martes, 7 de julio de 2009

EL VARÓN COMO ESPOSO II

Continúo en este artículo el segundo punto de la exposición de nuestro tema (el esposo amante) que fue interrumpido en el artículo anterior por razones de espacio. Estaba hablando de la importancia de la cortesía y del buen trato en las relaciones entre los esposos, especialmente de las consideraciones que el marido debe guardar con su mujer por ser ella, como dice Pedro, un “vaso más frágil”. (1P 3:7). Ahora quiero abordar un aspecto que es sumamente delicado pero que tiene mucha importancia en el éxito del matrimonio.

Dije en el artículo anterior que es responsabilidad del hombre hacer feliz a su mujer. Pues bien, hacer feliz a su mujer siendo un esposo amante implica cultivar el amor físico. Fue Dios quien inventó el sexo, no el diablo. Lo hizo por dos motivos principales: 1) para que los esposos gocen y sean felices amándose el uno al otro; y 2) para que se reprodujeran, como se dice en Génesis: “Sed fecundos y multiplicaos.” (1:22).

La mujer no desea que su marido tenga sexo con ella. Eso lo puede él hacer con cualquier mujer (si no teme pecar). Ella desea que él le haga el amor. Ahí hay un gran diferencia que muchos hombres ignoran, sobre todo cuando la rutina se instala en la alcoba conyugal. Para que la intimidad sea realmente “hacer el amor” (en el buen sentido de la palabra, no en el sentido del mundo) el marido debe tratar a su mujer cariñosa y amorosamente en todo tiempo y circunstancia, y ella a él también por supuesto.

Pero sobre todo, supone acercarse a ella en la intimidad con ternura, sin apresuramiento, dándole a ella tiempo para responder. Apoyándonos en Pablo (Ef 5:28) hemos dicho que el marido debe tratar al cuerpo de su mujer como si fuera su propio cuerpo. Aunque eso no lo diga la Biblia, podemos afirmar que si el marido está realmente enamorado, la tratará mejor que a su propio cuerpo.

Las relaciones sexuales alegran el corazón de la esposa y profundizan la intimidad espiritual y anímica entre ambos. Cuando marido y mujer son felices en la intimidad no sólo empiezan a parecerse, sino que se unen anímicamente tanto que adivinan mutuamente lo que siente y piensa el otro, de modo que, estando en compañía de otras personas, una mirada les basta para comunicarse.

Pero la felicidad conyugal trae también unidad al hogar y crea un clima de armonía que beneficia a todos sus miembros. Los hijos, especialmente cuando son pequeños, perciben la felicidad de sus padres, y eso los hace a ellos a su vez felices y los vuelve dóciles.
Nótese lo siguiente porque es muy importante: cuando los esposos no son felices en la intimidad, difícilmente puede haber felicidad en el hogar. Su insatisfacción se transmite a sus hijos y agria el trato mutuo. Los hijos se vuelven rebeldes y obedecen de mala gana.

La fidelidad es una condición indispensable de la felicidad conyugal. La infidelidad es una intrusión grave –una ingerencia de un elemento ajeno- en la unidad espiritual de los esposos que puede dañarla de una manera irreparable. Aun si fuere oculta, la infidelidad destruye la unidad emocional y la confianza mutua que debe existir entre los esposos. (Nota 1). Coloca al infiel en una situación de inferioridad moral por el sentimiento inevitable de culpa que lo embargará.

Pero la fidelidad no concierne sólo al cuerpo. La mente y la imaginación deben ser igualmente fieles al cónyuge si ha de preservarse la unidad emocional. Eso supone también la fidelidad de los ojos que no deben dejarse atraer por otros ojos o por otros cuerpos. Maridos: su mente, su imaginación, sus sentimientos y sus ojos pertenecen a sus esposas. Naturalmente lo recíproco es también cierto. (Mt 5:28)

La infidelidad del esposo, tan común en nuestro medio, no sólo destruye el amor de la mujer, sino también el respeto que ella tiene por su marido. Más aun, si los hijos llegan a enterarse, o tan sólo a sospecharla, perderán el respeto que ellos sienten por su padre, aunque lleguen a perdonarlo. Podrán respetarlo exteriormente, porque le temen, pero no lo respetarán en su interior y dejarán de amarlo como antes, porque conciente o inconcientemente, se solidarizan con su madre. La ofensa inflingida a ella los ofende también a ellos.

La infidelidad de la mujer en el matrimonio es aun más grave que la del hombre y hace a éste un daño aún más grave porque golpea su hombría. Es más grave además porque, como he dicho en otro lugar, el cuerpo de la mujer es el altar del amor. La infidelidad lo mancilla.

Pero nótese que es muy difícil que una mujer feliz sea infiel a su marido, salvo que sea una casquivana. Su felicidad la guarda mucho mejor que los celos del marido.

Por último, el marido amante debe ser amigo de su mujer, debe ser su confidente, y ella de él. Si el marido prefiere estar con sus amigos, si prefiere contar sus asuntos a sus amigos –o viceversa, ella a sus amigas- algo está fallando en el matrimonio. Hay algo que impide que ambos se abran completamente el uno al otro y que conspira contra el amor, porque entre ambos no debe haber secretos si hay verdadera intimidad. Cuanto más unidos son, más transparentes serán necesariamente el uno con el otro.

III. En tercer lugar el varón es el proveedor de su casa. Proveer a las necesidades del hogar es primordialmente su responsabilidad.

Puede parecer vano insistir en la importancia del trabajo, porque en principio todos los hombres trabajan, sea por necesidad o porque desean progresar en la vida. El hombre, por lo general, es ambicioso, aspirante, y eso lo empuja a ganarse el dinero con el sudor de su frente. El trabajo además le proporciona muchas satisfacciones.

Sin embargo, me he encontrado con hombres que deseaban casarse pero que no tenían un trabajo estable y no consideraban necesario tenerlo, porque contaban con los ingresos de su novia y futura esposa para sostener el hogar. Parece aberrante, pero esos casos se dan. Cuando eso ocurre es obvio que el hombre no ama a su novia, sino sólo la desea y quiere explotarla. La está engañando al declararle su amor (como hacen gran número de hombres que confunden deseo por amor) y la engañará luego casi inevitablemente en los hechos. El hombre que ama realmente a su prometida la cortejará con regalos, pero ¿cómo podrá hacerlo si no tiene ingresos suficientes, a menos que robe?

De hecho, el trabajo, todo trabajo, dignifica al hombre y le permite desarrollar sus aptitudes, sus cualidades, los dones que Dios le ha puesto en su ser. Trabajando el hombre (y la mujer) se realizan a sí mismos, aunque el trabajo sea de orden rutinario, pues aun el trabajo rutinario puede proporcionar oportunidades para desarrollar la propia creatividad. (2) Más aun cuando el trabajador es conciente de que con su trabajo da gloria a Dios y hace su obra. Si interioriza esta idea tratará de mejorar, de perfeccionar de alguna manera la obra que realiza, y Dios lo recompensará no sólo haciendo que encuentre una verdadera satisfacción en lo que hace sino también dándole un trabajo mejor. (“Porque has sido fiel en lo poco, sobre mucho te pondré.” Mt 25:21).

Nótese que, contrariamente a lo que a veces equivocadamente se afirma, el trabajo no es una maldición que alcanzó al hombre como consecuencia del pecado. Dios no creó al hombre para que estuviera ocioso sino que “lo puso en el huerto del Edén para que lo labrara y lo guardase.” (Gn 2:15). La maldición del pecado consistió en que el trabajo le fuera ingrato y penoso, y tuviera que comer su pan “con el sudor de su frente”, es decir, con mucho esfuerzo. (Gn 3:19).

Sin embargo, es importante que el hombre casado sepa que el fruto de su trabajo es para su hogar, para las necesidades de su casa, y no para emborracharse y divertirse, ni tampoco, en primer lugar, para sus aficiones y “hobbies”, aunque éstos sean sanos. Naturalmente el hombre, una vez que ha satisfecho todas las necesidades de su casa, que incluyen no sólo las tres necesidades básicas de vivienda, alimento y vestido, sino comprenden también escuela y estudios para sus hijos, así como el cuidado de la salud, puede dedicar una parte del sobrante de sus ingresos a sus aficiones y gustos particulares, siempre y cuando ellos no lo absorban tanto que descuide su hogar.

Es de suma importancia, si ambos trabajan, pero no sólo en ese caso, que haya transparencia en los ingresos y los gastos. Cada uno debe saber cuánto gana el otro y debe contribuir al presupuesto familiar en proporción al monto de sus ingresos, a menos que ambos hayan llegado a un acuerdo diferente. Si marido y mujer se tienen mutuamente confianza debe reinar una transparencia absoluta en lo económico, sin secretos que oculten algo que no deseen compartir con el otro (y que pueda despertar sospechas).

Los maridos deben confiar el presupuesto doméstico a su mujer. A muchos peruanos no les gusta eso y quieren mantener el control del dinero siendo ellos quienes manejen el gasto diario. Es humillante para la mujer estarle pidiendo dinero constantemente al marido para los gastos diarios. ¿Cómo puede ella amarlo si la humilla? En cambio, el marido honra a su mujer confiándole la administración del dinero destinado al mantenimiento del hogar (o administrándolo conjuntamente con ella), porque la mujer maneja el presupuesto familiar mejor que el hombre, siendo ella por naturaleza ahorrativa y el hombre gastador.

El marido sustenta y cuida a su esposa como Cristo a la iglesia (Ef 5:29). Hay maridos que descuidan la salud de su esposa, o que le exigen esfuerzos superiores a sus fuerzas. Al comportarse de esa manera demuestran que no la aman como a su propio cuerpo, sino que la tratan como si fuera un cuerpo ajeno. Pero es el suyo propio y es más frágil (1P 3:7). Si no la cuidan, después no pueden quejarse de que su salud se deteriore o se enferme. En verdad en muchos casos el microbio responsable de la enfermedad de la mujer es el marido.

El marido debe proveer el pan –insisto en ello- el vestido y la vivienda, etc., y todas las necesidades de su casa, como lo manda la palabra. De lo contrario “ha negado la fe y es peor que un incrédulo.” (1Tm 5:8). Pero es un hecho que la vida moderna, por el costo de vida, que incluye los altos precios de los servicios esenciales y del colegio, entre otros rubros, obliga con frecuencia a la mujer a trabajar para contribuir al presupuesto familiar. Pero ése no es el ideal sino una deformación impuesta por las realidades económicas actuales. Sin embargo, cuando hay hijos pequeños la mujer debe en lo posible permanecer en el hogar y no confiar a sus hijos a una empleada doméstica, porque en ese caso, será ella quien los forme y les enseñe quizá hábitos indeseables. (3)

Si es necesario que la mujer trabaje es mejor que lo haga en su casa. Hay muchas formas de ganar dinero hoy en día que no requieren acudir a un centro de trabajo. El Internet lo ha hecho posible.

IV. Por último, el esposo es protector de su esposa. Él la protege de las tensiones que inevitablemente se presentarán dentro y fuera del hogar, frente a los vecinos, a los transeúntes, a los vendedores, o frente a extraños en general.

La protege también de las tensiones que pudieran surgir con su propia familia. A veces ocurre que la mujer es mal vista por la familia del esposo, como también puede ocurrir al revés. Con frecuencia la suegra se resiste a dejar de controlar o influir en su hijo, a expensas de la mujer, y surge una competencia entre ambas. Esas son situaciones enfermizas y peligrosas, delicadas, que pueden hacer necesario que la joven pareja viva sola, y si fuera posible, alejados de los padres de ambos. Bien dice el dicho: “El casado, casa quiere”. Las dificultades para conseguir vivienda dificultan muchas veces llevar este sano consejo a la práctica.
El marido debe sacar siempre la cara por su esposa y no dejar que ningún familiar suyo la agravie o la incomode, si es que quiere conservar el aprecio de su mujer. Porque ¿qué pensará ella del marido que no la defiende? Que es poco hombre. Comenzará a pensar que se equivocó al escoger marido, y a desear tener otro.

Finalmente el marido protege a su mujer del maltrato de los hijos, cuando éstos son pequeños, si han sido muy engreídos o son muy agitados, o ella es demasiado consentidora. Hay hijos pequeños que se convierten en tiranos de su madre por sus exigencias constantes. El padre debe intervenir en esos casos para restablecer el orden.

El esposo debe ser muy severo en no permitir que sus hijos falten el respeto a su madre. Ellos deben saber que si le faltan el respeto a ella, le faltan el respeto a él y tendrán que vérselas con él, porque ella es su cuerpo.

Aunque sea salirme un poco del tema, quisiera decir, para terminar, algunas palabras acerca de la importancia que tiene el que, antes de casarse, ambos esposos hayan sido sanados de las heridas que relaciones anteriores pueden haberles producido porque, de no ser así, esas heridas del pasado pesarán en sus relaciones presentes. Existe el peligro de que ellos tiendan a ver y a reaccionar frente a las actitudes y palabras de su cónyuge desde la óptica de sus experiencias dolorosas pasadas. Inconcientemente pueden querer vengarse en el cónyuge inocente de lo que otro u otra les hizo sufrir. Pueden surgir también, como fantasmas del pasado, desencuentros y resentimientos innecesarios.

Notas: 1. El refrán “Ojos que no ven, corazón que no siente”, no siempre se cumple en este caso, porque la parte infiel se comporta de una manera extraña, nerviosa, y porque la parte engañada tiene “antenas”.
2. Ser creativo es una cualidades más valiosas del ser humano que viene de que ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios, el Ser creativo por excelencia.
3. En el Japón la mujer que trabaja cuando tiene un hijo, tiene derecho a permanecer con él en casa para cuidarlo hasta que cumpla 12 años. Pasado ese lapso recupera el puesto de trabajo que tenía.

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1 comentario:

nazca26 dijo...

muy interesante su blg.Es una sorpresa para mi.