, porque ella nos dio, por vía de Rut, al Mesías.

¿Quién dijo que Dios no usa a las viudas?

Notas: 1. Una nota del New International Bible Commentary dice al respecto: “El nombre divino El Shaddai (el Todopoderoso) es casi siempre usado en los tratos divinos con los afligidos”.
2. Esta circunstancia no figura en el Antiguo Testamento, pero el hecho de que Mateo lo mencione indica que esa información debe haberle llegado por conducto de alguna tradición que no figura en la Biblia.

NB. Este artículo y el anterior del mismo título están basados en la transcripción de una enseñanza dada en el ministerio de la “Edad de Oro” de la C.C. “Agua Viva” en Septiembre pasado.

#569 (05.04.09) Depósito Legal #2004-5581. Director: José Belaunde M.